—¿Nada más? —preguntó Ariana.
Sentada a mi lado en el diván, le dio la vuelta al estuche morado como si fuese a encontrar la etiqueta del videoclub. La superficie de plástico todavía mostraba la mancha de humedad del platillo de la maceta.
—Se nos debe de haber pasado algo —dije manipulando el mando. Volvimos a mirar la pantalla de plasma, montada de nuevo en la pared, aunque algo torcida.
La imagen reapareció parpadeando. Era una toma en blanco y negro muy granulada, probablemente de una cámara de seguridad: un sótano, demasiado amplio para pertenecer a una casa particular; una bombilla oscilante, que arrojaba un débil resplandor, y una escalera sumida en la oscuridad; un generador, un calentador de agua, varias cajas de cartón sin rótulo ni etiqueta y un extenso tramo de suelo de hormigón; en el segundo peldaño de la escalera, algo parecido a un montón de colillas, y en la pared del fondo, una caja de fusibles visible. Sobreimpresas en la pantalla, la fecha y las horas de grabación transcurridas: 03/11/05, 14.06.31 y siguiendo.
La secuencia concluyó.
—No lo entiendo —dijo Ariana—. ¿Habrá algún significado cifrado que se nos escapa?
Miramos el DVD otra vez. Y una vez más.
Ari se levantó del diván, exasperada.
—¿Cómo demonios vamos a deducir qué es?
Me miró con temor mientras yo despegaba el Post-it de la mesita de café, donde figuraba la dirección de Van Nuys.
Expulsé el disco, lo guardé en el estuche y me lo metí en el bolsillo. Sentado en el suelo del vestíbulo, me até las Nike. Tenía que usarlas de vez en cuando para no demostrar que había descubierto el dispositivo incrustado en el talón. Y no estaría de más hacerlo ahora, mientras seguía sus instrucciones.
Mi mujer me detuvo cuando ya entraba en el garaje.
—Tal vez no debieras ir. Tú no sabes lo que hay detrás de esa puerta, Patrick. —Le temblaba muchísimo la voz—. No sabes cómo manejar una cosa así. ¿Seguro que quieres seguir hurgando?
—Escucha, no soy Jason Bourne, pero algo sí sé.
—Ya conoces el dicho: saber solo un poco es lo más peligroso. —Tuvo la intención de cruzar los brazos, pero se detuvo—. Tal vez confían en que seas tan tonto, que te presentarás. ¿Qué pueden hacer si no vas?
—¿Quieres descubrirlo?
No respondió.
Entré en el garaje.
—Hemos de averiguar qué es todo esto. Y quién está detrás.
—Piénsalo bien, Patrick. Hoy por hoy, aún no nos ha pasado nada en realidad. En casa estás a salvo. Podrías volver adentro conmigo, simplemente.
Me detuve junto al coche y la miré. Por instantes consideré la posibilidad de entrar de nuevo, de prepararme una taza de té y ponerme a calificar los guiones de mis alumnos. Pero ¿qué iban a hacer si construían un laberinto y no se presentaba ninguna rata? ¿Qué implicaba más riesgo: corretear por los recodos y vericuetos de la trampa o quedarme quieto, esperando a que el cerco se estrechara?
Las llaves se me clavaban en el interior del puño.
—Lo siento. He de averiguarlo.
Me miró desde el umbral mientras salía marcha atrás. Y seguía allí plantada cuando la puerta del garaje, cerrándose con un temblor, la borró de mi vista.
* * *
En el fondo del Valle, el atardecer parecía aún más oscuro, más denso de neblina y contaminación. El humo de los coches y el olor repulsivamente dulzón de las barbacoas impregnaba el aire estancado. Las cunetas estaban sembradas de envoltorios de comida rápida y de latas aplastadas de cerveza. El edificio era el típico engendro de barrio de Van Nuys: estuco descascarillado, aceras de hormigón resquebrajadas y una verja retorcida. Los aparatos de aire acondicionado montados en las ventanas goteaban sin cesar. El cartel de «APARTAMENTO LIBRE» colgado del canalón no resultaba muy tentador.
Me había pasado varios minutos en la acera de enfrente, armándome de valor para lo que me esperase tras la puerta del apartamento 11 y confiando en que se me disiparía la acidez que me subía por la garganta. ¿Para qué prolongar la espera? Si tenían monitorizado el artilugio de rastreo de mis Nike, ya sabían que me había presentado al baile.
El ronroneo de un motor me puso por fin en movimiento. Un coche patrulla subía con sigilo por la calle; cada agente miraba por su ventanilla, escrutando las aceras y los edificios. Me di la vuelta, apoyándome en una furgoneta aparcada, y fingí hablar con el móvil para ocultar mi rostro. El coche se aproximó; los neumáticos crujían sobre el asfalto y el escáner emitía ráfagas de interferencias. Vislumbré unas gafas de sol de espejo y un antebrazo musculoso en la ventanilla. Luego el coche pasó altivamente de largo. Solté el aire que me ardía en los pulmones. Me sentía como si estuviera haciendo algo ilícito. ¿Era así?
Crucé la calle al trote y llegué a la verja: una puerta metálica encajada en un sólido marco que bloqueaba la entrada al patio. A mi izquierda había un altavoz con un teclado numérico. Las instrucciones para llamar a los apartamentos estaban humedecidas y resultaban ilegibles bajo la resquebrajada tapa. Había también una lista (con la cubierta intacta), que emparejaba nombres y apartamentos, pero el número 11 y varios más estaban en blanco. El papel amarilleaba por los bordes y daba la impresión de no haber sido actualizado en años. Encogiéndome de hombros, traté de llamar al 11, pero el altavoz emitió un pitido de desconexión.
Asentí, reflexionando.
Me saqué del bolsillo el Post-it y lo alisé junto al teclado. Introduje los cuatro números que había anotado bajo la dirección —4783—, pulsé el símbolo de almohadilla y la verja se abrió con un zumbido chirriante. La crucé con un espasmo de excitación.
Quizá no fuese Enemigo público; quizá era The Game lo que estaba viviendo.
El apartamento 11 quedaba en la parte trasera del patio, en el segundo piso. Mi ansiedad iba en aumento a medida que subía la escalera. Ariana tenía razón: era una imprudencia. Tal vez estaba caminando hacia mi propio asesinato.
La galería trasera del edificio daba a cuatro apartamentos, cada uno en peor estado que el otro. Llegué al número 11. Las herrumbrosas cifras estaban precariamente atornilladas en la puerta que, cubierta de grietas y descascarillada, parecía viejísima, ofreciendo incluso peor aspecto que en la foto. No había mirilla, y daba la impresión de que el pomo estaba suelto. En la parte alta —la única mejora que saltaba a la vista— habían instalado una cerradura de seguridad, mucho más sólida que la original.
Saqué el estuche morado, lo observé, me di unos golpecitos con él en el muslo. Inspiré hondo, resoplé con fuerza. Luego pulsé el timbre; estaba roto. Dadas las condiciones del edificio, tampoco me sorprendió. Pegué el oído a la madera; la pintura reseca me arañaba la cara. Nada de nada.
Alcé la mano, pero no me decidía a llamar. No sé qué me detuvo. Miedo, tal vez. O acaso una señal de advertencia, una conciencia agudizada que adquirían de golpe mis células, ya que no mi mente. Reconsideré la decisión de llevar mis Nike GPS. ¿No me impedían una retirada? Bajé el puño con un suspiro. Me pareció oír un leve crujido. ¿Provenía de dentro o era el suelo bajo mis pies? Lentamente, con cautela, me agaché para mirar por la cerradura antigua.
Ocupando todo el orificio, entornado para abarcar la imagen de mi rostro, había un ojo que me atisbaba desde dentro.
Grité y retrocedí de un salto, mientras la puerta se abría con brusquedad. Salió en tromba un hombre fornido en camiseta, y me empujó contra la barandilla.
—¿Quién es usted? —chilló—. ¿Por qué me está haciendo esto?
Me dio otro empujón para derribarme, como si no supiera muy bien qué hacer conmigo. Me zafé de él y nos situamos frente a frente, aunque enseguida quedó claro que ninguno de los dos quería pelear.
El hombre respiraba entrecortadamente, con más agitación que furia. Medía metro ochenta, unos centímetros menos que yo, pero se le veía más macizo. De su raída camiseta emergían unos hombros y unos brazos muy fornidos. El ensortijado cabello, ahuecado en lo alto pero de pronunciadas entradas, le confería un toque cómico a su aspecto de duro.
Señaló el estuche morado, que se me había caído en el umbral y se había resquebrajado.
—¿Por qué me está dejando esos discos?
Me quedé boquiabierto.
—Yo… yo no… Es en mi casa donde han dejado varios, en los que me han grabado a mí. Este DVD venía con su dirección.
Sin quitarme los ojos de encima, recogió el estuche del suelo y lo abrió. Bajó la vista un instante para mirar el disco, y me preguntó:
—¿Usted también utiliza DVD de esta marca?
—No. Los míos son distintos… —Tardé unos momentos en registrar el «también» y, lentamente, dije—: ¿Le han enviado grabaciones en sus propios discos?
—Sí. Me los han metido en el buzón, bajo el limpiaparabrisas, en el microondas. —Se secó la boca con el dorso de la mano; luego se masajeó la muñeca con movimientos nerviosos—. Secuencias breves de mí mismo paseando por el parque, haciendo compras y otras estupideces por el estilo.
—¿Le han telefoneado? ¿Con un móvil, tal vez?
—No. No he hablado con nadie. La línea del móvil me la cortaron… Facturas pendientes. Y no tengo teléfono fijo.
—¿Conserva los DVD?
Volvió a pasarse el pulgar por la muñeca: un tic nervioso.
—No, los tiré. ¿Para qué iba a guardarlos?
—¿Cuánto tiempo llevan haciéndolo?
—Dos meses.
—¿Dos meses? ¡Joder! Lo mío empezó hace cinco días y ya estoy… —El miedo me atenazaba. Hice una pausa para respirar.
—¿Por qué a mí? —Se golpeó el pecho con el puño—. ¿Por qué filmarme a mí mientras lleno el depósito de mi puto camión?
—A mí me filmaron meando. ¿Ha hablado con la policía?
—No me gustan los polis. Además, ¿qué van a hacer?
—¿Cómo contactaron con usted? —pregunté.
—No lo han hecho. Solo he recibido los discos. No entiendo por qué…
—… por qué nos están haciendo esto.
Su expresión se modificó. De pronto éramos camaradas, pacientes de la misma dolencia.
—… por qué nos han escogido a nosotros —dijo.
Pensé en la orden con la que concluía el e-mail: VE SOLO, no VEN SOLO. No se trataba de una convocatoria, sino de una misión. Nos habían puesto en contacto para que descifrásemos algo. Nuestras miradas se dirigieron simultáneamente hacia el DVD, que él tenía todavía en las manos.
Entró a toda prisa en el apartamento, y yo lo seguí. En cuanto di dos pasos, me abrumó un hedor a moho. Más que un olor, era una impresión en todos mis poros. Parpadeé mientras me habituaba a la penumbra, puesto que todas las cortinas estaban corridas. El tipo introdujo el disco en un reproductor, bajo un televisor enorme. Había ropa sucia y bolsas de la compra esparcidas sobre la gastada moqueta, así como varios discos de estuche morado con rótulos de programas de la tele. Ni sillas, ni sofás. Ni siquiera una mesa junto a la encimera de una cocinita empotrada. Los únicos muebles a la vista eran un colchón doble en un rincón, cubierto con un lío de sábanas, y un baúl metálico que se combaba bajo el peso del televisor.
El hombre se incorporó y dio unos pasos atrás, situándose a mi lado, sin quitar los ojos de la pantalla.
Apareció la imagen: el sótano, la escalera, el suelo de hormigón.
—No es nada —dije—. Solo…
Él soltó un grito ahogado y cayó de rodillas. Avanzó a gatas, paró la imagen y pegó la cara a la pantalla, mientras escrutaba la esquina inferior derecha. Luego se sentó en cuclillas y empezó a balancearse ligeramente. No me di cuenta de lo que sucedía hasta que un gemido desgarrador recorrió la habitación: aquel hombre estaba llorando. Inclinó la cara hacia la oscura moqueta y sollozó. Yo me quedé detrás de él, desconcertado totalmente.
Siguió llorando y balanceándose un buen rato.
—¿Se encuentra…? —dije—. ¿Puedo…?
Se puso de pie y se echó sobre mí, abrazándome con fuerza. Olía a sudor rancio.
—Gracias, gracias. ¡Que Dios lo bendiga!
Levanté un brazo con torpeza, para darle unas palmadas en la espalda, pero me quedé con la mano en el aire y musité:
—No sé por qué lo dice. Yo no sé qué son esas imágenes.
—Por favor —dijo dando un paso atrás. Miró alrededor, como si hasta ahora no se hubiera dado cuenta de que no podía ofrecerme asiento—. Perdone, ya ni recuerdo la última vez que vino alguien…
Parecía desorientado.
—No importa —dije sentándome en el suelo.
Él me imitó. Movía las manos una y otra vez, describiendo círculos, pero no conseguía hablar. Un recuadro de luz amarillenta, filtrándose por las cortinas saturadas de polvo, le iluminaba la silueta. En el rincón del fondo, había una mancha de humedad en la moqueta que se extendía también por la pared.
—Yo era conserje —logró decir al fin—. En una escuela de secundaria de las afueras de Pittsburg. La caldera del agua caliente se estropeó y estábamos mal de fondos, ¿entiende?, había recortes de presupuestos. —Volvió a pasarse el pulgar por la cara interna de su muñeca, como alisándose la piel—. Un tipo del consejo escolar estaba metido en un proyecto de viviendas sociales; iban a derribar todo un complejo, o algo así… La cuestión es que se trajo de allí un calentador. —Señaló el que se veía en la pantalla—. Me lo entregaron para que lo instalara. Un trasto más antiguo que el nuestro. Yo les dije que no me gustaba su aspecto, pero ellos me soltaron que aquello no era un concurso de belleza, que había pasado las pruebas y cumplía con no sé qué requisitos. Así que lo monté. El caso es… El caso es que lo habían preparado para el traslado. Es decir, lo habían vaciado y fijado la válvula de presión con un alambre para que el agua sobrante no goteara durante el transporte.
Volvió a quedarse callado.
—¿Qué ocurrió?
—Yo bebía en esa época. Ahora ya no. Pero quizá había echado unos tragos aquella mañana; la mañana en que instalé la válvula, quiero decir. Solamente para seguir en marcha. Era el tres de noviembre.
Miré la fecha sobreimpresa en la secuencia de la filmación: 03/11/05. Y sentí un hormigueo de expectación.
—Al otro lado de esa pared hay un aula del sótano, un taller de formación profesional. —Señaló la pantalla con mano temblorosa, y advertí que tenía en la cara interna de la muñeca una franja pálida de tejido cicatrizado. En la otra mano, que apoyaba en el regazo, observé una marca idéntica, sin duda el rastro de una navaja—. Al explotar y venirse abajo la pared, murió un chico. A otra alumna se le quemó casi toda la cara. Que ella sobreviviera… casi fue peor en cierto sentido. —Volvió a pasarse el pulgar por una de las cicatrices, sin dejar de balancearse—. Durante la investigación, encontraron la petaca en mi casillero. Estaba toda la cuestión de las responsabilidades legales, ¿entiende? Ellos dijeron que se me había olvidado quitar el alambre, que la válvula de seguridad no había podido abrirse y que la presión fue subiendo… —Se le estranguló la voz—. Pero no encontraron ningún fragmento del alambre entre los… como se llamen.
—Escombros —acerté a decir.
—Exacto. Ningún fragmento lo bastante grande. —Se interrumpió unos instantes—. Yo estaba seguro de que no se me podía haber olvidado una cosa así. Pero a medida que avanzó la cosa y me fueron preguntando, empecé a dudar. Al fin ya no tenía nada claro. Unos meses antes, había instalado una cámara de seguridad allá abajo, y pedí que me dejasen ver la grabación para saber a qué atenerme. Necesitaba saberlo.
—¿Por qué instalar una cámara en el sótano?
—Los chicos se colaban allí para fumar y para practicar el sexo. Se encontraron algunos condones. Así que el director me cogió por banda a principios de año y me ordenó que instalara esa cámara de vigilancia. No sé quién revisaba las grabaciones ni nada, pero expulsaron de clase y abroncaron a algunos chicos y, desde entonces, no bajaron más al sótano. Cuando después de la explosión pedí que me dejasen ver la secuencia, ¿sabe qué me dijeron?: «A nosotros jamás se nos ocurriría espiar a los miembros del cuerpo estudiantil». Llegué a bajar incluso con los investigadores, pero la cámara había sido retirada. Así que esto que ve aquí, esta grabación —apuntó el televisor con el dedo— nunca había existido. —Se le descompuso la expresión y bajó la cabeza, aunque sin emitir ningún ruido—. Un poli amigo mío me contó más tarde que una monitorización ilegal como esa es algo muy grave. Si hubieran grabado a estudiantes practicando el sexo, podrían haberlos acusado incluso de pornografía infantil. Así que me dejaron colgado. Y lo que ellos no destruyeron de mi vida, me encargué de destruirlo yo.
Hice un esfuerzo para apartar los ojos de los cortes cicatrizados de sus muñecas, y miré mis propias manos, mis nudillos cubiertos de costras y cicatrices. Las penas… y las marcas que nos dejan. Yo me había dedicado a dar puñetazos en el salpicadero por una mala racha de mierda y por la transgresión que había cometido mi esposa. Ahora todo eso me parecía insignificante comparado con el chico muerto y la chica con la cara quemada que aquel hombre cargaba en su conciencia y que lo habían llevado al filo de la navaja.
—He estado muerto desde entonces. Dando tumbos de ciudad en ciudad. No me duran mucho los empleos, ni puedo mirar a nadie a los ojos. Pero mire ahí. ¡Mírelo! —La imagen detenida, la fecha sobreimpresa, el calentador… Le brillaban los ojos mientras lo repasaba todo—. No hay ningún alambre en ese aparato; ninguno en toda la imagen. Es la cosa más hermosa que he visto en mi vida. —Meneó la cabeza, inspiró tembloroso y se volvió hacia mí—. Oiga, quizá podamos encontrar alguna coincidencia entre nosotros que explique por qué nos han escogido.
—Algún modo de seguir los hilos de la marioneta para llegar a quien los está moviendo.
—Estoy un poco… No me encuentro muy bien. Demasiadas cosas que asimilar, ¿entiende? ¿Podría volver para que lo intentemos? ¿Dentro de un par de días, quizá?
—Sí. Claro.
—No lo olvide. Me gustaría averiguar quiénes son. Me gustaría darles las gracias.
Nos pusimos de pie y, aturdidos en la penumbra, nos encaminamos hacia la puerta del apartamento.
—Ellos… —Humedecí mis labios—. No le han dado nada para mí. —No me atrevía a formular la frase como pregunta.
—No. Lo lamento. —Recorrió mi rostro con la mirada, como leyendo mi decepción. Me llegaba de él una corriente de simpatía. Era evidente que deseaba con toda su alma corresponderme, hacer por mí algo parecido a lo que yo había hecho por él. Me tendió la mano.
—No nos hemos… Me llamo Doug Beeman.
—Patrick Davis.
Nos dimos un apretón. Él me agarró del antebrazo y me dijo:
—Usted ha cambiado mi vida. Por primera vez, me entran ganas… —Movió la cabeza—. Ha cambiado mi vida. Le estoy inmensamente agradecido por lo que ha hecho.
Pensé en lo que me había dicho la voz: No es en absoluto lo que te imaginas. Equivocadamente, me lo había tomado como una amenaza.
—Yo no he hecho nada —repliqué en voz baja.
—Sí —respondió, retrocediendo, a punto de cerrar la puerta—. Usted ha sido el instrumento.