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2 de octubre de 1998, 16.13

Marc cruzaba el quinto vagón. Todavía no encontraba sitio para sentarse. Echaba pestes contra esos trenes París-Ruán, sobre todo los del viernes por la tarde. La SNFC debía de vender dos veces más billetes que sitios para sentarse.

Su entrepierna todavía le hacía sufrir, aunque el dolor se atenuaba lentamente. Se había quedado sentado en el suelo cerca de una docena de minutos en el vestíbulo de la estación. Transeúntes atentos lo habían rodeado.

«¿Todo bien? Le ha puesto en su sitio, ¿eh?».

A medias preocupados y a medias mofándose de él. ¿Cómo reaccionar frente a un tío doblado en dos porque una chica que tenía entre sus brazos acaba de machacarle los cojones? No es fácil de decidir entre la piedad y el cachondeo.

Marc había recuperado su mochila del camarero del bar de la estación y había salido pitando hacia el andén del tren París-Ruán, por fin en pantalla, al menos tan rápido como podía. Cada estiramiento de pierna le hacía sufrir.

En el séptimo vagón, Marc se rindió. Cayó sobre los escalones, entre los dos pisos del tren Corail. No era el único. Una madre de familia y sus tres hijos, un ejecutivo absorto en el informe de un estudio y una adolescente adormilada ocupaban ya la escalera. La postura era incómoda, pero mejor eso que quedarse de pie. Sin duda estaba prohibido sentarse así en el paso, pero dada la afluencia del tren de los barrios de las afueras del viernes por la tarde, seguro que ningún revisor se atrevería a presentarse.

Se metió la mochila entre las piernas. Cogió una vez más su teléfono. Ningún mensaje.

Marcó el número de Lylie.

Siete tonos, como siempre.

—Lylie… ¡Soy Marc! ¡Te lo ruego, responde! ¿Dónde estás? He escuchado tu último mensaje. He oído las ambulancias detrás de tu voz. Me estoy volviendo loco. Estoy llamando por teléfono a todos los hospitales y las clínicas de París. Llámame. Te lo ruego.

Marc maldijo en voz baja. Hizo pasar por su carpeta de mensajes la serie de SMS de Jennifer que contenían los teléfonos de los hospitales y las clínicas de París. Había contactado con más de una veintena por el momento. Los principales. Había que continuar. Se dio media hora antes de retomar la lectura del periódico de Grand-Duc.

En todos lados era la misma historia:

«Buenos días, disculpe, ¿han ingresado hoy ahí a una chica llamada Émilie Vitral…? No, no sé en qué servicio… En urgencias, quizá…».

En el tren había un jaleo infernal. A Marc le costaba mucho oír lo que las secretarias le respondían. Siempre lo mismo, de todas formas.

Ninguna Émilie Vitral en su registro.

Al cabo de treinta minutos había contactado con veintidós nuevos hospitales. Ganaba en eficacia lo que perdía en amabilidad. Ahora llamaba a clínicas privadas, centros de especialidades. Centros médicos donde se daba perfecta cuenta de que no tenía ninguna posibilidad de encontrar a Lylie.

No había esperanza en todo eso. Perseguía una quimera, no encontraría a Lylie así… No antes de del día siguiente.

Tenía que reflexionar, que encontrar la forma de volver a poner todas las piezas del rompecabezas en orden. Tenía que acabar de leer el cuaderno de Grand-Duc primero. Tendría tiempo de sobra antes de llegar a Dieppe. Le quedaban como mucho una treintena de páginas.

Marc se metió el teléfono móvil en su chaqueta y sacó las hojas de papel arrancadas del diario de Grand-Duc del bolsillo del vaquero. El reverso de la última hoja estaba en blanco. Marc agarró un bolígrafo de su mochila y anotó, nervioso, con letra mayúscula:

¿DÓNDE ESTÁ LYLIE?

Luego, debajo, con una letra apretujada:

¿En un hospital? ¿Viaje sin retorno?

Subrayó las tres últimas palabras y puso en su sitio seis signos de interrogación:

¿Suicidio?

¿Asesinato?

¿Venganza?

Sin analizar por qué, Marc subrayó la palabra «venganza». Siguió escribiendo:

¿QUIÉN HA MATADO A CRÉDULE GRAND-DUC?

Luego en minúsculas:

Malvina de Carville

Marc chupó durante varios segundos su bolígrafo, luego añadió dos signos de interrogación delante y detrás de «Malvina». El Corail vibraba, pero Marc estaba acostumbrado a trabajar en el tren o en el metro. Conseguía entenderlo, eso era lo esencial.

Escribió la continuación, febrilmente:

¿Por qué Grand-Duc no se pegó un tiro en la cabeza hace tres días?

¿Qué descubrió aquella noche justo antes de las doce?

¿Con qué nueva pista topó?

¿Hasta qué punto está muerto por ello?

EL ACCIDENTE DE MI ABUELO.

¿CUÁL ES EL DETALLE QUE FALTA?

El bolígrafo corría. Las líneas escritas por Marc se parecían a las olas de un mar embravecido.

Buscar en mi cuarto en Dieppe. Tomarme tiempo. Acordarme.

Marc releyó su texto. Se entretuvo contando los signos de interrogación. ¡Veinticuatro en total! Y no había terminado. Sentía en el bolsillo de su chaqueta el peso del sobre azul que le había confiado Mathilde de Carville. El bolígrafo continuó su carrera:

TEST ADN. ¿LA SOLUCIÓN?

¿Abrir el sobre?

¿Avanzar en la resolución del problema violando el secreto?

No. Eso no conduciría a nada. Marc sabía lo que contenía el sobre. Lylie no era su hermana. Lylie era la nieta de Mathilde de Carville. La hermana de esa loca de Malvina. Todo lo confirmaba. La evolución de lo investigado por Grand-Duc… Hasta la sortija, de zafiro claro, que llevaba Lylie. Sus sentimientos también, desde siempre…

HABLAR CON NICOLE

Marc añadió unos últimos signos de interrogación, para no quedarse corto. ¡Treinta!

El tren llegaría a Dieppe a las dieciocho horas veinticuatro minutos.

Tenía que esperar menos de tres horas ya.

El tren hizo parada en Mantes-la-Jolie. Descendió un tercio largo de viajeros. Quedaron libres sitios para sentarse. Marc se levantó y se instaló en el compartimento de abajo, en la ventana. Su entrepierna todavía le hacía sufrir, pero menos ahora que se había puesto cómodo con las piernas estiradas. Malvina ya no estaba por ahí, menos daba una piedra, aunque nada podía asegurarle que esa loca no había subido en el mismo tren que él. Se había confundido con la multitud de la estación Saint-Lazare… Marc suspiró. Sacó el cuaderno de Grand-Duc y se volvió a sumir en la lectura.

Diario de Crédule Grand-Duc

El minúsculo eslabón de oro partió, meticulosamente protegido en una bolsita de plástico, hacia Rosny-sous-Bois, al mejor laboratorio científico-criminal de Francia, al igual que las colillas de cigarrillo y las chapas de cerveza encontradas en la cabaña del monte Terrible. Había mantenido algunos contactos en la policía. Tenía medios para pagarlos, también, no había nada ilegal en todo aquello, o no del todo. Sólo una investigación paralela no del todo oficial, pero una investigación en cualquier caso.

Los resultados llegaron ocho días más tarde. El eslabón de dos milímetros encontrado en la tumba de la cabaña era claramente de oro. Se trataba de la única conclusión. Era imposible determinar a partir de una muestra tan pequeña si el eslabón procedía de una esclava de bebé, de una cadenilla, de una pulsera, de un pendiente… ¡O incluso de la chapa de un perro! Imposible saber si la totalidad había sido forjada por Tournaire, en la plaza Vendôme, o en cualquier otra joyería de una aldea de provincias del Franco Condado.

El eslabón de una joya de oro… He ahí lo que complicaba todavía más el caso. ¿Por qué esa muestra había sido enterrada en esa tumba, bajo ese pequeño sepulcro de piedra? ¿Una muestra de qué? ¿Enterrada por quién?

¡Un misterio de medio a medio!

La cotización de la esclava, vía anuncios por palabras, había subido a setenta y cinco mil francos. Una suma semejante rozaba lo ridículo… sobre todo para una esclava a la cual, en el mejor de los casos, le habría faltado un eslabón. Una suma virtual, de todas formas. Había perdido desde hacía mucho tiempo la esperanza de que un quídam se manifestase.

No obstante… Lo ignoraba entonces, pero el sedal de la caña no iba a tardar en ponerse tirante. Y habría un pez al final. Un gran pez. En fin, «no iba a tardar»… Todo es relativo. El pez no iba a picar sino dos años más tarde. Pero no sean demasiado impacientes, volveré sobre ello. Pronto. En lo que se refiere a suspense, creo que no tienen de qué quejarse: un año interminable para mí se resume para ustedes en unas pocas páginas que leer.

Las muestras de colillas y de diversos desperdicios recogidos en la cabaña del monte Terrible no fueron más locuaces. Después de siete años, no era para apostar por ellos. Desde la estancia de Georges Pelletier, en 1980, generaciones de okupas o de domingueros enamorados debían de haberse sucedido en la cabaña…

Volvíamos al punto de partida, no tenía elección, tenía que encontrar a Georges Pelletier. Me pasé noches enteras haciendo que me aceptaran los colgados de Besançon. Besançon la nuit, eso puede hacerles sonreír… Puede parecer casi folclórico, los borrachuzos de una ciudad de provincias, un puñado de chavales como mucho, no muy peligrosos, bien conocidos por la policía. Los borrachines del lugar. Casi hasta majos.

¡No se fíen! Puedo decirles que vagabundear en Besançon impone respeto. ¡Imagínense vivir bajo un cartón, tanto en verano como en invierno, en la ciudad más fría de Francia! Allí, nada de metro. El vestíbulo de la estación cerrado por la noche.

No pasé más de una docena de días con ellos, entre enero y marzo de 1988, y creí que iba a reventar de frío. Volvía helado de madrugada y me pasaba tres horas sin respiración en un baño hirviendo. Ahora me creen, no le robaba, ni siquiera después de ocho años de investigación, el dinero a la abuela Carville.

¿Todo para qué? Les dejo juzgar.

Los excompañeros de calle y de cuelgue de Georges Pelletier, la flor y nata de la sociedad nocturna de Besançon, me confirmaron que Georges Pelletier había reaparecido el 23 de diciembre de 1980. Vivito y coleando, apeado de su montaña, no más machacado por ello que por un Airbus que le hubiese cerrado en parte el pico. Nada de esclava tampoco alrededor de la muñeca. Siempre tan silencioso. Se quedó seis meses en Besançon y volvió a empezar con sus gilipolleces. Tráfico de drogas. Choriceo. Luego salió pitando hacia París antes de que los polis lo cogieran. O su hermano Augustin. Según sus colegas, Georges les tenía menos miedo a los maderos que a las lecciones de moral de su hermano.

Añadiré sólo un detalle, un último detalle. Georges Pelletier no había bajado de la montaña con su perro. Un tanto a favor… Pero Augustin se equivocaba, su perro no era un gozque. Era un pastor belga malí. Un macho. Versión XXL, según sus colegas. Imposible de meter en la tumba de la cabaña. A no ser que se hubiera cortado su cuerpo en trozos, pero ¿por qué cortar a su perro en trozos? ¿Por qué no cavar un agujero más grande? ¡Un puto misterio más en torno a esa jodida tumba!

Ya se imaginarán, no claudiqué. No me quedaba más remedio que retomar el rastro de Georges en la jungla de locos y de colgados del París-ciudad global. Nazim había tenido que ponerse a ello también. Tres nuevos meses de investigación a jornada completa. Anuncios por palabras. Presiones de todo tipo a los polis, a los servicios sociales de los ayuntamientos, a los hogares de acogida. Pateada de calles por la noche, con la linterna apuntando a la foto de Georges, muy sonriente delante del abeto de Navidad, en casa de Augustin. La foto más reciente que el hermano había encontrado…

Trabajo para un profesional. Meticuloso. Paso a paso. Los bajos fondos, un trabajo de detective, como a mí me gustaba, en definitiva. Mathilde de Carville tenía razón. Para encontrar la solución hacían falta tiempo y dinero. Ambos. Les ahorro los detalles. Con Nazim, logramos remontarnos en la pista de Georges Pelletier hasta un tal Pedro Ramos. Encontré a Pedro Ramos en junio de 1989, en la feria de Trône, delante de la olla. Sí, han leído bien, ¡delante de la olla!

—Georges curró para mí dos temporadas —explicó Pedro, vigilando con una mirada de soslayo su atracción.

Grupos de adolescentes histéricos pagaban cinco francos para hacerse zurrar la badana de las nalgas durante dos minutos y medio en un plato que daba vueltas. La olla era una versión colectiva de los balancines de los parques.

—No le pedí el currículum —explicó Pedro con una sonrisa cómplice—. Comprendí que quería desaparecer. No era un holgazán. Como estaba limpito cuando venía a currar, el resto me importaba muy poco.

—¿Cuándo lo vio por última vez? —le pregunté.

Pedro no se tomó su tiempo para pensar. Sólo le hizo una seña de que se espabilara, con un gesto de la mano, a una cría vestida de rosa que llevaba la caja. Su cara cambiaba de color a merced de las luces.

—Otoño de 1983. Mediados de noviembre, exactamente. Después de la feria de Saint-Romain, la última feria de la temporada, en los andenes de Ruán. Lo volvimos a embalar todo, lo pusimos a invernar y basta. Hasta la próxima temporada. Pelletier sabía dónde encontrarme. La temporada siguiente no se presentó. No lloré por él. Ni lo busqué. Entre nosotros, los temporeros, esto es frecuente. Y dos temporadas ya está muy bien. No volvió, ni al año siguiente ni nunca más.

El callejón sin salida…

Continué interrogando un poco a Pedro Ramos, para que no se dijera. No pude sacarle nada más. La pista se detenía en los andenes de Ruán. No muy lejos de Dieppe, bien mirado, no muy lejos de los Vitral…

¿Qué relación había? Ninguna, sin duda.

Los meses que siguieron cambié de registro. Me pateé las ferias. ¡Ollas locas y demás gilipolleces!

Eso a Nazim le gustaba mucho, más que los bajos fondos… Algunas veces iba con su Aylita, el fin de semana. Open feria… Era la tía Carville quien reembolsaba la montaña rusa, los trenes fantasma y las manzanas de caramelo. Nos llevó nuestro puto tiempo antes de tener algo nuevo. Años…

De vez en cuando, para distraerme, volvía a Dieppe.