Capítulo 7

Fundido de entrada de la parte trasera de la casa. Un ángulo bajo de película de terror: varias ramas añadiendo un toque amenazador al panorama nocturno. En un lado del encuadre salía la pared de plástico corrugado del cobertizo en el que Ariana cultivaba sus flores. Avanzando con lentitud, el objetivo se abría paso entre unos arbustos de zumaque y reptaba al estilo psicópata hacia la cara exterior de la misma pared ante la que ahora me hallaba sentado: la pared donde estaba la pantalla plana de la televisión. La banda sonora, si la hubiera habido, habría consistido en una música de cuerda estridente y una respiración agitada. El silencio era peor. Entre las zonas en sombra, las imágenes surgían con aire amenazador: una bombilla de energía solar del jardín y un trecho de hierba iluminado por el cono de luz de la lámpara del porche. Siempre desde un ángulo bajo, el objetivo se elevaba hacia la casa, se acercaba al alféizar de la ventana del salón y rastreaba con sigilo un poco más hacia arriba para captar el techo de esa estancia, tenuemente iluminado por el parpadeo de la televisión. Notaba la espalda pegajosa de sudor. Dirigí sin querer la mirada hacia la ventana: a través de las cortinas semitransparentes de color verde salvia, el recuadro negro de cristal me escrutó a su vez sin delatar el menor indicio. Hasta ese momento nunca había entendido la trillada expresión de «tener un nudo en el estómago», pero ahora sentía el miedo justo en la boca del estómago: un miedo concentrado e inflexible. En cuanto apartaba los ojos de la pantalla, mi pánico aumentaba, y aunque era algo surrealista, me daba la impresión de que el televisor parecía contener la amenaza presente, mientras que la ventana —al otro lado de la cual podía haber alguien acechando en ese preciso momento— resultaba ficticia. De modo que la pantalla reclamaba toda mi atención.

La cámara, cada vez más atrevida, se alzaba por encima del alféizar, abarcaba la ventana, barría el interior con todo descaro y acababa fijándose en una silueta dormida en el diván bajo una manta.

Mientras la perspectiva retrocedía, percibí las sordas palpitaciones de mi corazón, bombeando adrenalina por todo mi cuerpo.

La imagen avanzó a saltos, resiguiendo la pared hacia la cocina; con un giro rápido, llegó frente a la puerta trasera y se enfocó de nuevo automáticamente. Me quedé sin aliento.

Apareció una mano con guantes de látex y giró el pomo, que cedió sin más. Pese a que Ariana me lo recordaba siempre, a mí a menudo se me olvidaba cerrar la puerta después de sacar la basura a los cubos del patio. Un ligero empujón, y el intruso ya estaba dentro, pegado al frigorífico.

Miré instintivamente hacia la cocina, y enseguida me concentré otra vez en la pantalla.

La imagen avanzó como flotando, sin prisas pero también sin cautela. Cruzó el umbral del salón y se inclinó hacia el diván: el diván en el que yo yacía dormido, el diván donde ahora mismo estaba sentado, obligándome estúpidamente a no girar la cabeza para comprobar si había una cámara a mi espalda, sujeta por una mano enguantada.

No podía apartar la vista de la pantalla. El ángulo bajó en picado: el intruso se hallaba sobre mí; yo seguía durmiendo. Se me veía una mejilla pálida. Parpadeé. Me moví y me di la vuelta, retorciendo con el puño el borde de la manta. La videocámara hizo un zum. Más cerca. Más. Un párpado borroso palpitando en sueños. Más cerca todavía, hasta que ya no se distinguía la carne, hasta que se perdía toda referencia y solo quedaba aquel temblor, como las rayas y las interferencias de una pantalla vacía.

Luego oscuridad.

Estrujaba la manta con el puño, igual que en el vídeo. Me pasé la palma por la nuca, y al secarme el sudor en los vaqueros, dejé una marca oscura.

Subí corriendo, ya sin preocuparme por despertar a Ariana, y abrí la puerta del dormitorio. Estaba dormida, ajena a todo. A salvo. Entreabría la boca, y el pelo le caía sobre los ojos. Sentí con alivio que la brusca oleada de adrenalina cedía, y me apoyé en el marco de la puerta. En la televisión, Clair Huxtable reprendía a Theo a causa de los deberes. Tuve el impulso de acercarme y despertar a Ari, para cerciorarme de que estaba bien, pero me contenté con observar cómo subían y bajaban sus hombros desnudos. La cama de roble nueva, un modelo estilo trineo, de volutas labradas a mano, daba impresión de solidez, incluso de protección. Ariana se había deshecho el mes pasado de nuestra vieja cama y también del colchón. Yo no había dormido en la nueva.

Retrocedí hacia el pasillo, cerré la puerta con sigilo y, pegándome a la pared, solté un hondo suspiro. No era posible que le hubieran hecho daño, desde luego; el vídeo había sido grabado como máximo la noche anterior, y yo había visto a Ariana hacía menos de una hora. Pero la racionalidad me resultaba ahora tan útil como cuando me había atrevido a ducharme por primera vez después de ver Psicosis.

Bajé otra vez. Fui al diván donde el intruso, con toda intención, me había filmado durmiendo separado de mi mujer; al diván desplegable que yo me había negado en redondo a desplegar por temor a que ello confiriese mayor permanencia al arreglo actual. En la grabación, la manta no permitía ver con qué calzoncillos estaba durmiendo, así que otra inspección forense de la ropa sucia no me ayudaría a deducir cuándo la habían realizado. Armándome de valor, cogí el mando y pulse otra vez el botón de «Play». Las granuladas imágenes de aproximación a la casa me provocaron un nuevo escalofrío. Procuré distanciarme y las examiné con atención: no se distinguía si el césped estaba o no recién cortado, ni tampoco ninguna marca significativa en la puerta trasera. Y la cocina… Ni un plato en el fregadero con restos de comida. ¡La basura! Pulsé el botón de «Pausa» y estudié el cubo lleno: una caja vacía de cereales, una bola arrugada de papel de plata embutida en un envase de yogur…

Eché a correr hacia la cocina. La basura del cubo coincidía exactamente con la toma del vídeo tanto en cantidad como en composición. No había nada encima de la caja de cereales ni del envase de yogur. Hoy era martes. Ariana había trabajado hasta tarde, como de costumbre, y lo más seguro era que hubiera pedido comida preparada en la galería, así que no había tirado nada al cubo desde ayer. Revisé la cafetera y, efectivamente, el filtro empapado de la mañana seguía dentro.

La secuencia en la que yo aparecía durmiendo la habían grabado la noche anterior. Ese vídeo, pues, el del tercer DVD, había sido filmado antes del segundo, el que me mostraba inspeccionando el escenario del primero. Una planificación perfecta. Casi me veía obligado a admirar el cuidado que habían tenido.

Revisé la puerta trasera. Cerrada. Ariana debía de haber echado el pestillo por la mañana. No me harían falta ya más recordatorios para utilizar la cerradura de seguridad. Cogí el DVD, como antes, con un pañuelo, y lo metí en un estuche vacío.

El comentario de Julianne en la sala de profesores cobraba ahora nuevo sentido. Obviamente, el asunto iba más allá de un simple caso de hostigamiento. Tres DVD como esos en menos de dieciocho horas constituían una amenaza. Lo cual me asustaba. Y me cabreaba. Daba la impresión, como Marcello había declamado en infinidad de tráileres, que aquello era solo el principio. Habría de contárselo a Ariana, desde luego. A pesar de todos sus defectos, nuestro matrimonio incluía una cláusula de transparencia total. Pero primero quería tachar de la lista a Don, la pista más obvia y, probablemente, falsa.

Salí de casa y torcí a la izquierda por la acera. Hacía una noche fresca. El aire nítido y mi estrafalaria misión me causaban un ligero mareo. No sería más que una pequeña visita entre vecinos.

Un autobús traqueteante —un coloso de engranajes chirriantes— pasó a una apabullante corta distancia. Exhibía impreso un anuncio de Te vigilan, próximamente en sus pantallas: una silueta con gabardina, borrosa bajo la lluvia de Manhattan, bajando la escalera del metro; llevaba un maletín, y su rostro en sombra echaba un vistazo atrás demostrando un pánico furtivo, que sugería un estado paranoico. Mientras pasaba el autobús, retrocedí de un salto para evitarme un obituario desternillante.

La campana del timbre sonó en el vestíbulo de los Miller con un volumen inusitado. Entre el temor, el aire nocturno y el sentirme tan cerca de los vecinos, no paraba de cambiar de posición desplazando mi peso de un pie a otro. Intenté serenarme. Se encendió una luz dentro. Percibí un trasiego de pasos, una voz que rezongaba, y poco después Martinique, la sufrida y bella esposa de Don, de ojos tristes y artificioso nombre tan típico de Los Ángeles, abrió la puerta. Tenía la piel de los brazos flácida a causa de los treinta kilos que había perdido, dando la impresión de que se le podría haber ceñido la cintura con el aro de una servilleta; alrededor del ombligo (la había visto más de una vez en bikini) se le dibujaban estrías semicirculares, como la onda expansiva de una explosión de tebeo, aunque casi había logrado borrárselas con un tratamiento de microdermoabrasión, y ahora ofrecían un aspecto suave y femenino. A pesar de haber sido arrancada de la cama, se la veía impecable: el cabello reluciente y cepillado, la camisola sin mangas de color borgoña, el pantalón de satén con botones del mismo color… Era una mujer eficiente en extremo: felicitaciones apropiadas desde el punto de vista étnico, puntuales llamadas para dar las gracias tras nuestras cenas más bien infrecuentes, regalos de cumpleaños pulcramente envueltos con adornos de rafia…

—Patrick —dijo echando un vistazo cauteloso hacia atrás—, espero que no vayas a hacer nada de lo que debas arrepentirte. —Acortaba un poco algunas palabras, lo suficiente para proclamar que era centroamericana, en lugar de iraní.

—No, no. Perdona que te haya despertado. Solo venía a preguntarle una cosa a Don.

—No me parece muy buena idea, especialmente en este momento. Está derrengado: ha llegado en avión esta mañana.

—¿De dónde?

—Des Moines. Asuntos de trabajo. Eso creo, vamos.

—¿Cuánto tiempo ha estado fuera?

—Dos noches nada más —replicó frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué? ¿También ella se ha ido de viaje?

—No, no —repetí procurando ocultar mi impaciencia.

—Solo se puede mentir una vez, ¿sabes? ¿Cómo voy a creerme que ha ido a Iowa? —La tenía muy cerca. Notaba su aliento en la cara: olía levemente a dentífrico mentolado. Me resultaba raro estar tan cerca de una mujer que me permitiera notar su aliento, lo cual me hizo pensar en todo el tiempo que Ariana y yo llevábamos manteniendo las distancias—. Es duro, ¿verdad? —musitó—. Ellos nunca lo entenderán. Nosotros hemos sido las víctimas.

La palabra «víctimas» me provocó un instintivo rechazo, pero no dije nada. Estaba tratando de cambiar de tema de una forma elegante y volver a preguntar por Don.

—Lo siento, Patrick. Me gustaría que no tuviéramos que odiarnos todos. —Abrió los brazos, y sus perfectas uñas brillaron en la penumbra. Nos abrazamos. Olía de un modo divino: un leve rastro de perfume, jabón femenino y sudor mezclado con loción. Abrazar a una mujer, abrazarla de verdad, me trajo de golpe una oleada de sensaciones: no me refiero a recuerdos propiamente, sino, a impresiones físicas: de mi esposa, de otra época. Martinique tenía los músculos más prietos que Ariana, más compactos. Le di unas palmaditas y la solté, pero ella todavía continuó aferrada a mí un poco más; intentaba ocultar la cara.

Me aparté. Martinique se sonó y, dando un vistazo, dijo cohibida:

—Cuando me casé con Don, yo era guapa.

—Martinique, eres guapa.

—No tienes por qué decirlo. —Sabía por experiencia que era imposible ganar esa batalla con ella, y casi sin darme cuenta, tamborileé con los dedos mi antebrazo—. Vosotros los hombres, como solo nos valoráis por nuestro aspecto, creéis que eso es también lo único que valoramos de nosotras mismas. Resulta patético comprobar con cuánta frecuencia tenéis razón. —Meneó la cabeza y se recogió un mechón detrás de la oreja—. Yo gané muchísimo peso después de casarnos. Es todo un problema para mí: mi madre es inmensa, y mi hermana… —Se pasó los dedos por los párpados para quitarse los últimos restos de lápiz de ojos—. Don perdió su interés por mí, su consideración por mí. Y ahora ya lo sé: una vez que se ha perdido, no hay nada que hacer.

—¿Es eso cierto?

—¿Tú no lo crees? —me preguntó mirándome ansiosa.

—Espero que no.

Y entonces, bruscamente, Don se plantó tras ella, ajustándose el albornoz con aire nervioso. Un vello entrecano le cubría el fornido torso. Tensé de modo instintivo los músculos lumbares, como adoptando una postura defensiva más sólida, y el ambiente se cargó de otra clase de tensión.

—Martinique —dijo con firmeza, y ella se retiró en el acto; cruzó el pasillo con pasos silenciosos, echándome un último vistazo mientras se alejaba. Él aguardó a que se cerrara la puerta del dormitorio; su grande y espléndida cabeza osciló entonces sobre aquel cuello de toro, sin dejar de espiar mis manos con la vista. Aparentaba tanto nerviosismo como yo, aunque no estaba dispuesto a reconocerlo—. ¿Qué quieres, Patrick?

—Perdona por haberte despertado. Sé que has venido cansado de tu viaje. —Lo escruté con atención, buscando algún indicio que me demostrara que en realidad no había salido de la ciudad, y que, por el contrario, había estado moviéndose de puntillas por los tejados con videocámaras, como un Papá Noel demente y pervertido—. Alguien ha estado vigilando nuestra casa. ¿No has visto nada?

—¿Vigilando? —Parecía desconcertado de verdad—. ¿Cómo lo sabes?

Le mostré el DVD y le expliqué:

—Me han enviado esto. Y por el enfoque de las imágenes, da la impresión de que han sido tomadas desde tu tejado. ¿Has tenido a algún operario en casa o algo así?

—Patrick, empiezas a preocuparme. —Puso una manaza en la puerta para cerrarla de golpe si yo embestía.

—Saltémonos esta parte, ¿no? —le dije—. Los dos nos sabemos el guión: tú pulsas los botones, y se supone que yo debo reaccionar.

—No he pulsado ningún botón, pero no hay duda de que tú estás reaccionando. —Cerró un poco la puerta.

Extendí la mano, pero me detuve. Con calma.

—Mira, no he venido furioso a lanzar amenazas, ni tengo la intención de llamar a la policía. Solo quiero pedirte con mucha tranquilidad…

—¿Ahora la policía? No sé qué pretendes con todo esto, Patrick, pero no pienso participar. Voy a cerrar la puerta.

Retiré la mano. Sin dejar de mirarme con fijeza, cerró lentamente. Oí el chasquido de la cerradura de seguridad y el tintineo de la cadena en el pestillo.

Regresé a casa y cerré con llave.

Ariana estaba en el diván, clavándome sus oscuros ojos. Levantó una mano, en la que sujetaba dos de los DVD, y exclamó:

—¿Qué demonios es esto? No me digas que estás pagando a alguien para que vigile la casa o para que me controle. ¿O es cosa de Martinique? ¿Ella me espía a mí y tú a Don? Sin entrar en lo asquerosamente invasivo que resulta algo así, yo creía que nosotros estábamos por encima de estas cosas.

—¡Eh! Un momento, un momento. Me han hecho esas grabaciones a mí…

—Es material de vigilancia. Vale, alguna vez te han pescado a ti. ¿Cuántas más hay? ¿Cómo me han pillado a mí?

—No tengo ni idea de quién está detrás de estos vídeos.

Di un paso y ella se encogió. Me quedé de piedra. Ariana nunca se había asustado de mí. Nunca. Permanecimos inmóviles, en medio del silencio, horrorizados por su reacción.

Ella se apartó un mechón de la frente e hizo un gesto con la mano plana en el aire, como pidiendo calma.

—¿Me estás diciendo que no tienes nada que ver?

—No. ¡No! Por supuesto que no.

Desvió la mirada e, inspirando hondo, me soltó:

—Patrick, empiezas a darme miedo. Te has pasado días agazapado, como a punto de estallar, y de repente pareces enloquecido. Fisgoneas por encima de la cerca, subes al tejado para espiarlos, y ahora vas y te presentas allí hecho un basilisco. No sabía qué hacer. Creía que iba a acabar explotando todo en su porche. Don tiene varios rifles de caza, ¿sabes? Lograrás que te maten, y entonces sí que tendré que sentirme culpable.

—¿Que me maten?

—Me ha dado la sensación de que Don te dispararía. —Soltó un grito gutural, a medio camino entre el enfado y el alivio—. Y si alguien hubiera de dispararte ahora mismo, debería ser yo.

Le enseñé el tercer DVD y le dije:

—Tienes que ver este.

Usando un pañuelo de papel para no borrar las huellas, lo metí en la ranura, y la pantalla azul enseguida dio paso a la temblorosa toma de la parte trasera de nuestra casa. Mientras avanzaba la filmación, Ariana se sentó en cuclillas y abrazó angustiada un cojín, apretándolo contra sus muslos. Sofocó un grito cuando la mano con guante de látex surgió en el encuadre para girar el pomo de la puerta. Por primera vez, me fijé en la sudadera negra que se atisbaba apenas un instante al aparecer la muñeca del intruso.

Cuando la grabación concluyó, me dijo con voz ronca:

—¿Por qué no me habías contado nada? ¿Por qué no has llamado a la policía?

—No quería asustarte. —Alcé una mano—. Sí, ya sé. Pero este lo acabo de encontrar esta noche; estaba en el tejado. Iba a contártelo ahora. Pero antes quería descartar a Don, por motivos obvios.

—Es imposible que sea Don —aseguró con firmeza.

—Estoy de acuerdo. Aun así, la policía no va a servir de nada.

—¿Qué quieres decir? Alguien ha entrado en nuestra casa.

—Es escalofriante, sí, pero eso no demuestra que haya ningún delito. Dirán que no tienen modo de saber quién ha sido. Dirán que podrías haber sido tú.

—¿Yo? Patrick…

—Y no podrán hacer nada. «Vuelvan a contactar con nosotros si se producen más problemas. Bla, bla, bla».

Entonces sonó el timbre. Ari se quedó petrificada.

—¡Ay, mierda, mierda! —exclamó—. Será mejor que no abras.