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3 de octubre de 1998, 12.01

Crédule Grand-Duc seguía con los prismáticos la ronda del cartero. La camioneta era imperdible. La pintura amarilla del vehículo se destacaba en cada curva del verde monocromo de los bosques de abetos. Subía lentamente, se tomaba su tiempo. Se paraba en cada buzón de los chalets que se sucedían en la carretera, todos orientados al sur, hacia la solana de la montaña. No estaría allí antes de diez minutos.

El Xantia estaba aparcado unos kilómetros más arriba, a una buena treintena de curvas, un poco antes de la entrada de Saint-Hippolyte. El detective escudriñó de nuevo unos instantes los tejemanejes del funcionario desde su coche.

Diez minutos…

¿Sería, por fin, ese el bueno? Era el octavo cartero al que seguía la pista, sin éxito. La suerte acabaría cambiando claramente. No era una cuestión de suerte, por otra parte, sólo de método y de tenacidad, como siempre. Hacía tres días que estaba sobre la pista de Mélanie Belvoir. Esa chica no tenía ninguna relación con su familia. Su nombre no aparecía en ninguna guía, digital o no. No había encontrado ningún rastro administrativo de su existencia. A lo mejor estaba casada, pero no existía ninguna Mélanie Belvoir en los registros de matrimonio de la zona, se había recorrido los cuarenta y cinco municipios de Montbéliard. Era entonces cuando se le había ocurrido pensar en los carteros. Si Mélanie Belvoir estaba en la guía, si había cambiado de apellido, a lo mejor continuaba aun así recibiendo el correo a su antiguo nombre. Cartas de una amiga de la infancia, viejas suscripciones… Un cartero podía saber eso, sobre todo un cartero en una zona rural, una zona de montaña, debía de conocer cada dirección…

Salvo que los siete primeros carteros tampoco conocían a ninguna Mélanie Belvoir.

Qué le iba a hacer. Debía aferrarse a ello, continuar. Ya se había visto en otras así, desde el comienzo de esa investigación. Y estaba motivado… Nunca se había acercado tanto al sol.

¿Para qué vivir? Hacía exactamente doce horas y un minuto, cuatro días antes, iba a pegarse un tiro en la cabeza.

Grand-Duc apuntó de nuevo con los prismáticos. La camioneta había salvado una docena de curvas.

Crédule Grand-Duc apretó en su bolsillo la culata de su revólver, su Mateba, modelo 6 Única. Semiautomática. Su arma se había convertido casi en una pieza de colección desde que la compañía americana había quebrado. Hasta tenía que importar las balas de Canadá, a precio de oro, cuarenta dólares canadienses la caja de seis. Le daba igual. Tenía los medios, más que nunca. La mañana anterior había recogido en la casa rural de Monique Genevez los ciento cincuenta mil francos adicionales enviados por Mathilde de Carville.

Sólo un anticipo.

¿Qué más podía pedir?

¿Una conciencia, una buena conciencia a lo mejor?

Volvió a pensar en su cuaderno; Lylie y Marc ya debían de haberlo leído. Había pocas posibilidades de que hubiesen ido luego a su casa y descubierto el cadáver. Pero, incluso en ese caso, había tomado precauciones. Seguía siendo una víctima a sus ojos, no un asesino. En cuanto a lo demás… ¿Había sido lo bastante hábil? ¿Sospecharían la verdad? ¿El sabotaje mortal de ese ridículo tubo de gas en la noche de noviembre de 1982?

Con el paso de los años, Grand-Duc había llegado a convencerse de que no había sido más que el instrumento de los Carville, una simple herramienta entre sus manos; que no tenía ningún deseo de asesinar a los Vitral. Si hubiese rechazado el contrato propuesto por Léonce de Carville, otro esbirro lo habría ejecutado, de forma más atroz tal vez, otro que no hubiese salvado a Nicole Vitral. Se había perdonado desde entonces. Se había encariñado con los Vitral, con Nicole, con sus nietos. Había aprendido a conocerlos. A quererlos, incluso. Sí, a quererlos. A Nicole, sobre todo. Nunca los había traicionado desde entonces. Había intentado proseguir con su investigación con la mayor de las imparcialidades. Escribirlo todo en ese cuaderno, con la mayor fidelidad posible.

A excepción de la noche de Tréport, por supuesto.

No era un ángel, nunca lo había pretendido. Pero había sido riguroso, meticuloso, incluso para los tests de ADN, esos malditos tests de ADN que lo habían vuelto loco, al menos hasta hacía cuatro días, y lo habían llevado al borde del suicidio.

Todo eso se había acabado. El detective privado fracasado, el solitario consumido por los remordimientos. Había desenredado el embrollo. No le faltaba ya más que echarle el guante a la última testigo.

Mélanie Belvoir.

La camioneta amarilla surgió de la curva. Aparcó justo al lado del Xantia. Salió el cartero. Un joven, cabello largo trenzado con rastas, agarradas con una bandana roja. Cuerpo de deportista. De los capaces de chuparse su ronda en bici de montaña atajando por las rutas de senderismo…

Crédule Grand-Duc se plantó delante de él.

—Perdone. Me gustaría hacerle una pregunta. ¿Podría indicarme dónde vive Mélanie Belvoir?

El cartero lo miró con desconfianza.

—Lo siento, tenemos por norma no dar esa clase de informaciones…

Respuesta clásica. Pero, sin traslucir nada, Crédule Grand-Duc estaba emocionado. El cartero había reaccionado ante el nombre de «Mélanie Belvoir». ¡La conocía! Una buena carta, por fin. ¡Sólo había que hacerle arrancar! El cartero deslizó tres sobres en el buzón de enfrente de él y se volvía ya a su camioneta.

—Un minuto, hijo. Esto va en serio. ¡Policía!

Crédule Grand-Duc tendió su carnet de detective privado jurado, sellado con la bandera de la República francesa, lo que, nueve de cada diez veces, arreglaba el asunto.

—¿Y qué? —dijo el otro sin ni siquiera mirarlo—. Estoy currando en esto. Estoy de servicio. Hágale una solicitud oficial a mi jefe. El papeleo es asunto suyo…

Se había topado con un pelma. No debía ser brusco con él, todavía no. Tenía que ganárselo por el lado sentimental.

Grand-Duc puso cara de comisario preocupado.

—Es urgente. Una cuestión de vida o muerte. No puedo decir más, pero cada minuto que pasa juega en nuestra contra…

El cartero miró fijamente a Grand-Duc durante un largo rato.

—Yo no puedo decir nada. Lo siento, es confidencial. Con una llamada a la central lo sabrá…

—No. Mélanie Belvoir no está en los registros. No con ese nombre, en todo caso…

—Entonces es que no quiere que la anden jodiendo…

Se había topado con un auténtico pedazo de gilipollas. Menuda suerte.

—Es su deber, joven. Ayudar a la policía.

El otro silbó, moviendo las rastas.

Sorry, colega. No es muy de mi estilo echar a la buena gente a los polis. Ya no estamos en esa época, ya ve… Hale, chao.

Se dio la vuelta.

—Vale —dijo Grand-Duc—. ¿Cuánto?

—¿Cuánto qué?

—Por la dirección, ¿cuánto? ¿Cinco mil francos? ¿Diez mil francos?

—¿Eso son métodos de poli?

Rompió a reír.

—No lo creo…

«Vale, deja de jugar», pensó Grand-Duc.

No sacaría nada de ese joven gilipollas por las buenas. El cartero ya se había vuelto a montar en su vehículo cuando el largo cañón del Mateba se posó en su sien.

—Tranqui. Tranqui.

—Entonces ¿Mélanie Belvoir?

—Ni idea. No la conozco.

Grand-Duc presionó más fuerte. El dedo se crispó en el gatillo. El sudor que corría por la sien del cartero empapaba el cañón del Mateba.

—Te lo he dicho. Es una cuestión de vida o muerte. Ahora para ti también. Te voy a hacer una confidencia, no soy de la policía. Soy un asesino en serie. The Postmen Killer. ¿Lo pillas? Tengo fobia al amarillo. Me cargo a todos aquellos que me toman el pelo… Así que ¿Mélanie Belvoir?

—Le juro que…

—De acuerdo, voy a empezar entonces disparándote una bala en la rodilla. Se acabó patearse la montaña de las vacas… El esquí de fondo, la bici de montaña, la vía ferrata, las tías…

Grand-Duc bajó el cañón, apuntando ostensiblemente a la pierna.

—¡Vale, vale! —gritó el cartero—. Déjese de gilipolleces. Se puso el apellido de su marido, o del tío con el que vive. Luisans. Mélanie Luisans. Vive en un valle aquí al lado, en la D34 saliendo de Montbéliard, en la salida de Dannemarie, el primer chalet, el único, aislado, después del pueblo, con unas contraventanas azul cielo si no recuerdo mal…

—¿Cómo sabes eso?

—Continúa recibiendo correo a nombre de Mélanie Belvoir tres o cuatro veces al año.

—Vaya, ya ves, no era tan difícil…

Por esta vez, Grand-Duc se emocionó abiertamente. ¡Había dado con el último testigo! Era el primero, el único en haberlo logrado. Aunque algún otro lo adivinara, abriera ese viejo ejemplar de L’Est Républicain y comprendiera, ¿cómo podría llegar hasta Mélanie Belvoir? ¿Cómo podría encontrarla tan rápido? No, estaba tranquilo. Poseía una cómoda ventaja.

—¿Qué… qué quiere de Mélanie Belvoir?

—No te agobies, hijo, eres demasiado sensible. Sólo quiero hablar de los viejos tiempos.