Capítulo 29

Entre la masa borrosa de vehículos que pasaban zumbando, distinguí el Honda aparcado en el callejón del otro lado. Corrí a casa a buscar la llave y la gorra de los Red Sox, y regresé con dos minutos de antelación. En el trayecto me había convencido varias veces de que debía desviarme y acudir a una comisaría, pero la imagen de la mujer sentada en el sofá me espoleaba a mantener las manos en el volante y el pie en el acelerador. No era más que una vaga silueta en una fotografía que apenas había entrevisto, pero la mera idea de que ella desapareciera, o sufriese, o sintiera terror simplemente porque yo no me había arriesgado, me resultaba insoportable.

Ahora que estaba allí, no obstante, mirando desde mi coche el maletero del Honda, no tenía las cosas tan claras. Saqué del bolsillo la hoja que había escrito, la desdoblé y la releí: «Recibí un e-mail anónimo en el que se me indicaba que viniera a buscar este coche y que, si no, moriría una mujer. La llave estaba escondida junto a la roca artificial del jardín de mi casa. No sé lo que hay en el maletero, ni sé adónde me llevará todo esto. Si pasara algo malo, póngase por favor en contacto con la detective Sally Richards de la comisaría oeste de Los Ángeles».

Naturalmente, si me pescaban cometiendo alguna infracción, pensarían que era culpable y que había escrito la nota para cubrirme las espaldas. Pero pese a ello, más valía eso que nada.

Quedaban dos minutos. Sentía la columna clavada al asiento. El reloj digital —uno de los pocos accesorios del salpicadero que no había machacado— me devolvía la mirada impertérrito. El último minuto pareció durar una eternidad, y sin embargo, yo tenía la sensación de que se me agotaba el tiempo. Me habían hecho responsable a mí. Si ella moría, sería como si la hubiera matado yo. Pero ¿valía la pena arriesgar mi vida por una mujer a la que ni siquiera conocía?

SIGUE TODAS LAS INSTRUCCIONES. O ELLA MORIRÁ.

El reloj marcó la hora.

Bajé del coche. Sentía un hueco en el pecho. Crucé corriendo y me detuve un instante en la boca del callejón para serenarme. Pero no había tiempo.

Llegué junto al Honda Civic —relativamente limpio, algunas manchas de barro, neumáticos no muy gastados—, un coche corriente en todos los sentidos. Excepto en uno: no tenía matrícula. Pegué el oído al maletero, pero no percibí nada.

No había nadie al fondo del callejón, ni tampoco a mi espalda, acercándoseme. Solo oía el runrún del tráfico y de la gente que pasaba abstraída en sus propias cosas. Metí la llave en la cerradura. La tapa del maletero se liberó con una sacudida. Inspiré hondo, la solté y me eché hacia atrás mientras se abría.

Una bolsa de lona. Mi bolsa de lona: la misma que había tirado por la alcantarilla. Estaba hasta los topes y en los lados se marcaban bloques rectangulares.

Me agaché, poniéndome las manos en las rodillas, y solté todo el aire. La cremallera cedía con dificultad y, tras una pausa desquiciante, la abrí del todo.

Me quedé patidifuso aspirando el penetrante olor del dinero. Fajos y fajos apilados de billetes de diez dólares. Y encima, un mapa y una ruta trazada con un rotulador rojo conocido.

* * *

En metálico, 27 242 dólares parecen muchísimo más. Cuando los ves en billetes de diez atados en fajos de cincuenta, parecen medio millón. Estacionado al fondo del aparcamiento de un súper cercano, conté el dinero. Los fajos no se acababan nunca; todos iguales, salvo alguno de ellos compuesto con billetes de distinto valor. Si las películas no mentían, los billetes de diez no podían rastrearse, o al menos eran mucho más difíciles de rastrear que los de cien o los de veinte. Lo que podía deducirse de ello era tan inquietante como todo lo demás.

El Honda había resultado ser tan inescrutable como la voz distorsionada del teléfono, pues no había documentos en la guantera ni ninguna otra cosa, ni tampoco nada escondido bajo las alfombrillas. Hasta la plaquita del número de identificación del vehículo había sido destornillada del salpicadero.

No cesaba de examinar el mapa. La línea roja partía de la entrada de la autopista más cercana, serpenteaba hacia el este por la 10 a lo largo de unos doscientos cincuenta kilómetros, y acababa en Indio, un pueblo cochambroso del desierto, al este de Palm Springs. Pegado junto al final del recorrido, había un recuadro de papel (sin duda, salido de mi impresora) con una dirección. Debajo, habían escrito a máquina: 21.30 h. Si no encontraba tráfico, llegaría más o menos a esa hora. Por supuesto era la intención: el tiempo justo para reaccionar.

Un camión pasó por mi lado, reduciendo la marcha, y yo me apresuré a cerrar la cremallera. Permanecí unos instantes con las manos en el volante. Luego llamé a Ariana con aquel móvil chungo de prepago. Como de inmediato saltó el buzón de voz en el modelo idéntico que le había entregado, marqué el número del trabajo. Probablemente estaba pinchado, pero no tenía otro modo de localizarla.

—No volveré a casa —dije con cautela— hasta muy tarde.

—¿Cómo? —Al fondo se oía el gemido del torno. Alguien le gritó algo, y ella respondió secamente—: Dame un segundo. —Luego continuó—: ¿A qué viene esto?

¿Habría olvidado que solo podíamos hablar abiertamente por los móviles?

—Es que… he de ocuparme de un asunto.

—¿Ahora que estábamos volviendo a encarrilar las cosas me vuelves a salir con estas? ¿Otra sesión doble después del trabajo, o cualquier cosa con tal de no volver a casa?

¿Estaba haciendo comedia porque no hablábamos por una línea segura? Y en ese caso, ¿cómo podía indicarle que en realidad había un problema?

—No es así —dije débilmente.

—Que pases una buena noche, Patrick. —Colgó con ímpetu.

Me quedé mirando el teléfono sin saber qué hacer.

Unos segundos más tarde, volvió a vibrar en mi mano y respondí. Me bastó con escuchar los chirridos de la línea para deducir que Ariana estaba volviendo a llamar con el móvil.

—Hola, cariño —dijo, y yo suspiré aliviado, mientras me recordaba a mí mismo que no debía subestimar nunca la perspicacia de mi esposa—. ¿Qué pasa?

Se lo conté.

—¡Joder! —exclamó—. Podría tratarse de cualquier cosa: un rescate, una operación de blanqueo, una venta de droga… O, quién sabe, que le lleves su tarifa a un asesino a sueldo para tu propio asesinato.

—Tendría que haberme puesto en camino —indiqué mirando la hora— hace cinco minutos. No me queda tiempo.

Se oyó un grito de fondo y luego los pasos de Ariana, y otra vez su voz, ahora más baja.

—¿Qué piensas hacer?

Bajé la visera y contemplé aquella foto nuestra tomada en un baile de gala de la universidad: el brillo juvenil de nuestras mejillas; todo el tiempo del mundo por delante; ningún motivo de preocupación, salvo las clases matinales, y la cuestión siempre candente de si tendríamos suficiente dinero para comprar cerveza de importación.

—Si yo no me presentara y le pasara algo a esa mujer, no creo que pudiera soportarlo.

—Lo sé —susurró, y le falló la voz; duró un instante, pero no se me pasó por alto. Lo único que se oía era el chirrido de fondo de la maquinaria—. Escucha, yo…

Levanté la mano hacia la fotografía, toqué su cara sonriente.

—Lo sé —dije—. Yo también.

* * *

A medio camino, en plena autopista, a punto estuve de quedarme sin gasolina. Todavía se me olvidaba a veces que el maldito indicador estaba estropeado y marcaba siempre el máximo. Por suerte, me fijé en el cuentakilómetros. Advertí que el depósito debía de estar casi vacío, y conseguí llegar hasta la siguiente salida. Como notaba la boca pastosa, entré un momento en la tienda a comprarme un paquete de chicle. Luego, mientras llenaba el depósito, me miré en el retrovisor. Mi reflejo me devolvió la mirada escépticamente, tomándome por idiota.

Las casas adosadas en Indio parecían construidas con Lego: las mismas piezas con distintas configuraciones. Eran cinco o seis modelos en total, alternando colores y tamaños; todas las avenidas y callejas cortadas por el mismo patrón. Me perdí y volví a perderme donde me había perdido, mientras conducía a través de aquella repetición opresiva. Mi inquietud se convirtió en verdadero pánico cuando el reloj pasó de las 21.15. Recé para que mis Nike con dispositivo de rastreo estuvieran avisándolos de que casi había llegado.

Por fin, de puro milagro, encontré la zona correcta: una serie de casas prefabricadas esparcidas en torno a un tramo circular de calle polvorienta. Al fondo, apartada de las otras con un aire de privacidad, o de soledad, estaba la casa de la fotografía.

Aparqué un buen trecho más arriba y me bajé del coche; llevaba la pesada bolsa de lona al hombro y la gorra de los Red Sox calada casi hasta las cejas. Eran las 21.28, y me costaba respirar. Había olvidado el frío que llegaba a hacer en el desierto en invierno. Un frío suficiente para helarte el sudor en la espalda.

Me acerqué entre el crujido de las hojas secas. No se veía el interior de la vivienda, porque las persianas estaban cerradas, pero entre las junturas se colaba el parpadeo azulado de un televisor. A pesar de la hora, las demás casas —todas las ventanas estaban a oscuras— parecían tan muertas como si fuera medianoche. Una comunidad obrera que se acostaba pronto para aprovechar las horas antes del temprano amanecer del desierto.

No me quedaba tiempo para atisbar por la ventana o inspeccionar la zona. Me esperara lo que me esperase allí —una mujer maniatada, un grupo de secuestradores de cerveza a morro y puro en la boca, o un DVD con otra secuencia desconcertante del rompecabezas—, estaba decidido a afrontarlo. Antes de que tuviera ocasión de amilanarme, subí los dos peldaños de madera, aparté la puerta mosquitera y llamé suavemente con los nudillos.

Un murmullo dentro, alguien arrastrando los pies… La puerta rechinó y se abrió.

La mujer. La reconocí por el pelo rizado y oscuro, salpicado de hebras grises y recogido en lo alto de la cabeza. Era extranjera. No sabía bien en qué me basaba, pero había algo en sus rasgos y su actitud que hablaba del este de Europa. Tenía los párpados hinchados, salpicados de verruguillas y enrojecidos de extenuación o de llanto. Parecía personificar un arquetipo: la expresión doliente, la fisonomía poco agraciada, la nariz ligeramente torcida… Mediría un metro cincuenta y tantos; sus ojos eran llamativos, de un azul cristalino y casi translúcido. Aparentaba tener unos sesenta, pero supuse que era más joven y que, simplemente, estaba envejecida.

—Ha venido —dijo con un fuerte acento que no supe identificar.

—Está usted bien —tartamudeé.

Nos miramos. Me descolgué la bolsa del hombro y la sostuve a un lado. La reducida sala de estar que había a su espalda parecía vacía.

—Pase —invitó.

Entré en la casa.

—Por favor —añadió—. Sin zapatos. —Ella pronunció «tsapatos».

Obedecí y dejé mis Nike sobre la esterilla que había junto a la puerta. Aunque humilde, la casita estaba conservada con mucho orgullo. En un estante de mimbre había una serie de gatos de porcelana y de globos de nieve de distintas ciudades americanas. Todo sin una mota de polvo. Las encimeras, en el reducido rincón que hacía las veces de cocina, relucían de limpias. Por la puerta entreabierta del diminuto lavabo, se veía parpadear una vela en un candelabro. Incluso el sofá parecía nuevo. Lo único chocante era el plato que había en una mesita auxiliar conteniendo tres o cuatro pieles de plátano; algunas del todo marrones.

La mujer me indicó el sofá con un gesto y yo me senté. Tras ponerme un cuenco de anacardos y un plato de mandarinas en la mesa de café, se instaló en un sillón, quitando primero sus labores de punto. Nos miramos con incomodidad.

—Recibí e-mail —dijo—. Me dijeron un hombre vendría con sombrero Red Sock. Que yo debía verlo. —Por algún motivo hablaba en voz muy baja, y yo la imité sin darme cuenta.

—¿Le enviaron algún DVD?

—¿Un DVD? —Frunció el entrecejo—. ¿Como película? Yo no entiendo. ¿Por qué usted viene?

Eché un vistazo alrededor, preparándome para cualquier cosa: una bomba, un hijo violento, una unidad de élite irrumpiendo bruscamente. Sobre el microondas vi otros tres racimos de plátanos. A la derecha de los anacardos había una foto escolar de una niña, tal vez de seis años, que miraba a la cámara con sonrisa forzada; de cabello castaño y ensortijado, le faltaban los dos incisivos y llevaba una bata a cuadros que parecía un mantel italiano. Le había quedado una coleta más larga que la otra, y se le veía una mancha morada en la pechera de la bata; quien la hubiera vestido con tanto esmero para el día de la fotografía no se habría quedado muy satisfecho. Había algo en su sonrisa —el entusiasmo por participar, por complacer— que le daba un aire tremendamente vulnerable. En el marco había una pegatina de Chiquita… ¿tendría algo que ver con los plátanos? Volví la mirada hacia la mujer. Llevaba una sencilla alianza de oro, pero deduje que su marido había muerto. Su tristeza era palpable; también su amabilidad, reflejada claramente en la discreta sonrisa con la que me había puesto delante el cuenco de frutos secos. Habría hecho cualquier cosa para no disgustarla.

—Me dijeron que podría estar usted en peligro —dije.

Ella sofocó un grito, llevándose la mano al grueso collar.

—¿Peligro? ¿Alguien me amenaza, quiere decir?

—Eso… creo. Dijeron que viniera a verla, porque si no, usted moriría.

—Pero ¿quién querría a mí matarme? ¿Viene a hacerme daño?

—No. Yo, no. Yo no le haría ningún daño.

Aunque estaba angustiada, seguía hablando en voz baja.

—Soy abuela húngara. Soy camarera en cafetería infecta. ¿A alguien amenazo yo? ¿Qué hago para herir a nadie?

Me incliné hacia delante, casi a punto de incorporarme. ¿Qué iba a hacer? ¿Darle un abrazo de consuelo?

—Lamento preocuparla. Yo… mire, aclararemos todo esto juntos y lo resolveremos, sea lo que sea. He venido a ayudar.

Ella estrujó un Kleenex y se lo puso en los trémulos labios.

—¿Ayudar, cómo?

—No lo sé. Me dijeron… —Me devané los sesos, tratando de encontrar una relación, el ángulo correcto, el giro exacto del objetivo que ofrecería una imagen nítida de la situación—. Me llamo Patrick Davis y soy profesor. ¿Cómo se llama usted, señora?

—Elisabeta.

—Usted… —Agarrándome a un clavo ardiendo, señalé la fotografía—. ¿Es su hija?

—Nieta. —No consiguió decirlo sin que una ligera sonrisa le iluminase el rostro. Pero enseguida reapareció su aire demacrado—. Mi hijo está en cárcel diez años porque vende… —Hizo el gesto de pincharse un brazo, acompañándolo de un ruido pssst, pssst como si ahuyentase a un gato. Sus uñas, recién pintadas, eran sorprendentemente bellas; revelaban otra vez aquella callada dignidad, aquel orgullo teñido de humildad que la rodeaba—. Su esposa volvió a Debrecen. —Señaló la foto—. Así que me la quedé yo. Mi pequeño tesoro.

Al fin capté. Por eso bajaba tanto la voz.

—La niña está durmiendo.

—Sí.

—¿Por qué…? —le pregunté, mirando alrededor—, ¿por qué hay tantos plátanos?

—La niña no está bien. Toma muchas pastillas; unas especiales para que así orina más líquido. Potasio bajo, dicen. Por eso el plátano. Es un juego nuestro. Si toma potasio del plátano, una pastilla menos ha de tomar. —Sacudió un puño frágil—. Hoy solo ha tenido que tomar una.

Se me aceleró el pulso. ELLA NECESITA TU AYUDA. Pero ¿cómo?

—¿Qué le pasó? —pregunté.

—Tuvo operación a los tres años. El mes pasado noté que zapatos no le cabían otra vez. Inflamación… —Hizo un gesto circular con la mano—. Yo no me quiero creer. Y después le entra respiración así —simuló que le faltaba aliento— en parque infantil. Y sí, otra vez es válvula del corazón; necesita una nueva. Pero vale cien mil dólares. No puedo pagar. Soy camarera. Yo ya he gastado segunda hipoteca de esta casa en la primera operación. Terminará fallando. Esa válvula… —escupió la palabra—. Mañana, semana que viene, mes que viene, terminará fallando.

La bolsa de lona yacía a mi lado, apoyada contra mi pie. Pero ¿de qué servían veintisiete mil dólares ante tal cantidad?

El viaje acelerado hasta allí me había dejado más sensible de lo normal; oscilando entre el miedo y el alivio, entre el temor y la angustia, apenas era capaz de conservar la serenidad. La niña me miraba desde la foto y ahora advertí que tenía el mismo pelo rizado que su abuela. ¡Qué conversaciones desesperadas debían de haber mantenido en aquella sala! ¿Cómo le explicas a una niña de seis años que su corazón podría fallar? Tragué saliva, tenía un nudo en la garganta.

—No me lo puedo ni imaginar.

—Pero yo veo en su cara —respondió— que sí puede. —Se tiró de la piel fofa del cuello—. Un amigo mío, de mi país —un gesto para cruzar el Atlántico—, perdió esposa por esclerosis de Lou Gehrig. Una prima de mi primo perdió hija y dos nietos hace cinco años en accidente de avión. En fiesta de cumpleaños, mi primo pregunta a ella este año: «¿Cómo tú aguantas esto?». Y ella dice: «Todo el mundo tiene su historia». Y es cierto. Antes de irnos, todos tenemos historia triste que contar. Pero esta criatura, esta criatura… —Se levantó de súbito, se acercó a una de las puertas del fondo y puso la mano en el pomo—. Venga a ver a esta niña preciosa. La despertaré. Venga a verla y diga cómo yo explico a ella que esta es su historia.

—No, por favor. No la moleste. Déjela dormir.

Elisabeta volvió y se desplomó en el sillón.

—Y ahora alguien quiere matarme. ¿Y por qué? ¿Quién cuidará de ella? Habrá de morir ella sola.

—¿No tiene usted… seguro médico?

—Nos estamos acercando a beneficio máximo de por vida, así lo llaman. Tuve reunión con el…, ¿cómo se dice?, comité de finanzas del hospital. Ellos ofrecen hacer donación caritativa de quirófano para operar. Pero aun contando con su generosidad y lo que queda de seguro, falta más dinero del que yo… —Meneó la cabeza—. ¿Qué puedo hacer?

Me tembló la voz de la excitación.

—¿Cuánto le falta?

—Más de lo que imagina.

Me incliné de nuevo, y al poner la mano en la mesita, volqué el cuenco de anacardos.

—¿Cuánto exactamente?

Se levantó y fue al rincón de la cocina. Abrió un cajón tintineante de cubiertos. Luego otro. Revolvió entre un montón de menús y de folletos, y regresó al fin con el papel. Lo alisó bien, como si fuese un real decreto.

—Veintisiete mil doscientos cuarenta y dos dólares.

Se le contrajo la boca en un conato de sollozo, pero se contuvo y adoptó una expresión de desprecio.

—Nadie la está amenazando. Lo interpreté mal.

Se me hizo un nudo en la garganta y tuve que dejar de hablar; me picaban los ojos. Bajé la cabeza y formulé en silencio una oración de gratitud. Acto seguido, me acerqué a la mujer y coloqué la bolsa de lona a sus pies.

Ella me miró, estupefacta.

—Esto es para usted —dije.

Me puse las Nike y salí, cerrando la puerta mosquitera con cuidado para no despertar a la niña.