2 de octubre de 1998, 17.49
El agua hirviendo caía en forma de lluvia sobre el cuerpo desnudo de Lylie. Tenía los ojos cerrados bajo el chorro, tratando de recobrar un mínimo de serenidad. De calma, al menos. Su mano ciega apretó la pera blanda de jabón antiséptico. Se frotó el cuerpo hasta la histeria: los pechos, el vientre, el pubis. La crema blanca chorreaba, lechosa, hasta sus pies. Lylie se enjuagó largo rato. Se esforzaba por estar limpia, tanto como fuera posible. La fachada, al menos. Salvar las apariencias.
Acabó saliendo, enrollada en una gran toalla blanca. El cabello mojado goteaba sobre la tela rizada. Lylie limpió el espejo empañado de un manotazo. Su reflejo borroso la asustó, como si el rostro de una desconocida hubiese reemplazado el suyo. La quimera del espejo desapareció de nuevo en el vaho. Lylie se cepilló los dientes, fuerte, demasiado fuerte, hasta hacerse sangre.
Lo había echado todo, hacía un momento, en la calle, en el cruce de la avenida Choisy. Había derramado sobre la acera sus entrañas radiactivas. El vodka, el whisky, el tequila… Un policía joven la había recogido, a cuatro patas, al borde de la alcantarilla. Le había tendido un clínex. Se había secado, todavía doblada en dos, mientras una madre de familia hacía rodar el cochecito de su bebé por encima de su vómito. El policía habría podido meterle un paquete. Lo habría hecho si no lo hubiese mirado con sus ojos de cordero degollado, unos ojos húmedos.
«Es la primera vez, señor agente».
Había colado. Por los pelos.
Había devuelto una segunda vez. Media hora antes, en la habitación, al pie de la cama. Ya no tenía nada más que echar, aparte de las tripas. Le había dolido a morir.
Lylie salió del cuarto de baño.
La chica tumbada en la otra cama, en la habitación, esperaba de forma evidente su vuelta con impaciencia.
—Han venido a limpiarlo todo mientras te estabas dando tu ducha…
La chica aún no tenía dieciséis años, cabello pelirrojo cortado a cepillo y dientes ya amarilleados.
—Tienes suerte, en un sentido —prosiguió la chica—; yo me quedo con todo. Tengo la impresión de pudrirme por dentro, a veces. Me muero por poder potar.
Lylie tenía todo menos ganas de charla. A Dientes-Amarillos le daba igual. Buscaba una oreja disponible, nada más.
—Es la segunda vez que estoy aquí —prosiguió—. ¡Soy una reincidente! ¡Así que se ponen de morros! Ayer tres horas de sermón. Están dejando que me pudra, los muy maricones.
Lylie se alejó, se quedó de pie, miró por la ventana. Dientes-Amarillos acabó ofendiéndose.
—Tú ponte digna. Ya verás, también vas a pasar por lo mismo.
En el aparcamiento, Lylie observaba los tejemanejes de las ambulancias. Había dado vueltas cerca de una hora en la calle antes de entrar. Había llegado incluso a seguir el entierro de una desconocida, justo enfrente. Lylie veía con claridad el campanario de la iglesia de Saint-Hippolyte, pero el patio de la pequeña escuela infantil, justo al lado, quedaba oculto por los edificios haussmannianos. El ruido de los vehículos en el bulevar tapaba los gritos de los niños. A menos que hubiesen regresado a clase, o a sus casas. Lylie ya no tenía más que una vaga idea de la hora que era. Tenía la mente hecha papilla, el cuerpo era un suplicio. ¿Qué hacía allí? ¿Cómo iba a aguantar todas esas horas?
—Yo era como tú, la primera vez…
«¡Que te calles!», gritó Lylie en su interior.
Lylie se había dejado el teléfono en su bolsillo, en el abrigo, en el cuarto de baño. Apagado. No obstante, sólo tenía ganas de una cosa, unas irresistibles ganas de ¡llamar a Marc! Que acudiera. Que la cogiera entre sus brazos, que la protegiera, como siempre, como en el patio del colegio, que alejase a los cabrones.
Que estuviese allí.
Bastaba con descolgar el teléfono. Marc llegaría a tiempo. Estuviera donde estuviese.
Dientes-Amarillos no soltaba a su presa:
—No debes tener remordimientos, ¿sabes? Tú pasa de lo que puedan pensar todos esos gilipollas. Van a tratar de que te sientas culpable. ¡Pues los mandas a la mierda!
—Gracias —respondió Lylie a su pesar.
No podía decir más. Miraba fijamente al gran cedro, delante de ella, buscando un pájaro, un signo de vida cualquiera. En vano.
No, Marc no acudiría. No lo llamaría. Ni Marc ni nadie más podría encontrar su rastro. Anonimato, era lo mínimo que se podía exigir allí. No, no llamaría. A pesar de las ganas tenaces que tenía de hacerlo, a pesar de su vientre desgarrado, a pesar de esa bilis que le volvía a subir, había que dejar a Marc al margen.
Hasta el día siguiente, al menos.
Lylie se volvió hacia Dientes-Amarillos. Había una cosa que esa chica podía hacer por ella. Lylie esbozó una especie de sonrisa.
—¿No tendrás un piti para mí…?
Lylie no obtuvo nunca respuesta. La puerta se abrió. Una enfermera con físico de oficial de prisiones dio un paso en la habitación.
—¿Señorita Émilie Vitral?
—¿Sí?
—Es la hora. El psiquiatra va a recibirla.