Capítulo 16

Unas verjas enormes me dieron la bienvenida a solo dos pasos del bordillo. Había un muro de piedra de tres metros que rodeaba toda la parcela, cuya única vía de acceso era un contestador adosado al marco de la verja.

Aunque eran las tres de la tarde y estábamos en febrero, el frío había dado paso a una breve ola de calor y el sol destellaba potente en el asfalto. Se suponía que yo había de estar en clase hablando de la técnica del diálogo, en vez de dedicarme a perseguir a estrellas de cine litigantes.

Antes de que tuviera tiempo de pulsar el botón del contestador, un frenazo me obligó a girarme en redondo. En la acera de enfrente había una furgoneta blanca; la puerta se corrió hasta abrirse del todo, y desde el interior del vehículo, me llegó el chasquido repetido de una lente de alta velocidad. Me quedé paralizado en la acera. Precedido de una cámara gigantesca, un hombre salió de la furgoneta y se me acercó con resolución sin dejar de sacarme fotos. Llevaba una sudadera negra con la capucha puesta, y la cámara le tapaba la cara; lo único que le sobresalía de la capucha era aquella lente enorme —como el hocico de un lobo—, y en su superficie curvada veía reflejada mi figura, deforme y diminuta. Mi mente trabajaba a cien por hora mientras se aproximaba, pero me había pillado desprevenido, y no acababa de reaccionar.

Justo cuando apretaba el puño, el gigantesco zum descendió inesperadamente y descubrió un rostro amarillento.

—¡Ah! —exclamó el tipo, decepcionado—. No eres nadie.

Había tomado mi inmovilidad por indiferencia.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque te importa un carajo que te fotografíe.

Observé su aire desastrado, los pantalones cortos multibolsillos de color caqui, cargados de accesorios, y comprendí por fin.

—¿Eres del National Enquirer? —pregunté.

—No, freelance. El mercado de los paparazi se ha vuelto muy duro. Has de vender donde puedas.

—Conner es una buena presa ahora mismo, ¿no?

—Su precio se ha disparado gracias a la publicidad previa de la película, ¿sabes?, y con el juicio de paternidad.

—No me había enterado.

—Una zorra de night club. Vomitó encima de Nicky Hilton, con lo cual subió su cotización.

—Ya. Se convirtió en una figura mediática.

—Se están pagando veinte de los grandes por una foto nítida de Conner en una situación embarazosa. Nada como un cóctel de éxito y sordidez para subir la guerra de precios.

—Cócteles que se suben a la cabeza. No me vendría mal uno.

Me miró con complicidad.

—¿Eres amigo suyo?

—No lo soporto, más bien.

—Sí, es un gilipollas. Me propinó un rodillazo en los cojones delante de la casa de Dan Tana. Hay una demanda pendiente.

—Que haya suerte.

—Has de conseguir que te peguen ellos, pero no al revés —dijo con una mirada intencionada—. Me ofrecerá un acuerdo.

Pulsé el botón del contestador. Campanas orientales. Un rumor de interferencias me indicó que habían abierto la línea, aunque nadie decía nada. Me incliné sobre el micrófono.

—Soy Patrick Davis. Dígale a Keith, por favor, que tengo que hablar con él.

—¿Esta es tu estrategia para entrar? —me dijo el tipo, mirándome incrédulo.

La puerta zumbó, y me colé dentro. Intentó seguirme, pero le cerré el paso.

—Lo siento. Te hace falta tu propia estrategia.

Se encogió de hombros. Sacó de la billetera una tarjeta de color marfil: Joe Vente; debajo, un número de teléfono. Nada más.

Hice el gesto de devolvérsela.

—Muy sobria.

—Llámame si quieres vender a Conner algún día.

—Vale. —Ajusté la verja, cerciorándome de que sonaba el clic de la cerradura.

La casa, de estilo colonial español, se extendía ostentosamente sin reparar en el precio del metro cuadrado en Los Ángeles. A mi izquierda, las diversas puertas del garaje estaban todas alzadas, en principio para que se ventilara. En su interior se veían dos cupés eléctricos, enchufados, tres híbridos y varios modelos más de combustible alternativo: una flota privada para preservar el medio ambiente; cuando más gastas, más ahorras. La puerta principal, con capacidad para un Tiranosaurus rex, se entreabrió bamboleante. Y en ella, sosteniendo una carpeta sujetapapeles, me aguardaba una modelo esquelética, tanto más menuda en aquel umbral gigantesco, de piel increíblemente pálida, luciendo un cuello que parecía haber sido estirado mediante anillos tribales y esa expresión de permanente aburrimiento de las modelos.

—El señor Conner está en la parte trasera. Sígame, por favor.

Me guio por un vestíbulo grande como una casa, cruzamos una sala de estar y salimos por las puertas acristaladas al inmenso patio de atrás. Deteniéndose en el umbral, la chica me hizo un gesto para que siguiera adelante. Tal vez el sol directo la habría incinerado.

Keith se mecía en un flotador amarillo en mitad de la piscina: una monstruosidad de fondo negro entorpecida por una confusa serie de cascadas, surtidores y palmeras brotando de macetas grandes como islas.

—¡Eh, capullo! —dijo, y se puso a remar con ambas manos. Mirando más allá de mí, gritó—: Bree, no quedan semillas de linaza en el bar de la piscina. ¿Podrías encargarte de que las repongan?

La modelo tomó nota en la carpeta sujetapapeles, y acto seguido desapareció.

Al fondo, dos rottweiler retozaban sobre el césped enseñando los colmillos y colgándoles las babas. Había un montón —cómo no— de cuerdas con nudos. A mi derecha, una mujer reclinada en una tumbona de teka y enfundada en un traje de baño amarillo de una pieza, leía una revista; el rubio cabello, casi blanco por efecto del sol, le caía alrededor de la cara en una sinuosa melenita estilo Veronica Lake. Parecía excesivamente sofisticada para aquel niñato; y demasiado mayor: tendría al menos treinta.

Keith se derrumbó en la tumbona contigua y encendió un cigarrillo de clavo, nada menos. No había visto uno de esos desde que los Kajagoogoo inundaban las ondas radiofónicas.

—Te presento a Trista Koan, mi asesora de estilo de vida —me dijo, poniendo la mano en el terso muslo de la rubia.

—Sí, ya sé —comentó ella, apartándosela sin contemplaciones—. Es un nombre de chiste. Mis padres eran hippies; no se les puede considerar responsables.

—¿Y qué hace exactamente una asesora de estilo de vida? —le pregunté.

—Estamos intentando reducir la huella de carbono que produce Keith.

—Voy a salvar a las ballenas, colega —dijo él. Su dentadura parecía toda de una pieza y relucía tanto que te obligaba a entornar los ojos.

Mi expresión debió de dejar claro que no entendía qué tenía que ver una cosa con otra.

—Todo en Los Ángeles gira en torno al ecologismo, ¿no? —dijo dando una calada.

—Y a los implantes de cabello.

—Pues hemos de conseguir que la gente piense así en todas partes. —Extendió el brazo para abarcar, se suponía, el ancho mundo más allá de su inmenso patio trasero. La grandeza del gesto quedó socavada por la estela de humo de clavo que iba dejando—. Se trata de concienciarse de modo permanente. Al principio, yo estaba en el rollo de los coches eléctricos, ¿vale?, e incluso encargué un Tesla Roadster. Clooney también reservó uno. Te graban tu nombre en el marco de la ventanilla…

—El problema es… —apuntó Trista, para que no se desviara.

—El problema es que los coches eléctricos también han de enchufarse y consumen energía. Así que entonces me compré varios híbridos. Pero también usan gasolina. Así que me pasé a… —Un vistazo a Trista—. ¿Cómo se llaman?

—Vehículos de combustión flexible.

—¿Y por qué no tomar el autobús? —A mí me pareció un comentario gracioso, pero ni Trista ni él se rieron—. Las ballenas, Keith. Estábamos en las ballenas.

—Vale, sí. El ejército utiliza ahora un tipo de sónar de alta frecuencia. Como de trescientos decibelios…

—Doscientos treinta —lo corrigió Trista.

—¿Sabes cuántas veces supera eso el nivel de volumen que resultaría dañino para los humanos? ¡Diez veces!

—Cuatro coma tres —sentenció Trista con una irritación apenas disimulada. Ya empezaba yo a entender su papel.

—Eso equivale al volumen de la explosión de un cohete. —Se calló y miró a Trista, pero obviamente esta vez había acertado—. Así que no es de extrañar que las ballenas acaben varando en las playas, sangrando por los oídos, por todo el cerebro. El sónar, además, genera aire en el flujo sanguíneo de esos animales…

—Embolias —dije, suponiendo que Trista necesitaba un descanso.

—… así que imagínate hasta qué punto se están destruyendo otras formas de vida que ni siquiera conocemos. —Se quedó esperando mi reacción con una ilusión casi enternecedora.

—Alucinante.

—Sí, bueno —asintió, como si eso fuera lo mínimo—. Mira, yo solo soy un estúpido actor de veintiséis años y gano más en una semana de lo que se sacó mi padre trabajando toda su miserable vida. Es prodigioso, y sé que no me lo merezco. Nadie se lo merece. ¿Entonces, qué? Todavía puedo concienciarme, hacer algo que valga la pena. Y esta película es muy importante para mí: un proyecto lleno de pasión.

Miró a su asesora, buscando su plácet, pero ella se lo negó.

Keith había olvidado de momento nuestra animosidad antes de soltarme aquel rollo bienintencionado. Me estaba utilizando para ensayar su nuevo producto: el envase verde y ecológico de Keith Conner, que habría de situarlo de una vez por todas en el candelero. Pero ahora la interpretación había concluido y era hora de ir al grano. Presintiéndolo, Keith abrió los brazos y preguntó:

—Bueno, ¿qué demonios haces aquí, Davis? ¿No nos hemos demandado mutuamente? —Me lanzó su sonrisa siempre a punto para la cámara—. ¿Y qué tal va eso, por cierto?

—He venido a tomar posesión de la casa.

Trista no levantó la vista, pero se llevó un dedo a los labios. Keith sonrió, socarrón, y me hizo una seña para que siguiera hablando.

—Tengo una cosa tuya. —Eso sí le llamó la atención. Saqué un DVD, uno del cartucho de mi despacho, idéntico a los otros, y se lo enseñé.

—¿Qué es esto?

—Más bien parece un disco, Keith —dijo Trista.

Me gustaba tanto su estilo como su aspecto.

—Ya, pero ¿de qué? —preguntó.

—No sé —repliqué—. ¿No procuraste tú que alguien me lo enviara?

—¿Yo enviarte un DVD? Davis, ni siquiera he pensado en ti desde que te echaron de mi película. —Hizo un amplio gesto, como buscando la confirmación de un público invisible—. ¿Qué hay ahí? ¿Alguna chorrada de ese paparazi de mierda que me está acosando? ¿Has venido a extorsionarme, joder?

Quizá era mejor actor de lo que yo suponía.

—No. —Le lancé el estuche—. Está vacío.

Trista se sentía al fin lo bastante interesada para dejar la revista sobre sus bronceadas rodillas.

—¿Y qué dijo el tipo que te lo entregó? —Keith se estaba exaltando.

Yo seguí el cuento:

—Que le habían dicho que me lo trajera, porque tú estabas en Nueva York rodando unos últimos planos.

—No, yo he estado aquí, joder, trabajando a tope en la preproducción de Profundidades. Es una carrera contra reloj, tío.

—¿Profundidades? —me extrañé.

—Sí, ya —metió baza Trista—. El título es cosa del agente de Keith. Tuvimos que aceptarlo para que Keith se sumara al proyecto y nos diera luz verde.

—¿O sea que productora y asesora de estilo de vida? —resumí—. Esa sí que es una combinación insólita, incluso en estos barrios.

—Ella está relacionada con el grupo medioambiental que hay detrás de la productora —explicó Conner—. Lo sabe todo sobre estos temas, así que la subieron a un avión y me la mandaron como… bueno, como asesora.

Ahora la imagen se ordenó, y su relación por fin me quedó clara: el trabajo de Trista era otra versión de mi antiguo trabajo; es decir, controlar al actor para que no lo pillaran en una actitud demasiado hipócrita o soltando alguna chorrada. Yo habría preferido empujar una roca cuesta arriba en el Hades, pero quizá por eso estaba en el Valle dando clases para enseñar a escribir guiones, mientras que Trista leía revistas satinadas junto a una piscina olímpica de estilo polinesio.

Keith me devolvió el estuche del DVD, no sin dejar una buena muestra de sus huellas. Quería tenerlas registradas por si se le ocurría atrincherarse en su mansión, o largarse a Ibiza en un jet libre de emisiones de carbono.

—Yo no te mandaría una mierda. —Se echó hacia delante—. Y mucho menos después de que me atacaras.

Por enésima vez, repasé lo que había logrado reconstruir de su conversación telefónica con Ariana: imaginé cómo le fluían las palabras y cómo se le clavaban a ella en las entrañas; todo lo que había venido después. Por fin bajé la guardia y di un paso atrás. Solo entonces comprendí lo mucho que había deseado que se echara sobre mí para poder darle un puñetazo en aquella reluciente dentadura. Deseaba que todo fuese culpa suya.

Me metí el DVD en el bolsillo de detrás, procurando no mancharlo demasiado con mis propias huellas.

—No te estreses, Keith. No quisiera ver cómo pierdes otra pelea con el canto de una mesa.

Me señaló con la cabeza las puertas acristaladas a mi espalda, donde otra vez se había materializado Bree, como una aparición provista de una carpeta sujetapapeles, y concluyó:

—Ella te mostrará el camino.