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2 de octubre de 1998, 18.10

Marc volvió a su asiento. Pasó en silencio por delante del adolescente de los cascos todavía pegados a sus orejas y del tipo dormido, que había dejado caer sus dos Doc Martens sobre el asiento. El Ruán-Dieppe cruzaba Longueville-sur-Scie y los últimos manzanos desaparecían de nuevo, en un océano amarillo de maíz y de colza. Llegaron a Dieppe en menos de un cuarto de hora.

Marc se sentó y se bebió con avidez más de la mitad de la botella de San Pellegrino. Se aseguró de que el Mauser seguía metido en su bolsillo y luego echó una mirada hacia el fondo del compartimento. Malvina, postrada, no se había movido. Marc sacó febrilmente el cuaderno de Grand-Duc. Había tomado la decisión de terminar la lectura de un tirón. Le quedaban menos de cinco páginas. Todo iba demasiado deprisa. Si no quería volverse loco, debía subir uno detrás de otro los escalones de esa espiral infernal, tan en calma como fuera posible, aunque ignorase adónde le llevaba ese entramado de misterios. Cuando hubiese cerrado el cuaderno, sería el momento de reflexionar sobre las revelaciones de Malvina, ese último giro que Grand-Duc se había sacado de su chistera antes de ser condenado para siempre al silencio.

Diario de Crédule Grand-Duc

Mathilde de Carville me hizo su petición con toda sencillez en el transcurso del año 1995: comparar el ADN de la sangre de la pequeña Lylie Vitral con el de todo el linaje de los Carville. Tenía conocidos en la policía científica, sabía igualmente que me había convertido en íntimo de los Vitral. Pónganse en mi lugar. ¿Cómo rechazarlo? No era fácil, como comprenderán, ser recibido por la tarde en casa de los Vitral como amigo de la familia y luego ir a contarles todo al día siguiente a los Carville. Un culo de mal asiento, si lo prefieren. Pero dejémoslo, una vez más, pasen de mis cambios de humor de espía depresivo, ¡tienen mucha razón!

Si nos situamos en un punto de vista puramente técnico, no iba a presentarme con la tarta de cumpleaños de Lylie y pedirle a Émilie Vitral, o a su abuela, una muestra de su sangre. Mi estratagema estaba cantadísima, se lo concedo, le hice como regalo de cumpleaños a Lylie un florero resquebrajado que no tardaría en romperse entre sus dedos. Aquello funcionó más allá de mis esperanzas. El jarrón estalló en cuanto Lylie lo tuvo entre su pulgar y su índice. Confuso, recogí los pedazos de cristal ensangrentados, los tiré a la basura, salvo aquellos que deslicé en una bolsa de plástico en el fondo de mi bolsillo.

Un juego de niños. Visto y no visto.

Obtuve el resultado del laboratorio unos días más tarde. Si les digo que tuve remordimientos, se burlarán un tanto. Se lo advierto sólo para explicarles por qué le pedí un duplicado a mi contacto del laboratorio científico. Un único análisis. Dos sobres. Uno para Mathilde de Carville, uno para Nicole Vitral. Les remití el sobre azul en mano.

Igualdad.

Así que conocen la verdad desde hacía tres años. ¡La ciencia ha hablado!

¡Listo! Podría quedarme aquí, decirles que les di los sobres a las dos familias y basta. Chao, abuelitas. ¡Apáñenselas con eso!

Pero no soy un ángel. No, por supuesto que no, no resistí la tentación. Sí, leí el resultado. Piénsenlo, quince años de investigación sin ninguna certeza. Me precipité sobre el resultado como un presidiario que después de quince años en el talego se abalanza sobre una puta…

La metáfora es justa. Una putada de resultado.

Decir que ese resultado me sorprendió sería, como dicen los eruditos, un eufemismo. Me caí de culo, sí, el que tenía de mal asiento. Como si alguien en los cielos, el dios o la virgen del monte Terrible, siguiese tomándonos el pelo.

Fue el resultado de los tests, creo, lo que definitivamente me hizo caer por la vertiente de la depresión, lo que me hizo rodar sin fin hacia el fondo, al agujero. Un resultado absurdo, risible, para echar todos estos años de búsquedas a una hoguera, y para tirarme a ella yo también, luego, a falta de haber encontrado a la bruja escondida detrás de todo este caso.

A pesar de todo, desde 1995, seguí siendo leal, como un viejo perro policía fiel. Apenas si proseguí con la investigación. A medio gas. Nazim lo había dejado desde hacía tiempo. Hacía sus chapucillas en negro y a veces ayudaba a Ayla en el kebab, en el bulevar Raspail.

En diciembre de 1997, emprendí mi última peregrinación al monte Terrible. Les confío ahora la última pieza del rompecabezas. No la menos inquietante… Júzguenlo ustedes mismos…

De camino a mi última peregrinación en el Jura, pues. Contaba con paladear hasta el final mis placeres postreros: el cancoillotte, el comté madurado y el vino de Arbois de Monique Genevez. Pisar las últimas briznas de hierba, agarrar las últimas ramitas, antes del salto final. Mi peregrinación, mi propio Lourdes. Igualito. El mismo milagro esperado que no se produce jamás.

La última idea me vino durante la noche, en la casa rural. Vayan ustedes a saber por qué. Sin duda me hacían falta sesenta y dos centilitros de vino amarillo para tener imaginación. Mathilde de Carville había tenido mucha razón al darme dieciocho años para investigar. Por lo visto soy más bien lento con el gatillo y ella lo había adivinado. Subí de nuevo por la mañana al monte Terrible con una pala y una bolsa de basura grande. Cavé como un condenado al lado de la cabaña, en el emplazamiento exacto de la tumba. Durante una hora. ¡Diez kilos de tierra! Sin cribar, nada. Cogía todo lo que me venía a la pala. Llevé el total sobre mi espalda como un presidiario. Dos kilómetros. Al llegar al camino, Grégory, el guapo del parque natural, me volvió a bajar en todoterreno con la bolsa. Al día siguiente, enguarré el maletero de mi BMW subiendo en él los diez kilos de tierra y circulé hasta Rosny-sous-Bois para llevárselo todo a mi colega de la policía científica.

No es necesario contar qué morros me puso. ¡Diez kilos de residuos para examinar con microscopio! ¿Para buscar qué? ¿El último capricho de un loco furioso?

Jérôme, el tipo en cuestión, acababa de cargarse con un tercer chaval y una casa en Bondoufle a pagar en veinte años: no dudó mucho tiempo ante el sobre de billetes que doblaba su trimestre de salario de funcionario de la policía científica, contratado con un doctorado y pagado apenas un cuarto del salario de un médico. Eso bien podía llevarle horas, me daba igual.

Me llamó, una semanita más tarde.

—¿Crédule?

—¿Sí?

—He jugado a los jardineros como tú querías. ¿Quieres el pH, el humus, la acidez de tu estúpida tierra? ¿Qué quieres plantar con esto, un huerto para tu vejez?

—Abrevia, Jérôme.

—Ok. Es tierra, Crédule… nada más que tierra.

Había dudado un poco antes del «nada». Conservé la esperanza. «Crédulo» hasta el final.

—¿Nada más?

—Sí… pero aquí nos metemos realmente en lo micro micro. Nada fiable…

—Arranca…

—Como quieras… En la tierra, hay también residuos de hueso. Nada. Partículas. Motas. Unos gramos. Nada que no sea lógico encontrar en un bosque. La tierra no es nunca más que compost, acumulación de diversas cosas muertas encima…

Insistí de nuevo. Jérôme Larcher era el mejor a su manera. Un hacha. Con el mejor material de Francia a su disposición.

—¿Huesos de qué, Jérôme?

—Unos gramos de hueso, te digo, Crédule. A partir de eso, científicamente, no se puede decir nada…

—Vale… científicamente. Pero ¿tú qué dirías?

Jérôme Larcher dudó:

—Mi intuición, ¿eso es lo que quieres saber? Entonces vale, pero eso no estará en el informe, te lo advierto. Mi intuición es que yo diría que son antes huesos humanos que huesos de animales.

¡La puta!

¡Huesos humanos!

Tenía que exprimirlo todavía más a este Jérôme. No me había dado todo su jugo. Estaba al corriente de la investigación en la que trabajaba desde hacía años.

—¿Puedes datarlos, Jérôme?

—Imposible… No puedo darte una horquilla de menos de diez años, ¿sabes? Eso no va a hacerte avanzar…

—Datar la edad del tío enterrado, quiero decir, Jérôme. No el año de su entierro.

Jérôme hizo un largo silencio. Sentía que no me iba a gustar lo siguiente.

—Crédule… Aquí entramos en el dominio de lo subjetivo. De lo improbable total…

—Ahórrame el preámbulo, Jérôme…

—Vale, vale. Según mi opinión, son fragmentos de hueso de un humano más bien joven…

Unas gotas de sudor helado me corrían por la espalda.

—¿Cuánto de joven?

—Pues…

—¿Un crío?

—Que te quemas, Crédule.

Mi cabeza estaba como atrapada en un torno y cada nueva palabra era como una vuelta de tornillo adicional:

—¿Qué quieres decir, Jérôme? ¿Un bebé? ¿Jodidos fragmentos de hueso de bebé humano?

—Aquí curro sin red. Ya te lo he dicho. La fiabilidad es cero. Pero eso es claramente lo que yo diría… Fragmentos de un lactante humano.

¡La puta!

¿Qué habrían hecho en mi lugar? ¡Enterarme de eso después de dieciocho años de investigación! Francamente, ¿qué habrían hecho? ¿Aparte de pegarse un tiro en la cabeza?

Los ocho últimos meses no cuentan; ni los diez últimos días, pasados redactando este cuaderno. Ya está. Queda todo dicho. Es 29 de septiembre de 1998, son las doce menos veinte. Todo está en su sitio. Todo ha terminado. Lylie va a cumplir sus dieciocho años en unos minutos. Voy a poner mi bolígrafo en ese bote, enfrente de mí. Me voy a sentar detrás de este escritorio, desplegar L’Est Républicain del 23 de diciembre de 1980, el periódico de ese día maldito, y, tranquilamente, voy a pegarme un tiro en la cabeza. Mi sangre se confundirá con el papel amarillento del periódico. He fracasado…

Sólo dejo este testamento detrás de mí. Para Lylie. Para quien quiera leerlo.

He hecho recuento en este cuaderno de todos los indicios, todas las pistas, todas las hipótesis. Dieciocho años de investigación. Todo está aquí en este centenar de páginas. Si las han leído con atención, saben tanto como yo. ¿Tal vez serán más perspicaces? ¿Tal vez sigan por un camino que he pasado por alto? ¿Tal vez encuentren la clave, si es que existe una? Tal vez…

¿Por qué no?

Para mí todo ha terminado.

Decir que no me arrepiento de nada sería exagerado, pero lo he hecho lo mejor que he podido.

Las últimas palabras. La página siguiente estaba en blanco.

Marc cerró con una extrema lentitud el cuaderno de Grand-Duc. Vació de un trago la botella de San Pellegrino. El tren iba a entrar ya en la estación de Dieppe en cinco minutos. Como por arte de magia, el hombre en calcetines se había despertado y el adolescente guardaba sus cascos.

Marc tenía la sensación de que su cerebro patinaba, como la rueda de una bici salida. Era necesario que se tomase tiempo, que reflexionase. Que hablara con su abuela, Nicole, ante todo. Así que había recibido el test de ADN, se había enterado hacía tres años de que Lylie no era su nieta. Era evidente, en el fondo, incluso lo había confesado, le había regalado el zafiro azul claro a Lylie.

Lyse-Rose había sobrevivido, no Émilie. Esa era la única certeza. En cuanto a todo lo demás…

¿Quién había cavado la tumba del monte Terrible? ¿La esclava había sido enterrada allí? ¿O un perro? ¿Un bebé? ¿Qué bebé? Las preguntas corrían unas detrás de otras en su cabeza embotada, Grand-Duc no había resuelto el enigma. ¿Quién lo había matado? ¿Para ocultar qué verdad? ¿Quién había matado a su abuelo?

¿Dónde estaba Lyl…?

Un alarido desgarró el silencio del vagón.

Un grito demente.

¡Malvina!

Marc se precipitó antes de que el tipo que se anudaba las Doc Martens hubiese tenido tiempo siquiera de reaccionar. Malvina estaba acurrucada contra su asiento, su cuerpo flaco estaba convulsionado de temblores. Su mano colgaba, abierta, semejante a la de un suicida que se hubiese cortado las venas.

La mirada de Malvina imploró a Marc como si buscase desesperadamente ayuda, como si su mano abierta fuera la de un alpinista a su compañero, unos instantes antes de despeñarse.

Los ojos de Marc se dirigieron hacia abajo. A algunos centímetros bajo los dedos crispados de Malvina, un sobre azul desgarrado y una hoja blanca yacían en el asiento.

Marc comprendió. El sobre debía de haberse caído de su bolsillo durante su forcejeo con la chica. Malvina no había podido resistirse, lo había abierto y había leído el resultado del test de ADN; no estaba al corriente de nada, su abuela no se lo había dicho nunca. ¿Por qué entonces esa crisis de demencia?

Marc cogió con nerviosismo la carta mecanografiada con el membrete de la policía científica nacional de Rosny-sous-Bois. El análisis cabía en seis pequeñas líneas.

PRUEBAS GENÉTICAS DE PARENTESCO

entre Émilie VITRAL (muestra 1, lote 95-233).

y Mathilde de CARVILLE (muestra 2, lote 95-234).

entre Émilie VITRAL (muestra 1, lote 95-233).

y Léonce de CARVILLE (muestra 3, lote 95-235).

entre Émilie VITRAL (muestra 1, lote 95-233).

y Malvina de CARVILLE (muestra 4, lote 95-236).

Y, una línea más abajo… la sentencia:

Resultados negativos.

Ningún lazo de parentesco.

Tasa de fiabilidad de 99,9687%.

La hoja cayó de las manos de Marc.

Lylie no tenía ningún lazo de sangre con los Carville.

Lyse-Rose estaba muerta. Émilie había sobrevivido, Marc y ella poseían los mismos genes, los mismos padres, la misma sangre. A pesar de todas sus convicciones, a pesar de todo lo que su corazón le dictaba, ese deseo que sentía por su hermana no era más que una malsana y maldita pulsión incestuosa.