Capítulo 1

Diez días antes.

En calzoncillos, caminé sobre las frías losas del porche para recoger el periódico, que había ido a parar, cómo no, al charco formado junto al aspersor averiado. Las ventanas y las puertas de cristal correderas de los apartamentos del otro lado de la calle —barrio de Bel Air, aunque solo según el código postal— reflejaban las grisáceas nubes: una imagen bastante acorde con mi estado de ánimo. El invierno de Los Ángeles había hecho como siempre una aparición tardía, perezoso para levantarse, sacudirse la resaca y maquillarse. Pero había llegado, de cualquier modo, bajando los termómetros a menos de diez grados y cubriendo los lujosos coches de leasing con una pátina de rocío. Rescaté el periódico chorreante, por suerte envuelto en plástico, y regresé adentro. Desplomándome otra vez en el diván del salón, quité el envoltorio del Times y retiré la sección de «Espectáculos». Al desplegarla, cayó en mi regazo un DVD metido en un estuche transparente.

Me lo quedé mirando. Le di la vuelta. Era un disco virgen, sin etiqueta, como los que se compran al por mayor para grabar. Extraño; incluso con un toque siniestro. Me levanté, me arrodillé en la alfombrilla y coloqué el disco en el reproductor. Desconectando el sonido envolvente para no despertar a Ariana, me senté en el suelo y miré con atención la pantalla de plasma, irreflexivamente adquirida cuando nuestro saldo aún iba viento en popa.

La imagen traqueteó unos momentos y luego dio paso a un apacible primer plano de una ventana con persianas de librillo semicerradas. A través del cristal se veía un toallero de níquel cepillado y un lavamanos de pedestal rectangular; en los márgenes de la ventana aparecía un muro exterior pintado de azul cobalto. Me bastó un segundo para identificar la imagen: me resultaba tan familiar como mi propio reflejo, aunque tuviera —debido al contexto— un aire raramente ajeno.

Se trataba del baño de la planta baja de nuestra casa, visto desde fuera, a través de la ventana.

Un espasmo se insinuó en la boca de mi estómago. Miedo.

La imagen era muy granulada; parecía digital. La profundidad de campo no mostraba signos de compresión, así que seguramente no se había utilizado un zum. Tenía la impresión de que había sido tomada a un metro y medio del cristal, a la distancia suficiente para no captar reflejos. La toma era estática por completo, quizá se había hecho con trípode, y no había sonido: nada, salvo un perfecto silencio que me recorría la piel de la nuca como una navaja. Me quedé paralizado.

A través de la ventana y de la puerta entornada del baño, se atisbaba una rendija del pasillo. Transcurrieron unos segundos de grabación casi inmóvil; después se abrió la puerta. Era yo. Visible desde el cuello hasta las rodillas, aunque seccionado en rodajas debido a las lamas de las persianas, entraba en calzoncillos a rayas azules y blancas, me acercaba al retrete y echaba una meada; apenas se me veía la espalda. Un ligero moretón, en lo alto del omoplato, entraba un momento en el encuadre. Me lavaba las manos, me cepillaba los dientes. Salía.

La pantalla se quedó en negro.

Mientras me contemplaba a mí mismo, me había mordido la mejilla por dentro. Como un estúpido, bajé la vista para comprobar qué calzoncillos llevaba puestos: los de franela a cuadros. Pensé en el moretón: la semana anterior me había dado un golpe en la espalda al incorporarme junto a la puerta abierta de un armario. Mientras trataba de recordar qué día había ocurrido, oí a Ariana manejando cacharros en la cocina para preparar el desayuno. Los sonidos se transmiten con facilidad en nuestra casa de dos pisos sin tabiques, estilo años cincuenta.

El hecho de que el DVD estuviera insertado precisamente en la sección de «Espectáculos» me pareció ahora deliberado y mordaz. Pulsé el botón de «Play» y volví a mirar la grabación. ¿Una broma? Pero no tenía gracia. Tampoco era gran cosa; tan solo inquietante.

Todavía mordiéndome la mejilla, me levanté y subí la escalera cansinamente; pasé junto a mi despacho, que da al jardín de los Miller —mucho más grande que el nuestro— y entré en nuestro dormitorio. Me observé el hombro en el espejo: el mismo morado, la misma localización, los mismos tamaño y color. Fui al fondo del vestidor a mirar en la cesta de la ropa. Encima de todo estaban mis calzoncillos a rayas azules y blancas.

Ayer.

Me vestí y bajé otra vez al salón. Aparté la manta y la almohada, me senté en el diván y puse de nuevo el DVD. Duración: un minuto y cuarenta y cinco segundos.

Aunque fuese un chiste de mal gusto, era lo último que nos hacía falta a Ariana y a mí ahora. No quería inquietarla, pero tampoco deseaba ocultárselo.

Antes de que consiguiera decidir qué hacer, entró con la bandeja del desayuno. Venía duchada y vestida, y se había puesto detrás de la oreja izquierda un lirio mariposa del invernadero, cuya blancura contrastaba con las ondas de color castaño del cabello. Instintivamente, apagué la tele. Ella echó un vistazo y se fijó en el piloto verde del DVD. Acomodándose mejor el peso de la bandeja, rozó con la uña del pulgar su alianza de oro, un tic nervioso.

—¿Qué estás mirando?

—Nada —dije—. Una cosa de la facultad, no te preocupes.

—¿Por qué habría de preocuparme?

Nos quedamos en silencio mientras buscaba alguna respuesta, pero tan solo me salió un torpe encogimiento de hombros.

Ladeó la cabeza, señalando una pequeña costra que tenía en los nudillos de la mano izquierda, y cuestionó:

—¿Qué te ha pasado ahí, Patrick?

—Me pillé la mano con la puerta del coche.

—Muy traidora esa puerta últimamente.

Dejó la bandeja en la mesita: huevos hervidos, tostadas y zumo de naranja. Me entretuve en contemplarla: la piel acaramelada, la melena tostada, casi negra, los grandes ojos oscuros… Me llevaba un año, pero sus genes la mantenían en los treinta y cinco como si tuviera varios menos que yo. A pesar de haberse criado en el Valle de San Fernando, tenía un aire mediterráneo: griego, italiano, español, incluso con unas gotas turcas; sus rasgos eran un destilado de lo mejor de cada una de esas etnias, o al menos, así la había visto yo siempre. Cada vez que la miraba, me venía a la memoria cómo solían ser las cosas entre nosotros: mi mano en su rodilla mientras comíamos, la calidez de su mejilla cuando despertaba, su cabeza apoyada en mi brazo en el cine. Se me estaba empezando a pasar el enfado con ella, así que me concentré en la pantalla apagada.

—Gracias —dije señalando la bandeja. Mis pesquisas de detective aficionado me habían retrasado diez minutos en mi horario. El nerviosismo que sentía debía resultar evidente, porque me miró con el entrecejo fruncido antes de retirarse.

Sin tocar la comida, me levanté del diván y salí otra vez por la puerta principal. Rodeé la casa por el lado de los Miller. Por supuesto, no había marcas ni zonas enmarañadas en la hierba húmeda bajo la ventana, ni al intruso se le había olvidado dejar caer una caja de cerillas, una colilla o un guante diminuto, que me habrían sido de gran ayuda. Me hice a un lado hasta adoptar la perspectiva exacta. Me asaltó de golpe un presentimiento y me volví hacia un lado y luego hacia el otro, incapaz de dominar mis nervios. Al mirar entre las lamas de la persiana, sentí un espasmo irracional, casi como si esperase verme a mí mismo entrando otra vez en el cuarto de baño en calzoncillos a rayas, como en un túnel del tiempo.

La que apareció, en cambio, en el umbral fue Ariana. Me miró fijamente. «¿Qué demonios haces?», dijo con los labios.

Noté que me dolían los nudillos magullados: tenía crispados los puños. Suspiré y los aflojé.

—Estoy revisando la cerca; se está combando.

Se la señalé como un idiota.

—¿Lo ves? La cerca.

Sonrió con sorna y cerró las lamas con la palma de la mano al tiempo que bajaba el asiento del inodoro.

Volví a entrar, me senté en el diván y miré el DVD por tercera vez. Luego saqué el disco y examiné el logo. Era de la misma marca barata que usaba yo para grabar los programas del sistema TiVo cuando quería verlos en la planta baja. Deliberadamente vulgar.

Ariana pasó por el salón y se fijó en el desayuno todavía intacto en la bandeja.

—Te prometo que no lo he envenenado.

Sonreí de mala gana. Cuando levanté la vista, ella ya se iba hacia la escalera.

* * *

Tiré el DVD sobre el asiento del acompañante de mi baqueteado Camry, y me quedé junto a la puerta abierta, escuchando el silencio del garaje.

Esta casa me había encantado en su día. Estaba en la cima de Roscomare Road, cerca de Mulholland, y si resultaba a duras penas asequible era porque compartía la manzana con los apartamentos de estuco cuarteado y con la zona comercial del barrio. En nuestro lado de la calle solo había casas, y nosotros preferíamos fingir que vivíamos en un barrio propiamente dicho, y no en una carretera entre distintos barrios. Me había sentido orgulloso de este sitio cuando nos mudamos, y me dediqué a renovar el número de la calle, a reparar las luces del porche y a arrancar los rosales de solterona. Todo lo hice con tanto esmero, con tanto optimismo…

El rumor continuo de la circulación se colaba en la penumbra que me rodeaba. Pulsé el botón para abrir la puerta del garaje y me deslicé por debajo mientras se levantaba. Di un rodeo por la verja lateral, pasando junto a los cubos de basura. La ventana que se abría sobre el fregadero de la cocina ofrecía una vista del salón y de Ariana sentada en el brazo del diván. Tenía apoyada sobre la rodilla una taza humeante de café; la sujetaba con aire obediente, pero yo sabía que no se lo bebería, sino que lloraría hasta que se le enfriara y lo tiraría al fregadero. Me quedé clavado donde estaba como siempre, consciente de que debería entrar, pero paralizado por el escaso orgullo que me quedaba. La mujer que era mi esposa desde hacía once años lloraba dentro de casa, y yo afuera, sumido en una silenciosa desolación. Al cabo de un momento, me aparté de la ventana. El extraño DVD había aumentado un grado más mi vulnerabilidad, y al menos esa mañana, no tenía fuerzas para castigarme contemplándola.