3 de octubre de 1998, 15.23
Marc conducía instintivamente. La camioneta Citroën no rechistaba. ¡No era el momento! El vehículo hizo lo posible para subir con regularidad las curvas hasta el pie del monte Terrible. Marc atravesó Indevillers y luego se metió en un sendero de gravilla blanca, bordeada de troncos apilados por varios centenares de metros. No podía equivocarse, no tenía más que seguir la dirección indicada por las flechitas de madera talladas en el borde de la carretera: CASA DEL PARQUE NATURAL DEL ALTO JURA.
Aparcó delante de la casa del parque, un extenso césped rodeaba un chalet-museo. La fachada de la casa estaba decorada con un gran plano del Jura franco-suizo que indicaba las diferentes rutas de senderismo. Al lado del parque de columpios donde estaba estacionado, una pequeña zona abrigaba algunos juegos de madera, barras, toboganes y cuerdas fijas, sin duda destinadas a los aprendices de alpinista a los que las excursiones de montaña con sus padres no habían agotado.
—Son las cuatro —dijo Marc—. Podemos estar en la cima de sobra antes de que caiga la noche.
Malvina lo miró con una ironía no disimulada.
—¿Qué esperas encontrar ahí arriba?
—Nada. No estás obligada a seguirme, ya sabes.
—Eres tan gilipollas en realidad. ¿Para qué crees que he venido hasta aquí?
Marc entró en la casa del parque. Se compró un mapa del Instituto Geográfico Nacional escala 1:25 000 de la región y una guía de senderismo. Una chica alta, morena, peinada con largas trenzas a lo indio, estaba en la caja. Un tío le acariciaba la mano como para enseñarle qué teclas pulsar. Con la otra, sobaba claramente las nalgas de la becaria.
«Grégory», pensó Marc.
El ingeniero de la casa del parque con ojos de husky. El hombre de los bosques coleccionista de pequeñas becarias recién salidas de la universidad.
Marc se reunió con Malvina fuera, desplegó el mapa encima de una mesa delante de la casa del parque y localizó rápidamente el sendero que debían seguir hasta la cima del monte Terrible. Volvió a doblar el mapa y luego abrió la puerta trasera de la camioneta. Sacó una mochila y la cargó con un saco de dormir, una linterna, una botella de agua, un salchichón y algunos paquetes de galletas.
—¿Habías previsto tu jugada? ¡El culo de tu camioneta es la cueva de Alí Babá!
—Es que la casa de mi abuela no es muy grande, ya ves tú. Ni sótano ni garaje. Así que la camioneta hace de almacén…
—¿Puedo servirme?
—Claro. No la llenes demasiado, estaría bien que la mochila no pesase más que tú.
—No sueñes, ¡eres tú quien va a llorarle a tu abuela antes de estar arriba!
Marc se obligó a reír. Ya no tenía ganas de pensar de forma racional, de buscar una estrategia cualquiera. Veía claramente que el viaje que estaba emprendiendo no tenía ningún sentido: subir el monte Terrible, volver a los lugares de la tragedia, buscar luego la cabaña de Grand-Duc, y la tumba… Grand-Duc podía encontrarse en cualquier sitio, pero seguro que no allí arriba. Se estaba hundiendo en una espiral obsesiva. La esclava de oro, las motas de hueso de bebé, el rastro de un sin techo testigo del accidente… Tantas piedrecitas sembradas por Grand-Duc como un Pulgarcito sádico. ¿Qué esperaba encontrar una vez en la cima? ¿El milagro, la iluminación?…
Puso una mueca.
Sí, de hecho, era eso lo que esperaba.
Se pusieron en camino. Como estaba previsto, el ascenso duró sus dos buenas horas. Marc avanzaba a buen paso. Malvina seguía sin mostrar la más mínima señal de cansancio. El ascenso no era muy difícil, quinientos metros de desnivel por un sendero bien señalizado a través del bosque. A medida que subían, la panorámica sobre el cerco del Doubs, Suiza, el pueblo fortificado de Saint-Ursanne iba apareciendo. Se pararon para beber a media cuesta. Hacía un calor un poco bochornoso. Marc sudaba, tenía empapada la camisa bajo la mochila. Malvina, por su parte, se había quedado con el jersey puesto y, no obstante, ni una gota de sudor perlaba su piel. Alcanzaron la cima del monte Terrible por un bosque denso de pinos, en pendiente suave.
Marc aceleró más. Malvina iba tras sus pasos, seguía su ritmo, incluso se acompasaba a su respiración. El esfuerzo físico los hacía cómplices, se sorprendió pensando Marc. Ridículo, se corrigió al instante siguiente.
La escena del drama se les impuso, sin avisar.
Ya no había más bosque delante de ellos.
Como si una horda de campesinos roturadores hubiese ido al monte a talar una improbable parcela. Con una minucia de agrimensor: una parcela larga y estrecha pelada con forma de correa. Una banda de cuarenta metros de ancho por un kilómetro de largo. Habían replantado pinos jóvenes. No pasaban todavía de un metro, como enanos misioneros enviados para repoblar un planeta de gigantes. Unos enanos alegres en un patio de juegos multicolor: la parcela rectangular estaba cubierta de gencianas amarillas y azules, de zuecos de dama, de árnica de matices anaranjados.
Malvina y Marc se mantuvieron inmóviles, uno junto a la otra.
No quedaba rastro alguno de la catástrofe. Ni un monumento, ni una placa de mármol, ni siquiera un letrero. Era mejor así, pensó Marc. Miles de flores del campo. En una veintena de años, los jóvenes pinos iban a alcanzar un tamaño cercano al de otras coníferas en el bosque, sus ramas iban a unirse como manos tocándose, y, progresivamente, en la sombra, las flores del campo dejarían de florecer, ahogadas, ensombrecidas a su vez, cediendo su sitio a los helechos, al musgo, en el mejor de los casos a algunos juncos.
Y todo sería olvidado.
Se quedaron allí, en silencio. Marc estaba de pie, exactamente en el mismo sitio, entre el bosque y el claro rectangular, como si no se atreviese a profanar el lugar. Malvina se alejó un poco y caminó sobre la hierba. Los tallos más altos le llegaban a los muslos. Marc, a su pesar, sentía cómo se le aceleraba el ritmo cardíaco. Le costaba un poco tragar. Conocía demasiado bien esos primeros síntomas de crisis de agorafobia, aunque se manifestasen allí con más lentitud, tal vez a causa de la altitud. Ese jodido miedo a tener miedo…
No dijo nada, no se movió, contentándose con respirar con más fuerza. Malvina debió de oírlo, o no oír nada y sorprenderse por ello, o incluso comprenderlo, por qué no. Se volvió. El sol que la obligaba a entrecerrar los ojos podía incluso hacer creer que le sonreía. Una especie de sonrisa triste, de tregua melancólica, de desesperación apacible. Marc tosió. Nunca se lo habría confesado a Malvina, pero respiraba mejor. Sí, aunque bajo tortura hubiese continuado jurando lo contrario, debía reconocerse a sí mismo que la presencia de esa loca lo tranquilizaba, más todavía en ese santuario cuyo secreto compartían.
Debieron de quedarse allí más de una hora. El leve brillo del sol bajo las nubes casi había alcanzado la cima de los árboles.
—¿Nos vamos a la cabaña? —dijo Marc suavemente.
Malvina no respondió. Se contentó con seguirlo.
Marc tuvo que consultar varias veces el mapa. Se pasaron cerca de una hora vagando por el bosque, dando media vuelta en claros que se parecían todos entre sí. Cualquiera habría dicho que Grand-Duc se lo había inventado todo. Malvina no hizo ni una reflexión. Intentó incluso hacer lo que podía para ayudar a Marc mientras trataba de descifrar la guía de senderismo. La noche comenzaba a caer cuando acabaron dando con la célebre cabaña. ¡Grand-Duc no había mentido! Era tal y como la había descrito en su cuaderno: una cabaña de pastor; piedras puestas unas encima de las otras; un techo en ruinas. Por un momento, Marc esperó que Crédule Grand-Duc los estuviese esperando allí, en el interior. Deslizó la mano, en un acto reflejo, por el bolsillo, sobre el Mauser.
Para nada.
La cabaña estaba vacía. Más limpia que lo que había contado Grand-Duc, pero el detective había precisado que había recogido en bolsitas de plástico casi todos los desperdicios, en busca del extraño Georges Pelletier.
¿Existía ese fugitivo al menos?
Marc volvió a salir de la cabaña, le dio la vuelta. No faltaba ninguno de los detalles descritos por Grand-Duc. La tierra removida, unas piedras dispersadas unos metros, dos trozos de madera que habían podido ser juntados para formar una cruz, rotos, cerca. Grand-Duc no había mentido tampoco en ese punto. Existía realmente al lado de esa cabaña una tumba que el detective había profanado, dos veces, para encontrar en su tamiz un eslabón de oro y restos de bebé humano.
¿Qué cambiaba eso ahora?
Marc miró su reloj.
Diecinueve horas treinta y seis minutos.
No había recibido ningún mensaje nuevo de Lylie. Se sentó encima de un tronco muerto, a unos metros de la cabaña. El sol se ponía en ese techo del mundo. El techo de su mundo, al menos. Lejos de todo. Únicamente acompañado por una loca. No tan loca, por cierto, no tan peligrosa, no tan mala.
Había perdido. Había dejado que los recuerdos dolorosos lo invadiesen, lo dominasen. Iba a regocijarse con esa nostalgia malsana para evitar pensar que en ese mismo momento Lylie dormía en la habitación de una clínica, iba a abortar dentro de unas horas, porque la flor de su amor debía ser condenada como un fruto envenenado en virtud de un insoportable principio de precaución. Para evitar igualmente pensar que el único que podía ayudarlo, el asesino de su abuelo, andaba suelto por algún sitio, y que no tenía ninguna oportunidad de encontrarlo allí.
Malvina fue a reunirse con él.
—¡Está listo!
Había colocado en un trozo de tela la botella de agua, los paquetes de galletas y el salchichón.
—Menudo festín, ¿no?
Comieron en silencio. Sólo la luna iluminaba ahora la cabaña, que adoptaba el aspecto de una casucha encantada en medio de un bosque de ogros. Ambos eran conscientes de que era demasiado tarde para volver a bajar, que deberían dormir allí arriba, juntos. Sin intercambiar una palabra, estaban de acuerdo, habían ido hasta allí para eso.
Una noche en el monte Terrible.
Dos huérfanos perdidos en un cementerio sin tumbas.
Cuando lo hubieron recogido todo, Marc sacó de su mochila el cuaderno verde de Crédule Grand-Duc. Se lo tendió a Malvina.
—Vaya. Debe de hacer un buen rato que lo buscas, ¿no? Quizá seas más lista que yo.
—¿Son las memorias del otro bastardo?
—Como sueles decir…
—Gracias de todas formas.
Malvina cogió el cuaderno, su saco, una linterna, y se metió en la cabaña. Marc, por el contrario, se alejó, caminó, iluminando sólo sus pasos con el hilo de luz de su linterna. Siguió durante largo rato vagando por el bosque, describiendo un amplio círculo alrededor de la cabaña. Cuando volvió, la luz de la lámpara de Malvina iluminaba tímidamente el interior de la cabaña, como la llama de una vela en un farol.
Marc entró. Malvina dormía. Se había acurrucado en su saco. El cuaderno de Grand-Duc estaba abierto, justo al lado de su cabeza.
Marc sonrió a su pesar. Esa chica, cuatro años mayor que él, torturada por todo el odio acumulado, lo enternecía como otra hermana pequeña a la que tuviera que proteger. Se acercó en silencio, cogió el cuaderno verde y volvió a salir de la cabaña. Se volvió a sentar en el tronco, pasó las páginas, mecánicamente, hasta la última. Las últimas líneas.
He hecho recuento en este cuaderno de todos los indicios, todas las pistas, todas las hipótesis. Dieciocho años de investigación. Todo está aquí en este centenar de páginas. Si las han leído con atención, saben tanto como yo. ¿Tal vez serán más perspicaces? ¿Tal vez sigan por un camino que he pasado por alto? ¿Tal vez encuentren la clave, si es que existe una? Tal vez…
¿Por qué no?
Para mí todo ha terminado.
Decir que no me arrepiento de nada sería exagerado, pero lo he hecho lo mejor que he podido.
«Lo he hecho lo mejor que he podido».
No le venía ninguna intuición nueva. Intentó llamar por teléfono a Lylie, pero no había cobertura en ese rincón perdido de montaña. Marc echó pestes contra su estupidez. Ir a perderse allí era la peor de las ideas que nunca había tenido. Debía contentarse con leer los mensajes grabados en su teléfono. Releyó el último, recibido en la camioneta por la tarde:
Marc. Entro en la sala de operaciones mañana por la mañana a las diez. Todo está ok. No te preocupes. Te llamo luego. Todo irá bien. Un beso. Émilie.
«Mañana, a las diez».
Se sentía tan inútil.
El ulular de una lechuza aumentaba el ambiente siniestro de la noche. Un mochuelo, o un búho real. O un búho gran duque, se sonrió Marc. No sabía nada de rapaces, y de todas formas el pájaro nocturno estaba escondido en alguna parte entre las ramas, invisible.
Marc apuntó con su linterna. No iluminó más que hojas.
—¿Dónde te escondes? —dijo en voz alta.
Su voz se perdió en la montaña.
—Inaprensible, ¿verdad? ¿Agazapado en la sombra? ¿Desde hace cuánto tiempo estás aquí, en el monte, todas las noches, mirando, espiando? El gran pájaro de hierro que se estrelló en tu reino, hace años, estabas ya aquí, ¿verdad? Georges Pelletier que dormía en la cabaña, la tumba que cavó, la esclava, ¿viste todo eso también? Y Grand-Duc, unos años más tarde, jugando a los sepultureros… ¿Qué has visto?, dime.
Le respondió un ulular casi alegre.
—Me estás tomando el pelo, ¿verdad? ¿Realmente crees que no tengo ninguna oportunidad? Estás equivocado, fíjate… Imagina, no obstante. Imagina. A mi pequeña, tiene doce años. Estamos solos los dos, en plena naturaleza, bajo una tienda. La noche. Cuento con ella las estrellas. Le digo algo como: «Ya ves, cielo, aquella noche no las tenía todas conmigo. Estaba allá arriba, en la montaña, completamente a ciegas. Hacía falta, no obstante, que diese con ello antes del día siguiente, a las diez. Tu madre dormía en la otra punta del mundo. Faltó nada, cielo, para que no las vieras nunca. Tu papá te salvó in extremis, ya sabes. Estuvo rápido aquella noche…».
La linterna barrió de nuevo las ramas. Una sombra negra echó a volar. Un búho, u otro pájaro nocturno.
—Tienes razón, son chorradas…
Marc volvió a la cabaña. Tenía frío. Se metió en su saco, se tumbó cerca de Malvina. Echado sobre la espalda, sus ojos escaparon hacia el cielo a través de los agujeros del techo. Otros tantos tragaluces hacia el infinito. Era necesario que reflexionase de nuevo, que fuese su propio torturador, que se hiciera preguntas hasta que su inconsciente, su memoria, su pensamiento, le confesasen algo, cualquier cosa. Una clave. Tenía que utilizar cada minuto de las horas que le quedaban.
Muy cerca, Malvina dormía un sueño agitado. Cambiaba regularmente de posición, sin despertarse, lanzando de vez en cuando unos grititos. Poco a poco, se acercaba a Marc, buscando de forma instintiva el calor de su cuerpo. ¿Había dormido ya con un hombre? ¿Al lado de un hombre?
Debía de haber pasado la medianoche hacía mucho tiempo. Marc no había pegado ojo la noche anterior. Se quedó profundamente dormido, sin ni siquiera darse cuenta.
Agotado.
Durmió tres horas.
Fue el grito de Malvina lo que le despertó, sobresaltado. Un grito de demente. Estaba de pie en la cabaña, temblorosa. Su largo cabello despeinado le hacía parecer una bruja atemorizada. Dos piernas flacas sobresalían del jersey que se había dejado para dormir. Sus pies daban saltitos como si los hubiera puesto sobre unas brasas.
—¿Estás… estás bien? —dijo Marc con voz sorda.
—Claro, claro. No te preocupes por mí. Acostumbro a hacerlo.
Se volvió a acostar. Marc la miraba, inquieto.
—¡Te digo que estoy bien!
—¿Estás segura?
—Claro, ¡vuelve a dormirte! No necesito una tata. No me des el coñazo. ¡A dormir te digo!
—No estoy seguro de poder hacerlo de nuevo…
—Chúpate el dedo, entonces… Tú también has tenido que aprender a vivir con tus pesadillas… ¡Búscate la vida!
Malvina le dio la espalda a Marc. El saco tocaba el suyo. Extraña intimidad. Marc se quedó de nuevo con los ojos abiertos.
Eran las cuatro de la mañana. Era ahora o nunca. Había que intentar algo, enseguida. Luego sería demasiado tarde.
Malvina ya se había dormido.
¿Intentar qué? Los ojos de Marc continuaban clavados en la noche. Las estrellas aparecían y desaparecían, sin duda ocultas por invisibles nubes empujadas por el viento del Jura. Como falsas estrellas fugaces, pidiendo deseos que no se realizan. Como la luz alterna de un avión en la noche que se confunde con las constelaciones. Más cercano. Efímero.
¿Intentar qué?
Las reflexiones de Marc le llevaban siempre a las últimas líneas del cuaderno verde, a ese suicidio abortado.
¿Grand-Duc había ido de farol?
¿Había descubierto otra cosa, aquella noche, después de haber redactado sus memorias, después de haber dejado su bolígrafo? ¿A falta de cinco minutos para la medianoche? ¿Un hecho nuevo que no había escrito en su cuaderno? Marc intentó acordarse. ¿Cuáles habían sido las palabras exactas de Malvina, el día anterior, en el tren? Marc se concentró. Ante sus ojos, las únicas dos constelaciones que era capaz de reconocer, la Osa Mayor y Vega, acababan de desaparecer. Las palabras de Malvina se inscribieron en la oscuridad de su memoria:
«Crédule Grand-Duc telefoneó a mi abuela. Anteayer. Le dijo que había encontrado algo. La solución de todo el caso, parecía. Así, a cinco minutos de la medianoche, ¡el último día! ¡Justo en el momento en que iba a pegarse un tiro en la cabeza encima de la edición de L’Est Républicain del 23 de diciembre de 1980! Necesitaba todavía un día o dos para reunir las pruebas, pero afirmaba estar seguro de su jugada, había resuelto el misterio. Necesitaba ciento cincuenta mil francos, también…».
Marc repasaba esas palabras una y otra vez. Si no había ido de farol, Grand-Duc había descubierto su solución en el momento de pegarse un tiro en la cabeza, en su despacho, calle de la Butte-aux-Cailles, enfrente de la chimenea donde se consumían los archivos. La antevíspera por la mañana, Marc había registrado ese despacho con detalle: no había encontrado nada. Malvina tampoco… aparte de un cadáver. ¿Qué había pasado por alto? Marc intentó imaginarse la escena del suicidio de Crédule Grand-Duc. El cañón contra la sien, la tinta del periódico que enjugaría la sangre. ¿Por qué Grand-Duc había interrumpido su gesto? ¿Qué había oído? ¿Visto?
¿Leído?
La idea se le ocurrió de repente, no era más estúpida que cualquier otra: ¡L’Est Républicain del 23 de diciembre de 1980! El periódico era sin duda el último punto en el que los ojos de Grand-Duc debían de haberse fijado.
¿Y si la solución estaba impresa en un periódico de hacía dieciocho años? ¿Por qué no, después de todo? En el punto en el que estaba. Si no era una pista, al menos era un destino.
Marc se levantó sin hacer ruido para no despertar a Malvina, que seguía lanzando grititos en su sueño agitado. Echó a voleo su material en la mochila, sacó de su bolsillo una de las páginas arrancadas del diario de Grand-Duc, le dio la vuelta y escribió en el dorso:
He ido a por los cruasanes. Marc.
Colocó la nota en el suelo, justo al lado de la cabeza de Malvina. Dejó la guía cerca. Se quedaría con el mapa. Marc miró una última vez la forma del cuerpecito de niñita perdida en el saco azul grisáceo demasiado grande para ella. Malvina sabría apañárselas sola.
El sol no había salido todavía, pero una tenue claridad dejaba adivinar a lo lejos la línea divisoria. Las estrellas se apagaban una a una. El amanecer del último día. Marc pensó en Lylie, en una habitación blanca.
Se puso en camino.