Limpia, la casa casi tenía peor aspecto. Eché una ojeada a los orificios de las paredes, a los pedazos de moqueta desencajados y a las bolsas de basura. Había recobrado su antigua apariencia, pero en una versión deteriorada. Mis Nike estaban junto a la puerta del ropero; parecía que Ariana no quería perderlas de vista. Y ella misma se había sentado en el diván con la gabardina al lado, encima de los almohadones rajados, como si la prenda fuera un amigo invisible.
Se había recogido el pelo en una cola y llevaba mi camiseta de los Celtics, la de la temporada 2008. Sostenía una copa de vino de color borgoña; sin duda, un Chianti. A ella le encantaban los tintos baratos, pero la copa balón le procuraba la sensación de estar bebiendo algo mejor. Puso los ojos en blanco y, sujetando el teléfono entre el hombro y el mentón, me hizo un gesto de bla, bla, bla con la mano libre.
—Si no te ha devuelto la llamada, no le mandes un SMS. Parecerá que estás desesperada. —Una pausa—. Estoy segura de que ha escuchado el buzón de voz, Janice. Al fin y al cabo le dejaste ayer el mensaje. Concédele el fin de semana.
Me detuve para asimilar aquella escena surrealista. Considerando los destrozos de la casa, el dispositivo adosado a la gabardina y la cita que teníamos en unas pocas horas junto a la alcantarilla, todo parecía estrafalario y doméstico a la vez.
—Oye, he de dejarte. Patrick acaba de llegar… Lo sé, lo sé. Todo saldrá bien. —Colgó, tiró el teléfono sobre los almohadones y, levantando la voz, dijo—: Así aprenderéis a escuchar, fisgones. —Esbozó una sonrisa cansada—. Probablemente se han suicidado en su furgoneta esos tipos. Por cierto… —Buscó en el bolso, sacó la cajetilla-inhibidor y pulsó el botón negro para dejar fuera de combate cualquier otro dispositivo que pudiera haberse regenerado desde la visita de Jerry.
—¿No le habrás contado nada a Janice?
—Por favor. Nuestros problemas no son nada en comparación con los suyos. Además, no sé muy bien cómo incluir este tema en una conversación informal.
—Lo has hecho de maravilla —dije—. Me refiero a la casa.
—Todavía parece un accidente múltiple —afirmó apartándose un mechón de la frente con un bufido.
Le di uno de los móviles de usar y tirar.
—He grabado ahí el número del mío. Me disgusta no poder hablar contigo cuando no estamos juntos.
Su expresión se modificó. Mis palabras habían quedado flotando en el ambiente; rebobiné y me di cuenta de lo que significaban para ella, para ambos. Unos pocos días antes, apenas nos hablábamos.
Me senté a su lado. Me ofreció la copa y di un sorbo.
—Resulta agradable que nos tratemos con amabilidad para variar —comentó.
—Deberíamos habernos buscado hace meses unos acosadores profesionales.
—Estaba aquí sentada, mirando nuestra casa. Todas las chorradas que contiene: pintura Dunn-Edwards; molduras cavetto; esa absurda lámpara de araña que compré en Cambria… Y he pensado que hace una semana todo tenía un aspecto perfecto. Y que era una mierda vivir aquí. Al menos la cosa resulta más auténtica ahora. Todo este estropicio… Así es como estamos.
Manteniendo una recatada distancia entre ambos, contemplamos el amasijo de cables de la pared, donde antes estaba la pantalla de plasma, mientras compartíamos la copa de vino y esperábamos a que llegara la medianoche.
* * *
Llevaba colgada del hombro la bolsa negra de lona, que abultaba lo suyo con todo el material dentro. Mientras estuvimos los dos plantados junto al bordillo, Ariana se cerró la chaqueta, cruzando los brazos, para protegerse del viento helado. A juzgar por la cálida luz amarillenta que se filtraba por las ventanas y persianas de nuestra casa, resultaba fácil olvidar lo destrozada que estaba por dentro. En cuanto a las demás casas y los apartamentos más próximos, dejando aparte alguna que otra luz en los porches, se hallaban sumidos en la oscuridad. Esa circunstancia, unida a una extraña interrupción del tráfico, daba lugar a que todo el vecindario pareciera abandonado.
—Tres minutos. —Estremeciéndose, Ariana levantó la vista del reloj del móvil para echar un vistazo a la boca de la alcantarilla—. Espero que sea lo bastante ancha.
Me acerqué, pisando un amasijo de hojas secas, y algunos trozos desmenuzados cayeron por la rejilla hacia la oscuridad. Subía un olor rancio junto con el aire cálido. Metí el extremo de la bolsa en el hueco del bordillo. Entraba justo, pero entraba.
Ari comprobó otra vez la hora, y me indicó:
—Aún no. —Llorándole los ojos a causa del frío, miró los balcones de los apartamentos de enfrente y luego la pendiente de Roscomare Road—. Me gustaría saber desde dónde nos están espiando.
Destrozando la calma reinante con el rugido del motor, pasó a toda velocidad un Porsche plateado. Nos echamos los dos atrás: Ariana alzó los brazos como si quisiera protegerse de una ráfaga de balas disparadas desde la ventanilla; y yo retrocedí un paso y casi tropecé con el bordillo. El conductor, un tipo con gorra de béisbol, parecía haberse enojado ante nuestra reacción exagerada; tampoco iba tan rápido. A mí, entre la descarga de adrenalina y la combinación de cafeína y falta de sueño, me zumbaba la cabeza. Volvimos a tomar posiciones. Poniendo un pie en un extremo de la bolsa, aguardé la señal de Ari.
¡Cómo había cambiado nuestra vida en cuatro días!
Las mariposas nocturnas se estrellaban contra la parpadeante farola, y se oía el canto de los grillos.
—Vale —me avisó ella—. Ahora.
Empujé. La bolsa se atascó hacia la mitad; luego cedió y pasó entera. Aguardamos para oír el impacto, pero lo que nos llegó fue un golpe seco y amortiguado. Un suave aterrizaje. Miré entre mis zapatos, a través de la rejilla, aguzando la vista para atisbar el bulto en la oscuridad.
Lo que distinguí antes de nada fue el blanco de los ojos.
Sentí un hormigueo por todo el cuerpo: en la nuca, costillas arriba, en el paladar… Pestañeé un instante, y al volver a mirar, los ojos ya habían desaparecido, igual que la bolsa de lona. Solamente me llegó un sonido apagado sobre el húmedo cemento del fondo: el leve latido de unos pasos mullidos que se alejaban por debajo de la calle.
* * *
Salí del baño con pantalón de chándal y camiseta, secándome todavía el pelo. Al quitarme la toalla de la cabeza, vi a Ariana en el umbral de nuestro dormitorio, sosteniendo su taza de manzanilla de todas las noches y la cajetilla-inhibidor.
—Perdona —se disculpó—. Ya no me gusta quedarme sola abajo.
Entre nosotros se había desarrollado con asombrosa rapidez una serie de normas tácitas: habíamos dejado de cambiarnos el uno frente al otro; si Ariana estaba en alguna habitación con la puerta cerrada, yo llamaba primero; y ella, mientras yo me duchaba, se mantenía alejada del dormitorio.
—Entonces no deberías quedarte sola abajo.
Nos hicimos ambos a un lado, manteniendo las distancias, y cambiamos de posición. Yo no continué por el pasillo, y ella, en lugar de meterse en la cama, se apoyó en la cómoda, todavía cubierta de polvo de yeso. Nos estudiamos mutuamente. Yo doblaba y desdoblaba la toalla, y volvía a doblarla.
Carraspeé.
—¿Quieres que me quede arriba esta noche?
—Sí —contestó.
Dejé de juguetear con la toalla.
Me invitó a pasar con un gesto. Intentaba actuar con desenvoltura, pero sus ojos no se habían enterado.
—¿Tú quieres quedarte?
—Sí —afirmé.
Se acercó a la cama y abrió el edredón por mi lado. Me senté sobre el colchón. Ariana dio la vuelta y se deslizó bajo las sábanas; aún llevaba la ropa puesta. Me metí dentro, también vestido del todo. Ella alargó una mano y apagó la luz. Permanecimos los dos con la espalda apoyada en el curvo cabecero. No recordaba haber tocado nunca aquella cama nueva hasta ahora; era tan cómoda como lo parecía por su aspecto.
—¿De veras lo haces? —me preguntó—. ¿Me miras cómo lloro algunas mañanas por la ventana?
—Sí.
Incluso en la oscuridad, manteníamos la vista al frente sin mirarnos.
—Porque quieres saber… ¿qué? ¿Si todavía lo siento? —Su voz sonaba quebradiza, vulnerable—. ¿Si todavía me importa?
Nos quedamos un rato en silencio.
—Quisiera entrar y abrazarte —respondí—. Pero nunca reúno el valor necesario.
Noté que volvía lentamente la cara hacia mí.
—¿Qué tal ahora? —preguntó.
Levanté el brazo. Ella se me aproximó y apoyó la mejilla en mi pecho. Le acaricié el cabello. Notaba su piel cálida y suave. Pensé en las manos de Don; en su perilla, y sentí el impulso de apartarla, pero no lo hice. Reflexioné en la distancia que había entre lo que quería hacer y lo que creía que debía hacer: un choque entre dos posibilidades de mi yo, una intersección de dos futuros alternativos. Mi esposa me había engañado, pero ahora la estaba abrazando. Estábamos juntos. Me daba miedo lo que aquello podría parecer: no a los demás, sino a mí mismo en mis momentos de tranquilidad, al conducir hacia el trabajo, mientras sorbía un café entre las clases, o al mirar una escena inteligente de jodienda extramarital, sintiendo que Ari se ponía rígida a mi lado y que nuestra desazón se presentaba de golpe en la oscuridad del cine. Esa aguda punzada de los modelos deteriorados, de cómo deberían haber sido las cosas.
—Creo que quiero tener un hijo —dijo Ariana.
Mis labios se habían quedado secos de golpe.
—Tengo entendido que para eso hay que practicar el sexo.
—No ahora mismo.
—No pretendía insinuar…
—Quiero decir, no un niño ahora mismo. Ni siquiera muy pronto. Pero al sentirme amenazada de esta manera, he pensado mucho en nuestra vida. Estoy segura de que tú también. Hago cosas que me gustan: los muebles, mis plantas. Pero no voy a contentarme con ser una de esas mujeres que andan por ahí con su todoterreno, acudiendo a citas estúpidas o yendo a comprar comida orgánica a Whole Foods. Mira a Martinique, por ejemplo. Y yo voy en la misma dirección…
—Tú no eres…
—Lo sé, pero ya me entiendes. —Su mano se crispó, como buscando un asidero—. Quiero tener un hijo, pero al mismo tiempo me aterroriza la idea de desear tenerlo por motivos equivocados. ¿Comprendes de qué hablo?
Solté un murmullo de asentimiento. Un destello de la tubería de cobre brillaba junto al baño, allí donde habíamos horadado el tablero de yeso. La cabeza de Ariana subía y bajaba con mi respiración. Seguimos así un rato, mientras yo buscaba el modo de formular mis sentimientos con palabras.
—Yo ya no deseo hacer más lo que he estado haciendo hasta ahora —confesé—. O al menos, no quiero sentirme de la misma manera mientras lo hago.
—Sí, eso es. —Se incorporó, excitada—. Y fíjate, aquí estamos ahora. Trastornados por toda esta mierda, pero al menos viendo las cosas con claridad. No lo estropeemos.
—¿Qué quieres decir?
—¿Y si no abres esa cuenta de correo el domingo? ¿Y si enterramos la cabeza en la arena y fingimos que no pasa nada?
—¿Crees que así desaparecerá el problema?
—Finjamos que sí. Finjamos que todo está como solía estar antes de las cámaras ocultas, de Don Miller y de la venta del guión. Al menos esta noche.
Nos tendimos los dos en la cama, completamente vestidos. La seguí abrazando hasta que su respiración se regularizó; luego me quedé despierto junto a ella, velando su sueño.