Capítulo 18

Mientras volvía por Roscomare, llamé a Ariana a la galería:

—Voy a casa temprano.

—¿No te vas al cine? —preguntó.

—No, no voy al cine.

—De acuerdo. Ya termino aquí también.

Había cierta excitación de coqueteo en nuestra conversación, algo tácito pero palpable, como si fuéramos adolescentes locamente enamorados planeando una segunda cita. Caí en la cuenta de que rara vez había vuelto a casa en las últimas seis semanas antes de que ella estuviese acostada. Y ahora me sentía nervioso y exaltado a la vez, y no sabía qué podría reservarme una velada con ella.

Una vaga desazón, no obstante, socavaba mi optimismo. La cita de Ariana con su cliente (aquella para la cual necesitaba el traje que yo no había recogido) había de celebrarse por la tarde. ¿Por qué estaba, pues, en la galería cuando la había llamado? Mientras recorría media manzana, sopesé incluso la posibilidad de volver a llamar para confirmarlo con su secretaria. Como la propia Ariana me había indicado, no hace falta mucho más que un pañuelo blanco y unos cuantos codazos bien dados… Mi paranoia, advertí, estaba disparada y me inducía a cuestionarme —aunque fuera estúpidamente— todo lo que sucedía a mi alrededor.

Pasé por la zona comercial. La señal de cobertura de la pantalla del teléfono móvil parpadeó y desapareció a causa de la altitud. Mientras reducía la velocidad antes de entrar en el sendero de acceso, tuve un presentimiento y estiré el cuello sin poder contenerme para ver si me aguardaba alguna sorpresa. En el patio de delante todo parecía normal, y en el umbral tampoco se veía nada. Un leve movimiento de la cortina, sin embargo, captó mi atención. En un instante vislumbré una mano blanca justo antes de que se retirase. Demasiado blanca.

Un guante de látex.

Era algo tan inaudito, tan fuera de lugar, que al principio me dejó aturdido y sufrí una especie de vacío mental. Después, con creciente alarma, percibí la figura tras la cortina: una sombra borrosa, como un pez en aguas turbias.

Me había quedado rígido. Pero no reduje la marcha; pasé el sendero de largo, y también la casa siguiente, y me detuve en la cuneta. Pensé en volver atrás para usar la cabina del supermercado y llamar al 911, pero sabía que el intruso se habría largado mucho antes de que llegara la policía. Con la mano en la manija y la vista fija en el salpicadero abollado, me debatí largos segundos conmigo mismo, pero mi furia y una ardiente curiosidad acabaron imponiéndose.

Bajé y retrocedí al trote. Crucé el sendero, pasé junto a la cerca y llegué a la puerta del garaje. Hice un alto para serenarme, pasándome las manos por el pelo; luego, recuperando mal que bien la compostura, metí la lleve en la cerradura y empujé la puerta con cautela. Las paredes y el techo del garaje parecían amplificar mi acelerada respiración. Miré frenéticamente alrededor y localicé la bolsa de golf, que languidecía bajo un velo de telarañas desde que me la había regalado mi antigua agente para celebrar la venta del guión. Revolví entre las cabezas polvorientas de los palos, pasando del wedge al hierro, y del hierro al driver.

La puerta que daba al rincón del comedor chirriaba, eso lo sabía. Hacía meses que tenía la intención de engrasar las bisagras. ¿Por qué no hacerlo ahora que estaba en el garaje? Encontré la lata azul y amarilla de WD-40 y rocié las bisagras hasta que gotearon. Sujeté entonces el pomo con una mano crispada, y la puerta giró, muy despacio, sin hacer ruido. Caí en la cuenta, demasiado tarde, de que podría haberse disparado la alarma, pero el intruso la había desconectado.

Una gota de sudor me cosquilleaba en el filo de la mandíbula. Entré en el comedor y cerré la puerta a mi espalda. Caminando con el máximo sigilo, avancé con el palo en ristre, como si fuera la espada samurái de un yuppie. Rodeé los armarios paso a paso, y la perspectiva de la cocina se fue abriendo ante mis ojos.

Al fondo, la puerta trasera terminó de entornarse lentamente.

Me lancé hacia ella. En el otro extremo del patio, un hombre fornido, ataviado con pasamontañas y chaqueta negra, permanecía totalmente inmóvil manteniendo los brazos bien pegados al cuerpo.

Me esperaba.

Me detuve en seco; notaba el corazón encogido y un nudo en la garganta.

Las enguantadas manos del individuo flotaban junto a sus caderas como las de un mimo. No parecía mirarme con los oscuros iris de los ojos, sino con los semicírculos blancos que los abarcaban.

Se dio la vuelta y corrió casi sin ruido entre los arbustos de zumaque. Rabioso y aterrorizado, lo seguí. La parte cuerda de mi cerebro había registrado su corpulencia y su eficiencia casi militar, así como las botas negras que calzaba, las cuales —habría apostado— debían de ser unas Acadia tipo Danner del cuarenta y cinco. El tipo saltó desde un tiesto volcado al tejado del invernadero, como impulsado por un trampolín, y pasó por encima de la cerca. Le arrojé el palo de golf, pero se estrelló en la traviesa de madera y rebotó hacia mí. Choqué con la cerca y traté de encaramarme, buscando asidero con los zapatos. Medio encaramado, clavándome el extremo de las tablillas en el estómago, escruté la calle, pero ya había desaparecido. ¿Dónde? En un patio, en una casa, doblando la esquina…

Me dejé caer soltando un gruñido y procuré recuperar el aliento. ¿Lo había sorprendido al cambiar mis horarios y saltarme el cine? De ser así, desde luego no parecía haberse inquietado en absoluto. A juzgar por su complexión y destreza, podría haberme machacado; su objetivo, pues, no era hacerme daño. Al menos por ahora.

Volví adentro con paso vacilante y me derrumbé en una silla, respirando con lentitud. Solo respirando.

Al cabo de un rato, me puse en pie y revisé el cajón de la cocina: las dos nuevas llaves tubulares de la alarma seguían allí. No parecía que hubieran tocado nada. Al pie de la escalera, me detuve frente al teclado de la alarma, como si fuese a decirme algo. Seguí hasta arriba; eché un vistazo al dormitorio y luego a mi despacho. Habían quitado la tapa del cartucho de los DVD y la habían dejado a un lado. Conté los discos y comprobé que faltaba otro. Bajé y entré en la sala de estar. El intruso había apartado el trípode de la planta y corrido la cortina; la memoria digital de la cámara estaba borrada. Aturdido, me dirigí al salón.

La bandeja del DVD estaba abierta, y un disco plateado reposaba dentro.

La empujé con un dedo y me hundí en el diván. El chasquido de la televisión al encenderse me pareció más ruidoso de lo normal. La pantalla seguía negra, así que manipulé los botones, pulsando «Input Select», «TV/vídeo» y todos los demás sospechosos habituales.

Por fin, apareció mi imagen. En el diván. Con la misma ropa que llevaba hoy.

Aguardé. Me mordí el labio. En la pantalla también me mordía el labio.

La sangre se me heló en las venas. Intenté tragar saliva; tenía la garganta agarrotada.

Alcé la mano. Mi doble alzó la mano. Exclamé: «¡Oh, Dios!», y oí mi voz a través del sistema de sonido. Tomé una trémula bocanada de aire. Mi doble tomó una trémula bocanada de aire. Se le veía blanco y mudo de asombro, totalmente demudado.

Me levanté y me acerqué al televisor, viendo crecer mi imagen como Alicia. Descolgué de la pared la pantalla plana y, tirando de los cables, la deposité en el suelo. La perspectiva idéntica de mí mismo me devolvió la mirada desde abajo. El hecho de cambiar de lugar la compacta pila de componentes del equipo multimedia, tampoco conseguiría modificar el ángulo de la imagen. Me incliné sobre los estantes superiores, arranqué varias clavijas y quité las tapas de los enchufes. Nada. Saqué de un tirón los discos y los libros; utilicé un pisapapeles para abrir un orificio junto a una muesca de la pared y luego el atizador de la chimenea para hurgar un poco más. Al fin, me puse en cuclillas y abrí la puerta de cristal del estante donde Ariana conservaba la colección de discos de su adolescencia. Entonces la imagen de la pantalla a mis pies giró vertiginosamente.

Me agazapé. Había un objetivo de ojo de pez sujeto con un clip en lo alto del cristal. Abrí la puerta del todo y la cerré, y la imagen en el televisor osciló siguiendo el movimiento. Saqué la diminuta lente. Un cable se extendía por detrás, sobre la tapa polvorienta de Dancing on the Ceiling. Tiré de él, y cedió con cierta resistencia. Al final del cable, enganchado pulcramente como una trucha, había un teléfono móvil. Uno de esos modelos cutres de prepago que puedes comprar en un 7-Eleven. Al sostenerlo con mano temblorosa, no obstante, comprobé que aquel móvil de mierda sí tenía cobertura, como es natural, a diferencia de mi Sanyo de trescientos dólares.

Di un paso atrás, luego otro. Aturdido, subí la escalera y me refugié en el cuarto de baño: el punto de la casa más alejado del objetivo de ojo de pez. Actuaba maquinalmente, como un animal o un zombi, y poco más o menos con la misma lógica. Abrí la ducha, giré el grifo hacia el punto rojo y dejé que el baño se llenara de vapor. No estaba muy seguro de si el ruido del agua me dejaba a salvo de cualquier otro micrófono que pudiera haber oculto por la casa, pero en las películas siempre funcionaba y ahora parecía una buena idea.

En un acceso de lucidez, fui a mi despacho y cogí una minigrabadora digital para registrar cualquier llamada que pudiera producirse. Volví al baño y me senté en el suelo, apoyando un brazo en el váter y manteniendo una rodilla alzada; arrugaba con los zapatos la alfombrilla oval. Había dejado el móvil en el suelo, justo en el centro de una baldosa, para no quitarle la vista de encima. Aunque no estaba encogido de miedo en un rincón, tal vez se lo habría parecido a un observador imparcial. El agua de la ducha ahogaba mis pensamientos y el vapor me limpiaba los pulmones.

No sé cuánto tiempo llevaría allí sentado cuando se abrió la puerta de golpe, y entró Ariana. Tenía la cara roja y el cabello enmarañado, y sujetaba un cuchillo de carnicero, como una soprano enloquecida. Al menos había mejorado desde que usó la raqueta de bádminton. El cuchillo se le cayó tintineado en la pila, y ella, apoyándose contra el borde, se llevó una mano al pecho, en lo que parecía una reacción condicionada por la genética.

Sentí un impulso más fuerte que nunca de protegerla.

Su mirada recorrió mi rostro, el móvil de usar y tirar, así como la minigrabadora que había dejado en la encimera.

—¿Qué…? La televisión… ¿Qué…?

Me salió una voz seca y rasposa:

—Al llegar, me he encontrado a un intruso con pasamontañas. Ha huido. Hay un micrófono en casa, una cámara oculta. Nos han estado grabando. Cada puta cosa que hemos…

Ella tragó saliva, todavía jadeando, y se agachó para coger el teléfono.

—Estaba escondido en el armario de debajo de la tele.

—¿Ha sonado?

—No.

Mordiéndose el labio inferior, pulsó varios botones.

—Ni llamadas recibidas ni enviadas, ni tampoco números guardados. —Lo sacudió, frustrada—. ¿Cómo…? ¿Cómo ha entrado?

—Por la puerta trasera, me parece. Debe de haberla forzado con una ganzúa. O tiene una llave.

—¿Y ha desconectado la alarma? —El aire estaba lleno de nubes de vapor que se desplazaban en jirones deshilachados. A Ari le brillaba la cara, como si sudara—. Los polis. Ellos sí vieron dónde guardamos las llaves de la alarma. Son los únicos que lo saben, aparte de nosotros.

—Eso he pensado yo también. Pero luego lo he entendido: la casa está pinchada. O sea que cuando me dijiste el nuevo código, alguien…

El móvil dio un timbrazo. Ariana retrocedió de un brinco, y el chisme se le escapó de las manos. Rebotó en el suelo, pero no se rompió. Volvió a sonar, ahora traqueteando sobre la baldosa. Alargué el brazo y cerré la ducha. El timbre del teléfono me pareció de pronto amplificado; igual que el silencio.

Señalé la grabadora. Ariana la cogió y me la lanzó. El teléfono sonó de nuevo.

—¡Por Dios, Patrick, contesta! ¡Contesta!

Preparando la grabadora, me llevé el móvil al oído.

—¿Diga?

Sonó una voz distorsionada electrónicamente, y se me erizó el vello de los brazos:

Bueno —dijo—, ¿preparado para empezar?