Capítulo 32

Medianoche.

No pensaba ir a esa habitación de hotel.

Mientras Ariana dormía a mi lado, yo permanecía tendido y controlaba el reloj. Ella se había tomado un Zolpidem para dormirse, pero yo estaba seguro de que ninguna pastilla podría tumbarme esa noche. Aquel asunto, fuera el que fuese, me tenía agarrado por el cuello, o yo lo tenía por la cola; más o menos venía a ser lo mismo. Cuando vieran que no me presentaba, ¿vendrían otra vez a por mí con bríos renovados? Y si no lo hacían, ¿soportaría el no saber nunca la respuesta? ¿Sería capaz de volver a corregir exámenes, de bromear en la sala de profesores y de salir a pasear por el barrio? Tendría que hacerlo. Como Ari había dicho, estaba manipulando las vidas de otras personas. Y si seguía cumpliendo órdenes, ¿cuándo se terminaría todo esto? No presentándome, en cambio, tomaba mi destino en mis propias manos. Y si reaccionaban con furia, estaba preparado para hacerles frente. Si la demanda se reactivaba, tampoco estaría peor de lo que estaba hacía un par de días. En la callada oscuridad, fui haciendo la lista de las precauciones que empezaría a tomar en cuanto amaneciera.

24.27; 24.28.

No pensaba ir a esa habitación de hotel.

ESTA NOCHE LO ENTENDERÁS TODO.

¿Quién me estaba esperando en la habitación 1407? ¿Un rostro del pasado, un amigo agraviado, o un hombre de traje oscuro, piernas cruzadas y la pistola con silenciador en el regazo? ¿O un completo desconocido portando un regalo, alguien tan ajeno como yo lo era para Doug Beeman? ¿Cuánto tiempo esperaría esa persona antes de deducir que yo no iba a cruzar aquella puerta?

24.48; 24.49.

No pensaba ir a esa habitación de hotel.

Rememoré a Doug Beeman arrodillado, con la cara pegada al televisor, y luego en cuclillas, balanceándose, y recordé que yo no me había dado cuenta de que estaba llorando hasta oír sus sollozos entrecortados. Evoqué también la foto escolar en la mesita de Elisabeta, la sonrisa sin incisivos de la niña, los montones de pieles de plátano; la desesperación, densa como un perfume recargado, en la angosta sala de estar. Y, por último, pensé en la bolsa de lona que, rogaba al cielo, disiparía esa desesperación, tal como el DVD había disipado la de Beeman; que serviría acaso para poner un poco de luz al final del túnel.

1.06; 1.07.

No pensaba ir a esa habitación de hotel.

En medio de la oscuridad, flotaban fragmentos de texto: ALGUIEN QUE CONOCES. UN ASUNTO DE VIDA O MUERTE. ¿Qué iba hacer? ¿Yacer insomne y angustiado hasta que me sobresaltara el timbre del teléfono? ¿O la noticia de la muerte me llegaría más tarde? Un día, una semana, tres meses. ¿Sería capaz de soportar la espera, sabiendo que yo podría haber evitado lo que ahora se avecinaba?

1.17; 1.18.

La única manera de vencerlos es no jugar.

No pensaba ir a esa habitación de hotel.

1.23.

Besé el cálido cuello de Ari y contemplé su rostro dormido. Sus labios, gruesos y suculentos, se entreabrieron emitiendo un leve silbido.

—Lo siento —susurré.

Culpable, abatido, estremecido de temor, me escabullí de la cama. No era tanto que tuviera que ir; era que no podía dejar de hacerlo.

* * *

Aparqué un poco más arriba, en Sepúlveda, para que no me viesen los conserjes. Saqué de la guantera la tarjeta-llave y me la metí en el bolsillo; también me guardé mi teléfono Sanyo y el móvil de prepago para cubrir cualquier contingencia, por si tenía que grabar o hacer una llamada. Esperé a que se abriera un hueco en el tráfico y me colé por el aparcamiento del hotel Angeleno. Vestía vaqueros y camiseta negra. Llegué a la parte trasera y, con la llave en la mano, examiné la puerta de servicio que había visto en la fotografía.

Estrujada en el bolsillo, llevaba la nota que había garabateado bajo la lamparilla del coche: «He recibido un mensaje anónimo diciéndome que fuera a la habitación 1407, porque era un asunto de vida o muerte. No sé quién habrá en la habitación. Tampoco sé cómo acabará esto. Si me pasase algo malo, póngase por favor en contacto con la detective Sally Richards, de la comisaría oeste de Los Ángeles».

Aunque no los veía, oía los coches de la autopista, que pasaban disparados por detrás del muro de mi izquierda produciendo un suave y monótono zumbido, como una ola interminable. El cilíndrico edificio se alzaba ante mí, iluminado por un frío resplandor verde que se derramaba desde la cornisa del ático.

Se aproximaba un vehículo por la vía de acceso, conducido sin duda por algún botones, lo cual acortaba el tiempo que tenía para actuar. Antes de que surgieran los faros por la curva, pasé la tarjeta por la ranura y giré el picaporte: un chasquido satisfactorio. Me colé dentro, inspiré el cálido aire del hotel y traté de sacudirme el hormigueo de los dedos.

Casi en el acto, oí el chirrido de unas ruedas y vi que un empleado doblaba la esquina con un carrito del servicio de habitaciones. Un segundo antes de que se cruzaran nuestras miradas, puse la mano en la puerta más cercana y descubrí con inmenso alivio que daba a una escalera. Confiando en que no me hubiera visto la cara, giré en redondo y crucé el umbral.

—Disculpe, caballero… —La puerta ahogó su voz cuando se cerró.

Subí resoplando. Las recias paredes me devolvían el eco de mis Nike. Por fortuna la planta catorce estaba en calma. A Ari le habría gustado aquella decoración a la última moda de Los Ángeles: pizarra y piedra lustrosa, acabados de madera oscura, candelabros de resplandor ambarino en las paredes y moqueta silenciosa en los suelos. Un reloj marcaba la 1:58. Pasados los ascensores, sentí un acceso de pánico al ver que salía de una habitación una mujer con ropa deportiva. Por fortuna, estaba ocupada con el móvil y ni se molestó en mirarme.

Con la tarjeta-llave en ristre como si fuera un cuchillo, seguí la cuenta atrás de los números de las habitaciones. Al llegar a la 1407, la introduje en la ranura. El sensor se puso verde. Giré la pesada manija y empujé la puerta unos centímetros.

Oscuridad.

Unos centímetros más. Desde el umbral, atisbé un pasillo estrecho junto al baño y un resquicio del dormitorio. Habían descorrido las cortinas, y se veían unas puertas de cristal desde el techo hasta el suelo que daban a un angosto balcón.

—¿Hola? —Me salió una voz grave y tensa que no reconocía.

El resplandor lejano de la ciudad rasgaba apenas la negrura, trazando pálidas manchas en el suelo, y el zumbido del tráfico de la autopista se mezclaba con el palpitar de la sangre en mis oídos, mientras avanzaba muy despacio. La puerta se cerró a mis espaldas y clausuró la débil claridad del pasillo.

Percibí de algún modo que la habitación estaba vacía. ¿Tendría que esperar a alguien? ¿Se trataría de otra llamada telefónica que me conduciría, a su vez, a una nueva búsqueda inútil?

Un leve aroma: dulce, picante, con un toque de ceniza. Manteniendo el cuerpo en tensión, llegué al umbral del dormitorio. El edredón estaba un poco hundido, como si alguien se hubiera sentado, y al lado había un objeto largo, de algo más de un metro.

Escrutando la habitación, di un paso corto y cogí el objeto por la empuñadura de goma; la cabeza metálica osciló al final del mango de grafito, y destelló pese a las escasas luces de la ciudad que se colaban en la estancia: un driver de golf. ¡Mi driver de golf! El mismo que le había arrojado al intruso cuando saltaba por la cerca trasera. La muesca de la cabeza estaba manchada, probablemente de tierra. Yo había dejado el palo tirado entre la vegetación, al fin y al cabo. Pero aquello no se comportaba como si fuese tierra.

Resbalaba con lentitud por la cara de titanio.

Arrojé el palo sobre la cama. Había descifrado el olor que había en el ambiente, aquel resto casi imperceptible de humo: cigarrillos de clavo.

TIENES QUE VERLO.

Jadeando, di otro pequeño paso de lado para conservar el equilibrio, y mi pie chocó con algo blando.

Algo que formaba parte de una masa oscura despatarrada a mi izquierda, junto a la cama. Inspiré resollando, que a mí me sonó como un chillido, y parpadeé en la oscuridad, escrutando el cuerpo grotescamente tendido boca arriba: manos crispadas, frente abollada, y unos hilillos negros de sangre reptando hacia el cuero cabelludo y la oreja, encharcándose en la cuenca de un ojo; las famosas cejas, los dientes inmaculados… Y mi perdición: aquella mandíbula perfectamente dibujada.

ESTA NOCHE LO ENTENDERÁS TODO.

El horror me atenazó la garganta, me ahogó y me provocó una arcada. Lo supe incluso antes de oír los pasos apresurados en el pasillo. Apartándome de la cama, me detuve en mitad de la habitación frente al magnífico paisaje urbano enturbiado por la neblina; me saqué del bolsillo la nota —un seguro lamentablemente inútil— y levanté las manos por encima de la cabeza una fracción de segundo antes de que se viniera abajo la puerta y me enfocaran las potentes linternas de la policía.