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2 de octubre de 1998, 17.57

Malvina de Carville clavó la mirada en Marc con su inimitable sonrisa de niña perversa de buena familia; una asesina en serie imaginada por la condesa de Ségur. Se sentó en el primer asiento del vagón, en el lado opuesto al sitio que ocupaba Marc.

Frente a él.

El monótono paisaje de la región de Caux pasaba por las ventanas.

Marc no esbozó ningún gesto. Malvina debía de tener, por supuesto, su Mauser al alcance de la mano. Lo más razonable era esperar. En ese instante, Marc deseaba ante todo terminar el cuaderno de Grand-Duc. Ya no le quedaban más que cinco páginas por leer.

Contuvo un escalofrío. La imagen perturbadora de Lylie en la playa de Morval le volvió a la memoria. Seguida de la lista de los hospitales. No debía dispersarse. Debía leer esas últimas páginas mientras mantenía un ojo en Malvina… Y aprovechar la primera ocasión que se presentara para desarmar a esa loca.

Diario de Crédule Grand-Duc

Les veo venir. ¡Han contado las páginas que quedan! Empieza a entrarles pánico. Reclaman la solución. No obstante, les había advertido, no hay que esperarse un final feliz, un golpe de efecto final, el dedo de Hércules Poirot señalando al verdadero culpable en la ultimísima línea… Lo sé, ya no es mi psicología barata lo que les interesa. Están hasta la coronilla. Fin, los métodos de papá Grand-Duc, los interminables cambios de humor y los indicios imperceptibles; han escuchado educadamente mi relato, pero ahora, en el fondo, sólo les interesa una única cosa: ¡el test de ADN! La Ciencia con C mayúscula. El milagro de la genética. Tranquilícense, voy a llegar a ello, a ese célebre test de ADN. Que no cunda el pánico. Fue el regalo de cumpleaños de Lylie: tres gotas de sangre por sus quince años.

Perdónenme, pero antes faltan por arreglar unos últimos detalles… Nazim y yo continuábamos persiguiendo con obstinación al célebre Georges Pelletier, un sin techo y colgado que quizá se paseaba por ahí con una esclava de setenta y cinco mil francos en el bolsillo…

Fue Nazim quien acabó encontrando a Georges, casi por casualidad. Desde hacía varios meses, intentábamos elaborar el inventario de todos los mendigos y de otros colgados de la calle hallados muertos, por accidente o no. Aquel día, una mañana de niebla de julio de 1993, Nazim le enseñó la foto a un policía de la zona del Havre, en el barrio de Neiges, una barriada extraña arrinconada entre los almacenes del puerto. El tío se acordaba vagamente de él. Después desenterramos unos archivos, había un dossier en la comisaría.

El 23 de enero de 1991, un desconocido había sido hallado ahorcado en la dársena del petróleo. Las temperaturas se mantenían por debajo de cero desde hacía una semana; el tipo no habría sobrevivido más de cinco minutos en el agua helada, aunque tenía más de dos gramos de alcohol en la sangre. No le habían encontrado ningún documento de identidad encima, pero los polis habían tomado una foto del cadáver. Sin duda, era Georges Pelletier, tumbado bajo su manta agujereada. Nada en las manos, nada en los bolsillos. Ni testamento, ni correa de perro… ni esclava.

La pared al fondo del callejón sin salida.

Avisé yo mismo al hermano, Augustin, que pareció casi aliviado. Su búsqueda personal tocaba a su fin. Podía pasar página. Yo no.

Ese cabrón de Georges Pelletier se había esfumado en invierno con su secreto. ¿Qué demonios había hecho aquella tarde en el monte Terrible? ¿Qué había visto?

¡Malvina cerraba los ojos!

Las ondulaciones de la región de Caux parecían estar arrullándola.

«La niña no está acostumbrada a los viajes largos», pensó Marc.

Alternaba la lectura del cuaderno de Grand-Duc y la vigilancia de Malvina de Carville, al final del compartimento. Desde hacía muchos minutos, Malvina luchaba contra el sueño; se adormilaba un breve instante, luego se despertaba, súbitamente, con la mirada al acecho, buscando a Marc. Esta vez, los ojos de Malvina estaban cerrados desde hacía más de treinta segundos.

Marc se decidió. Se levantó sin ruido, avanzó de puntillas. Menos de veinte metros lo separaban de la chica. Era indispensable que Malvina no abriera los ojos, no en seguida…

Marc ya había recorrido sus diez buenos metros. La cabeza de Malvina estaba todavía inclinada, inmóvil, sobre el lateral del asiento azul y amarillo, mostrando la sonrisa casi angelical de una niñita agotada por haberse divertido demasiado. Marc continuó avanzando. Se veía a sí mismo de niño, en el centro de ocio de Dieppe, jugando al «rey del silencio»: debía, sin hacerse tocar por las garras de un dragón ciego —un chaval cualquiera con los ojos vendados— y liberar a una princesa atada a una silla. Lylie, por supuesto.

Sólo cinco metros. El tren giró un poco a la derecha. La cabeza de Malvina cayó unos centímetros, se quedó inmóvil de nuevo. Marc se quedó petrificado, y dejó incluso de respirar.

Malvina abrió los ojos. Directamente hacia él. Dos canicas oscuras tiradas por un tirachinas.

La chica no tuvo tiempo de esbozar ni siquiera el más mínimo gesto; al segundo siguiente los ochenta kilos de Marc se abatieron sobre ella. Se había lanzado, sin reflexionar, simplemente fiándose de su instinto de lateral de rugby. Su mano derecha amordazó la boca de Malvina, mientras que con su mano izquierda sólo le atrapaba los dos brazos. Malvina tuvo que contentarse con revolver los ojos y agitar los pies. En el vagón, los dos otros pasajeros, tanto el adolescente de los cascos como el hombre dormido, no habían rechistado.

Marc empujó a Malvina hacia la ventana mientras la sostenía con firmeza. Había un viejo bolso de abuela de piel de cocodrilo verde postizo a su lado. Marc tenía un plan en mente, muy simple: recuperar la pistola. Después, ya se podría hablar…

Mantuvo la mano derecha como mordaza, dejó caer su peso más todavía sobre Malvina para impedirle todo movimiento y registró el bolso con la mano izquierda.

Bastaron sólo unos segundos. Extrajo del bolso el Mauser L110. Los ojos de Malvina lo fulminaron. Marc apuntó con el revólver, luego quitó poco a poco la mano de la boca de la chica.

—¿Tenías ganas de visitar Dieppe?

Malvina puso una mueca.

—Claro. Soy una loca de las cometas. Por lo visto Dieppe, este fin de semana, es La Meca.

—Tienes respuesta para todo, ¿verdad?

—Eso depende de las preguntas. ¿Qué harás si chillo?

—Te pegaré un tiro…

—¿Harías eso? ¿Le pondrías la mano encima a tu querida cuñada?

—Vete a saber… Soy un Vitral. Uno de los malos…

Malvina suspiró. Evidentemente no tenía ningunas ganas de atraer la atención sobre ellos.

—¿Estás al corriente de que este es el último tren de la tarde, Malvina? ¿Cuentas con dormir en Dieppe?

—Vete a saber… Soy una Carville, ¿sabes? Tengo pasta…

—Pasta o no, te aviso, si mi abuela Nicole se cruza contigo, acabarás cortada en trocitos y luego serás comida para gaviotas…

—¿Cuándo se acabará lo de tu humor barato?

Marc se irguió unos centímetros. La seguridad de esa chica lo irritaba. Tenía que quitarle la altanería de la boca. ¡Tenía que hacer que se viniera abajo para que hablase! Como a una niña con trastornos de conducta a la que se planta cara, a la que se agrede con sus propias armas y que acaba desmoronándose. La mano libre de Marc se posó sobre el muslo de Malvina. La chica se encogió hacia atrás. Su cabeza se golpeó contra el cristal.

—Querías que te acogiésemos, ¿verdad? Contabas con dormir en mi cuarto, ¿es eso?

La mano subía. Una venganza mezquina. A Marc le importaba un bledo.

—Lo siento, cariño, pero esta noche estoy un poco indispuesto de los cojones, no sé si sabes lo que quiero decir…

—Si no paras, voy a chillar…

La mano de Marc se posó sobre el jersey malva de Malvina, justo bajo sus pechos.

—¿Sabes que no estarías demasiado mal si te vistieses correctamente?

—Quita tus zarpas…

El timbre de voz de Malvina parecía resquebrajarse, como una pared de hormigón que se agrieta. Marc insistió:

—Más sexy, quiero decir. Serías casi una tía de bandera. Unas tetitas bonitas…

La mano de Marc se posó sobre una de las dos pequeñas protuberancias que inflaban la parte superior del jersey. Sintió cómo el corazón de Malvina se aceleraba.

—Y, además, tienes los medios para pagarte unas más grandes. ¿No?

El corazón se aceleró aún más. Los dedos de Malvina se crisparon en torno al brazo derecho de Marc: diez muñones inofensivos, incapaces de arañarlo. Uñas mordidas hasta hacerse sangre.

Marc se inclinó. Con la boca sopló en el cuello de Malvina. Sintió cómo el cuerpo de la chica se ponía tenso, los dedos se cerraban convulsivamente, su cuerpo flaco se convertía en un tronco de árbol muerto. Luego Malvina cedió, de repente, como si su esqueleto se hubiese fundido de repente.

Marc apartó la mano y susurró en su oído:

—¡No me toques nunca más, Malvina! ¿Has comprendido? Nunca más.

La puerta del vagón se abrió de golpe. Entró un revisor. Una revisora, en realidad, más bien joven. Pasó delante de ellos sin detenerse. Echó una rápida ojeada a los cuerpos abrazados de Marc y de Malvina. Apareció una sonrisa en sus labios y desapareció en el vagón siguiente.

Marc aflojó todavía más su llave, apuntó con el Mauser a la prisionera.

—Dejémonos de juegos. ¿Qué haces aquí?

—Vete a la mierda…

Marc sonrió.

—Me haces gracia, Malvina. Deberías acojonarme y me dan ganas de echarte un sermón, como a una hermana pequeña.

—Soy mayor que tú, ¡gilipollas!

—Lo sé. Extraño, ¿verdad? Todo el mundo te presenta como una loca peligrosa. Pero no consigo creérmelo.

—¿Quién es todo el mundo? ¿Grand-Duc?

—Entre otros, claro…

—Si te crees lo que él cuenta…

Malvina volvía en sí. Marc no debía dejarse engañar por esa extraña confianza que le inspiraba. La encañonó de nuevo con el Mauser.

—Es cierto que ahora ya no podrá decir nada malo de ti. Una bala en todo el corazón… ¡Radical! ¿Fue porque te odiaba por lo que lo has liquidado?

Por segunda vez en menos de un minuto, el cuerpo de Malvina pareció licuarse. Abrió unos ojos con forma de canicas, marrones, casi conmovedores:

—¿Qué me estás contando, Vitral? Yo… yo no he matado a Grand-Duc…

Su voz recobró una apariencia de seguridad:

—Me habría gustado mucho, fíjate. Pero el trabajo estaba ya hecho cuando llegué a su casa…

—¡No me tomes por un gilipollas! Se me cayó su cadáver encima en su casa. Tu Mini estaba aparcado delante de su casa.

Las pupilas de Malvina se dilataban. Sus ojos oscuros se agitaban como dos moscas aterrorizadas en un tarro.

—Ya estaba fiambre cuando llegué. ¡Te lo juro! Entré en casa de Grand-Duc dos horas antes que tú. Como máximo. Ya estaba frío. Como las brasas de la chimenea donde tenía metida la cabeza.

Marc se mordió los labios.

«Dice la verdad», pensó.

Grand-Duc llevaba muerto varias horas cuando lo había encontrado. Malvina parecía sincera, su versión era creíble. ¿Era tan estúpido de confiar en esa loca a pesar de las apariencias? En ese caso, ¿quién había matado a Crédule Grand-Duc? La imagen de Lylie pasó por delante de sus ojos.

—¿Por qué iba a creerte?

—Me importa una mierda que me creas o no…

—Vale. ¿Qué hacías, entonces, en casa de Grand-Duc?

—Soy una gran fan de las libélulas. Quería contemplar su colección. Tú también, ¿no?

Marc sonrió, a su pesar. Sin embargo, procuró mantener a distancia el Mauser. Malvina remachó:

—Viral, a lo mejor has sido tú quien ha disparado a Grand-Duc, después de todo. Son tus huellas las que los polis van a encontrar, no las mías.

¡La muy zorra! ¡No estaba tan loca! Marc, desconcertado, farfulló un poco:

—¿Estás… estás al corriente de lo que pasó? Grand-Duc tenía que suicidarse, según su cuaderno. Una bala en la cabeza encima de un periódico viejo…

—No…

Malvina había dudado un breve instante, apenas el rato de tres postes eléctricos por la ventana. Insistió:

—Por lo visto ese gilipollas no sabía apuntar.

¡Mentía! En ese punto al menos, ¡mentía! ¿Grand-Duc había contactado con los Carville antes de ser asesinado? ¿Había revelado algo más que lo que había escrito en su cuaderno?

—¡Grand-Duc había descubierto algo! —dijo Marc casi gritando—. Por fuerza, había informado a tu abuela. ¿Qué os contó?

—¡Antes la muerte!

Era casi una confesión… Malvina cruzó los brazos y volvió la cabeza hacia la ventana, como para evidenciar que no diría nada más. El cristal estaba abierto unos diez centímetros y un ligero viento agitaba los pocos cabellos de Malvina que se escapaban de su lustroso pasador de pelo. Los ojos de Marc se posaron en el bolso de la chica.

—Ok —dijo él—. Si no quieres decirme nada… Voy a servirme yo mismo.

La mano libre de Marc se coló en el bolso.

—¡No toques eso, Vitral!

Malvina saltó como un resorte. La furia propulsó su mandíbula contra la muñeca que tenía el Mauser, con la boca abierta, sacando los dientes, tratando de desgarrarle las venas. El brazo libre de Marc se desdobló, su palma bloqueó el pecho de la chica, y luego la empujó violentamente contra el fondo del asiento.

—Cabrón —susurró Malvina mientras se agarraba al brazo de Marc.

Sus piececitos molieron a golpes las rodillas de Marc. Dudó si sacudir a la chica de una vez por todas, luego renunció a ello. Se contentó con estirar el brazo y continuar manteniéndola a distancia. Malvina se aferró a la chaqueta de Marc, tratando de pellizcarlo, destrozarlo, desgarrar lo que podía, con todas las que fuerzas que le quedaran.

Eran insuficientes frente a Marc. La lucha era desigual. Sus dedos soltaron la presa. Se encontró de nuevo empujada contra el fondo de los asientos, con la cabeza contra cristal.

Marc resopló. Malvina disimuló bajo su largo cabello despeinado una sonrisa de júbilo. En la lucha, un sobre azul había caído del bolsillo de Marc, se había deslizado bajo la silla sin que se diera cuenta. No tenía más que esperar a estar sola para recuperarlo. Tal vez no fuera nada: un boletín de notas, una factura de teléfono… O tal vez era otra cosa…

Marc había abierto su bolso de piel de cocodrilo.

El sobre podía esperar, pensó Malvina, ese hijo de puta no se atrevería de todas formas a…

—¡No hagas eso, Vitral!

Malvina rabió, impotente.

—¿Caliente? ¿Qué ocultas aquí dentro, pilluela?

La mano de Marc examinó a ciegas el contenido del bolso. Unas llaves, un teléfono, una barra de labios, un monedero, también de piel de cocodrilo, un bolígrafo de plata, una agenda pequeña…

Las dos manos de Malvina se pusieron a temblar como si ya no las controlara.

¡Marc se quemaba! Era la visión de esa agenda lo que la ponía histérica. No era exactamente una agenda, por otra parte, más bien una simple libreta, de alrededor de siete centímetros por diez. Marc ya había adivinado el motivo del terror de Malvina: un diario íntimo, o algo que se le parecía.

—Como la abras, Vitral… estás muerto.

—Empieza a cantar entonces. ¿Qué es lo que sabes de Grand-Duc?

—¡Estás muerto! Te lo juro…

—Peor para ti.

Con una mano, Marc manipuló el cuadernito. Las hojas estaban dispuestas casi todas de la misma forma. Malvina había ilustrado las páginas de la izquierda con dibujos, fotos, collages, y había escrito simplemente en las páginas de la derecha, con una caligrafía infantil, tres líneas. Tres líneas cortas, caligrafiadas como poemas breves.

Era sin duda el primero que abría ese cuaderno, y, todavía más, que lo leía. Tuvo cuidado de continuar apuntando el cañón del Mauser hacia Malvina. La chica parecía estar al acecho de la más mínima distracción por su parte para saltarle a la garganta. Se detuvo al azar. En la página de la izquierda estaba pegada la piadosa imagen de un crucifijo. Pero, sobre el cuerpo desnudo del Cristo, la cabeza coronada de espinas había sido reemplazada por la de un chico joven de mirada ardiente, sin duda una estrella cualquiera de la tele que Marc no conocía. Leyó en voz baja la página de la derecha:

Manosear tus curvas, con mi rosario Tocar tu cuerpo, sobre su cruz Entregarme a ti.

—Menudos secretitos —gruñó Marc—. ¿Eso es lo que piensas durante la misa cuando miras al niño Jesús…?

Malvina vociferó:

—¡Eres demasiado gilipollas para comprenderlo! Son haikus. Poemas japoneses. ¡Eres demasiado corto para entenderlo!

—¿Y tu abuela? ¿También es demasiado gilipollas para entenderlo?

Malvina frunció el ceño, como una cría pillada en falta. Marc insistió:

—¿Entonces? Hablas o continúo. ¿Qué es lo que sabes de Grand-Duc?

—Vete a la mierda…

Los dedos de Marc arrancaron la pequeña página del cuaderno, hizo una bolita con ella y luego la lanzó por la ventana entreabierta del tren.

—Tienes razón. Voy a serte sincero. Ese es pésimo. ¿Lo intentamos con otra página? Venga, vamos a jugar a un juego. Te hago mi pregunta, si no respondes, leo una página. Si no me gusta, una bolita; si me gusta, un SMS para la abuelita Carville.

Marc les dio vueltas a las páginas entre los dedos mientras dejaba escapar una risa ruidosa. Demasiado ruidosa. Trataba de mostrar una fachada de seguridad mientras se sentía cada vez peor invadiendo la intimidad ajena. Malvina se acurrucó en el fondo del asiento, con una postura de gorrión sin defensa. Cada página que Marc desgarraba era como una pluma de ala arrancada.

Las páginas pasaban. Marc se detuvo en la foto de un avión, un Airbus, recortada con cuidado y luego plantada en el hogar de una chimenea.

Pájaro de fuego, Ángel en el infierno Mi carne.

—Este es bonito —comentó Marc.

Una bola en la garganta le impedía tragar. No quería dejar traslucir nada.

—Salvo la última línea, «Mi carne». Deberías haber añadido al menos un signo de interrogación, mi pequeña Malvina. Venga, ¡bolita!

Las dos hojas desaparecieron por la ventana del tren. Malvina tuvo un escalofrío. Marc prosiguió:

—Entonces ¿nada que decirme, Malvina? ¿Qué hacías en casa de Grand-Duc?

—¡Vete a la mierda!

—Como quieras…

Las páginas pasaron de nuevo. Marc detuvo la carrera de las hojas ante la fotografía de una habitación de niña pequeña, sin duda meticulosamente recortada de un catálogo cualquiera de muebles. En el lado derecho de la página, Malvina había pegado una fotografía de Banjo, el enorme oso de peluche marrón y amarillo. En medio de la habitación, sobre la cama, una segunda imagen había sido añadida: una fotografía de Lylie, por supuesto. Estaba sentada con las piernas cruzadas, debía de tener ocho o nueve años. Otra fotografía robada por Grand-Duc…

Marc se esforzó por leer con voz neutra. Le ardía la garganta:

Juguetes olvidados ¿Me has echado de menos Abandonada?

—Vitral de mierda —susurró Malvina—. Pensar que te he enseñado el cuarto de Lyse-Rose

—Estoy esperando…

Malvina le extendió a Marc un dedo cordial, inequívoco.

Bolita. Ventana.

Marc buscó en las páginas con más atención. Debía violarla todavía más, más profundamente. Sus dedos se detuvieron en una página, casi la última. La página de la derecha estaba ilustrada con una fotografía de Lylie y de él. Era fácil de fechar: 10 de julio de 1998, por tanto, menos de tres meses antes. Lylie acababa de recibir los resultados de bachillerato. ¡Notable! Marc y ella se abrazaban en el paseo marítimo de Dieppe.

Marc sonrió para sí. Así que Crédule Grand-Duc o Nazim Ozan habían jugado a los paparazzi. ¡Era lícito! Después de todo, todavía tenían un contrato, pagado por los Carville. Grand-Duc no lo había ocultado, por otra parte, en su diario. Salvo que Malvina-Manitas se había entretenido recortando. No era Lylie quien abrazaba a Marc en la imagen pegada en la agenda, era el rostro de Malvina, pegado al cuerpo perfecto de Lylie. Un montaje burdo. Una cabeza canija, como reducida por los jíbaros, puesta en un cuerpo de diosa.

Marc leyó con voz monocorde:

Comerme a tus amantes con los ojos Gemir, tener a tus amantes Sola, juego delicioso.

Malvina cerró los ojos. No era más que un ratoncito entrampado, sin ratonera donde refugiarse. Marc luchaba contra las ganas de tenderle la libreta, de levantarse, de dejarla allí, de irse. Malvina no era más que una víctima, machacada en el inmenso choque en cadena de esa catástrofe del monte Terrible. Desamparada, jodida.

Como él.

Un niño que al levantarse una mañana se había cruzado con un monstruo en su espejo. Un niño sumido en un fango sórdido de sentimientos prohibidos. Marc se oyó, no obstante, pronunciar unas palabras más mortales que las balas del Mauser que seguía encañonando:

—¿Guardo este, Malvina? ¿O prefieres que se lo envíe a tu abuela?

Malvina, con la mirada perdida en la inmensidad de los campos de maíz de la región de Caux, se retorcía los dedos como si fuera a acabar arrancándose uno. Marc clavó todavía un poco más la estaca. Su garganta ya no era sino un desierto árido.

—O mejor, se lo enseñaré a Lylie. ¡Creo que le parecerá muy divertido!

Los dedos de Marc empezaron a desgarrar la página. Malvina abrió los ojos y habló con una extraña lentitud:

—Crédule Grand-Duc telefoneó a mi abuela. Anteayer. En aquel momento, todavía completamente vivo. Le dijo que había encontrado algo. La solución de todo el caso, parecía. Así, a cinco minutos de la medianoche, ¡el último día! ¡Justo en el momento en que iba a pegarse un tiro en la cabeza encima de la edición de L’Est Républicain del 23 de diciembre de 1980! Necesitaba todavía un día o dos para reunir las pruebas, pero afirmaba estar seguro de su jugada, había resuelto el misterio. Necesitaba ciento cincuenta mil francos, también…

Marc volvió a cerrar despacio el cuaderno de Malvina.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Lo escuché por el otro teléfono. Sé pasar desapercibida. Eso se me da muy bien, incluso…

—¿Tu abuela lo creyó?

—Ni idea. Ante la duda, aceptó pagar en cualquier caso. Le importa un bledo la pasta, después de todo… Grand-Duc la ha estado mareando durante dieciocho años. Un día más o menos…

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Creíste a Grand-Duc?

El rostro de Malvina se quedó paralizado en una expresión de incredulidad:

—¿Es que a ti te parece eso creíble? Encontrar así la solución, de un toque de varita mágica, justo antes de las doce campanadas de medianoche, ¿te parece que eso se sostiene?

Marc no respondió nada. Por la ventana, los manzanares del valle del Scie sucedían a los campos de maíz. Malvina se volvió hacia Marc y continuó hablando en voz baja:

—He ido a casa de Grand-Duc para encontrarme con él. Para decirle que deje de tocarnos los cojones. Que todo se había acabado, que Lyse-Rose tenía dieciocho años, que ya tenía edad de decidir por sí misma. Los dos conocemos los detalles de la investigación. La esclava, el piano, la sortija… ¡No hay duda! Lo acabas de decir hace un rato en la Rosaleda: es Lyse-Rose quien vive. Émilie se quemó en el avión hace dieciocho años; podrás decirle eso a tu abuela. Es lo que tú piensas, ¿verdad? Es lo que también piensa ella, ¿no?

Sí, eso era lo que Marc pensaba. Malvina tenía razón, de medio a medio.

—Si no has sido tú, ¿sabes quién ha matado a Grand-Duc? —preguntó Marc.

—Ni idea. Me importa un carajo.

—¿Tu abuela? ¿Para no pagarle?

Malvina rio sarcásticamente.

—¿Ciento cincuenta mil francos? Busca otra cosa…

Marc lo encajó antes de hacer una nueva pregunta:

—¿Grand-Duc le dijo a tu abuela cómo pretendía reunir las últimas pruebas?

—Claro. Le contó que iba a husmear en el Jura. En una casa rural, en el Doubs, cerca del monte Terrible. Era allí adonde mi abuela debía enviar el resto de la pasta.

¿En el Jura? ¿Su célebre peregrinación? ¿En octubre? ¿Por qué jodida razón?

—¿Qué iba a hacer allí? —preguntó Marc—. ¿Buscar las pruebas prometidas a tu abuela?

—¡Nos tomaba el pelo! Eso es todo.

Marc no respondió nada. Se levantó, guardó celosamente el Mauser en el bolsillo de su chaqueta y luego le tendió el cuadernito a Malvina.

—Entonces ¿sin rencores?

—¡Que te den por el culo!