Capítulo 34

—Comencemos a aclarar todo esto —dijo Sally.

Después de verme asaltado por los equipos de los noticieros y los flashes de las cámaras, tuve un rato de relativa calma durante el trayecto en coche para ordenar mis pensamientos. Los helicópteros nos seguían de cerca, no obstante, agravando mi dolor de cabeza, y no me libré de su estruendo hasta que las puertas a prueba de bala de la comisaría se cerraron a nuestra espalda. Nunca se me había pasado por la imaginación que llegara a sentir alivio por el hecho de ser detenido. Ahora me encontraba entre bastidores, por así decirlo, en un despacho diminuto desde donde se veía la sala de interrogatorios, en el lado de la policía del espejo polarizado; un sitio aislado, vacío y, dejando aparte las mesas de grabación y los monitores de circuito cerrado, tan espartano como el despacho compartido de Northridge: una silla giratoria, una taza de café, un televisor montado en un soporte… En fin, un ambiente informal y amigable para que la información siguiera fluyendo. La visión de la sala de interrogatorios, incluida la ominosa silla de madera provista de anillas para las esposas, servía para recordarme dónde acabaría en cuanto dejase de colaborar.

Cadena de favores ya no era más que un recuerdo lejano; y lo más probable es que representara el peor papel de Fuego en el cuerpo.

Sally puso en marcha una cámara digital y la desplazó de su posición habitual a través del espejo para que nos enfocara a los tres, sentados como colegas analizando un caso.

Yo todavía estaba sin aliento, después de subir a toda prisa hasta allí entre las miradas curiosas de los demás agentes.

—¿Alguien ha hablado con Ari?

—Creo que sí —dijo Valentine.

—¿Dónde está? ¿Qué le han dicho? ¿Se encuentra bien?

—No lo sé —contestó Sally—, y usted tiene otros problemas ahora.

—Quiero estar seguro de que mi esposa…

—No puede permitirse ese lujo —determinó, cortante—. El comisario de Robos y Homicidios está dándole la vara al jefe mientras nosotros hablamos. A menos que encontremos una grieta en este caso y la convirtamos en una buena fisura, el Detective Encanto volverá para llevarse su escuálido culo y encerrarlo en la cárcel. De modo que concéntrese, joder.

Valentine me sorprendió mirando embobado la cinta continua de noticias bajo una vista aérea del hotel Angeleno. Se levantó, dio una palmada al televisor, ya enmudecido, y pasó a un canal de telenovela.

—¿Dónde estaba usted el quince de febrero a las nueve de la noche? —me preguntó.

Cerré los ojos, intentando aclararme. El lunes, es decir, hacía dos días…

—En la autopista, de camino a Indio para encontrarme con Elisabeta. ¿Por qué?

—¿Hay alguien que pueda corroborarlo?

—Desde luego que no. Ellos me dijeron… —Se me hizo un nudo en la garganta, idéntico al que tenía ya en el estómago—. ¿Por qué? ¿Qué ocurrió?

—Ese día acudimos a una llamada por un acto de vandalismo en casa de Keith Conner. Alguien había escrito con aerosol «MENTIROSO» en el muro exterior, y después había trepado por la reja y dejado una rata muerta en el parabrisas de uno de los coches. Una cámara de seguridad captó imágenes del intruso en el jardín, oculto entre las sombras. Un tipo de complexión parecida a la suya, aunque no se le veía la cara porque llevaba…

—Una gorra de los Red Sox —murmuré.

—Exacto. Esa zona no está bajo nuestra jurisdicción, pero nos vimos implicados porque…

—Porque Conner dio por descontado que era yo, naturalmente. Había ido a verlo unos días antes.

—No se trató de una visita amigable, según nos dijeron. —Valentine pasó varias páginas de su bloc—. A Conner le dejó mal sabor de boca, y presentó una denuncia la mañana antes de que se produjera el allanamiento en su casa.

—¡Vaya! Los dos actuamos justamente como ellos esperaban: yo, presentándome allí, y él, denunciando mi conducta agresiva y errática.

—Sí; y el abogado le aconsejó que reuniera pruebas documentales.

—Ahora lo entiendo. Por eso vinieron a verme al trabajo. Para investigar sobre la denuncia.

—En vista del resentimiento que se tenían —intervino Sally—, nos vimos obligados a fisgonear para ver si estaba usted en sus cabales. Al principio creímos que Conner se había inventado su visita para calumniarlo, pero luego encontramos a un paparazi que confirmó que usted había estado allí. Incluso había tomado fotografías.

Joe Vente.

—Y después hablamos con el jefe de seguridad de Summit, su amigo Jerry Donovan, quien nos contó que usted andaba buscando la dirección de Keith Conner. Por su parte, el camarero del Formosa recuerda que bebió whisky a la hora del almuerzo.

—Fantástico —dije—. Inestable, borracho y obsesivo. —Tomé aliento—. Y miren lo que va a salir a la luz a continuación: el arma homicida. Es mía. El mismo palo de golf que le arrojé al intruso en el patio de mi vivienda. También he tenido problemas en el trabajo últimamente: faltas de asistencia, conflictos con alumnos…, mi visión de los agentes del Gobierno es paranoica, como muestra el guión de la película, y en un acceso delirante, hasta llegué a destrozar las paredes de mi casa para buscar micrófonos ocultos.

—Su esposa puede confirmar que sí existían —brindó Sally—. Los micrófonos, claro.

—Sí, ya —objeté—; un testigo imparcial.

—Después de que le contáramos a Jerry Donovan lo del allanamiento que había sufrido Conner, él nos habló del material de vigilancia que descubrió al registrar la casa de ustedes y de los transmisores que encontró entre sus ropas. Por consiguiente, existe una fuente de confirmación neutral.

Jerry debía de haber pensado que yo constituía de verdad una amenaza para Conner si había decidido confesar su visita secreta a nuestra casa.

—Pero él no sabe si yo mismo podría haber colocado todo ese material para procurarme una sofisticada coartada.

—De acuerdo. —Sally tenía las mejillas encendidas—. Ahora bien, si usted mató a golpes a Keith Conner, ¿por qué no tenía salpicaduras en la ropa y en las manos?

—Eso depende de la posición en que se coloque el asesino, y dos de cada cuatro peritos probarían sin margen de error que es posible. O con todo el error que usted quiera. Además, ¿los analistas de la escena del crimen han revisado el sifón de la pila del lavabo?

Sally y Valentine se miraron.

—Sí —dijo ella lentamente—. Había restos de sangre.

—Que los análisis confirmarán que es de Keith. Lo cual prueba que me lavé después de matarlo para quitarme las salpicaduras.

—¿De qué lado está usted? —preguntó Valentine.

—Me limito a enumerar los hechos. No tengo copias ni de los discos ni de los mensajes, y las páginas web se han desvanecido. Solo me quedan las secuencias de diez segundos grabadas con el móvil que yo mismo podría haber generado. Así pues, después de mentirle a mi mujer, me levanto a hurtadillas de la cama y me cuelo en el hotel Angeleno. Incluso le doy el esquinazo a un empleado, no sin arreglármelas para ofrecer un aspecto claramente furtivo.

—Ha construido una sólida acusación —afirmó Valentine.

—Soy el cabeza de turco ideal: amargado, resentido… Lo único que tuvieron que hacer fue pulsar los botones adecuados, y yo me lancé a la carga.

Un nuevo boletín de noticias interrumpió la telenovela: una foto de Keith Conner, enmarcada con las fechas de su vida, y después unas imágenes mías mientras me sacaban del hotel, con la angustia pintada en la cara y la boca entreabierta forzando una mueca extraña, algo así como un chimpancé imitando una sonrisa humana. No recordaba nada de ese breve trayecto a excepción de los flashes y los gritos de los fotógrafos, pronunciando mi nombre, para que me girara hacia ellos. Mi nombre y mi rostro salían en todos los programas matinales. En la costa este ya estarían leyendo los detalles de la sórdida historia. Mis padres, mientras tomaban café. Ahora yo era uno de esos horripilantes asesinos trastornados: tipos de mirada vacía, de extravagantes obsesiones, de rencores largamente alimentados y plasmados, al fin, de modo sanguinario. Como si me hubieran propinado un mazazo demoledor, comprendí de pronto que nada volvería a la normalidad en mi vida.

Pero Valentine no me dio tiempo para compadecerme.

—Ya que tiene todas las respuestas, ¿explíquenos por qué iba a molestarse alguien en cargarle un asesinato?

—Es que la cosa no iba conmigo. El objetivo era matar a Keith.

—O hundirle a usted —aventuró Valentine.

—Hay maneras mucho más fáciles de hundir a un tipo como yo sin necesidad de matar a una estrella de cine.

—Sí —asintió Sally—, pero quizá ninguna tan repugnante.

—Explíquese —me dijo Valentine.

Estaba cabizbajo, pero notaba cómo me clavaban la vista. Pese a la confusión y el terror que me dominaban, hice un esfuerzo para formular al menos mi razonamiento:

—Querían ver muerto a Conner y necesitaban a alguien que alimentara un buen motivo de controversia. No les hizo falta buscar mucho. La disputa entre él y yo había aparecido en todos los medios. Por no mencionar la demanda todavía pendiente y todas las acusaciones.

Me figuré, en efecto, que la demanda todavía seguía pendiente; que yo supiera, mi abogado no había llegado a recibir la propuesta de acuerdo de la productora. ¿Era cierto que el asunto había estado a punto de resolverse, o eso no había sido más que otra manera de embaucarme? ¿Tendrían siquiera algo que ver las negociaciones legales con todo aquello? Dado el embrollo en el que ya estaba metido, no quería distraer a Sally ni a Valentine con algo tan vago, a menos que mi abogado lograra arrancarle a la productora alguna información más concreta.

Valentine interrumpió mis pensamientos, planteándome lo siguiente:

—Si esta historia no iba con usted, ¿por qué tomarse tantas molestias? ¿Por qué hacerle pasar por tantos vericuetos?

—Piénselo —repliqué—. ¿Hay algún caso en el resto del mundo que llame tanto la atención como un juicio por asesinato en Hollywood? Cada huella, cada secuencia, cada detalle del dictamen pericial sale a la luz pública. No digamos si la víctima es una estrella. Este va a ser el caso más estrechamente analizado desde que se inventó el género. Hay que tenerlo todo previsto. E incluso así, a menudo no consiguen ustedes una condena.

—¿Quiere decir que ellos necesitaban algo más que un cabeza de turco? —cuestionó Sally—. ¿Un pringado al que manipular y conducir a una trampa perfecta? —Mordisqueó la tapa del bolígrafo—. Robos y Homicidios tiene fama de ver solo lo que le interesa cuando se centra en un sospechoso. Los tipos que querían inculparlo sabían que si hacían que el crimen pareciera un caso claro, no habría una investigación exhaustiva.

—Entonces —expuse— la pregunta es: ¿adónde conduciría una investigación exhaustiva?

—A otra persona con un buen móvil. ¿Quién más tenía motivos para matar a Keith Conner?

—¿Los críticos? —sugirió Valentine, aguantando la mirada de su colega—. ¿A qué se reduce todo siempre? Dinero. Sexo. Venganza. —Me señaló—. Su disputa con él reunía las tres cosas.

Eso me trajo un recuerdo. Chasqueé los dedos, excitado, y les espeté:

—Ese paparazi, Vente, me dijo que Keith había dejado embarazada a una chica de un club nocturno, y que había una demanda de paternidad en marcha. Si Keith moría, quizá su dinero iría a parar a esa chica y al niño.

Sally pasó la página de su bloc y siguió escribiendo.

—Un tipo como Keith —opinó Valentine— debe de tener más historias de ese tipo.

—Sí —dije—. Montones. Alguien debería investigar sus negocios: si debía dinero a gente poco recomendable, si se follaba a la esposa equivocada, o algo así. Quien lo haya averiguado continúa suelto. Han de hacer todo lo posible para que la fiscal no trate el asunto como un caso cerrado. Tienen que ayudarme.

Sally y Valentine se limitaron a mirarme con una expresión tensa y, mucho me temía, impotente.

A todo esto, sonó un portazo en el pasillo. Después un grito amortiguado que fue aumentando de volumen: «Sé que está aquí»; y, de repente, vi a través del espejo que Ariana irrumpía en la sala de interrogatorios dando un traspié, como si acabara de zafarse de alguien: «¿Dónde está? ¿Dónde?».

Dos agentes entraron tras ella. La escena se desarrollaba dando la impresión de que el espejo polarizado era una pantalla de televisión gigante. La repentina aparición de Ari en aquel contexto me resultó desconcertante, como algo fuera de lugar y de época.

Estaba muy ruborizada y crispaba los puños. Se parapetó detrás de la mesa; los agentes se aprestaron a acorralarla.

—Quiero verlo. Quiero comprobar que está bien.

La realidad me sacudió. Me oí gritar:

—¡Ari! ¡Ari! ¡Estoy aquí!

Insonorizado.

Me incorporé, pero Sally me puso en el hombro una mano de sorprendente vigor.

—No —dijo—. Ningún contacto hasta que tengamos declaraciones separadas.

Nos quedamos ahí de pie, contemplando la desesperación de mi esposa. Agarré el interfono.

—No voy a permitir…

Valentine ya me había sujetado del brazo y me lo retorció con tanta fuerza que solté un gemido.

—Aún no lo hemos empapelado, pero si complica las cosas, lo haremos. ¿Quiere seguir hablando o prefiere pedir directamente otra hipoteca para cubrir la fianza? —Me obligó con firmeza a sentarme otra vez—. Haga lo que le decimos.

En la sala de interrogatorios, Ariana encorvó los hombros y se estremeció. Me di cuenta de que estaba al borde del llanto. Toda su determinación la había abandonado. Uno de los agentes rodeó la mesa y la cogió del brazo.

—Señora, venga conmigo.

El otro agente echaba miradas nerviosas al espejo, hacia nosotros. Ari, cómo no, se apercibió en el acto.

—¡Patrick! ¿Está ahí? ¿Está ahí detrás?

Soltándose del brazo del agente, se acercó al espejo y me interpeló:

—Patrick, ¿por qué estás ahí detrás? ¿Te encuentras bien?

Se inclinó, pegando la cara al espejo y tratando de ver a través de él. Miraba directamente hacia nosotros.

Sally soltó un ruido gutural, y Valentine exclamó:

—¡Joder!

Puse la mano en el cristal, tocando la silueta de la mano de Ariana. No podía hacer nada más.

El agente la cogió otra vez del brazo, y ella dejó que la arrastrase afuera.

Me ardía la cara. Me mordí el labio, deseando que el aire se helase en mi pecho. Con el tiempo que habíamos perdido en nuestros nimios problemas… Y allí estaba ahora, condenado a mirar a mi mujer a través del espejo de una sala de interrogatorios: ella incapaz de verme, y yo, de hablarle. Un simbolismo lo bastante opresivo para alimentar el guión de un estudiante. Me salió una voz ronca y desigual:

—Tienen que mantenerme fuera de la cárcel.

—Entonces será mejor que nos dé algo —sugirió Sally.

—¿Qué voy a darles? Ellos me han dejado en cueros.

—No tenemos tiempo para que se compadezca de sí mismo. Los hombres que había detrás de esas botas Danner del cuarenta y cinco apostaron por usted por no ser más que un guionista de segunda fila, y usted se tragó todo lo que le pusieron en bandeja. Si quiere salvarse a sí mismo, deberá empezar a producir sus propias ideas.

—Aparte de su esposa —inquirió Valentine—, ¿hay alguien que pueda corroborar que ellos existen?

Me di unos golpecitos en la cabeza con la palma de la mano, azuzándome.

—Elisabeta recibió un e-mail que decía que alguien con una gorra de los Red Sox le haría una visita. Pero un e-mail es poca cosa. Un momento… Doug Beeman. A él también lo grabaron, y asimismo recibió varios DVD.

—Se podría argumentar que los filmó usted.

—Los había ido recibiendo durante meses. Podríamos comparar nuestros movimientos para demostrar que no fui yo. Además, él todavía tiene la grabación del sótano de ese colegio de secundaria.

—Denos la dirección.

Se la anoté.

—Ahora su misión es aclararse, repasar milímetro a milímetro los últimos diez días y buscar algo, cualquier cosa que pueda servirnos. Y mejor que se dé prisa. —Sally arrancó la hoja con la dirección—. Nosotros, entretanto, iremos a ver a Beeman.

—Él confirmará mi versión.

—Confíe en que sea así —dijo Valentine, y ambos salieron.

Permanecí un rato sentado. Tenía escalofríos y miraba embobado el rectángulo del televisor enmudecido, montado en lo alto. Color y movimiento. Siluetas. La telenovela dio paso al anuncio de una nueva maquinilla de afeitar de cinco hojas, lo cual, para mi embotado cerebro, suponía cuatro de más. Cerrando los párpados con energía, intenté revivir todo lo sucedido desde el principio, desde que había salido en calzoncillos al porche aquel gélido martes por la mañana. Pero mis pensamientos se desviaban una y otra vez: la cárcel, mi matrimonio, los restos de mi reputación…

Me puse de pie y abrí la puerta. Había un policía de uniforme apoyado en la pared, hojeando una revista. Nada sorprendente. Levantó la vista y me sostuvo la mirada. Di un paso hacia el pasillo, y él se despegó de la pared. Retrocedí. Él volvió a apoyarse como si nada.

—Vale —dije cerrando la puerta, y regresé dócilmente a la silla.

Elisabeta salía en la televisión.

Sí, era ella, sentada en un sofá blanco, con las piernas cruzadas; unas cortinas se agitaban a su espalda.

Durante unos instantes mi cerebro no consiguió computar lo que estaba viendo. ¿Los periodistas habían descubierto mi conexión con ella? ¿Tan deprisa?

Pero no. Había un rótulo publicitario en la base de la pantalla. Me levanté, di unos pasos vacilantes y, poniéndome de puntillas, subí el volumen.

Elisabeta decía:

—… una bebida combinada rica en fibras que mantiene mi regularidad y disminuye el riesgo de dolencias cardíacas.

Sin acento. Era asombroso, desconcertante, como si hubiese sintonizado una entrevista con Antonio Banderas hablando en patois jamaicano.

Ahora se la veía caminar por un repecho cubierto de hierba, con un suéter sobre los hombros y una sonrisa en los labios. Una ronroneante voz en off decía: «Fiberestore. Para mantener un sistema digestivo sano. Una vida sana». Una sonrisa en primer plano. Aquella cara de rasgos totalmente vulgares y nariz un poquitín torcida… Si ella era capaz de mejorar consumiendo más fibra, cualquiera lo lograría.

Me ardían los pulmones; se me había olvidado respirar.

Elisabeta. En un anuncio de la tele. Hablando como si hubiera nacido en Columbus, Ohio.

Una actriz. Contratada para interpretar un papel.

Lo cual significaba que Doug Beeman, mi última esperanza, probablemente ya no era mi última esperanza. Me imaginé a Sally y a Valentine apresurándose hacia el apartamento en ese mismo instante. Un viaje inútil.

Retrocedí aturdido, me senté en el borde del asiento y acabé cayendo al suelo, mientras la silla se volcaba hacia atrás. Me era imposible despegar los ojos de la tele, aunque ya había reaparecido la telenovela hacía rato.

Se abrió la puerta enérgicamente, y entró Kent Gable escoltado por un grupito de tipos trajeados: pantalones oscuros, pistoleras abultando bajo la chaqueta, insignias relucientes en los cinturones… División de Robos y Homicidios de pies a cabeza, incluidos los mocasines de pisada firme. Gable ladeó la cabeza y me miró desde lo alto. Bajo mis manos, sentía las baldosas del suelo tan heladas como la muerte, como el frío que me había penetrado hasta los huesos.

—Lo siento, Davis —dijo—. Se acabó el recreo.