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2 de octubre de 1998, 17.11

El tren Corail bordeaba la costa de Deux-Amants, cruzó sin ralentizarse el puente ferroviario de Manoir-sur-Seine, pasó la estación de Pont-de-l’Arche. Marc ni siquiera sentía el frío del cristal contra su frente. Se había contentado con encender el piloto de encima de su cabeza.

Diario de Crédule Grand-Duc

Los primeros años de la década de los noventa fueron una especie de años muertos. Nuevas estancias en Turquía, en Canadá; Cuerno de Oro y Chicoutimi, les voy a ahorrar las postales nostálgicas. Sin olvidar mis peregrinaciones anuales al monte Terrible. Nazim se quedó vigilando cerca de la cabaña días enteros. ¡Para nada!

Estrictamente nada nuevo. Ese fue el comienzo de mi depresión. Al menos, si hubiese que poner una fecha, yo diría esa. Entre 1990 y 1992. El fin de mis ilusiones.

También estaba en un callejón sin salida por el lado de Georges Pelletier. El sin techo se había evaporado. Atrapado por no sé qué atracción, la olla o el tren fantasma. La cotización de la esclava ya no aumentaba. Congelada en setenta y cinco mil francos.

¿Para qué subirla más? Estaba viviendo un retiro dorado, o casi.

No había trabajado en el caso desde hacía casi tres semanas cuando recibí el telefonazo de Zoran Radjic. Los anuncios, 75 000 francos la esclava, seguían apareciendo en una docena de periódicos, todas las semanas, pagados con antelación por transferencia bancaria.

—¿Crédule Grand-Duc?

—Sí…

—Zoran Radjic. He leído su anuncio acerca de una recompensa por una esclava de oro perdida. Creo tener alguna información que proporcionarle.

¿Se imaginan mi reacción? Desconfiaba, escarmentado por un falsificador turco, años antes, en otra vida.

—¿Sabe dónde se encuentra la esclava?

—Sí… Eso creo…

Excitado, a pesar de todo. Crédulo. ¡La gente no cambia!

Nos encontramos dos horas más tarde, en un bar, l’Espadon, calle Gay-Lussac. Ambos habíamos pedido una cerveza. Zoran Radjic lo tenía todo del estafadorcillo de barrio, del timador de la esquina, de venderte al diablo sin vacilar. Con semejante cara de zorro, la mirada huidiza, el cabello también, hacia atrás, pegado, era como para preguntarse cómo podía hacer el más mínimo negocio.

¿Era posible que fuese ese tío quien me llevase la prueba, la única prueba útil? Una esclava recogida en el monte Terrible, doce años antes… Todo lo demás podía irse a la basura, el color de los ojos, el gusto por el piano, la tumba al lado de la cabaña… Me bastaría con tener esa jodida joya entre los dedos y ganaría la apuesta de pleno: el bebé del milagro expelido del avión se llamaría Lyse-Rose de Carville.

—¿Y bien? —dije, deseoso de decir lo menos posible.

—Ayer leí su anuncio. No suelo leer el periódico. Se me encendió una bombilla…

Zoran jugaba con su sello. ZR en mayúsculas. De plata. ¿Quién lleva todavía esa clase de historias?

—¿Y?

Dejarle llegar.

—Viene de lejos. Casi diez años. 1983 o 1984, diría yo. Fue un tío en apuros quien me la enseñó. No voy a ocultárselo. En esa época, le echaba un cable a la gente que estaba con la mierda al cuello.

Me había topado con un buen samaritano…

—Bueno, no se lo voy a ocultar tampoco: pasaba droga, también, un poco. Bueno, «pasaba»… Vendía. Menudo mono tenía el tío. Lo conocía un poco. Se buscaba la vida desde hacía bastante en el barrio. Ya no tenía dinero en metálico ni nada. Quería cambiarme su dosis por una joya. Una esclava. Una movida de oro, por lo que decía. No muy común, ¿eh?

El samaritano se entretenía con su sortija, como si nada. Como si no se diese cuenta de que estaba jugando con mis nervios. O bien era un auténtico pícaro, un profesional, me estaba dando largas. Su truco quizá fuera tener tal pinta de estafador, nada ladino, reconocible a primera vista, para que al creerse más pícaro que él acabasen por ya no fiarse.

No caer en la trampa, si era una. Dejarle llegar, todavía.

—Creo que el nombre del tío le interesa, ¿verdad?

Y entonces, contraatacar:

—El nombre del tío lo conozco. Lo que yo busco son pruebas. Mejor aún, la esclava. Los setenta y cinco mil francos son por la esclava. Por lo demás, hay que negociar.

El sello desapareció en la mano derecha del samaritano. Apretó con fuerza la palma.

—Ok. Quiero jugar bien. Puede que no hablemos del mismo colega, después de todo. ¿Cuánto por el nombre?

Hagan juego. El sello acababa de reaparecer en la mano izquierda del yugoslavito. ¿Cómo lo hacía ese gilipollas?

—Diez mil francos —dije—. Por el nombre. Si es el correcto…

—No voy. ¿Cómo sé si me estás timando? Te doy el nombre, no tienes más que decirme que no es el que esperabas y que te piras. Me quedo sin nada.

No era tan gilipollas, el yugoslavito.

—Ok —dije—. ¿Tienes un boli?

—Claro…

—Escribo el nombre en el posavasos de mi cerveza. Haces lo mismo. Si el nombre coincide, has ganado diez mil francos. Y seguimos…

El samaritano puso una sonrisa de crío. El sello había vuelto a pasar a la mano derecha.

—Voy. Me encantan esta clase de juegos.

Nos inclinamos ambos sobre nuestros posavasos de cerveza, tapando como podíamos lo que escribíamos detrás de nuestra mano izquierda. Unos críos jugando en el bachillerato.

A diez mil francos la partida, de todas formas.

Levantamos nuestros posavasos a la vez.

Georges Pelletier.

En ambos.

Un escalofrío me electrizó de la nuca a la rabadilla. ¡Estábamos hablando del mismo tío! Sí que era mi Georges Pelletier quien había propuesto una esclava a ese estafador. Todo cuadraba.

«¡Cuidado, Crédule!», me susurró una vocecita interior. No te precipites. Has removido cielo y fango en los bajos fondos de París desde hace cinco años para encontrar a Pelletier. Los rumores corren rápido por las callejuelas. El menos informado de todos los chivatos de la capital debe de estar al corriente del nombre del tío al que buscas. Atar cabos con el anuncio por palabras a setenta y cinco mil francos está al alcance del primer samaritano que lo encontrara…

—Ok —dije—, has ganado diez mil francos. Todo legal, te tranquilizo. Te hago un cheque… Incluso te dejo mi posavasos de recuerdo. Dedicado con el nombre de Georges…

El otro puso una mueca. ¿Un cheque? Sin duda no estaba acostumbrado a esa clase de pago.

—¿Has visto la esclava?

—Claro… ¿Cuánto por la información?

—Diez mil si vale la pena —dije—. ¿Tienes detalles?

—Ya veremos. ¿Qué quieres saber?

Ese tío que jugaba con su sortija (mano izquierda, ahora) tal vez tenía un poco de talento como mago de barrio, pero yo tenía una última carta en la mano. Los años también me habían enseñado algunas artimañas.

—Si de verdad has visto la esclava, la auténtica, ¡debes de imaginarte lo que quiero saber!

El yugoslavito me miró con una sonrisa boba. Imposible descubrir si iba de farol o no; si me tomaba el pelo, me engañaba como a un chino, o si era el testigo, el único, el último, de mi investigación.

—Diez mil francos más, ¿dices? ¿Por la prueba? ¿Puedo confiar en ti?

—Soy legal. Si te has informado, han tenido que confirmártelo…

Las manos del samaritano se alteraron. Erró el tiro. El sello cayó sobre la mesa. Estaba nervioso. O quería hacérmelo creer, ese enorme pícaro… Cogí el posavasos bajo mi cerveza, mi boli. Escribí.

Lise-Rose. 27 de septiembre de 1980.

Exactamente como en el anuncio.

Deslicé el posavasos hacia él.

—Esto estaba grabado en la esclava, ¿lo confirmas?

El yugoslavito se frotó las manos. El sello había vuelto a su lugar inicial, ensartándolo el dedo.

—Me perdonarás la fecha de nacimiento, ni idea. Fue hace años, e incluso en la época no me acuerdo ya si había reparado en ella. El nombre, en cambio, es el bueno…

«¡Maricón!», pensé. Otra vez un maricón aprovechado…

—… menos —prosiguió el yugoslavito en el mismo tono—, menos que, si recuerdo bien, no era la misma ortografía. Lyse estaba escrito con una «y», no una «i».

Una nueva descarga eléctrica erizó mi espalda. ¡Radjic no había caído en la trampa del anuncio! La ortografía falsa del nombre de pila, para pillar a un posible falsificador.

«Contrólate, me cago en todo», pensé.

—Ok. Todo correcto. Te has ganado diez mil francos más. Y la esclava, por fin, ¿se la cambiaste a Pelletier para hacerle un favor?

Crédulo, lo sé… Habría sido demasiado bonito.

—Si hubiese sabido en su momento que valía setenta y cinco mil… Qué va. Pero no, tuvo que quedarse sentado, Pelletier, con su dije de mierda que me ponía delante de las narices. Nada de trueque. Nada de mierda. Metálico, eso es todo.

Me clavó la mirada con ironía.

—O un cheque, según el caso…

¡Mierda!

—¿Pelletier volvió a irse con su joya, entonces?

—Claro…

—¿Lo has vuelto a ver después de eso?

—Nunca. En mi opinión, visto el estado en el que estaba, no ha debido de llegar a viejo…

¡Vaya mierda!

Le hice el cheque. Sin remordimientos. A Mathilde Carville le daban igual veinte mil francos más o menos. Aunque la duda subsistía. Mi trampa, la «i» transformada en «y» no era difícil de descubrir para un estafador un poco prudente, los nombres «Lyse-Rose de Carville» y «Émilie Vitral» habían sido objeto de multitud de artículos de periódico en la época. Zoran el samaritano muy bien se podía haber ganado veinte mil francos con un poco de entendederas y de aplomo.

Sus rápidas manos agarraron el cheque, el cual examinó con atención. Satisfecho por fin, se levantó. Me tendió la mano, la del sello.

—Gracias. Vaya. Un último detalle. Regalo de la casa.

La carne de gallina me picoteó el cuerpo.

—¿Qué detalle?

—Ahora me acuerdo. Si no acepté el trueque de Pelletier fue también porque la esclava estaba rota. La cadena, quiero decir. Le faltaban uno o dos eslabones.

Las mesas y las sillas del bar se pusieron a girar a mí alrededor. ¡Dios mío! Nadie. Nadie, salvo Nazim y yo, podía conocer ese detalle.