Capítulo 8

Abrí la puerta y me encontré ante una inmensa mujer de forma piramidal que usaba gafas ovales de pasta. Llevaba escalado el cabello —un poco ensortijado—, y se lo peinaba con raya en medio; la barriga que lucía bajo el cinturón decía que era madre, y su aire enérgico y tajante respaldaba esa impresión.

—Soy la detective Sally Richards, y este es el detective Valentine. Él mismo le dirá su nombre de pila si se siente sociable.

Detrás de ella se plantó un negro muy flaco, cuyo cabello venía a ser como un casco de cinco centímetros de grosor sin forma ni ninguna zona recortada, sino tan solo un uniforme amasijo de espesos rizos negros. Torció la boca, ondulando el bigote; igual que ella, vestía pantalones, camisa y bléiser.

Ariana dijo a mi espalda:

—¿Son ustedes detectives? Suponía que mandarían a un par de agentes.

—Ventajas de Bel Air. —Richards se subió el cinturón, sobrecargado con una linterna y una Glock enfundada junto a la cadera—. Lo de esa grabación de vigilancia sonaba raro, así que la Central nos ha mandado a nosotros. Además, estamos aburridos. Trabajamos en la comisaría oeste de Los Ángeles; ahí solo puedes beberte una cantidad limitada de Starbucks. Y los donuts ni siquiera son donuts; son pastelitos para gourmets.

Valentine parpadeó, incómodo.

Ariana los había llamado para protegerme de Don, pero ahora que estaban aquí, había que darles alguna explicación. Los invité a pasar. Nos sentamos a la mesa del comedor, como si se tratara de una visita de cortesía. La mirada de Richards se detuvo en mis nudillos magullados, y yo retiré rápidamente la mano.

—¿Les apetece beber algo? —preguntó Ariana.

Valentine negó con la cabeza, pero Richards sonrió y afirmó:

—Me encantaría. Un vaso de agua; con una cuchara.

Mi mujer se sorprendió, pero le trajo ambas cosas. Richards sacó del bolsillo interior tres sobres de color rosa de sacarina Sweet’N Low y los sacudió; los rasgó por un extremo, vertió su contenido en el vaso y removió con la cucharilla.

—No pregunten. Es una jodida dieta para que pueda embarcar en un bote cuando llegue la temporada de playa. Bueno, ¿qué es lo que pasa aquí?

Les conté toda la historia de principio a fin. Richards observó en silencio la sorpresa de Ariana ante algunos detalles. A medio relato, Valentine se levantó y miró por la ventana de la cocina pese a que las persianas estaban cerradas. Cuando concluí, Richards dio un par de golpes en la mesa con los nudillos, y pidió:

—Echemos un vistazo a esos DVD.

Metí el primer disco. Richards y Valentine intercambiaron una mirada al ver que lo sujetaba con un pañuelo de papel. Cruzados de brazos, los cuatro permanecimos de pie ante la pantalla plana, como un grupo de ojeadores deportivos observando una sesión de bateo.

—Bueno, bueno, bueno… —dijo Richards al terminar el último disco.

Regresamos a la mesa. Ella se sentó, y Ariana y yo la imitamos. Valentine se quedó en el salón, hurgando en los armarios de la tele. Ari se volvió varias veces con nerviosismo para mirarlo. Advertí que Richards había ocupado una silla en el extremo de la mesa, de manera que nosotros tuviéramos que darle la espalda a su compañero mientras él husmeaba.

—¿Este es uno de sus diseños? —inquirió la detective, pasando las manos por la superficie lacada.

—¿Cómo lo ha…? —exclamó Ariana.

—Hay montones de revistas en la mesita de la entrada; un cuaderno de dibujo en la escalera, allí; una mancha de carboncillo en su manga izquierda… Zurda: creativa. Y sus manos… —Richards se inclinó sobre la mesa y cogió a Ariana de las muñecas, como una adivina—. Son más ásperas de lo normal para una persona de clase media. Estas manos trabajan con abrasivos, diría yo. Así pues: diseñadora de muebles.

Ariana retiró las manos.

Valentine se hallaba a nuestra espalda, y preguntó:

—¿Tienen escondida fuera una llave de la casa?

—En efecto, debajo de una roca artificial, junto al sendero —respondí—. Pero como ya he dicho, probablemente yo mismo dejé abierta la puerta trasera.

—Pero no está seguro —observó.

—No.

—¿Y alarma? Hay dos letreros delante y adhesivos en los cristales.

—Solo los letreros. Son del dueño anterior; siguen ahí con fines disuasorios. Dimos de baja el servicio.

Valentine hizo un ruido gutural.

—¿Por qué? —preguntó Richards.

—Demasiado caro.

Valentine miró alrededor con los labios fruncidos, aparentemente admirando los muebles.

—Está bien —dije—, llamaremos a la compañía para que la vuelvan a conectar.

—¿Funciona con código o con llaves? —preguntó.

—Con ambas cosas.

—¿Cuántas llaves?

—Dos.

—¿Aún las tiene?

Crucé el salón y las saqué del fondo del cajón de la vajilla de plata.

—Sí.

—¿Sabe alguien más dónde están esas llaves?

—No.

Valentine me las quitó de las manos y las tiró a la papelera.

—Consiga otras nuevas —me aconsejó—. Cambie el código y no se lo diga a nadie. Ni a la mujer de la limpieza ni a su tía Hilda. A nadie. —Su expresión era indescifrable—. Solo ustedes dos han de saberlo.

Richards se puso de pie y me hizo un guiño.

—Vamos a echar una ojeada afuera, Patrick. —Ariana hizo ademán de levantarse, pero ella le dijo—: Hace frío. ¿Por qué no espera aquí con el detective Valentine?

Ari se la quedó mirando un segundo más de lo necesario.

—Muy bien. Yo iré a buscar las llaves a la roca artificial —determiné.

Richards me hizo un floreo, en plan «usted, primero», y salimos por la puerta de atrás. Una vez afuera, se agachó y examinó el pomo.

—Detective Richards…

—Sally, por favor.

—Está bien, Sally. ¿Por qué cree que usó guantes de látex?

—Los de cuero dejan marcas características, como las huellas dactilares.

—Entonces si el tipo hubiera usado dos veces unos de cuero, usted habría podido identificarlos.

—Guionista, ¿no? —concluyó observándome con la cabeza ladeada.

Sonreí. Su numerito, haciendo de Sherlock, acerca de la manga de Ariana manchada de carboncillo era probablemente la versión teatral de una simple búsqueda en Google.

—Profesor en realidad.

—«El tipo» —observó—. Ha dicho «el tipo».

—Lo más probable en el caso de un intruso. Además, la mano enguantada parecía masculina.

—Un poco grande, desde luego. Quizás es una mujer que retiene líquidos.

—Abrió con la mano derecha —objeté acuclillándome a su lado—. Así que deduzco que es zurdo.

Ella interrumpió su inspección del marco de la puerta una fracción de segundo, pero fue lo suficiente para darme cuenta de que la había sorprendido.

—¡Ah! Porque usted supone que él reservaría su mano dominante para sostener la cámara. —Me miró otra vez de soslayo—. Me alegra ver que no se está obsesionando con el asunto.

Una leve marca en la capa de tierra del escalón le llamó la atención de pronto: el borde de una huella. Me apartó con un gesto y se inclinó, apoyando los puños en las rodillas.

El corazón se me aceleró.

—¿Qué puede deducir?

—Es de un hombre mexicano, de un metro noventa más o menos, que llevaba una mochila en el hombro derecho.

—¿En serio?

—¡Qué va! Es una huella de mierda.

Me reí. A ella se le formaron unas arruguitas alrededor de los ojos. Por lo visto, me encontraba tan divertido como yo a ella.

Pero no había tiempo para recrearnos en nuestra mutua simpatía.

—Déjeme ver su calzado —pidió Richards—. No, quíteselo.

Me saqué la zapatilla deportiva. Ella la sostuvo sobre la huella: coincidían a la perfección.

—Nada; vuelta a empezar.

—¡Vaya, hombre!

Se puso de pie y se arqueó hacia atrás, para que le crujieran las vértebras. No le crujieron, pero soltó un buen gruñido de placer. Encendió la linterna y recorrió con ella la pared, rehaciendo a la inversa el trayecto de la cámara.

—¿Algún problema con su mujer zurda?

Había luz en la habitación de Don y Martinique.

—Todas las parejas tienen problemas —respondí.

—¿Alguna disputa importante con otra persona?

—Keith Conner y Summit Pictures. Tenemos un pleito… Salió en todos los diarios sensacionalistas.

—No leo mucho The Enquirer. Cuénteme.

—El juez ha decretado el secreto del sumario hasta que se resuelva el asunto. El estudio no quiere que haya mala prensa entretanto.

Me miró ligeramente decepcionada, como si yo fuese un perro que acabara de manchar la alfombra.

—Quizá eso no sea tan importante en estos momentos.

—Es una historia tan estúpida que no la creería.

—Apuesto a que sí. El mes pasado tuve que detener a un director por tirar un montón de basura en la piscina de su agente. No puedo citar los nombres, pero era Jamie Passal.

Me miró con aire inexpresivo, sin presionarme.

Aspiré una bocanada de aire fresco y le expliqué mi enfrentamiento con Keith, o sea, que él se había resbalado y golpeado la mandíbula con el canto de una mesa; que había mentido, diciendo que yo le había pegado, y que la productora se había sumado a la demanda para sacarme lo que pudiera.

Cuando terminé, no me pareció impresionada.

—Los litigios por dinero son nuestro pan de cada día —afirmó y, mirándome a los ojos, añadió—: Y las absurdas disputas domésticas, también. —Pasó los dedos por la pared, como comprobando si estaba recién pintada—. De modo que este asunto con Summit y Keith sigue en marcha.

—Exacto.

—Y es muy caro.

Exacto.

—Parece un método muy sofisticado y laborioso para un actor o una productora que quisieran hostigarlo —comentó.

Apreté los labios, asintiendo. Yo había pensado lo mismo.

—Además, ¿qué iban a sacar?

—Quizá pretenden desgastarme antes de presentar otro tipo de demanda.

No me sonaba muy convincente y, por la expresión de Sally, a ella tampoco.

—Volvamos a Ariana. —Sally se las había arreglado para que cambiáramos de posición, de tal manera que ahora estábamos mirando el salón por la ventana—. ¿Tiene enemigos?

Nos encontrábamos el uno junto al otro ante la panorámica de la manta y la almohada sobre el diván. Inspiré hondo.

—¿Aparte de la esposa del vecino?

—Vale. Ya veo. —Se calló un momento—. No averiguaré nada que valga la pena sobre esos nudillos magullados… ¿verdad?

—No, no. Doy algún puñetazo de vez en cuando en el salpicadero. Cuando estoy solo. No pregunte por qué.

—¿Le sirve de alivio?

—Hasta ahora, no. No me consta que Ariana tenga verdaderos enemigos. Su único pecado es ser más amable de la cuenta.

—¿A menudo? —aventuró.

—Una vez.

—La gente puede llegar a sorprenderte.

—Continuamente. —La seguí por el césped hasta los arbustos de zumaque, sin dejar de pensar en la cuestión subyacente—. Ariana no sabe mentir; sus ojos son demasiado expresivos.

—¿Cuánto tardó en contarle lo del vecino?

Sally y yo habíamos congeniado con mucha facilidad. Parecía de fiar, y realmente interesada en conocer mi opinión. ¿O no era más que una hábil detective en pleno trabajo, haciéndome sentir especial para que siguiera largando sobre asuntos personales? En cualquier caso, me oí responder:

—Unas seis horas.

—¿Por qué tanto?

—Yo viajaba en avión. Vino a buscarme al aeropuerto. Todo eso tuvo lugar después de que yo «no» le diese el puñetazo a Keith.

—Seis horas está bien. Me gustaría saber si no estará tardando más en contarle alguna otra cosa. —Apartó las ramas de zumaque: no se veía ninguna huella en la esponjosa tierra de debajo. Enfocó la linterna hacia la plancha de plástico del invernadero e iluminó el interior: una hilera tras otra de flores asomaba desde los estantes combados de madera.

—¿Lirios?

—Sí. Lirios mariposa, sobre todo.

—Son una pesadilla —afirmó soltando un silbido.

—Pasan entre tres y cinco años desde que plantas la semilla hasta que sale el bulbo. Cualquier cosa las daña.

—Plántalas bajo un palmo de tierra y ponte a rezar.

—Como si fueran los seres queridos difuntos.

—El tiempo necesario para interesarte en las actividades de tu mujer. —Izó su considerable físico sobre la cerca trasera y echó un vistazo a la silenciosa calle que quedaba al otro lado—. Podría haber saltado por aquí.

Señalé la otra cerca, medio vencida: la que separaba nuestro patio trasero del de los Miller.

—O por ahí.

—O por ahí —asintió. Se bajó soltando un resoplido, y caminamos siguiendo la línea de separación de las dos parcelas.

—¿Y ahora qué? —pregunté, algo nervioso.

—¿Nombre del vecino?

—Don Miller. —Decirlo me dejaba un sabor agrio.

—Filmaron el vídeo desde su tejado. Tendré que hablar con él.

Me detuve en seco, mirando la casa de los Miller.

—Nada más fácil.

—¿Por qué?

—Todavía está despierto. —Por encima de la cerca combada, le señalé la silueta de Don en la ventana del dormitorio.

Él se apartó enseguida, pero Sally mantuvo los ojos fijos en la casa.

—Volveremos en un santiamén, Patrick. Vaya con Ariana; está muy asustada. Tiene unos ojos tan expresivos…

Se dio media vuelta con gesto educado y se dirigió a nuestra casa para recoger a su compañero.

* * *

Ariana y yo volvimos a mirar los tres DVD, uno tras otro. La mano con guante de látex parecía masculina. El puño de la sudadera negra estaba metido dentro del guante de tal manera que no se viera la piel, pero yo repasé esa parte congelando las imágenes para asegurarme.

—Siento haber llamado a la policía sin decírtelo. Aunque me mintieras. Pensaba que estabas fuera de ti, que ibas a hacer una idiotez y acabarías recibiendo un disparo. —Ariana caminaba alrededor del diván con las manos entrelazadas en la cabeza—. Es increíble lo poco que hace falta para que alguien resulte sospechoso: una interpretación errónea, un pañuelo blanco o unos cuantos codazos bien dados, ¿verdad?

Observé el cerco de piel bronceada de su escote, y le pregunté:

—¿Se te ocurre alguien…?

—No. Por favor. No conozco a nadie tan interesante.

—Hablo en serio. ¿Hay algún otro hombre que…?

—¿Que qué? —Una sombra rosada le trepó por la garganta hasta el rostro. Cuando se ponía nerviosa, solía estar a un paso de montar en cólera.

—Que haya mostrado interés —dije con calma—. En la galería, en el supermercado, donde sea.

—Ni idea —repuso—. Él se ha pasado todo el rato curioseando en ese sentido. Me refiero al detective Valentine. ¿Quién demonios hace una cosa así? Ha de ser alguien de la productora, o el gilipollas de Conner. —Caminó de aquí para allá. Echó un vistazo al reloj: casi las dos de la madrugada—. Van a llevarse los DVD como prueba. Deberíamos hacer una copia. —Alzó una mano para detenerme—. Ya sé, los cogeré con una manopla de cocina.

Mientras ella sujetaba con cuidado el disco por los bordes, subí arriba y busqué fotografías de Keith Conner en Internet. No me costó mucho encontrar una de ellas donde se le vieran las manos. Llevaba un enorme reloj Baume & Mercier en la muñeca derecha, así que era probable que fuese zurdo. Abrí una imagen en Photoshop y amplié su mano derecha. ¿Sería así como pasaban sus solitarias veladas los acosadores de famosos? La mano de Keith era como la de la mayoría de los hombres, igual que la mano que había abierto la puerta trasera. Pero aun suponiendo que él estuviera detrás de aquella historia, habría contratado a alguien para perpetrar el allanamiento.

La voz de Ariana me sobresaltó:

—No vas a creerlo. —Venía con su portátil plateado abierto—. Mira. —Pinchó el DVD que había en el lector. Estaba vacío—. He arrastrado los iconos al escritorio, pero cuando iba a grabarlos, la disquetera ha hecho este ruido. —Me hizo una demostración—. Y al hacer doble clic en los iconos, han desaparecido.

—Los DVD no se borran por sí mismos —objeté.

—Pues estos sí. —Su expresión se endureció.

Observé los otros dos DVD, metidos en una bolsa de plástico, e inquirí:

—Y los has arrastrado todos al escritorio antes de grabarlos. O sea, me estás diciendo… que ahora están todos vacíos.

Asintió.

—Supongo que fueron diseñados para borrarse en cuanto alguien intentase copiarlos.

Apreté los dientes y me froté los ojos con las manos.

Sonó el timbre.

Tragué saliva para humedecerme la garganta.

—Deja que me ocupe yo de los detectives, Ari. Fingiré que te has ido a la cama. —Intentó decir algo, pero la corté—. Por favor, confía en mí.

Sacó el último disco del portátil, lo metió con todo cuidado en la bolsa con los otros dos y me la dio sin decir palabra. Con todo el cuerpo en tensión, bajé deprisa la escalera y abrí.

—¿Puedo pasar? —dijo Sally.

—Claro. ¿Y Valentine?

Vi que estaba en el asiento del acompañante del Crown Vic, tomando notas.

—Él no es tan sociable; ya se lo he dicho —comentó la detective, encogiéndose de hombros.

Entramos los dos.

—¿Le preparo una taza de té o algo así?

—¿Tiene de ese tipo chai?

Me apresuré a meter dos tazas en el microondas y las llevé a la mesa. Ella vertió en el suyo un sobre de Sweet’N Low, y luego otro. Rodeó la taza con las manos.

—Está muy solo, Patrick.

—Sí. ¿Y usted?

Volvió a encogerse de hombros; debía ser una especie de tic.

—Por supuesto. Madre soltera. Mujer detective. Mucho tiempo con gente que no replica. O sí. ¿Entiende? —Se quitó las gafas de pasta y limpió una lente con la camisa—. Don no estaba en la ciudad anoche ni esta mañana, cuando, según dice usted, fueron grabados el segundo y el tercer DVD. Asistió a una reunión con el auditor financiero de un fondo de inversión en Des Moines. Suena demasiado aburrido para habérselo inventado.

—No tiene la suficiente imaginación para eso.

El mismo encogimiento de hombros.

—No soy psicóloga infantil. Por lo tanto, le pedí que me enseñara las tarjetas de embarque. Además, es diestro. —Dio un sorbo—. Quizá la mujer estaba en el ajo.

—No, ella es un encanto. Es… inofensiva.

—Sí, no la veo dando tumbos por el tejado en zapatillas.

—Acabo de intentar copiarlos. Se han borrado por sí mismos —expliqué poniendo la bolsa con los discos sobre la mesa.

—¿Ahora?

—Ya sé lo que parece. No empiece.

A través del vapor que despedía el té, sus ojos —de color castaño amarillento, apagados, no muy entusiastas— me estudiaban fijamente; unos ojos tan engañosos como el resto de su persona.

—Y adivine qué más —añadí.

—¿Qué más?

—Creo que las únicas huellas en esos DVD serán las mías y las de mi mujer. ¿Y…? —la animé con un gesto.

—Y ahora, de repente, la grabación ya no existe. —Tamborileó con los dedos en los estuches de los discos—. Porque resulta que estos son DVD mágicos que se borran a sí mismos.

—Ya sé lo que parece, repito. Pero la verdad es que alguien irrumpió en mi casa, cogió mi videocámara y mis DVD, y me filmó mientras dormía en mi propio salón. Usted y su compañero han visto los vídeos.

—Sí, pero no hemos tenido la oportunidad de analizarlos, ¿no? —Me frunció el entrecejo afablemente, como si fuéramos dos científicos perplejos ante el mismo teorema—. He de añadir que no parece que el intruso irrumpiera forzando la entrada. Más bien giró el pomo de una puerta que no estaba cerrada, y entró en su casa, es decir, suya y de su mujer… Pero, bueno, de acuerdo. Pasemos a la pregunta siguiente: ¿Por qué?

—¿Cómo voy a saberlo?

—¿No es guionista o algo parecido? ¿Por qué harían una cosa así en una película?

—Para demostrar que pueden hacerlo.

—O para demostrarles a ustedes que pueden. —Calcó mi expresión frustrada—. Yo no tengo la respuesta. Valentine y yo leemos signos, y en este caso todos los signos indican lo mismo: doméstico. No pretendo decir que eso lo convierta en un asunto sencillo, pero hemos aprendido a no malgastar mucho tiempo una vez que una pareja cierra filas.

—Ahora viene cuando dice que no es posible hacer gran cosa.

—No es posible hacer gran cosa.

—Que debería llamarlos si pasa algo fuera de lo normal.

—Debería llamarnos si pasa algo fuera de lo normal.

—Me cae bien, Sally.

—Y usted a mí, mira por dónde. —Se levantó, apuró la taza de chai y meneó la cabeza—. Le hace falta azúcar de verdad.

Dejó con cuidado la taza en la mesa. Salió y se detuvo en la acera. Valentine aguardaba en el coche.

—Mire lo que le digo, Patrick. Si quiere hurgar en este asunto, estamos dispuestos a venir con una excavadora, por gentileza del condado. Pero, en primer lugar, usted debe decidir si quiere conocer lo que acaso desenterremos.