Capítulo 22

El móvil de usar y tirar se parecía un montón al que había pisoteado y tirado por la alcantarilla: veinticinco dólares de prepago, AT&T, solo para llamadas domésticas. Lo cogí del estante y me fui rápidamente a la caja registradora.

—¿Qué tal está Ariana? —se interesó Bill, dedicándome una amplia sonrisa.

—Bien. —Eché un vistazo al anticuado reloj colgado un poco más arriba de las bolsas de carbón vegetal apiladas en la entrada. Había aparcado en doble fila frente a las puertas automáticas, y una rubia menuda estaba tocando la bocina—. Bien, gracias.

—¿Quieres una bolsa?

Me sorprendí fijándome en los demás clientes, en las precarias cámaras de seguridad que apuntaban a las cajas, en los coches estacionados afuera.

—¿Cómo? No, no, ya está bien.

Bill pasó el móvil por el lector del código de barras. Miré el número de identificación del producto que apareció en la pantallita de la caja; me giré y ojeé la calle a través de las puertas automáticas: las tejas grises de nuestro tejado asomaban por encima del ciprés de los Miller. Volví a observar el código del producto, iluminado con puntitos verdes: el teléfono desechable que podía adquirirse más cerca de casa. Así pues, ¿era el que yo más probablemente habría de comprar? ¿Y el que ellos más probablemente serían capaces de monitorizar?

Porque aquella gente pensaba en todo.

Bill había dicho algo.

—¿Perdón?

Su sonrisa perdió algo de brillo.

—Decía que debéis de estar muy excitados porque está a punto de estrenarse la película.

La rubia tocó una vez más la bocina, y yo corrí hacia la puerta, volviéndome hacia Bill con expresión de disculpa.

—Sí, sí. Oye, creo que no necesito ese móvil, a fin de cuentas.

* * *

Salí del atasco de la 101 dando un bandazo, sorteé varios coches en la bifurcación y tomé por Reseda en dirección norte hacia el campus. En la bolsa marrón, que iba de un lado para otro en el asiento contiguo, había cuatro móviles de prepago comprados en una gasolinera de Ventura. La voz de Punch —por una vez, sin su deje de arrastrar las palabras— me llegó a través del quinto.

—La próxima vez que me pongas un nombre falso, mejor que no sea Chad. O sea… ¿Chad?

—¿Cómo quieres que te llame?

—Dimitri.

—Naturalmente.

—¿A qué venía ese rollo tan elegante de espía? —preguntó.

—Estoy bajo una vigilancia brutal.

—¿Cómo de brutal?

—Como en la puta guerra fría.

Un silencio.

—Entonces deberíamos hablar cara a cara —opinó.

—Quizá sea peligroso para ti andar conmigo.

—Empiezo a suponerlo. Pero ya soy mayorcito. ¿Puedes venir ahora?

—Ya llego tarde a las clases matinales. —Esquivé a un chico con una BMW, que me enseñó el dedo de ambas manos (seguramente uno de mis alumnos)—. A ver si puedo escabullirme temprano para almorzar. ¿Hay alguna posibilidad de que vengas tú a este lado de la montaña?

—Sí, seguro. Voy a sacrificar las pocas fuerzas que me quedan para aguantar un tráfico espantoso y salvarte el culo, que por lo visto tienes bien hundido en la mierda.

—Está bien. ¿Dónde quedamos, entonces?

—¿Sabes qué?, iré hasta Santa Mónica en tu honor; será mi contribución anual al bien común. Veámonos en los aparcamientos que hay al fondo de Promenade; tercera planta. A las dos. Te diría que vengas solo, pero eso supongo que ya lo sabes. Asegúrate de que no te siguen. Y no vuelvas a llamarme con el teléfono que estés usando ahora, sea cual sea.

—¿No eras tú quien me había dicho que no me preocupara? ¿Recuerdas aquello de los pájaros carpinteros sin pico?

—Eso era antes.

—Gracias por tranquilizarme.

Pero ya había colgado.

* * *

Los alumnos —los que me habían esperado— estaban inquietos, y con motivos sobrados. Entré a trompicones en el aula con media hora de retraso, sin haberme preparado la clase y demasiado cansado y distraído para improvisar. Paeng Bugayong estaba en la última fila, desplomado sobre el pupitre y con la cara enterrada entre los brazos cruzados; solo le veía media mejilla y el flequillo recto y negro que casi le llegaba a los ojos. Un chico tímido e indefenso. Me sentí idiota y culpable por haber sospechado de él. Cuando llegó la hora del almuerzo y dejé que salieran todos, parecían más que dispuestos a largarse.

En el abarrotado pasillo, Julianne se materializó junto a mí.

—¿No vienes a la sala? —me preguntó.

—No. He de marcharme corriendo.

—¿Te acompaño al coche? —Se abrió paso entre un corrillo de alumnos para no quedarse atrás—. Venga, me muero por escuchar el siguiente capítulo. Además, me debes una, y bien gorda, por cubrir tus clases ayer por la tarde.

—Ya sabía yo que me costaría algo más que un café de Starbucks. —Bajamos con celeridad la escalera. Necesité casi todo el trayecto hasta el coche para ponerla al día. Pero no mencioné el nombre de Jerry ni dónde trabajaba, pero sí le hice un resumen de todo lo demás—. Oye, tú que eres periodista —dije—, ¿por dónde demonios crees que empieza uno a investigar a la CIA?

—¿Para averiguar si se están vengando por Te vigilan, quieres decir? —Su cara mostraba bien a las claras lo que pensaba de tal posibilidad: en realidad parecía difícil de argumentar que un profesor adjunto de cine o que su vulgar guión comercial revistieran la importancia suficiente para llamar la atención de los servicios de inteligencia—. Puedo hacerte algunas pesquisas, averiguando quién es el contacto que se ocupa de los medios y que trata con Hollywood. Pero si la CIA pretendiera darte una lección, ¿por qué habría de dar marcha atrás ahora?

—¿Cómo marcha atrás?

—Te han mostrado dónde habían colocado los dispositivos de vigilancia en tu casa y te han dicho que los quitaras. Si eso no es perdonarte la vida, ya me dirás qué es. —Había adoptado una expresión impaciente ante mi estupidez.

Pensé en lo que Ariana me había dicho en el invernadero: que todo había sido hasta ahora un montaje preliminar.

—Se están preparando para la siguiente fase, simplemente —le expliqué—. Para lo que haya en ese e-mail.

—Pero ¿por qué habrían de renunciar a la posibilidad de tenerte controlado? —Alisó hacia atrás su rojiza melena, se sacó de la muñeca una goma elástica y se la ató bien pegada al cráneo. Con el pelo recogido, tenía un aire serio e imponente, como una heroína de cómic tratando de hacerse pasar por una simple mortal. Su holgada camiseta negra amortiguaba el efecto, aunque no lo suficiente: un estudiante redujo la velocidad de su desvencijada Hyundai para mirarla boquiabierto. Naturalmente, ella no se dio cuenta; estaba demasiado concentrada—. Yo creo que quieren indicarte algo más; establecer un clima de confianza incluso. Es como un diálogo.

Recordé cómo había huido de mí el intruso a pesar de que era lo bastante corpulento para partirme en dos con una rodilla. El enfrentamiento no había llegado a ser físico, al menos por ahora, pero ciertamente éramos adversarios, ¿no?

—Ellos no te han amenazado —insistió—, al menos de una forma explícita.

—Pero implícitamente, de unas seis maneras distintas. —Abrí el coche y tiré en el asiento del acompañante mi abultado maletín—. He de irme. No le hables de esto a nadie.

—Escucha —me sujetó del brazo—, te estoy diciendo que quizá hayas superado una prueba.

—¿Cómo? ¿Qué he hecho que pueda considerarse así?

—Supongamos que se trate de la CIA. Tal vez hayan visto algo en tu guión, o tal vez estén impresionados y esto sea, no sé… su manera de reclutarte.

A pesar del miedo, sentí una oleada de mi antiguo orgullo.

—¿Te parece que era tan bueno?

—Estamos hablando de los servicios de inteligencia de EE. UU. —razonó—. No tienen un criterio muy riguroso que digamos.

La idea me sedujo un momento. ¿Quería creerla porque resultaba menos amenazadora o porque me halagaba? Enseguida la deseché.

—No hay nada en este asunto que parezca un juego. Han invadido nuestra vida privada. El experto en vigilancia que revisó la casa me ha dicho que esos chismes son de última…

—Naturalmente que tu señor Experto te lo pintó todo muy negro. Me has dicho que es un capullo del Gobierno, o un antiguo capullo del Gobierno. El trabajo de esa gente consiste en decirnos lo espeluznante que es el mundo. Lo llevan en el ADN.

—No necesito que nadie me explique que esto es espeluznante. —Subí al coche. El indicador de gasolina estaba roto a causa de uno de mis puñetazos, y la aguja marcaba lleno, pero un vistazo al cuentakilómetros me recordó que llevaba trescientos kilómetros sin repostar; me quedaba la gasolina justa para llegar a mi cita con Punch sin tener que parar por el camino.

Iba a arrancar ya, pero Julianne dio unos golpecitos en la ventanilla, y bajé el cristal. Se agachó (su piel blanca como la leche parecía casi translúcida bajo el sol cegador del Valle), e insistió:

—Lo dicho: quizá no andan buscando lo más previsible.

Toqué el pedal; el coche retrocedió apenas y los neumáticos crujieron sobre las hojas muertas.

—Eso justamente es lo que me preocupa.

* * *

Aunque llegaba con retraso, di otra vuelta entera al aparcamiento para asegurarme de que no me seguían. Llamé a Ariana al móvil; respondió al primer timbrazo.

—¿Estás bien?

—Sí. Me he quedado en casa; quería limpiar un poco. Tampoco habría sido capaz de concentrarme en el trabajo. ¿Tú, sí?

—¿En casa? Escucha…

—Ya. Que tenga cuidado. Bien, no es que estén planeando tirar la puerta abajo y pegarme un tiro, o ya lo habrían hecho. Toda esta historia no es el montaje más apropiado para eso.

Miré mi verdadero teléfono móvil, apagado en el asiento contiguo. Quería darle a Ariana el número del chisme de prepago que estaba usando, pero la línea del suyo no era segura y ahora yo ya estaba entrando por la boca del aparcamiento.

—Bueno —le dije—. Tú…

La comunicación se cortó. Renegando, subí a toda velocidad tres niveles y aparqué el Camry en un hueco encajonado. Vi de lejos a Punch, en un banco sin respaldo junto al ascensor, leyendo una revista. Me di prisa y eché otro vistazo a mis zapatos para cerciorarme de que mis Kenneth Cole no se habían transformado en los últimos treinta segundos en mis Nike GPS.

Llegué al banco y me senté junto al expolicía, aunque mirando en dirección contraria. Era un buen punto de encuentro: montones de coches y de peatones, mucho ruido en el ambiente y un techo que nos protegía de Google Earth y de otros elementos más ambiciosos de la cofradía. La pregunta que me había hecho la voz electrónica, no obstante, resonaba aún en mis oídos: ¿Alguna duda sobre nuestra capacidad para meternos en tu vida y localizarte donde queramos? ¿Había cometido una estupidez viniendo aquí e intentando investigar? Pero tenía que hacerlo. La sumisión ciega era lo que ellos pretendían, pero difícilmente podría garantizar mi seguridad, o la de Ariana.

Punch siguió con la mirada fija en la revista.

—Te he llamado porque he sondeado un poco sobre Keith Conner, y he recibido algunas señales rarísimas.

—¿Como por ejemplo?

—Como por qué carajo ando haciendo preguntas sobre Keith Conner; como déjate ya de preguntar… Mira, este tipo de investigación es incorrecta e ilegal. Mis contactos en la policía no pueden andar avasallando a la gente, sobre todo si es para hacerme favores a mí. Pero la cuestión es que, normalmente, nadie controla este tipo de cosas ni llega a detectarlas. En cambio, estas averiguaciones han sido detectadas. Todas. Y de inmediato, joder. Como consecuencia, mis chicos se llevaron una bronca y yo he salido escaldado. Alguien está vigilando esta mierda, y ya te digo yo que no es un publicista finolis de la productora. No. Están controlando desde dentro del departamento, o desde arriba. Bueno, ¿quieres contarme en qué coño te has metido?

Le conté más o menos la misma versión que acababa de exponerle a Julianne. La cara rubicunda de Punch se puso todavía más roja, lo cual facilitaba que le resaltaran los capilares rotos de las mejillas y de la carnosa nariz.

—Joder. —Se secó las manos en la camisa; uno de los faldones se le había salido del pantalón. Menos mal que él y Jerry no habían coincidido. Punch venía a ser el Walter Matthau de Jerry-Jack Lemmon—. Veo que estás volcado en el tema. Investigando, considerando posibilidades…

—Es como escribir, supongo.

—Sí, pero se te da bien.

Sonó una campanilla, y las puertas del ascensor se abrieron. Sentí un espasmo de temor. Pero apareció una mujer tirando de un crío que no paraba de berrear. Ella lo miraba muy ceñuda mientras le hablaba:

—Ya te he dicho que lo dejaras en el coche…

Aguardé a que se alejaran, saqué la minigrabadora y se la pasé. Punch la metió en la revista doblada y pulsó el botón. Aquella voz de nuevo: Bueno… ¿preparado para empezar?

—Un modulador de voz electrónico —especificó—. Ahora usan siempre esta mierda en las llamadas chungas.

—¿Es posible decodificarlo, o bien analizar la voz, el tipo de teléfono o cualquier otra cosa?

—No. Hay un criminalista de relumbrón que quiere participar en un espectáculo en el que intervengo como asesor. Para que demostrara su valía, le dejé usar la voz codificada con la que habían amenazado a un productor. Y no sacó una puta mierda. —Ladeó la revista, y la grabadora cayó en mi regazo—. Todo esto es demasiado para mí y para mi coeficiente intelectual. Teniendo en cuenta que tu situación telefónica no es segura, será mejor que no llames. —Alzó un dedo rechoncho, apuntándome—. Y tampoco me mandes e-mails. Una vez que abres esa mierda, incluso aunque la borres, queda una huella en el disco duro. Solo me falta que tu Gran Hermano siga tu rastro hasta mi ordenador.

—¿Cómo me pongo en contacto contigo, entonces?

—De ninguna manera. Es demasiado arriesgado. —Se pasó los dedos por los carrillos, observando mi reacción—. Si no te gusta, consulta con tu terapeuta o tu grupo de rehabilitación.

—Yo no estoy en Alcohólicos Anónimos.

—¡Ah, ya! Ese se supone que soy yo. —Se levantó, retorciendo la revista con una mano maciza, y me dedicó un encogimiento de hombros antes de alejarse—. Buena suerte.

Me lo decía de verdad; pero también quería decir adiós muy buenas.

* * *

El aula vacía resultaba tanto más impresionante dada su estructura de anfiteatro. Me detuve en el umbral y me asomé sin ninguna esperanza. El horario en el tablón de anuncios decía: 15.00 h: PROF. DAVIS, ELEMENTOS DE ESCRITURA CINEMATOGRÁFICA. Y el reloj decía: 15.47. Se me pegaban la camisa y los pantalones a causa del sudor, pues había hecho el trayecto desde el aparcamiento corriendo. Solté el maletín y me apoyé en la jamba para recobrar el aliento.

Mientras volvía atrás por el pasillo, habría jurado que algunos estudiantes me miraban de un modo raro. La secretaria del departamento me llamó cuando pasé frente a las oficinas.

—Profesor Davis, tengo ese expediente que me pidió.

A mí ya se me había olvidado la turbia solicitud que le había hecho para que me entregara el expediente de Bugayong. Entré en la oficina y reparé en la jefa del departamento, que estaba charlando con otros profesores junto a los casilleros de correo. La secretaria me tendió el expediente por encima de su escritorio con una sonrisa descarada. La doctora Peterson hizo un alto en su conversación para mirarme a mí y a la secretaria, con el expediente flotando aún entre ambos.

Bajé la voz sin darme cuenta al decirle:

—Gracias. Pero ya he resuelto el problema.

Le dediqué a la doctora Peterson un gesto tal vez más solícito de la cuenta y me retiré; el expediente quedó en las manos de la secretaria. Al cruzar otra vez el pasillo, no pude evitar mirar alrededor con nerviosismo. Un corrillo de estudiantes soltó risitas mientras yo pasaba.

Llamé a la puerta del diminuto despacho que compartía de modo rotatorio con otros tres auxiliares durante las horas no lectivas. No hubo respuesta. El último que había estado allí ya se había largado. Entré, cerré la puerta y, soltando el maletín, me senté ante el estrecho escritorio. Pocas cosas hay más deprimentes que un despacho compartido: una taza con manchas de pintalabios y lápices roídos dentro; algunos libros de texto pasados de moda; una talla barata de los tres monos sabios en las estanterías, por lo demás vacías, y un ordenador Dell del siglo pasado.

Accioné el cierre del maletín y lo abrí. El grueso fajo de guiones todavía por corregir me devolvió la mirada. Los saqué, me palpé los bolsillos y también detrás de las orejas, buscando un bolígrafo rojo, y por fin encontré uno en el cajón de abajo, junto a una magdalena mordisqueada. Serviría. Conseguí leerme un guión y medio hasta que me sorprendí trazando círculos en los márgenes, como los que indicaban en el plano de casa los dispositivos de vigilancia.

El ordenador necesitó dos buenos minutos para arrancar. Conectar con Internet todavía costó más. Después de morderme un rato la mejilla de pura impaciencia, me encontré en la página de Gmail, tecleando patrickdavis081075 y el apellido de soltera de mi madre como clave. Dejé el dedo sobre el ratón, todavía dudando si hacer clic. Ellos habían dicho que me llegaría un mensaje a las cuatro de la tarde del domingo, o sea, pasado mañana. ¿Por qué me sentía entonces tan asustado?

Inspiré hondo y pulsé el ratón. El relojito de arena giró y giró.

Allí estaba: una cuenta de correo. Mi cuenta de correo. Esperándome con el buzón vacío.

Sonó un golpecito en la puerta, di un brinco y casi tiré al suelo el teclado. Salí de la cuenta a toda prisa, mientras la doctora Peterson entraba en el despacho.

—Patrick, tengo entendido que has tenido en los últimos días una conducta algo irregular.

—¿Irregular? —Moví disimuladamente el ratón y borré con un clic el historial del navegador.

—Retraso en una clase; no te has presentado a otra y has mantenido un altercado con un alumno en el pasillo.

—¿Cómo?

—Una discusión a gritos. La profesora Shahnazari te oyó soltándole improperios a un alumno…

—¡Ah! Eso fue…

Ella habló más alto que yo:

—Luego me entero de que has pedido el expediente de un estudiante. ¿Tal vez alguien te ha dado a entender que un adjunto puede revisar los documentos confidenciales de los alumnos?

—No. Fue un error solicitarlo.

—En eso coincidimos. —Sus labios, rodeados de arruguitas verticales, se comprimieron—. Espero que puedas mejorar en breve. Y entretanto, harías bien en recordar que la invasión de la privacidad no es algo que nos tomemos aquí a la ligera.

—No —asentí—, yo tampoco.