—Ya sé que algunos de vosotros estáis empezando a impacientaros. Me encargaré de vuestros guiones esta semana.
—Eso mismo dijo la semana pasada —gritó alguien desde el fondo del aula.
Eché una ojeada al bloc, repasando mis notas. Aparte de las tres frases que había garabateado esa mañana, la página estaba vacía. Por el contrario, yo seguía viendo aquellas letras fantasmales, surgiendo y desvaneciéndose sobre el fondo negro:
SIGUE TODAS LAS INSTRUCCIONES. O ELLA MORIRÁ.
¿Conocía a la mujer del sofá? ¿O era una desconocida a la que se suponía que iba a ayudar, como a Doug Beeman? ¿Estaba encerrada en el maletero del Honda? ¿Viva? Y en ese caso, si querían que la ayudase, ¿por qué tenía que esperar hasta las seis de la tarde? El miedo había regresado, más negro y definido que antes, borrando de un plumazo la estúpida excitación que había teñido mi encuentro con Beeman. La trama de huida y expiación que me habían presentado había virado con brusquedad para entrar en un terreno de vida o muerte.
El reloj del fondo del aula marcaba las 16.17 horas, y la clase concluía en treinta minutos. Tendría el tiempo justo para ir corriendo a casa, coger la llave y la gorra de los Red Sox y llegar al callejón. Aunque se me pasaban por la cabeza docenas de alternativas, no podía considerarlas seriamente. Mis actos determinarían si aquella mujer sobrevivía o no.
Uno de los alumnos carraspeó bien alto.
—Muy bien —dije recapitulando—. El diálogo… El diálogo debe ser sucinto y… mmm, apasionante.
Mientras pensaba que yo mismo estaba ejemplificando ese principio de una manera muy pobre, abarqué de una ojeada la clase y vi a Diondre en la última fila. Creí detectarle un atisbo de decepción en el rostro. Me esforcé para concentrarme otra vez en mi disertación, tratando de mantener el tipo. Ya empezaba a recuperar el hilo cuando oí que se abría y se cerraba la puerta.
Sally había entrado en la clase y se había quedado en un lado, apoyando la espalda en la pared; la funda de la pistola le asomaba llamativamente por debajo del desastrado abrigo. Le eché un par de miradas, que ella me correspondió con una sonrisa amigable. Había vuelto a perder el hilo con la interrupción, y la página casi en blanco no me ofrecía ninguna ayuda. Miré el reloj. Faltaba una hora y treinta y cinco minutos para que empezase el espectáculo.
—¿Sabéis qué? —planteé—. ¿Por qué no terminamos hoy más pronto?
Recogí mis notas y me dirigí a la puerta. Al acercarme, Sally se fijó en mi camisa de color salmón desteñido.
—Bonita camisa —comentó—. ¿Las hacen para hombre?
Valentine esperaba detrás de la puerta. La impaciencia me impidió aguardar a que acabaran de salir cansinamente todos los alumnos, así que arrastré a los dos detectives al pasillo y me los llevé aparte.
—¿Qué sucede? —inquirí.
—¿Hay algún sitio donde podamos hablar? —preguntó Sally.
—Mi oficina no está disponible a esta hora. Quizá en la sala de la facultad…
—Hay dos profesores —dijo Valentine. Sonó un zumbido en el bolsillo de su camisa; sacó una Palm Treo y la silenció.
—¿Han ido allí? —Nervioso, eché un vistazo alrededor. La doctora Peterson pasaba en ese momento por la intersección con el otro pasillo, hablando con un alumno—. Solo me falta que me vean mientras me interroga la policía en horas de trabajo…
—No lo estamos interrogando —se defendió Sally—. Pero queríamos ver cómo iba todo. Y hemos creído que aquí más bien le halagaría llamar la atención.
Peterson no se detuvo ni dejó de hablar con el alumno, pero nos siguió con la mirada hasta que se perdió de vista. Según mi reloj eran las 16.28. Necesitaba recoger la llave antes de localizar el Honda y ver qué —o quién— había en el maletero. Si no me ponía pronto en marcha, no llegaría a las seis de la tarde.
Notaba la camisa sudada. Resistí el impulso de secarme la frente con la manga.
—Está bien —murmuré—. Gracias. Gracias por interesarse.
—No hemos montado ningún número en la sala de profesores —aseguró Sally—. Aunque una de sus colegas, debo decirlo, se ha mostrado muy solícita.
—Julianne.
—Sí. Una mujer muy atractiva.
Valentine chasqueó la lengua y afirmó:
—Es hetero, Richards.
—Gracias por recordármelo. Así ya no me fugaré con ella a Vermont. —Se ajustó el cinturón, sacudiendo sus arreos—. Ahora bien, cuando tú dices que Jessica Biel está buena, ¿acaso te recuerdo que a ella no le gustan los negros avejentados y de panza blandengue?
—¿Yo tengo panza blandengue? —Valentine frunció el entrecejo.
—Espera cinco años y verás. —Observó la tensa sonrisita de su compañero—. Sí, eso es. Cuidado con mi lengua afilada.
Eché otra mirada furtiva al reloj. Al levantar la vista, vi que Sally me estudiaba con sus inexpresivos ojos.
—¿Llega tarde a alguna parte?
—No. —Tenía ganas de vomitar—. No, no.
—Vale, lo hemos entendido a la primera —murmuró Valentine.
—Esta mañana nos hemos pasado por su casa —dijo Sally—. Todas las cortinas estaban corridas, y su esposa apenas ha entreabierto la puerta. Como si hubiese algo dentro que no quisiera que viéramos. ¿Es así?
Claro: las paredes destrozadas, la moqueta arrancada, los enchufes desmontados, en fin, el tipo de estropicio que un esquizofrénico paranoide podría hacer con una caja de herramientas si se le dejara a su aire.
—No —repliqué—. Estamos un poquito susceptibles con la idea de que puedan vigilarnos. No la culpe. ¿Por qué han ido a casa?
—Nos llamó su vecino.
—¿Don Miller?
—El mismo. Dijo que ustedes estaban actuando de un modo extraño.
—Primera noticia.
—Se oían golpes procedentes de su casa, las persianas cerradas… Y le pareció también que tiraron algo por la alcantarilla hace un par de noches.
—¿Un cadáver tal vez? —insinué.
Esperó con paciencia, mientras yo me esforzaba en fingir una expresión divertida, y por fin expuso:
—He venido para asegurarme de que no me entendió mal en nuestra última conversación. «Manténgase alerta» quiere decir manténgase alerta y no se ponga a hacer de espía, como en el Juego del halcón, hasta que acaben pegándole un tiro.
La sonrisa se me quedó estática. NO SE LO DIGAS A NADIE, me habían advertido, O ELLA MORIRÁ. Pero de momento estuve a punto de ceder, de vomitarlo todo: el e-mail, la llave, el maletero del Honda… ¿No tendría la policía más probabilidades que yo de salvar a aquella mujer? Lo único que debía hacer era abrir la boca y pronunciar las palabras justas. Antes de que me decidiera a hacerlo, un móvil soltó la musiquilla de Barney.
Sally suspiró, reacomodando su considerable volumen.
—Al niño le gusta, qué le vamos a hacer. Una humillante concesión de madre entre otras muchas. —Se apartó para atender la llamada.
Valentine frunció los labios, volvió la cabeza para echar un vistazo y se me acercó un poco más, como si quisiera decirme algo a pesar de que no debía.
—Escuche, amigo. Una cosa que aprendí en el Ejército es que la mierda solo trae más mierda. No podría ni decirle la cantidad de tipos que hemos encerrado por dar un paso equivocado, y luego otro, y otro más. —Se alisó el bigote. En sus ojos castaños vislumbré el cansancio de la experiencia, una sabiduría que sin duda preferiría haberse ahorrado.
Sally regresó apresuradamente y le dijo:
—Tenemos un 211 en Westwood. Hay que largarse. —Se volvió hacia mí—. Si está metido en un lío, podemos echarle una mano. Ahora. Pero si nos mantiene al margen, cuando las cosas se pongan feas, ya no podremos. Porque para entonces usted será parte del problema. Diga: ¿hay algo que quiera contarnos?
Tenía la boca seca. Tomé aliento.
—No —respondí.
—¡Vamos! —Le hizo un gesto a Valentine con la cabeza y salieron al trote por el pasillo. Todavía se volvió una vez.
—Tenga cuidado —me advirtió—, donde sea que vaya con tanta prisa.