2 de octubre de 1998, 15.09
Marc levantó los ojos. Las letras luminosas del tablón de anuncios se mezclaron como letras de un juego de Scrabble electrónico.
París-Caén. Andén 23.
Una buena parte de la multitud, hasta entonces inmóvil en el vestíbulo, se precipitó hacia el estrecho andén 23, como otros tantos granos coloreados puestos en movimiento por el gollete de un reloj de arena. Marc se había enterado de que se podían meter más de mil personas en un tren. La población media de una capital de cantón… No era sorprendente, pues, esa multitud en el vestíbulo: dos o tres trenes anunciados con retraso y había varios miles de viajeros de pie en los andenes…
Como los de París-Ruán, cuya vía no se había indicado todavía. Marc miró su teléfono, había que continuar con sus llamadas a las clínicas, seguir una única pista para encontrar a Lylie, por ínfima que fuese. Su mano dudó entre el teléfono y el cuaderno verde, pero la curiosidad fue más fuerte. Podía concederse unos minutos, leer todavía unas páginas. ¿Había encontrado Grand-Duc realmente a un testigo del accidente del monte Terrible?
Diario de Crédule Grand-Duc
Las nubes venían de Suiza. Era bastante raro. Después de años de experiencia, comenzaba a saber de meteorología local del Alto Jura.
—Georges es mi hermano pequeño —explicó Augustin Pelletier—. Siempre ha sido más frágil que yo. Una personalidad complicada. Éramos muy diferentes. Cuando empezó a fugarse de casa, en Besançon, no tenía ni catorce años. Vagabundeaba con las bandas del barrio. Los policías se lo llevaron a mis padres. Al final, metieron a Georges dos años en un establecimiento especializado, no había nada que hacer.
Golpeteaba con los dedos en los apoyabrazos de mi sillón. ¿Adónde quería llegar Augustin?
—Voy al episodio del monte Terrible, señor Grand-Duc —dijo Augustin, quien debía de haber percibido mi impaciencia—. No tema. A los dieciséis años, Georges abandonó al fin la casa. No voy a hacerle un croquis de ella. Dormía en la calle. Alcohol. Droga. También pasaba, un poco. Nada demasiado feo. Simple y llanamente se había convertido en un mendigo. Ahora se dice un «sin techo». Era conocido en Besançon junto con algunos otros. Mis padres renunciaron. Yo también, en esa época tenía un trabajo, una mujer que ya no quería oír hablar de él; puede imaginarse lo que es eso, ¿verdad, señor Grand-Duc? No es fácil invitar a un yonki a la cena de Nochebuena.
Mis dedos seguían bailando sobre los apoyabrazos, pero Augustin ya no los miraba, o fingía no hacerlo.
—Yo lo gestionaba como podía —prosiguió—. Conservaba una especie de relación indirecta a través de los servicios sociales, también de la policía. Georges no quería ayuda. Cada vez que le había tendido la mano me había llevado un chasco, en fin, como si me lo hubiera llevado, no sé si sabe lo que quiero decir…
Lo sabía. Y pasaba del tema. Se lo hice ver. «Abrevie, Augustin».
—Ya llego, señor Grand-Duc. Manteníamos siempre algunas noticias de Georges, con períodos más o menos largos en que desaparecía. Uno o dos años como mucho. En mayo de 1980 le perdí el rastro definitivamente. Georges tenía entonces cuarenta y dos años, pero parecía tener al menos quince más. Ninguna noticia ya desde hacía ocho años.
Ya no aguantaba más. Las nubes blancas, suizas, se agarraban a la línea divisoria, jugando al escondite con el monte Terrible.
—Señor Pelletier… ¿Qué relación tiene esto conmigo? ¿Qué relación tiene con el 23 de diciembre, con el accidente?
—Ya llego. Ya llego. Estaba muy preocupado. No se puede imaginar. Ninguna noticia. Hice mis pesquisas entre los demás sin techo. No era fácil… Pero bueno, le ahorro los detalles, acabaron soltándome que Georges se había ido a descansar al campo. Estaba harto de las aceras. Sobre todo, había no pocos tipos en Besançon que trataban de atraparlo. Malos trapicheos, ya sabe. Unos tipos de la policía también, ya sabe, ¿verdad?
Lo sabía…
—Me dijeron que la última vez que había dado noticias suyas vivía en una cabaña, en plena naturaleza, en la montaña, en la frontera suiza. El monte Terrible se llamaba el sitio. Se había hablado mucho de él en ese momento por culpa del accidente… Ya está, esa fue la última vez que oí hablar de mi hermano. Hace casi siete años de eso ahora. Indagué durante meses. Sin éxito. Desde entonces he abandonado más o menos la búsqueda, y la esperanza de volver a verlo un día también. Eso no traumatizó a mi mujer, ya se imagina. Pero cuando leí sus anuncios, siete años después, ¡me quedé conmocionado! Me dije: ¿por qué no? Si alguien continúa tratando de comprender lo que pasó allá arriba, aquella noche, tal vez indirectamente haya podido toparse con el rastro de mi hermano…
¡Augustin había terminado su parrafada! Mis manos se agarraban a los apoyabrazos del sillón como un capitán al timón de su galeón. Mi mirada buscaba el horizonte lejano a través del cristal, las cimas redondeadas, allá arriba, ahora perdidas en la niebla. ¿Y si Georges dormía en la célebre cabaña en aquella noche del 22 al 23 de diciembre de 1980? ¿Y si Georges era lo que nunca había esperado, ni siquiera buscado, en siete años de investigación?
¡Un testigo!
Un testigo directo de la catástrofe. ¿Y si Georges hubiese sido el primero en el escenario del drama? ¿Y si Georges hubiese encontrado el primero, al lado de la superviviente del milagro, la célebre esclava de Lyse-Rose? ¿Y si Georges hubiese cavado esa tumba?
Las preguntas me vinieron espontáneamente:
—¿Georges tenía un perro?
Augustin puso cara de estupefacción.
«Reponte, Augustin —estuve a punto de dejarle caer—. ¡Hace siete años que trabajo en el caso!».
—Pues… sí. Un chucho, marrón y paticorto. ¿Por qué?
Tomaba ya notas en el dorso de un folleto dejado delante de mí.
—¿Y qué fumaba su hermano, la marca quiero decir?
—Gitanes, creo… No estoy seguro.
—¿Qué número tenía?
—Diría que un 43 o un 44.
—¿Qué bebía, qué marca de cerveza?
—¿De cerveza? Ahora sí que… ni idea… de verdad…
Augustin parecía no estar siguiéndome. Paró el juego:
—Pero… señor Grand-Duc, ¿por qué todas estas preguntas? ¿Ha encontrado a Georges? ¿Muerto? ¿Es eso? ¿Ha encontrado su cuerpo?
¡Calma, Augustin!
Monique Genevez, impecable en su papel de anfitriona, nos llevó té y pastas, parecidas a las spéculoos, unas galletas belgas, pero en versión jurásica, más gruesas y más largas. Augustin no lo tocó. Picando por dos, le conté todo, mi descubrimiento del año anterior. La cabaña, las colillas, la tumba… Augustin Pelletier se quedó casi decepcionado, no había descubierto ningún indicio concreto de su hermano… Lo tranquilicé mientras mojaba mis galletas en el té hirviendo. No podía afirmarle que fuese a encontrar a su hermano Georges, todavía menos que fuese a encontrarlo vivo, pero le aseguraba que iba a consagrar en ello toda mi energía durante los meses siguientes. No le mentía. Iba a perseguirlo, ¡mi único testigo potencial! Augustin había hecho bien chupándose el viaje desde Besançon, había ganado un detective privado a tiempo completo tras el rastro de su hermano, con todos los gastos pagados por Mathilde de Carville. Y no el más tarugo. Me dejó su tarjeta. Era el responsable de la atención al cliente de Société Générale en Besançon. Le prometí una vez más hacer todo lo posible.
Aquella noche no dormí más que unas horas. Un poco por culpa de la excitación, mucho por culpa de la botella de vino de Arbois que me había bebido para celebrar la noticia de la tarde, seguida de algunas copitas de vino de paja para festejarlo. Mi casera tenía uno excelente.
A la mañana siguiente por la mañana, desde el alba, me fui equipado hasta arriba. Palas, rastrillos, tamices… Estaba decidido a jugar a los ladrones de tumbas para comprobar que era de verdad el chucho marrón paticorto de Georges lo que estaba enterrado al lado de la cabaña. Llevaba también bolsas con cierre y probetas, el último grito de la policía científica, para meter en ellas las colillas, las chapas de la cabaña, comprobar la identidad de los últimos ocupantes. Tenía en la mochila espacio para cerca de quince kilos. Cuando pasé por delante de la casa del Parque Natural Regional del Alto Jura, tras el meandro del Doubs, Grégory Morez, el ingeniero, me hizo una señal con la mano. Se burló de mis atavíos:
—Si quieres hacer un ocho mil, no es por ahí…
Grégory… Aparte de algunas raras visitas de grupos escolares, el ingeniero debía de pasarse prácticamente todo el día ligando con las becarias en la recepción. Es al menos la impresión que daba. Ese cabrón parecía ponerse más guapo año tras año, con esa melena que viraba a entrecana, mientras que las becarias, por su parte, tenían exactamente la misma edad a cada inicio de curso. Dejó plantada a una rubita, que estaba para comérsela y lo devoraba con sus grandes ojos, y me soltó:
—Vamos, Crédule, me has dado lástima, te subo en el todoterreno. Tendrás que chuparte los últimos kilómetros a pata, pero lo más duro estará hecho. Julie, vuelvo en veinte minutos, no te muevas si quieres enterarte de lo siguiente que me pasó aquella noche en Spitzberg…
El ingeniero me dejó donde el camino de tierra llegaba a su fin, me guiñó un ojo y volvió para camelarse a su rubia. Le había preguntado de camino, nunca había oído hablar de Georges Pelletier. Lógico, todo aquello se remontaba a más de siete años atrás…
Mientras caminaba intenté organizar mis recuerdos de hacía un año, la lluvia fría, la luz de la linterna, las piedras amontonadas sobre la tumba. Encontré sin dificultad la cabaña. Estaba empapado en sudor. El tiempo no tenía nada que ver con el del año anterior. Un bonito sol de invierno inundaba la cima y doraba las copas de los abetos, como una especie de veranillo de San Martín retirándose a ritmo suizo. Apenas apuntaban las prímulas, los narcisos y las gencianas.
Se apoderaba de mí la excitación, como durante mi primera vigilancia. Eso no me había pasado desde hacía mucho tiempo en esta investigación. Comencé por la cabaña. Parecía no haberse movido nada. Además, era muy probable que ningún otro aparte de mí hubiese entrado en ese refugio en el quinto pino desde el año anterior. Minucioso, provisto de guantes, recogí diversas muestras de desperdicios que cubrían el suelo. Rasqué un poco para desenterrar diversos objetos hundidos en la tierra mollar.
Colillas, chapas, papeles grasientos.
Todo eso podía servir, tal vez, para recuperar el rastro de Georges Pelletier, aunque sin duda había dejado el lugar hacía mucho tiempo.
Salí de la cabaña. Me esperaba lo más difícil. La tumba. Me acerqué a las piedras amontonadas. La crucecita de madera todavía estaba clavada. A su pie, el jazmín en su maceta estaba marchito. Nadie había, pues, vuelto a poner flores en la tumba durante el año. ¿Por qué? ¿Por qué haberle puesto flores todos los años anteriores y no ese año? Hacía mucho calor, me había quitado el jersey para quedarme en camisa y sudaba de todas formas. El viento de la mañana refrescaba lo mínimo, soplaba en la copa de los grandes pinos. Como en la canción.
Estudiaba el rectángulo de piedras.
Un detalle extraño me alertó. Una impresión rara, tenaz: ¡las piedras no estaban ordenadas de la misma forma que la última vez! Las habían movido.
Traté de entrar en razón. ¿Cómo podía tener tal certeza? Había observado esos guijarros un año antes, de noche, bajo la lluvia, los había removido a la buena de Dios, a la luz de mi linterna…
Aun así. No era más que una impresión. ¡Alguien había vuelto! Había grabado desde hacía un año en mi memoria las marcas, la forma incluso de las piedras, su volumen, su equilibrio, una imagen precisa, incluso de noche. Sin fanfarronear, tengo bastantes dotes para ello, poseo una memoria visual casi infalible.
Les doy mi palabra, ¡habían alterado todo!
Qué le iba a hacer. No iba a encontrar la respuesta a mis preguntas sin ensuciarme las manos. Empecé a levantar las piedras con una precaución infinita. Eso me llevó mi buena media hora. El sol radiante evitaba que la escena se volviese demasiado macabra. Me detuve varias veces para beber.
Cuando la última piedra quedó echada a un lado, continué con la pala, con delicadeza. ¿Todo eso para qué?, pensé. ¡Para desenterrar el cadáver de un perro! ¿Qué otra cosa podía esperar? ¿Un bebé enterrado en lo alto del monte Terrible?
Cavé, pues, durante casi una hora. El sol se había desplazado hacia el oeste y la sombra bienhechora de los pinos se extendía ahora por la tumba profanada. El hueco que había despejado era profundo, casi de un metro. Había quitado la cruz, cavado por debajo también. Continué todavía una hora, obstinado.
Al final… ¡nada!
Ni siquiera un hueso de perro, de cabra o de conejo.
¡Nada, les digo!
Ese mausoleo de piedra, esa cruz, esa planta marchita no se habían levantado sino sobre un subsuelo de tierra virgen. Me desplomé, agotado, aniquilado. Había gastado tanta energía inútilmente. Bebí mientras reflexionaba. Mi camisa estaba manchada de barro. En la sombra, empapado en sudor, tenía ahora un poco de frío. Di algunos pasos para calentarme mientras seguía reflexionando, hablando solo, dándoles conversación a los abetos… De repente, ¡me puse a reír por mi estupidez!
¡No! Por supuesto que no había estado cavando en vano. Lo peor para mí, para mi investigación, habría sido, al contrario, encontrar un cadáver enterrado. Eso era lo que habría hecho que toda esa historia de la tumba acabara en un callejón sin salida. Si hubiese desenterrado los huesos del chucho de Georges, luego ¿qué habría hecho? ¿Devolverle los restos del perro de su hermano a Augustin?
Pero ¡una sepultura vacía! Era casi inesperado, pensándolo bien. Ese hueco abierto me brindaba todas las posibilidades. Me sequé la frente, luego saqué el bocadillo de queso comté que me había preparado Monique. En el fondo había dos explicaciones posibles…
En primer lugar, se podía pensar que se trataba de una tumba simbólica, como esas cruces que se adornan con flores y esos ramos que se dejan en el borde de las autovías, en las curvas, en el mismo lugar donde un allegado ha muerto en un accidente de carretera. Eso se tenía en pie… A la familia de una las víctimas del Airbus 5403 Estambul-París podía apetecerle realizar un gesto así. Ir hasta allí, en peregrinación. Improvisar una tumba, vacía, a falta de cadáver… Cualquiera de las familias de las ciento sesenta y ocho víctimas podía reaccionar así. Pero entonces ¿por qué allí, a dos kilómetros, y no en el lugar mismo del drama? ¿Por qué cavar esa tumba rectangular, justo del tamaño de un bebé? No había más que dos bebés en el Airbus… ¿Quién había clavado la cruz, cogido las piedras, regado el jazmín amarillo todos esos años? ¿Un miembro de la familia Vitral? ¿De la familia Carville? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Quedaba la segunda hipótesis. Realmente había un esqueleto bajo las piedras. Alguien, todos los años, venía a rendirle homenaje a ese ser desaparecido, adornar su tumba con flores, discreta, secretamente. Pero ese año, al volver, esa misteriosa persona había constatado que habían excavado en la tumba. Se había aireado el secreto, o corría el riesgo de que eso pasase. Al seguir una lógica semejante, esa persona no tenía entonces sino una única solución: ¡vaciar la tumba! Mover las piedras, desenterrar el esqueleto y reemplazar las piedras…
Pues habían movido las piedras, estaba seguro de ello.
Esa segunda hipótesis dejaba tantas preguntas abiertas como la primera. ¿Por qué poner en escena tal ritual, tomar tales precauciones? ¿Por un cadáver de perro? ¿Qué clase de loco podía actuar así? ¿Georges Pelletier?
¡Eso no se tenía en pie!
Me sequé de nuevo la frente. Estaba sereno, tranquilo. Nuevas preguntas, un giro cualquiera, era, en el fondo, todo lo que esperaba en esta investigación. Tenía todo el tiempo del mundo para comprobar cada una de mis hipótesis. Rebusqué en mi mochila y saqué el tamiz que había tenido el cuidado de llevar. Un tamiz de madera y de nailon, de esos de los que se sirven todavía los buscadores de oro en los ríos o en la arena. ¡Iba a peinar ese montón de tierra!
Si quedaba el más mínimo trozo de hueso, de perro, de bebé o de diplodocus, lo encontraría.
Me pasé en ello más de cinco horas, sin exagerar. Un arqueólogo no habría tenido mi paciencia.
La recompensa a mi obstinación no me fue dada sino a mitad de la tarde. Bien que me los merecía, después de todo, mis cien mil francos anuales. En mi tamiz, una vez apartado con la punta del índice el más mínimo guijarro, una vez transformada toda la tierra en polvo, brillaba, bajo el sol, una minúscula anilla dorada.
El eslabón de una joya.
Un óvalo de apenas un milímetro por dos.
De oro.
—¿Quieres mi foto, gilipollas?
Marc levantó la mirada, todavía perdida en la cima del monte Terrible, como expulsado bruscamente de un sueño. La algarabía de la estación contrastaba con el silencio del bosque de pinos adonde lo había llevado su lectura.
Como una buena parte de los viajeros del vestíbulo, se volvió hacia ese grito de demente. No se trataba más que de un incidente banal de estación: una chica histérica insultaba a su vecino… Los viajeros se encogieron de hombros y se desentendieron de la escena… Todos salvo Marc.
Marc había reconocido la voz femenina… El sueño se transformaba en pesadilla. A una treintena de metros, delante de un cajero automático, Malvina de Carville denostaba a un tipo detrás de ella; el hombre le sacaba al menos tres cabezas. No había ninguna duda. Nada de casualidades, sólo la locura que se obstinaba.
Malvina lo había seguido.