Capítulo 2

Para mí, de niño, no había nada como el cine. Por las tardes, en una sala desvencijada a tiro de bici, daban sesiones de reestreno a 2,25 dólares. A mis ocho años, los pagaba con las monedas de veinticinco centavos que me sacaba recogiendo latas de soda para reciclar. El sábado, el cine era mi aula; el domingo, mi templo. Tron, Arma joven, Arma letal… Esas películas fueron a lo largo de los años mis compañeras de juegos, mis canguros, mis consejeras. Sentado en la parpadeante oscuridad, podía ser el personaje que quisiera: cualquiera que fuera, salvo Patrick Davis, un chico insulso de los suburbios de Boston, y mientras veía desfilar los créditos, me costaba creer que aquellos nombres pertenecían a personas reales. ¡Qué suerte tenían! No es que solo pensara en películas, pues también jugaba al béisbol, cosa que enorgullecía a mi padre, y leía un montón, lo cual complacía a mi madre. Pero la mayoría de mis sueños de niñez procedían del mundo del celuloide. Tanto si peloteaba con mi guante de béisbol y pensaba en El mejor, como si pedaleaba con mi bici Schwinn de diez marchas y rezaba para que se despegase del suelo como en E. T., estaba en deuda con el cine por infundir en mi infancia, más bien ordinaria, una sensación de asombro y maravilla.

«Persigue tus sueños». Se lo oí decir por primera vez a mi asesora de estudios de secundaria mientras ojeaba un folleto satinado de la UCLA, sentado en el sofá de su despacho. «Persigue tus sueños»: una frase garabateada en cada foto firmada por alguna celebridad, regurgitada en cada historia de éxito y superación del programa de Oprah Winfrey, en cada sudoroso discurso de graduación y cada charla de gurú a tanto la hora. «Persigue tus sueños». Y yo lo hice, aunque fuera hijo de un limpiador de moquetas, cruzando todo el país y yendo de una cultura desconcertante a otra que no lo era menos: de los acantilados rocosos a las playas de arena, del acento encorsetado de Boston al hablar arrastrando las palabras de los surfistas, de los suéteres de esquí a las camisetas sin mangas.

Como cualquier joven aspirante, empecé a escribir un guión nada más trasladarme, aporreando las teclas de un Mac Classic incluso antes de molestarme en deshacer las maletas en la habitación de la residencia. Aunque la UCLA me encantaba, me sentí como un intruso desde el principio: un intruso que pegaba la nariz en los escaparates, sin ninguna posibilidad de entrar a comprar. Me costó años descubrir que en Los Ángeles todo el mundo es un intruso, aunque a algunos se les da mejor seguir con la cabeza el ritmo de esa música que se supone que estamos escuchando. «Persigue tus sueños. Nunca te des por vencido».

Mi primer golpe de suerte llegó pronto, pero como la mayoría de las cosas valiosas resultó ser algo totalmente imprevisto y en absoluto lo que yo andaba buscando. Una fiesta informativa para alumnos de primer curso, montones de risas exageradas y de poses adolescentes…, y allí estaba ella, apoyada en la pared junto a la salida, con un aire de descontento que desmentían sus ojos vivaces e inteligentes. Parecía increíble, pero estaba sola. Me acerqué con el valor que me proporcionaba un vaso de cerveza recalentada.

—Pareces aburrida.

Aquellos ojos oscuros me echaron un vistazo, evaluándome.

—¿Eso es una proposición?

—¿Una proposición? —repetí débilmente, perdiendo arrestos.

—¿Una oferta para quitarme el aburrimiento?

Valía la pena ponerse nervioso por una chica como ella. Aun así, confié en que no se me notara.

—Da la impresión de que eso podría ser la tarea de toda una vida.

—¿Y estás dispuesto? —me preguntó.

Ariana y yo contrajimos matrimonio nada más terminar la universidad; nunca hubo la menor duda de que lo haríamos. Fuimos los primeros en casarnos: esmóquines alquilados, pastel de boda de tres pisos, todo el mundo con ojos humedecidos y expectantes…, como si fuese la primera vez en la historia que una novia recorría pausadamente el pasillo central al son de la Música acuática de Handel. Ari estaba deslumbrante. En la recepción, al hacer el brindis, la miré un instante y, ahogado de emoción, no pude terminar mi discurso.

Durante diez años di clases de lengua inglesa en secundaria, y también escribí guiones por mi cuenta. Mis horarios me dejaban tiempo de sobra (salida a las tres de la tarde, largas vacaciones los veranos…), y de vez en cuando enviaba un guión a amigos de amigos que trabajaban en el ramo y de los que nunca recibía respuesta. Ariana no solo no protestaba por el tiempo que pasaba frente al teclado, sino que se alegraba al ver la satisfacción que solía obtener escribiendo, de igual modo que a mí me encantaba la devoción que ella ponía en sus plantas y diseños. Desde que salimos juntos de aquella fiesta, habíamos mantenido en nuestra relación un cierto equilibrio: ni demasiado pegajosa ni demasiado distante. Ninguno de los dos deseaba hacerse famoso ni tampoco muy rico. Por trivial que parezca, queríamos dedicarnos a las cosas que nos importaban y que nos hacían felices.

Pero yo seguía escuchando aquella voz insistente, y no lograba dejar de soñar al estilo de California. No tanto en la alfombra roja de Cannes, como en el simple hecho de estar en un plató, contemplando cómo un par de actores mediocres repetían las palabras que yo había imaginado en boca de otros intérpretes mucho mejores. Simplemente una película de bajo presupuesto que se hiciera un hueco en la sala dieciséis del multicine. No era mucho pedir.

Hace poco más de un año conocí en una comida en el campo a una agente que se entusiasmó con un guión mío de intriga titulado Te vigilan, la historia de un inversor bancario cuya vida se va al garete cuando intercambia por accidente su portátil con otro durante un apagón en el metro. Un montón de gorilas de la mafia y de agentes de la CIA se dedican a desmantelar su vida como un equipo de boxes de Fórmula 1; el tipo pierde el mundo de vista, y luego a su mujer, pero por supuesto la recupera al final. Entonces retoma otra vez su vida, maltrecho, pero más sabio y agradecido. En fin, no era el argumento más original del mundo, pero las personas que importaban lo encontraron convincente. Acabé sacando un buen pellizco por el guión y una tarifa considerable por introducir correcciones a lo largo del rodaje. Incluso obtuve una buena cobertura en las revistas del sector: una fotografía mía en Variety, en la mitad inferior de la página, y un par de columnitas sobre el éxito repentino de un profesor de secundaria. Tenía treinta tres años y al fin había alcanzado ese objetivo.

«Nunca te des por vencido», dicen.

«Persigue tus sueños».

Tal vez habría sido más adecuada otra máxima: «Cuidado con lo que deseas».