Cuando detuve el coche en el sendero de la entrada, Don Miller salió muy decidido de su casa, como si me hubiera estado esperando. Eran casi las diez. Había cenado palomitas de maíz y pastillas de chocolate en el multicine Arclight, porque le había prometido a uno de mis alumnos que iría a ver la película pseudoindependiente que estaba imitando en el corto que preparaba para la clase. Lo cual me había venido bien porque había visto todos los demás estrenos. Era una manera de ganar tiempo, de dejar las cosas como estaban en casa. Mientras iba a recoger el correo, Don vino a mi encuentro. Un tipo fornido y seguro de sí mismo, con toda la apostura de un antiguo atleta. Se aclaró la garganta:
—La… eh…, la cerca del jardín se está cayendo. Se trata de la sección de la parte trasera.
Me acomodé la bolsa de la tintorería que llevaba al hombro, y respondí:
—Ya me he dado cuenta.
—Pensaba llamar al operario para que lo arregle. Pero quería asegurarme de que estás de acuerdo.
Le miré las manos. Le miré la boca: se había dejado perilla. Me bullía por dentro un odio animal, pero me limité a asentir:
—Buena idea.
—Mmm… Sé que las cosas te han ido un poco justas últimamente, así que he pensado que me haré cargo yo.
—Nosotros pagaremos la mitad.
Me volví para entrar en casa. Él se acercó.
—Escucha, Patrick…
Bajé la vista. Una de sus botas pisaba el borde de la acera, justo del lado de mi sendero de acceso. Siguió mi mirada y se quedó paralizado. De inmediato se ruborizó. Retiró el pie, asintió y continuó asintiendo mientras retrocedía. Lo estuve mirando hasta que desapareció en su casa y cerró la puerta. Luego subí por mi acera.
Entré en casa, dejé el correo y la bolsa de la tintorería en la mesa de la cocina, y me bebí un vaso entero de agua sin respirar. Apoyado en el fregadero, me pasé las manos por la cara, haciendo lo posible para no prestar atención al montón cada vez más abultado de sobres marrones que había sobre la encimera, procedentes del departamento de contabilidad de mi abogado (la provisión de fondos había descendido otra vez por debajo del umbral de los treinta mil dólares, y debía renovarla); al lado vi un ticket de la tintorería que Ariana me había dejado allí la noche anterior; con las prisas de la mañana se me había olvidado recogerlo. A pesar de los pesares, todavía tratábamos de repartirnos las tareas y de comportarnos con cortesía, sorteando las minas que flotaban bajo la superficie. Ella necesitaba ese traje para una cita que tenía al día siguiente con un cliente importante. Quizá por un milagro, el empleado de la tintorería lo había metido en la bolsa con el resto de la ropa. Iba a comprobarlo cuando un detalle del fajo del correo captó mi atención: el sobre rojo de Netflix —la plataforma de vídeo en streaming—, no tenía el mismo aspecto de siempre; parecía distinto. Se me subió la sangre a la cabeza. Me acerqué y lo cogí: la solapa había sido despegada y cerrada de nuevo con cinta adhesiva. La rasgué, y al inclinar el sobre, cayó una funda de plástico.
En su interior había otro DVD sin etiquetar.
* * *
Me temblaban las manos mientras metía el disco en la ranura, y a pesar de que hacía esfuerzos para dominarme, tenía la piel fría y pegajosa. Aunque me reventara reconocerlo, estaba tan cagado como un chico escuchando una historia de fantasmas junto a la hoguera de campamento. Era una sensación de desasosiego que me empezaba en los huesos y se expandía luego por todo mi cuerpo.
Regresé al diván y pasé rápido una secuencia de nuestro porche delantero. Es curioso constatar cómo el miedo puede transformarse en impaciencia; equivale a la sensación de estar deseando que caiga de una vez el hacha. La misma calidad de mierda de la otra vez. Teniendo en cuenta el ángulo oblicuo de la escena, advertí poco a poco que debían de haberla filmado desde el tejado vecino.
El tejado de Don y Martinique.
Por la mañana había dejado hecha la cama en el diván, pero ya estaban todas las sábanas desordenadas de tanto moverme. Aguardé apretando los puños sobre las rodillas, mirando con fijeza la pantalla para ver qué sucedería.
Aparecía yo otra vez, cómo no. Al distinguir mi rostro, un escalofrío me recorrió la espalda. El verme a mí mismo en una filmación clandestina, deambulando sin propósito definido, era un hecho al que no creía que me acostumbrara con facilidad.
De pronto, en la pantalla, miraba nerviosamente alrededor. Iba con la misma ropa que llevaba puesta ahora, y tenía el semblante demacrado, indispuesto, y una expresión avinagrada e inquieta. ¿Era ese en realidad el aspecto que ofrecía en estos momentos? El último año me había dejado huella. ¡Qué joven e ilusionado parecía en comparación en la fotografía que habían publicado en Variety cuando vendí el guión!
Mientras salía del porche, la imagen se bamboleaba un poco para mantenerme en el encuadre. Se me veía borroso unos instantes, y luego la cámara me enfocaba de nuevo.
Ese efecto, por nimio que fuera, me puso los nervios de punta. En el primer DVD, el ángulo se había mantenido fijo y estático, dando la impresión de que habían colocado la videocámara en un punto determinado y habían vuelto después a recogerla. Esta secuencia, en cambio, no dejaba lugar a ninguna duda: alguien había estado detrás de la cámara, siguiendo mis movimientos.
Me observé mientras rodeaba la casa. Estudiando el terreno con la cabeza gacha, me detenía junto a la ventana del baño, adecuaba mi posición e inspeccionaba la hierba húmeda. La chimenea de los Miller asomaba en el encuadre. Yo miraba alrededor, paseando la vista cerca de la posición de la cámara, como Raymond Burr en La ventana indiscreta, aunque distraído. La imagen hacía lentamente un zum y captaba mi rostro ojeroso y enojado en primer plano. Vuelto hacia la ventana, se percibía que decía algo, y entonces los librillos de la persiana se cerraban, manipulados desde dentro por la mano invisible de Ariana. Retornaba al porche arrastrando los pies y desaparecía en el interior de la casa.
Cuando la pantalla se quedó en negro, advertí que estaba de pie frente al televisor. Volví al diván jadeando y me senté. Me pasé la mano por el pelo; tenía la frente perlada de sudor.
Ariana estaba arriba, en la cama; oía su televisión por entre el entarimado. Cuando yo salía, ponía alguna comedia para sentirse acompañada. No le gustaba quedarse sola; ese era uno de los dolorosos descubrimientos que yo había hecho últimamente. Pasaron varios coches por Roscomare Road, barriendo con sus faros las persianas del salón.
Demasiado agitado para seguir en el diván, recorrí la planta baja, cerrando cortinas y persianas y atisbando por las rendijas. ¿Habría en este momento alguna cámara enfocando nuestra casa? Notaba un barullo de emociones: la inquietud se mezclaba con la furia, y se transformaba en miedo. Espoleado por las risas enlatadas que sonaban en la televisión de Ariana, mis movimientos se aceleraron hasta volverse casi frenéticos. Primero había sido la sección de «Espectáculos» del diario, y ahora Netflix, el sistema de alquiler de películas. Ambas cosas apuntaban a Keith, o a alguien de los estudios. Pero el altercado se había producido hacía meses: una eternidad para los ritmos de Hollywood. Quizá alguna persona ajena al mundillo del cine podría haberse enterado por la prensa y haberlo utilizado para despistarme.
Había luz en el dormitorio de los Miller, pero el tejado estaba a oscuras. Recordé cómo había salido Don de su casa en cuanto bajé del coche. Y el nuevo vídeo había sido filmado desde su tejado esa misma mañana cuando habría resultado muy difícil que alguien subiera allí sin ser visto. Él era, por tanto, el candidato más obvio.
Eché a andar hacia la casa de los vecinos, pero me detuve al borde de la acera. Se me ocurrió que estaba pensando en Don porque resultaba tranquilizador: era alguien familiar, una persona conocida; un gilipollas, sí, pero ¿por qué iba a filmarme?
Me situé frente a su casa, todavía a un paso del bordillo, pero ni siquiera desde ahí podía distinguir si había una cámara en el tejado. Subirme allá arriba para descubrirla habría sido el paso lógico siguiente, de acuerdo con mi lógica. Así pues, no era lo que debía hacer.
Girando en redondo, observé los demás tejados, las ventanas, los coches aparcados en la zona comercial, a media manzana. Imaginaba lentes que me atisbaban desde cada sombra. A simple vista, no había ni rastro de acosadores o de cámaras ocultas que estuvieran esperando para pillarme trepando al tejado de los Miller. Aunque tampoco se veía demasiado bien.
Tenía que dar con una posición más ventajosa para comprobar si la cámara continuaba allí. Los balcones de los apartamentos de enfrente ofrecerían una visión parcial del tejado de los Miller, y lo mismo ocurriría desde las dos farolas más cercanas o el poste de teléfonos; el tejado del supermercado quedaba demasiado lejos… ¿Tal vez lo distinguiría mejor desde otro punto del suelo? Caminé deprisa por la calle, arriba y abajo, probando distintas perspectivas, hasta quedarme sin aliento. Pero la pendiente del tejado de los Miller era demasiado suave para permitirme distinguir con claridad el punto desde el cual me habían filmado. Estaba claro que solo obtendría una perspectiva despejada desde nuestro propio tejado.
Mucho más decidido, regresé corriendo a nuestra casa. Mientras me encaramaba por los aleros bajos del garaje, el viento me azotaba con ímpetu, traspasándome la camisa y alzándome el dobladillo vuelto de los vaqueros. Un olmo tapaba el resplandor amarillo de la farola más cercana. Procurando hacer el menor ruido posible al pisar las tejas, crucé la pendiente sobre la cocina y pasé la pierna por encima del canalón del segundo piso.
—¡Eh! —Desde abajo, en pantalones de chándal y una camiseta de manga larga, Ariana me miraba de hito en hito, abrazándose a sí misma—. ¿Otra vez revisando esa cerca?
Su voz sonaba más irritada que sarcástica.
Me detuve a media escalada, todavía con la pierna por encima del canalón.
—No, no. La veleta está floja: no para de traquetear.
—No lo había notado.
Casi gritábamos. La idea de que la cámara del acosador pudiera estar grabando a Ariana —y no digamos ya nuestra conversación—, me ponía aún más incómodo. Tensé los hombros, como un lobo erizando su pelaje instintivamente.
—Entra en casa, te estás congelando. Bajaré en un minuto.
—He de levantarme temprano; me voy a la cama. Así tendrás mucho tiempo para inventarte una historia más convincente.
Desapareció bajo los aleros, y un instante después la puerta principal se cerró. Con fuerza.
Como la pendiente era pronunciada, me agazapé para mantener una rodilla y un brazo en contacto permanente con las tejas. Desplazándome como un cangrejo, subí en diagonal al punto más alto, junto a la casa de los Miller, y rodeé la chimenea.
No había ninguna cámara en el tejado de los vecinos.
No obstante, la vista de los balcones, las farolas y las demás azoteas era perfecta. Aquella era la mejor posición para buscar escondrijos, y lo escruté todo hasta que me dolieron los ojos: las casas, los árboles cercanos, los patios y vehículos, los postes de teléfonos…
Nada.
Encorvado sobre la pared de la chimenea, suspiré con una mezcla de alivio y decepción, y me di la vuelta para iniciar el descenso. Fue entonces cuando la vi, destellando a la luz mortecina: al borde del ala del tejado que miraba hacia el este y se extendía sobre mi despacho, montada con toda elegancia sobre un trípode y enfocándome a mí, había una cámara digital.
Se me encogió el corazón y sentí un tranquilo terror, como el que te asalta en una pesadilla cuando la sospecha de que estás soñando mitiga la sensación de horror. El trípode, situado a poco más de un metro por debajo de la cresta del tejado, había sido ajustado de acuerdo con la pendiente. El tramo inclinado que se alzaba detrás de él actuaba de cortavientos: un detalle necesario, como atestiguaba la temblorosa veleta que quedaba justo encima. Quien hubiera instalado la cámara —que no miraba hacia el tejado de Don, sino hacia donde yo iría a mirar el tejado de Don— se había anticipado a mis movimientos; lo había calculado todo igual que yo, pero había ido un paso más allá. Separados por un accidentado trecho de tejas oscuras, la lente indescifrable y yo nos escrutamos, como dos pistoleros en una calleja polvorienta del Lejano Oeste. El viento arreciaba en mis oídos, igual que una música de Ennio Morricone.
Pegando las suelas de goma a la rugosa superficie, abandoné el resguardo de la chimenea para dirigirme hacia el punto donde se unían las dos aguas del tejado y, poniéndome a cuatro patas, avancé a lo largo de la cresta. Tenía la boca completamente seca. La altura de los dos pisos parecía mucho mayor desde allí arriba, y el viento, aunque no fuera huracanado, tampoco ayudaba nada.
Al llegar al borde, el abismo se abrió ante mis ojos de un modo vertiginoso. Agarré el herrumbroso gallo de la veleta y le eché un primer vistazo de cerca a la cámara, que quedaba algo más abajo, apenas fuera de mi alcance.
¡Aquella cámara era mía!
El visor extendido encuadraba justo el tramo por el que yo había venido. Pero como no estaba encendido el piloto verde, mi travesía por el tejado no había quedado grabada.
Abajo, en la carretera, los coches doblaban la curva rechinando los neumáticos y la luz de los faros destellaba en las carrocerías, cosa que me desorientaba aún más. Me agaché y cogí el artilugio: la memoria digital estaba borrada, y no habían dejado la cámara grabando. ¿Para qué estaba allí entonces? ¿Como un señuelo?
La luz del dormitorio de los Miller se apagó. Lógico: eran las diez y media. Y no obstante, no podía dejar de encontrar sospechoso el momento.
Cargando con torpeza la videocámara —una Canon barata que apenas había utilizado—, emprendí el trayecto de vuelta por la cresta del tejado, y luego salté desde un rincón sobre nuestro lecho de hiedra.
Me apresuré a entrar, me instalé en la lustrosa mesa de nogal del comedor —uno de los diseños de Ariana— y examiné la cámara por todos lados. Disponiendo de zum óptico, batería de duración prolongada y opción para grabar directamente en DVD, era un juguete a prueba de idiotas.
Fui a la cocina, me eché agua por la cara y luego me quedé inmóvil, con las manos apoyadas en el fregadero, mirando las persianas cerradas a medio metro de mis narices.
Por fin subí a mi despacho, que se hallaba presidido por un escritorio desportillado comprado en una liquidación. Abrí el armario donde guardaba la videocámara y comprobé como un estúpido que, en efecto, no estaba allí. De nuevo abajo, moviéndome con decisión y el cerebro a punto estallar, cogí los dos discos y los comparé. Eran idénticos. Tuve que hacer un esfuerzo para volver al despacho sin subir la escalera de dos en dos, cosa que habría despertado a Ariana.
Saqué el cartucho de discos vírgenes de la estantería: el mismo tipo de DVD barato. Exactamente el mismo tipo, incluida la velocidad de grabación, la capacidad en gigas y la marca estampada en la superficie de policarbonato. Desde que había empezado a grabar programas de TiVo el año anterior, habría usado tal vez un tercio. La cubierta de plástico decía «Paquete de 30». Los conté rápidamente. Quedaban diecinueve, todavía intactos en el cartucho. ¿Podía justificar los once restantes?
Bajé otra vez. Aquello se estaba convirtiendo en una sesión de gimnasio. En el mueble del televisor encontré cuatro discos con episodios de The Shield: Al margen de la ley, dos de 24 y uno de Mujeres desesperadas (de Ariana). También había un disco de American Idol, de la temporada de Jordin Sparks, manchado con visibles cercos de jarra de cerveza. Por consiguiente, ocho en total. A pesar de que raramente volvía a mirar un programa, nunca había tirado ningún DVD una vez que lo había grabado. Lo cual significaba que quedaban tres por justificar. Tres.
Volví a registrar los cajones de debajo del televisor y estiré el cuello para ver si había caído algún disco por detrás. Nada. Faltaban tres DVD, de los cuales solo había recibido dos.
Salí a mirar al porche, dejando que entrara una ráfaga helada, pero no había aparecido ninguna entrega por arte de magia. Cerré, y esta vez corrí el cerrojo de seguridad, y también pasé la cadena. Eché un vistazo por la mirilla; luego me di la vuelta y me apoyé en la puerta.
¿Estaría en camino el tercer DVD? ¿Me habría filmado una cámara desde otro punto mientras recuperaba la mía en el tejado? ¿Por ese motivo la Canon no estaba programada para grabar?
La respuesta obvia me vino al fin a la cabeza, y me eché a reír. No era una risa divertida, en absoluto, sino del tipo de la que sueltas cuando pierdes el equilibrio y te caes por una escalera: esa risa mentirosa que pretende demostrar que no pasa nada.
Crucé la cocina. Volví a sentarme a la mesa del comedor y abrí el cargador de la videocámara.
El tercer DVD estaba dentro.