Capítulo 26

Zumbándome todavía la cabeza a causa de mi encuentro con Beeman, entré en casa por el garaje. En cuanto desconecté el alarido de la alarma, oí arriba el sonido de la ducha. El murmullo del agua circulando por las cañerías parecía la única señal de vida, porque abajo, con todas las luces apagadas, la casa tenía un aire desolado.

Encendí los fluorescentes de la cocina y vi en la pantalla del contestador que había un mensaje. Me puse rígido al escuchar la voz de mi abogado, pidiéndome que lo llamara. ¿En domingo?

Lo localicé en el número privado que me había dejado.

—Hola, Patrick. He recibido una llamada de la parte contraria. El estudio ha dado muestras de estar dispuesto a resolver el litigio con rapidez y discreción si tú aceptas una cláusula para que se haga todo de modo confidencial. Han insinuado que los términos del acuerdo serían favorables para nosotros, aunque se han negado a especificar aún los detalles. También me han comunicado que tendremos los documentos a principios de esta semana.

Moví los labios, pero al principio no me salió ningún sonido.

—¿Han dicho —pregunté al fin— por qué han cambiado tan repentinamente de criterio?

—No, no me lo han dicho. Y coincido contigo: parece extraño, en vista de los indicios que habían dado hasta ahora. Esperemos a ver cuáles son los detalles, pero a juzgar por el tono de la conversación, me siento moderadamente optimista.

Me sorprendí consultando el reloj, una costumbre que había adquirido últimamente, dado el coste que tenía incluso la fracción más ínfima de la hora de mi abogado.

Como si me leyese el pensamiento, añadió:

—Veo que has tenido dificultades para mantener al día la provisión de fondos. Bueno, al día… Después de las gestiones de la semana que viene para desatascar el asunto, ¿te parece que te llame alguien del departamento de contabilidad para instrumentar un plan de pagos?

Musité unas palabras disculpándome y asintiendo, y colgué. Pese a la vergüenza que sentía, aquella noticia, combinada con la excitación que todavía me dominaba, logró que la casa me resultara algo menos desolada.

Después de la experiencia con Beeman, parecía una coincidencia increíble volver y encontrarse con una noticia tan buena. ¿Sería posible que mis todopoderosos acosadores estuvieran moviendo también esos hilos de mi vida? Toda la intriga de los DVD parecía funcionar según un principio de compensación: si yo seguía sus instrucciones, los obstáculos desaparecían de mi vista. Solo de pensar que aquella demanda millonaria iba a disolverse, se me aflojaron las piernas de alivio. Si eran capaces de algo así, ¿qué más podrían hacer por mí?

La excitación, pensé, era la misma que experimentaría ante la expectativa de cerrar un acuerdo para una película. En Hollywood no hacía falta matarse a trabajar: para hacerse uno rico y llegar por la vía rápida a la primera plana de Variety y a una mansión en Bel Air, bastaba con que una productora chasquease los dedos.

Mientras subía para contarle a Ariana las últimas noticias, no me quedó más remedio que preguntarme si mi vida, por fin, estaba enderezándose de nuevo.

* * *

—Ese tipo, Beeman, se había convertido en rehén de la historia. —Le puse a Ariana la mano en la espalda, mientras saltábamos por encima del reguero de lluvia que desaguaba en la alcantarilla. Pasamos frente a Bel Air Foods, caminando cuesta abajo. El aire estaba saturado de humedad, pero la llovizna era tan suave que únicamente se apreciaba en el resplandor de las farolas. Los coches se deslizaban a toda velocidad, relucientes de gotas de agua—. Y el simple hecho de entrar allí… ha sido como liberarlo.

Solté una bocanada de aire, que se condensó y se disipó enseguida. No recordaba la última vez en que me había sentido tan vivo. Ahora parecía que no me encontraba metido en The Game, sino en Cadena de favores.

—Vamos, si esto es el primer mensaje —dije—, ¿qué diablos habrá en el próximo?

Ariana metió las manos en los bolsillos de la parka. Se negaba a ponerse la gabardina con el dispositivo cosido en el forro.

—¿No tienes frío? —me preguntó.

—¿Qué? No.

—¿Y por qué unos agentes de la CIA iban a preocuparse de ayudar a un tipo como Doug Beeman?

—No se me ocurre ningún motivo.

—Cosa que significa seguramente que no son ellos. Lo cual es bueno. —Frunció el entrecejo—. O malo. —Se mordió la uña ya roída del pulgar—. Claro que, teniendo en cuenta cómo te acosaron al principio… ¿a qué viene este nuevo giro benéfico?

—Tengo una teoría.

—Me lo temía.

Me arrastró por la cuneta y cruzamos un charco chapoteando. Ante nosotros, ocupando una parcela demasiado pequeña, se alzaba la horrible y pretenciosa mansión ante la que solíamos maravillarnos juntos debido a su solemne pórtico, sus aguilones y sus falsas almenas de falso estilo Tudor. Pero aparte de la fachada de estuco, las paredes que no miraban a la calle eran de planchas baratas de vinilo. Según se rumoreaba en el barrio, aquel engendro había sido construido por un distribuidor, y el diseño tenía en efecto toda la pinta de estar inspirado en las fantasías de Hollywood: un despliegue arquitectónico —en parte seductor, en parte agresivo—, que inducía a pensar en la cola de un pavo real. Tanto dinero invertido, e incluso así no bastaba. Todo resultaba tanto más barato cuanto más profundizabas. Recordé la primera vez que me había metido detrás de un plató en los estudios Summit: de golpe, aquellos grandes exteriores tan realistas como una ilustración de Norman Rockwell daban paso a una serie de andamios y tablones, y uno se sentía como si hubiera pillado a Papá Noel en camiseta y sin la barba en los vestuarios de unos grandes almacenes.

—Necesitan más columnas —dijo con rotundidad Ariana, y yo me eché a reír. Al otro lado de la calle, los Myers estaban sentados bajo el cálido resplandor de una araña anticuada, charlando y tomando una copa de vino. Bernie levantó una mano, y nosotros le devolvimos el saludo. Hacía meses que no salíamos a dar un paseo vespertino, y me di cuenta de lo mucho que lo había echado de menos; simplemente estar a la intemperie, respirando aire fresco, en vez de pegados el uno al otro, asfixiados por nuestras decepciones o sometidos al escrutinio de cámaras ocultas. Luego iríamos a recoger unas raciones de pho en nuestro vietnamita preferido, nos acomodaríamos en el diván y charlaríamos mientras comíamos: una velada tan familiar y hogareña como una vieja sudadera.

La cogí de la mano.

Parecía un gesto algo forzado, pero los dos lo mantuvimos.

—Y tu teoría… —me animó.

—Pienso que el asalto a nuestra casa fue un modo de demostrarme de qué son capaces. ¿Cómo iba a creer, si no, que podían saber cosas así? Quiero decir, la historia de ese calentador que estalló en Pittsburg y de la cámara de seguridad oculta.

—Y además les sirvió para asegurarse de que harías lo que querían.

—También. Era un montaje para convertirme en su chico de los recados. Bien, imagínate que alguien se hubiera puesto en contacto conmigo y me hubiera dicho: «Lleva este paquete a un apartamento de la parte más sórdida de la ciudad».

—Pero ¿para qué te necesitaban a ti? ¿Por qué no le mandaron el DVD de forma anónima, digamos, en un sobre de Netflix, como hicieron contigo?

—Era obvio que no me necesitaban.

—Entonces la cuestión es… —Agitó la mano en el aire.

—¿Por qué me escogieron a mí?

—Porque eres especial. —Lo dijo inexpresivamente, pero comprendí que era una pregunta, una especie de provocación.

—No, especial no. Pero quizá al final de todo esto… —Hice una pausa, no quería reconocerlo, pero ella me animó con un gesto a seguir—. Tal vez reciba un DVD que me absuelva a mí.

—¿De qué?

—No sé. Pero quizá encuentre algo que tenga para mí el efecto que ha tenido esa grabación para Doug Beeman. Algo que me arranque…

Me mordí la lengua.

—¿Como, por ejemplo, una filmación que demuestre que Keith Conner se golpeó la barbilla él solo? —insinuó—. ¿Quizá la han enviado a la productora, y por eso los de Summit están tan interesados, de repente, en llegar a un acuerdo confidencial?

—La idea se me ha pasado por la cabeza, desde luego. Y a lo mejor tienen algo más que pudiera sernos de ayuda.

—¿Como qué?

—No lo sé. —Me di cuenta de que se me notaba la excitación, e hice un esfuerzo para contenerme.

—Sea lo que sea esta historia, es evidente que alguien quiere utilizarte para sus propios planes.

—O tal vez para ayudar a otras personas.

Noté que su mano se tensaba. Dimos unos pasos más y se la solté.

—¿Qué pasa? —dije—. ¿Cómo sabes que no es así?

—Porque es lo que tú quieres creer.

Me salió una risa con un punto amargo.

—Lo que yo quiero es vengarme de los capullos que han invadido nuestra intimidad. Pero fingir que les sigo la corriente es la única manera de sacar información ahora. Y cuanto más sepamos, más cerca estaremos de descubrir qué demonios pasa aquí.

—¿No hablas en tus clases del orgullo desmedido?

—Yo enseño que el personaje debe impactar a lo largo del transcurso de la trama, que debe determinar su propio destino. No puede limitarse a reaccionar ante fuerzas exteriores.

—¿Se trataría sencillamente de embaucar a los embaucadores? —Me lanzó la misma mirada escéptica—. ¿Lo de esta noche no ha significado algo más para ti?

Me asaltó la vieja irritación de siempre. Pese a ello, contesté:

—Claro que sí. Es la primera cosa valiosa que he hecho en no sé cuánto tiempo.

—No es valiosa. Lo será para Doug Beeman, pero para ti, no. Tú no has hecho nada realmente, salvo añadir agua y remover.

—Estoy convencido de que ha sido crucial para él.

—Pero no es mérito tuyo.

—¿Y qué importa? Por mucho que me hayan manipulado y por espeluznante que haya sido presentarse allí y liberarlo de su culpa… Bueno, ¿cómo no va a ser algo positivo? Y si la productora ha recibido algún indicio que la ha empujado a dejarme en paz, eso también es positivo. ¿Por qué te pones tan cínica?

—Porque uno de los dos tiene que serlo, Patrick. Quiero decir, es increíble cómo te estás implicando en todo esto. Llevas bloqueado y sin escribir una línea… ¿cuánto tiempo?, ¿medio año? Más los meses anteriores en los que te habías ido desinflando. Y ahora, de pronto, es como si te tomaras esta… aventura como tu oportunidad para volver a escribir.

—No vas a comparar esto con escribir —repliqué, enfadado.

—¿Te parece que es mejor?

—No. Quería decir lo contrario.

—No te has visto la cara cuando lo decías.

Mantuve la boca cerrada. Pese a la horrible semana que habíamos pasado, ¿me sentía aliviado, aunque fuese un poco, por el hecho de que aquellos tipos me hubieran encargado algo que hacer? Beeman me había prestado una atención tan absoluta como la que parecían poner por su parte los tipos que estaban detrás de los DVD. ¿Cuándo había sido la última vez en que yo fui el centro de atención para alguien?

La maestra de primaria que vivía en el callejón pasó luciendo su chaleco acolchado y sus rottweiler gemelos, y tuvimos que detenernos para sonreír e intercambiar unas frases de cortesía. En la casa de la acera de enfrente, una pareja joven estaba en el salón colgando un cuadro muy pesado. El marido se encorvaba bajo el marco; su mujer, embarazada, apoyando una mano en la zona lumbar, le iba dando instrucciones con la otra: un poco más a la izquierda. Izquierda. Así.

Antes yo tenía una vida parecida. Y me bastaba… hasta que mi guión se vendió, hasta que Keith Conner y Don Miller entraron en escena y me dieron en mi punto débil. En cambio, ahora no lograba encontrar el camino de vuelta y, cada vez que creía atisbarlo, descarrilaba. Tenía mucho más de lo que podría desear cualquiera, pero no hallaba el modo de disfrutarlo de nuevo.

La euforia del encuentro con Beeman me había abandonado y dejado vacío. La redención presenciada con mis propios ojos había sido tan extraordinaria, que todo lo demás palidecía a su lado. Pensé en el cochambroso despacho compartido de Northridge, en las facturas pendientes del abogado, en Ari llorando en el brazo del diván, en el ruidoso vecindario, en mis guiones inacabados, en la sala de profesores con la cafetera estropeada, en la amigable charla de Bill, el cajero del supermercado. Todo parecía desvaído en comparación con los sueños que había acariciado mientras crecía, cuando me tumbaba en la hierba del campo de béisbol y sentía en las mejillas aquel aire gélido de Nueva Inglaterra, que me decía —minuto a minuto— que estaba vivo. Alienígenas y vaqueros. Astronautas y estrellas del béisbol. ¡Jo! A lo mejor me convertía en guionista algún día, y el cartel de mi película se exhibía en los autobuses.

Pensé en lo que Ari me había explicado, en aquella sensación de que el mundo se estrechaba a su alrededor, de que su vida no contenía gran cosa de todo lo que había esperado. Alguien nos había descrito como «almas gemelas» en la época de nuestra boda, y así era como nos encontrábamos ahora, para bien o para mal: los dos en idéntico estado aunque no en sintonía. Mi visita a Doug Beeman me había arrancado de mi anquilosamiento para conducirme al núcleo palpitante de lo que de verdad importaba. Pero no quería verme obligado a defender lo que me había hecho sentir esa experiencia.

Como los rottweiler tiraban de las correas, nos despedimos de nuestra vecina, que sonrió y nos guiñó un ojo.

—Feliz Día de San Valentín, parejita —nos deseó.

Se nos había olvidado a los dos. Mientras ella se alejaba con los perros, se desdibujaron nuestras sonrisas postizas y nos miramos el uno al otro con cautela, todavía bajo la tensión de la conversación interrumpida. Nuestro aliento se condensaba y se confundía en el gélido aire.

—Lo que pasa… —Iba a resultar duro decirlo—. Lo que pasa es que ya no recuerdo la última vez en que me sentí significativo.

—Si es eso lo que buscas, ¿no crees que sería mejor encontrarlo en tu propia vida? —Su tono no era crítico ni áspero. Fue más bien el dolor que traslucía lo que me hizo bajar la mirada.

—Yo no he escogido esta situación —me defendí.

—Ninguno de los dos la ha escogido. Y no vamos a salir de ella si no mantenemos la mente clara y los ojos bien abiertos.

En la húmeda acera se veían lombrices, fláccidas e impotentes, retorciéndose como pálidos garabatos. Dimos media vuelta y subimos cabizbajos la cuesta. Cuando pasamos junto a la casa de Don y Martinique, nos separaban ya un par de pasos.

* * *

Las bolsas, rotuladas en vietnamita, dejaban escapar un intenso aroma a jengibre y cardamomo desde el asiento del acompañante. El calor que desprendían empañaba el parabrisas, así que tuve que abrir una rendija para que entrara el aire nocturno. Aunque Ariana y yo nos habíamos comportado educadamente al volver a casa, la discusión había deslucido nuestro entendimiento recién recobrado, y yo había hecho el gesto conciliador de ofrecerme para ir a buscar la comida.

Detenido ante el semáforo, el repetido tic-tic de mi intermitente parecía un eco de mi creciente desasosiego. Eché un vistazo hacia el otro lado, a la calle que subía en dirección opuesta a la mía. Reluciente bajo la lluvia, el rótulo de Kinko’s asomaba por detrás de una valla publicitaria de la iglesia. Estaba a media manzana. En realidad quedaba en la otra ruta que a veces tomaba para volver a casa; ni siquiera podía considerarse un rodeo. Calzaba botas, en lugar de las Nike; por lo tanto, mis acosadores no tenían por qué saber dónde me encontraba ahora mismo. Eché un vistazo al retrovisor y volví a mirar la calle. La valla de la iglesia proclamaba: LA OBRA DE CADA UNO SE HARÁ MANIFIESTA, un pasaje de la primera carta a los Corintios que me tomé como una señal.

El tiempo había ahuyentado de las calles a muchos angelinos, por lo general frioleros; por ello, retrocedí diez metros marcha atrás, crucé los carriles vacíos y giré a la derecha. Me pregunté si había sido ese mi verdadero motivo para ofrecerme a bajar solo al vietnamita, y tamborileé con los dedos en el volante para calmar mi creciente agitación. Reduciendo la marcha al llegar a la zona comercial, atisbé el oscuro interior del local con una mezcla de decepción y alivio. Cerrado. Asunto concluido.

Los limpiaparabrisas trabajaban a máxima velocidad, tratando de mantenerme despejada la vista. Estaba a unas travesías de casa cuando, siguiendo un impulso, hice un cambio de sentido, descendí por la ladera y di vueltas por las calles de Ventura, presa de una inquietud incontrolable. Finalmente, encontré un café nocturno con Internet.

Unos minutos más tarde, encajonado otra vez ante un ordenador de alquiler, envolviéndome un intenso aroma a café y el runrún de fondo de dos adictos a MySpace comparando sus piercings, inicié la sesión de mi cuenta de Gmail. Mientras se cargaba la página, tuve que concentrarme para regular mi respiración.

Nada, ningún mensaje de ellos. Solamente un anuncio de pastillas de Viagra con descuento y un mensaje spam de Barrister Felix Mgbada, solicitando con urgencia mi ayuda para enderezar los asuntos de su familia en Nigeria. Solté un resoplido y me eché atrás en la silla medio desvencijada. Cuando ya iba a cerrar el ordenador, entró con un pitido otro mensaje en el buzón. Sin asunto. Sabían que había abierto el correo.

Noté que se me humedecían las manos. Hice doble clic en el e-mail. Una única palabra:

Mañana.