Incluso antes de que apareciera la dichosa grabación sobre mí metida en el periódico matinal, disfrutar de un poco de privacidad había resultado complicado. Mi único refugio —un interior tapizado de un metro y pico por dos— requería de cualquier modo seis ventanillas. Un acuario móvil. Una celda flotante. El único espacio donde nadie podía entrar y pillarme ocultando las huellas de un acceso de llanto, o tratando de convencerme a mí mismo de que lograría sobrellevar otro día de trabajo. El coche estaba bastante hecho polvo, sobre todo el salpicadero: abolladuras en el plástico, el cristal del cuentakilómetros resquebrajado, el mando del aire acondicionado a punto de caerse… Dejé el Camry en un hueco libre frente a Bel Air Foods. Recorriendo los pasillos, cogí un plátano, una bolsa de frutos secos y una botella de té negro helado SoBe, que llevaba ginkgo, ginseng y muchos otros suplementos pensados para espabilar a los soñolientos. Al acercarme a la caja, vi de reojo a Keith Conner en la portada de Vanity Fair. Estaba metido en una bañera, pero no llena de agua, sino de hojas, y el titular decía: «CONNER SE PASA A LOS VERDES».
—¿Cómo está Ariana? —me preguntó Bill, haciéndome un gesto para que pasara. Sonriendo con impaciencia, una madre hecha un manojo de nervios aguardaba detrás de mí con su hijo.
—Bien, gracias. —Le lancé una sonrisa postiza, tan instintiva como un tic nervioso.
Deposité las cosas junto a la caja, la cinta zumbó y Bill tecleó el total mientras decía:
—Te llevaste a una de las últimas que valían la pena, eso seguro.
Sonreí de nuevo; Mamá Impaciente sonrió; Bill sonrió. ¡Qué felices éramos!
Cuando estuve en el coche, cogí con dos dedos la clavija donde antes se insertaba el botón, y encendí la radio. Distráeme, por favor. Colina abajo, tomé la curva del desvío a Sunset Boulevard y un sol agresivo me dio en la cara. Al bajar el parasol, vi la foto sujeta con cinta adhesiva. Seis meses atrás, Ariana había descubierto una página web de fotografías y me había torturado semanas enteras imprimiendo instantáneas del pasado y escondiéndolas por todas partes. Todavía encontraba alguna foto nueva de vez en cuando, vestigios de aquel humor juguetón. Esta, desde luego, la había descubierto enseguida: ella y yo estábamos en algún insoportable baile de gala universitario; yo llevaba un bléiser con hombreras y, ¡Dios mío!, con puños arremangados; Ariana vestía un atuendo de tafetán abullonado que parecía un salvavidas. Se nos veía más bien incómodos pero divertidos, demasiado conscientes de estar actuando, de no encajar allí, de no encontrarnos en nuestra salsa como los demás. Pero eso nos encantaba. Era así como nos sentíamos los mejores.
«Te llevaste a una de las últimas que valían la pena, eso seguro».
Di un puñetazo en el salpicadero para sentir el escozor en los nudillos. Y seguí golpeando. La costra saltó, noté una punzada en la muñeca y el mando del aire acondicionado se partió. Con los ojos llorosos y jadeando, miré por una de mis seis ventanillas: una vieja rubia conduciendo un Mustang rojo me estudiaba desde el carril de al lado.
Exhibí mi sonrisa postiza. Ella desvió la mirada. El semáforo cambió, y ambos volvimos a nuestras vidas respectivas.