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3 de octubre de 1998, 06.13

Mathilde de Carville rascó la cerilla y la acercó al gas. Un círculo azul de llamitas lamió la cacerola de agua. Se volvió, observó una última vez el ejemplar de L’Est Républicain del 23 de diciembre de 1980 y luego arrancó la primera página. La retorció haciendo una vela de papel, la acercó a las llamas. La vela se convirtió en antorcha. Mathilde de Carville no la soltó, encima del fregadero, más que cuando el fuego le ennegreció las uñas.

Esa portada de periódico ya no servía de nada. Había encontrado el sobre dejado en el hall de la entrada el día anterior, por la tarde. El periódico estaba doblado en el interior, como le había pedido a esa secretaria. Una espabilada, al final. Lo había leído. No había tardado ni un minuto en entenderlo. ¿Cómo no entenderlo?

Grand-Duc no iba de farol. Tenía toda razón. La verdad saltaba a los ojos, nunca mejor dicho, pero con una condición, una sola. Abrir ese periódico dieciocho años más tarde.

¡Qué ironía!

Así que habían ido desencaminados desde el comienzo.

Peor. Su marido se había comportado como el más despreciable de los criminales. Había matado. Por nada. Ella no valía mucho más. Había cerrado los ojos. Por Lyse-Rose. Lo había aceptado, con conocimiento de causa. Habían castigado a unos inocentes. Unas víctimas, como ellos. La verdad saldría a la luz un día de esos. No tendría valor para enfrentarse al juicio de los hombres. En cuanto al juicio de Dios…

Mathilde de Carville mojó un dedo en el agua sin vacilación alguna. Estaba templada, sin más. Linda estaba allí arriba, en el cuarto de invitados. Dormía. Se había desmayado en el hall después de haber descubierto el cadáver de Léonce. No había dado ni diez pasos antes de desplomarse sobre el parquet. Mathilde le había dado un calmante, luego un somnífero, la había tumbado en la cama, había avisado a su marido de que su esposa dormiría en la Rosaleda, cosa que pasaba a veces cuando Léonce se encontraba mal. No le había hecho preguntas, pagaba bien, lo bastante como para que su tata hiciese horas adicionales.

Mathilde abrió un armario, sacó de él un cristal envuelto en papel de periódico. Linda iba a despertarse. La primera cosa que haría sería correr a la policía, por supuesto. Mathilde no iba a impedírselo. ¿Qué podía hacer ella? No iba a asesinar a esa pobre chica. Pensándolo bien, la tarde anterior debería haber esperado unas horas, debería haber aguardado hasta que Linda volviera a su casa. Entonces se habría quedado a solas con Léonce, como todas las noches. Todo habría sido mucho más simple… ¡salvo que estaba más allá de sus fuerzas! Esperar varias horas, después de haber recibido el periódico, después de haberlo entendido todo. Mil veces, todos estos años, había pensado en hacer justicia ella misma. «Hacer justicia»… Palabras muy grandes. Todo de lo que podía fanfarronear era de haber acortado los sufrimientos de un enfermo. Justicia, Dios ya la había dictado.

Era ahora su turno de presentar el peso de sus remordimientos en la balanza.

Así que, la policía, el escándalo…

Daba igual. Ya no estaría allí para hacerles frente.

El dedo de Mathilde de Carville removió de nuevo el agua sobre el gas. ¡Casi quemaba! Resopló de alivio. Pronto, todo habría acabado. Cortó el gas, vertió el agua a punto de hervir en un gran bol de terracota ocre, lo dejó en una bandejita de plata, con el frasco, una cucharita, y salió de la cocina.

Mathilde subió lentamente la escalera de cerezo silvestre, abrió la primera puerta a su derecha, el cuarto de Lyse-Rose. Contempló la inmensa habitación atestada de juguetes, de paquetes de regalo. Daba igual su valor, habían sido, cada año, cada cumpleaños, cada Navidad, como un mensaje de esperanza. Lyse-Rose no era olvidada. Cada frágil vela representaba la pequeña oportunidad de que estuviera todavía viva. La chispa. Apagada de un soplo, para siempre, desde la tarde anterior.

Léonce había matado para nada.

Mathilde dejó la bandeja de plata sobre la mesilla. Para llegar hasta la cama, desplazó un cochecito azul cielo ribeteado de encaje y pasó por encima, con precaución, de un servicio en miniatura de vajilla china. Apartó suavemente el gran oso que dormía encima de la cama de niña pequeña; Malvina lo llamaba Banjo. Se tumbó sobre la cama en la que debería haber dormido Lyse-Rose todos esos años; en la que no dormiría jamás. Desenroscó el tapón del frasco de cristal y vertió la totalidad del contenido amarillento en el bol ocre de agua hirviendo.

—Mi preferida —murmuró Mathilde—. Mi secreto. Mi celidonia, conservada celosamente en mi invernadero, para las grandes ocasiones. La gran ocasión. La última.

Mathilde removió el contenido del bol con la cuchara de plata. El jugo de celidonia se mezcló con el agua caliente en una infusión que Mathilde sabía mortal.

Se había enterado de que era imposible asesinar a alguien con celidonia. Ni siquiera a su marido. El sabor de la planta era, al parecer, insoportable. Por esa razón, los accidentes eran muy raros, un solo muerto, una vez, en Alemania, según había leído. Por esa razón, la celidonia, la hierba de las golondrinas, era desatendida por los autores de novelas policíacas.

Mathilde dejó la cuchara con delicadeza en la bandeja de plata. Pasó sus manos por detrás de su cuello y se descolgó su cruz.

Hasta para suicidarse no recomendaban la celidonia… O bien la reservaban para las voluntades superiores. Sonrió. No era de la clase de gente que acabase con todo tragándose una caja de tranquilizantes o inyectándose un producto indoloro en las venas… ¡Un suicidio confortable! ¡El peor de los oxímorons! ¡Qué espantosa e hipócrita manera de presentarse en el Último Juicio!

Mathilde de Carville mojó los labios en su bol de cocción de celidonia. Puso una mueca de asco, pero siguió inclinando el bol de terracota. Lo bebió hasta el final.

Era infecto.

No iba a quejarse.

En otra época, para expiar su culpa, habría ordenado que la flagelasen hasta la muerte, que le clavaran una estaca de madera en el corazón, que la quemasen viva.

Mathilde se tumbó en la cama de Lyse-Rose. La cama de una muerta.

Apretó la cruz en su mano.

Ya no tardaría mucho, ahora.