Capítulo 10

Tenía un exceso de energía, de esa que me asalta por la mañana después de una noche en vela: energía errática, vagamente frenética y ribeteada de desesperación. Me había pasado cuatro horas aturdido y agitado en el diván, bajo un revoltijo de mantas, pendiente de los crujidos de la escalera, del patio a oscuras tras las cortinas semitransparentes y de las sombras de las ramas que cabeceaban al viento. Las últimas palabras de Ariana, además, me habían dado mucho que pensar en los momentos lúcidos de mi duermevela. Me había planteado una disyuntiva inapelable: quédate o márchate, pero lo que sea, hazlo de verdad. Incluso durante las rachas en las que me había dormido, me había visto en sueños a mí mismo, tumbado incómodamente en el sofá, frustrado e incapaz de dormirme. Varias veces me había levantado para atisbar el patio por las ventanas, y justo después de las seis, cuando el L. A. Times aterrizó afuera, salí y lo examiné con ansiedad, pero no encontré ningún DVD escondido entre sus páginas.

Entonces coloqué mi videocámara junto a la ventana delantera de la diminuta sala de estar, y manipulé la lente de manera que abarcara el porche y la acera. Había puesto el trípode detrás de una maceta de palma bambú, y la cámara quedaba disimulada entre sus hojas de punta mellada. Las cortinas, estratégicamente corridas, dejaban la rendija imprescindible para observar por ella. Bebiendo a sorbos mi tercera taza de café, lo revisé todo una vez más y pulsé el botón verde del sistema de grabación, que, según proclamaban los anuncios, disponía de ciento veinte horas de memoria digital.

La voz de Ariana me sobresaltó:

—¿Es esto lo que estabas haciendo aquí abajo?

—¿Te he despertado?

—Ya estaba despierta, pero claro que te he oído trastear de un lado para otro. —Dio un bostezo y lo acabó con un rugido femenino; luego señaló la cámara oculta, diciendo:

—¿Piensas hacerles probar su propia medicina?

—Eso espero.

—Hoy llamaré a los técnicos de la alarma.

—No me suena como un voto de confianza.

Se encogió de hombros.

Subí a mi despacho y guardé los apuntes para la clase en un maletín de piel que me había comprado para parecer más profesional. Cuando volví a bajar, me encontré a Ariana apoyada en el fregadero, con un lirio mariposa, de un naranja vibrante, detrás de la oreja. Me la quedé mirando. El color del lirio que se ponía en el pelo revelaba su estado de ánimo: el rosa significaba juguetón; el rojo, irritado. El lavanda —el azul lavanda— lo reservaba para cuando se sentía especialmente enamorada; es decir, no lo llevaba desde hacía mucho tiempo. De hecho, durante meses no había lucido más que el blanco; con el blanco siempre quedaba a salvo. Se me había olvidado a qué humor correspondía el naranja, cosa que me dejaba en desventaja.

Ariana cambió de mano la taza de café, incómoda ante mi mirada. Yo seguía concentrado en la flor naranja.

—¿Qué? —dijo.

—Vete con cuidado hoy. Dejaré el móvil encendido incluso durante la clase. Vigila cualquier cosa rara; la gente, alguien que se acerque al coche… Y pon el seguro en las puertas.

—De acuerdo.

Asentí, y volví a asentir de nuevo cuando quedó claro que ninguno de los dos sabía qué más decir. Notando su mirada en mi espalda, salí al garaje y apreté el botón. La puerta empezó a alzarse temblorosamente. Deslicé el maletín por la ventanilla abierta de la derecha y apoyé las manos en el borde. Entonces me vinieron a la cabeza las palabras que me había dicho la noche anterior: «Lo que no pienso hacer es seguir así».

En uno de los abarrotados estantes, dentro de un recipiente de plástico de cierre hermético, distinguí el vestido de boda de Ariana a través del transparente envoltorio. Moderno con algunos toques tradicionales, como ella. Sentí otra vez un vaivén de emociones: traición y dolor, rabia y tristeza. El maldito vestido de en-lo-bueno-y-en-lo-malo preservado para un futuro que quizá ya no teníamos.

Salí a pie del garaje, pasé junto a los cubos de basura y me asomé a la ventana de la cocina. Ari estaba sentada como siempre en el brazo del diván, agarrándose el estómago como para sofocar un dolor. La taza reposaba sobre sus rodillas. No lloraba, sin embargo; hoy su rostro tan solo reflejaba desilusión. Se quitó la flor del pelo y la hizo girar entre los dedos, observando sus pétalos anaranjados como si tratara de leer en ellos el futuro. ¿Por qué me sentía defraudado y dejado de lado? ¿Acaso pretendía que llorase todas las mañanas? ¿Para demostrar, qué? ¿Que aún sufría tanto como yo? No habría sabido responder, al menos de forma consciente, y planteada así, la pregunta me parecía nimia y estúpida.

Después del asunto de los DVD, no quería darle un susto si levantaba la vista. Cuando ya estaba a punto de retroceder, ella se acercó a la puerta de la cocina, la contempló con detenimiento, abrió la cerradura de seguridad y volvió a cerrarla con firmeza.

Me quedé allí plantado unos momentos después de que ella desapareciese escaleras arriba.