Sentado en el coche, en el aparcamiento, miré cómo desfilaban los alumnos hacia las clases. El teléfono sonaba y sonaba. Por fin me respondió.
—Diga.
—¿Papá?
—Detén las rotativas. —Y luego, apartando el teléfono y gritándole a mi madre—: ¡Es Patrick! ¡Patrick! —Otra vez a mí—: Tu madre está en el coche. —Mi padre, de Lynn, Massachussets, tiene el áspero acento de Boston; yo no lo había adquirido porque me había criado en Newton—. ¿Todavía hay problemas con Ari?
—Sí, pero lo estamos arreglando. —Escuchar su voz me hizo pensar en lo mucho que los echaba de menos, y en lo triste que era que hubiera de producirse una situación semejante para que yo descolgara el teléfono—. Lamento haber estado un poco desaparecido estos dos últimos meses.
—No importa, Paddy. Has tenido una mala racha. ¿Ya has encontrado un trabajo?
—Sí. Otra vez en la enseñanza. Se acabó lo de escribir.
—Escucha, tu madre y yo estábamos a punto de ir a la ciudad. ¿Va todo bien?
—Solo quería saber cómo estáis. De salud y demás. Si necesitáis algo, puedo subirme a un avión en cualquier momento, sin importar lo que esté haciendo.
—¿Es que te has unido allí a una de esas sectas?
—Era un decir. Es para que lo sepas.
—Todo va bien por aquí. Aún nos queda mucha cuerda.
—Lo sé, papá.
—Todavía no estamos en la tumba.
—No pretendía…
Unos bocinazos de fondo.
—Escucha, tu madre acaba de descubrir la bocina. Hazme un favor, Patrick: llámala esta semana. No tienes que telefonear solo cuando estás bien. Somos tus padres.
Se despidió, y yo me quedé un momento sentado, sintiendo otra vez el escalofrío que me había recorrido la noche anterior cuando el mensaje amenazador había aparecido en mi móvil. Como era de prever, se había desvanecido segundos después de que lo leyera. El hecho de que los mensajes se autodestruyeran sistemáticamente me obligaba a preguntarme si toda aquella intriga no sería una invención mía. Pero no: el nudo que tenía en la garganta me decía que era demasiado real.
Me saludó un alumno que pasaba por delante, y a mí me costó un esfuerzo levantar la mano y devolverle el saludo. A juzgar por lo aislado que me sentía allí del mundo exterior, cualquiera habría dicho que no estaba en un coche, sino en un submarino.
ESTA VEZ ES ALGUIEN QUE CONOCES.
Repasé los números guardados en mi móvil. Todos los nombres… Abarcaban mucho más de lo que yo podría cubrir, aun suponiendo que supiera qué buscar; para no hablar de los nombres que no figuraban en el aparato. Podía ser cualquiera: desde Julianne hasta Punch; incluso Bill, el cajero de Bel Air Foods; un alumno mío; un compañero de habitación de la universidad; un vecino al que alguna vez le había pedido un poco de azúcar, o una persona a la que había amado.
Cerré el móvil y lo puse otra vez en el salpicadero.
—La única manera de vencerlos —dije en alto— es no jugar.
* * *
Encontré a Marcello solo en la cabina de edición, manejando la consola de sonido digital. En el monitor adosado, se veía a un tipo en traje de baño detenido a medio salto al borde de un trampolín. Cuando Marcello liberó al saltador con un clic del ratón, el bang de la plancha de madera sonó desincronizado.
—¿Quieres echarle a esto un vistazo? —le pregunté.
Paralizó al saltador mientras impactaba contra el agua, y se inclinó sobre mi móvil. Accioné el clip de diez segundos.
—Cinema verité —dijo él al final—. Yo diría que el coche es una metáfora del camino de la vida.
—No puedo pausarlo en el móvil, pero fíjate bien. —Volví a pasar la secuencia—. Hay un pequeño reflejo en el parabrisas, justo cuando pasa el camión. ¿Lo ves? Me parece que es el número de identificación del vehículo. ¿Habría algún modo de descargarlo en Final Cut Pro y aumentar la resolución?
—Costaría bastante. Enfocar la imagen, quiero decir. —Un matiz de irritación en la voz—. Patrick, ¿qué es todo esto?
Cruzó los brazos con impaciencia mientras yo pensaba cómo formular lo que quería decirle.
—Me están enviando atisbos de la vida de otras personas; de sus problemas.
—¿Como los que te enviaban a ti?
—Sí, más o menos. Es un poco complicado. —Me miró, ceñudo—. ¿Qué? —dije.
—Ya no existe ni una pizca de maldita privacidad. Es como si nos hubiéramos acostumbrado, o como si hubiéramos ido cediendo poco a poco: leyes de escuchas, ciudadanos considerados «combatientes enemigos», Seguridad Nacional registrándote de arriba abajo… Por no hacer referencia a todos esos reality de mierda: Girls Gone Wild[2], políticos llorando en YouTube, esposas sacando los trapos sucios en Dr. Phil… Ni siquiera puedes morirte ya en la guerra sin que cualquier imbécil con pantalla plana consiga ver la secuencia tomada con infrarrojos. No hay… —movió la mandíbula e hizo una mueca, buscando el término adecuado—… decoro. —Suspiró agitado—. Antes tenías que ser famoso para ser famoso. Pero ¿ahora? Todo es real; todo es falsificación. ¿De dónde sale esa maldita fascinación por monitorizarlo todo, por pegar el ojo a cada cerradura?
—Supongo… —Me callé y me miré los mocasines.
—¿Sí?
—Supongo que a la gente le consuela comprobar que las cosas pueden irle mal a cualquiera, que no le ocurre solamente a uno y que nadie tiene la respuesta mágica.
Me sentí desnudo ante su comprensiva mirada.
—Cuando era un crío, creía que las películas eran mágicas. Y luego me metí por dentro. —Soltó una risa melancólica, pasándose la mano por la barba—: Tipos trabajando en despachos, en platós, o ante monitores de ordenador. Y ya está. Hay una pérdida evidente ahí. Supongo que todo el mundo la siente. Como cuando alcanzas algo que andabas buscando y lo ves en primer plano, con verrugas y todo. ¿Qué haces entonces?
Chasqueó los labios, se giró con brusquedad hacia la consola y se aplicó otra vez a ajustar la mezcla del clip de su alumno. La secuencia retrocedió a toda velocidad: el saltador emergía y se elevaba por los aires; las salpicaduras se reabsorbían y dibujaban otra vez una superficie plana. ¡Con qué facilidad se disolvía el desorden!
—Marcello. —Me salió una voz algo ronca—. Esto se ha convertido en algo mucho más serio que un juego de voyeurismo.
—Lo sé —dijo sin volverse—. Dame el móvil. Ya he terminado de despotricar.
—¿Estás seguro? —pregunté dejando el teléfono encima del escritorio.
—Creo que sí. Iba a decir algo sobre Britney Spears y su tendencia a andar sin bragas, pero… no sé, he perdido el hilo.
Empezaron a entrar alumnos. Bajé la voz:
—Nadie ha de saber que lo estás haciendo. Podría ponerte en peligro. ¿Eres consciente?
Me ahuyentó con un gesto.
—¿No llegas tarde a ninguna clase?
* * *
Aunque no se veía luz en el apartamento de Doug Beeman, volví a llamar a la puerta de pintura desconchada. Tampoco hubo respuesta. Ningún ojo atisbaba por la cerradura esta vez; solo había oscuridad. Apoyé la frente en la jamba y permanecí allí impotente, dejándome invadir por los sonidos y los olores del vecindario: el estruendo del equipo de sonido de un coche tuneado, un aroma de comida especiada, quizá india, el alboroto amortiguado de un partido de Los Lakers que se colaba a través de los muros…
Me moría de impaciencia por hallar respuestas. O a falta de respuestas, por un poco de comunicación, por una oportunidad para detenerme sobre las piezas del rompecabezas y poder pulirlas a fondo. De camino a casa de Doug Beeman, pasé por el callejón, junto al campus, y no me sorprendió observar que el Honda ya no estaba. En cuanto hube sacado del maletero la bolsa del dinero, ellos debieron de haber retirado el coche. Y ahora, ese silencio en la puerta de Beeman y la oscuridad tras las cortinas. Mientras me daba media vuelta, comprendí hasta qué punto me afectaba aquel asunto.
Las palabras de Ariana, advirtiéndome sobre todas las consecuencias que yo no había considerado siquiera, continuaban resonando en mi mente. Me habría gustado encontrar allí algo que aplacase su inquietud. Volvería al día siguiente a primera hora para asegurarme de que Beeman seguía bien. Y ya tenía decidido ir a Indio después de las clases de la mañana para comprobar cómo estaba Elisabeta.
El edificio entero y las calles colindantes rebosaban de vida y movimiento, de música y rumor de motores. Se oían risas infantiles, chasquidos de latas de cerveza, los gritos de alguna mujer hablando por teléfono. Montones de personas. ¿Cuántas se encontrarían al borde de la catástrofe? Un aneurisma, un coágulo acechando, una válvula cardiaca a punto de fallar… ¿En cuántos de aquellos apartamentos habría una fuga de gas, un tejado en peligro, o una capa de moho letal creciendo bajo la tabla de yeso?
¿Cuál de los nombres de mi agenda se enfrentaba a un plazo fatídico parecido?
* * *
Frente al semáforo, mi desazón se disparó a cien: me brincaban las rodillas, tamborileaba con las uñas y me agitaba en el asiento como un crío antes del recreo. El reloj del salpicadero marcaba las 18.53. Faltaban, pues, siete minutos para que el siguiente e-mail entrara en mi buzón. Me vino de nuevo a la memoria que, aunque era martes y la jornada había terminado, todavía no había tenido noticias de mi abogado sobre las condiciones de la productora para llegar a un acuerdo. ¿Sería cosa de ellos? ¿Estarían esperando a ver si me portaba como un buen chico? Yo seguía siendo, a fin de cuentas, una rata en su laberinto: aprieta la palanca, toma una pildorita.
El semáforo rojo parecía eterno. Bajé el cristal de la ventanilla, tarareé la canción de moda que simulaba escuchar y seguí el ritmo con el pie. Pese a que intentaba no prestarle atención, sabía que estaba allí (lo veía desde el límite del rabillo del ojo), asomado tras la valla publicitaria de la iglesia… Al fin miré el rótulo de Kinko’s, que parecía hacerme señas como el neón de un bar a un borracho. En primer plano se alzaba un mensaje imponente: SIN LEÑA SE APAGA EL FUEGO; y por primera vez en mucho tiempo sentí que el universo me hablaba, aunque me estuviera diciendo algo que no quería escuchar. Resultaba muy fácil seguir el MENSAJE; yo estaba en el carril de giro a la izquierda; Kinko’s quedaba en la dirección opuesta, cruzando tres carriles llenos de tráfico. No era en absoluto una tentación.
La única manera de vencerlos es no jugar.
Forzando la vista hacia el frente, esperando que se pusiera el semáforo verde, me concentré en el tic-tic de mi intermitente.
* * *
El hotel Angeleno era un gran cilindro blanco de piedra junto a la 405, en el límite entre Brentwood y Bel Air. La nítida fotografía, que abarcaba las diecisiete plantas, tenía todo el aire de una imagen publicitaria. El hotel pertenecía a la cadena Holiday Inn y había sido remozado hacía poco. A decir verdad, tampoco costaba demasiado convertirse en un punto de referencia en Los Ángeles.
Encorvado ante la pantalla, en el cubículo del rincón de Kinko’s, contemplé la imagen mientras preparaba el móvil y lo sujetaba en alto. Pulsé «Rec», y la cámara se puso en marcha. Me había adiestrado para manejar los botones con el pulgar, y ahora era capaz de grabar todo el rato que quisiera en fragmentos seguidos de diez segundos, sin apartar los ojos del monitor.
La imagen se desvaneció para dar paso al número en primer plano de una habitación del hotel: 1407.
Luego se veía una puerta de servicio metálica de aspecto macizo, asomando un contenedor por un lado del encuadre. Las líneas que delimitaban las plazas de aparcamiento y el suelo de hormigón indicaban que se trataba todavía del hotel.
Sentí una opresión en el pecho al ver la siguiente imagen: mi llavero de plata sobre la encimera de la cocina de casa. Una foto diurna, aunque no era posible saber cuándo la habían tomado.
A continuación, también en primer plano, una de las llaves aislada y separada del resto; gruesa, de latón. No era de las mías.
Desconcertado, me llevé la mano al bolsillo. Saqué el llavero, me lo puse en la palma de la mano y lo sostuve ante mis ojos. Ahí estaba, oculta entre el revoltijo como un regalo de Navidad. Una llave nueva; la había llevado encima todo el tiempo.
La presentación en PowerPoint había seguido adelante. Ahora, el interior de mi Camry visto desde el asiento del acompañante (el fotógrafo debía de haberse sentado en él); la guantera estaba abierta, y se veía una tarjeta de acceso de hotel sobre mi cajita de pastillas de menta Altoids.
Apareció brevemente un mensaje:
2.00 h ESTA NOCHE.
VEN SOLO SIN SER VISTO.
Seguido de otro:
TIENES QUE VERLO.
A él. ¿Él?
Mi móvil dejó de grabar un momento antes de que la ventana se cerrase y quedara únicamente en la pantalla el mensaje con un hipervínculo que me habían enviado a mi cuenta de Gmail. Me dolían los dedos de tanto crisparlos sobre el teléfono; los aflojé y observé cómo volvían a recuperar el color.
Pulsé «Responder» en el e-mail, y vi sorprendido cómo aparecía una dirección: una larga serie de números de aspecto aleatorio, terminados en gmail.com.
El reloj digital del escritorio indicaba que llegaba tarde para cenar y dar un paseo con Ariana, para continuar con mi vida. Pensé en mi maletín, rebosante de guiones todavía pendientes de leer; en las paredes de casa, desgarradas a trechos y con los cables y tuberías al aire: la casa que tenía que poner en orden, con todo lo que ello implicaba. Se lo debía —eso y mucho más— a los que formaban parte de mi vida. A todos salvo a aquel cuya suerte estaba ahora en juego.
Tecleé: No pienso seguir adelante. Al menos sin saber quiénes son ustedes y por qué me están haciendo esto, y lo envié antes de que las dudas me dominaran.
Me quedé mirando la pantalla, preguntándome qué demonios acababa de hacer.
Interrumpiendo mis sombríos pensamientos, sonó un plop por los altavoces del ordenador. Había surgido de golpe en la pantalla una burbuja de tira cómica:
ESTA NOCHE LO ENTENDERÁS TODO.
Yo ni siquiera había entrado en un programa de mensajes instantáneos, pero ahí estaba.
Apretando los dientes, estudié aquella frasecita engreída. Estaba harto de que me manipulasen, de que jugaran conmigo, de tener que recorrer el camino del patíbulo a ciegas. Algo había cambiado en mí, no sabía bien si por los persistentes razonamientos de Ari o por el ominoso silencio con el que acababa de tropezarme en casa de Beeman. Mi determinación, en todo caso, se había ido debilitando poco a poco, y ya no estaba nada seguro de que el camino que había venido siguiendo fuese el acertado.
Respirando con agitación, me armé de valor.
Pulsando violentamente las teclas, formulé la pregunta cuya respuesta temía conocer: ¿Y si me niego?
Me balanceé hacia atrás en la silla. En el interior del local, la caja registradora tintineaba y las fotocopiadoras zumbaban y soltaban chasquidos como seres futuristas; el aire acondicionado me deslizaba ráfagas de aire helado por el cuello.
Otro plop, otro mensaje. Bien podría haberse tratado esta vez de la burbuja de mis propios pensamientos; las palabras parecían atravesar mis ojos y leer mi pensamiento.
ENTONCES NUNCA LO SABRÁS.