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2 de octubre de 1998, 14.40

Concorde. Transbordo.

Marc guardó maquinalmente el cuaderno en su mochila. La chica sonriente con la guitarra a la espalda bajó también. Caminaron codo con codo por el pasillo, casi tocándose, incómodos, como cuando uno se encuentra en la intimidad de un ascensor con un desconocido.

Sobre el suelo frío del pasillo, una mujer encogida sobre sí misma parecía rezar a un dios cualquiera de los infiernos. Ni niño, ni animal, ni música, ni cartón rasgado, ni mensaje ni explicación, sólo un rostro invisible metido entre dos rodillas y un plato blanco. Vacío. La multitud se apartaba de la mendiga, la evitaba, pasaba por encima. Sin ni siquiera reflexionar, sin ni siquiera ir más despacio, Marc deslizó una moneda de su bolsillo al platillo. La chica de la guitarra se volvió hacia él con una mirada de sorpresa, la clase de mirada que significaba que Marc acababa de pasar ante sus ojos bruscamente del status de chico-gilipollas-con-prisas-que-está-de-morros-en-el-metro al de chico-mucho-más-interesante-de-lo-que-parece-pero-que-por-desgracia-no-se-da-cuenta-de-nada…

Unos metros más lejos, el pasillo se dividía en dos. Marc giró a la derecha, línea 12, dirección porte de la Chapelle, todavía perdido en sus pensamientos. La chica de la guitarra se metió a la izquierda, línea 7, en dirección a La Courneuve, yendo apenas un poco más despacio para mirar cómo se alejaba ese alto y guapo rubio melancólico.

Madeleine.

Se aproximaban a una de las estaciones más concurridas de París. No era la hora punta, pero casi. Aumentó bruscamente la multitud en los andenes y en los vagones. Imposible leer en esas condiciones.

Saint-Lazare.

El vagón se vació a una velocidad vertiginosa. Marc miraba siempre con sorpresa la carrera de los viajeros en los pasillos de la estación Saint-Lazare: esa gente que esprintaba, empujando a los más lentos, dejando de lado las escaleras mecánicas para subir de cuatro en cuatro las escaleras abandonadas, acelerando más en cuanto un túnel largo y rectilíneo se lo permitía… ¿Esa gente empezaba la carrera contra reloj por culpa de una urgencia excepcional, o bien corrían así todos los días, mañana y noche, simple y llanamente por costumbre, como otros hacen su footing bajo los plátanos?

Había leído hacía poco la historia de ese tío, uno de los mayores violinistas del mundo, un nombre ruso con el que no se había quedado, que un buen día, durante varias horas, se había instalado en un vestíbulo del metro para tocar. Sin cartel, sin anuncio oficial, sólo se había plantado anónimamente en el pasillo y había sacado su violín. Aunque todas las noches llenaba las salas del mundo entero, aunque los asientos para obtener el privilegio de escucharlo se rifaban a cientos de francos, aquel día nadie o casi nadie en el pasillo del metro se detuvo para escuchar. Todos esos tipos encorbatados ni siquiera habían reducido la velocidad al pasar delante de él y habían corrido hacia su tren, y tal vez la misma noche, o el fin de semana anterior, habían corrido, de nuevo, para llegar a tiempo al concierto de un músico famoso que era necesario no perderse costara lo que costase.

Marc, por primera vez desde que había comenzado el día, se regaló un respiro. Caminó con tranquilidad hasta el vestíbulo. Miles de personas esperaban en el inmenso hall de la estación, de pie, inmóviles, con la mirada al cielo, como una multitud ante el escenario de entrada de una estrella del rock planetaria. Salvo que los viajeros no miraban fijamente a los focos sino a las pantallas luminosas que indicaban el andén de los trenes, o más bien no lo indicaban lo bastante pronto, y los viajeros se amontonaban, a cada minuto más apretados.

El Corail París-Ruán formaba parte de los trenes cuyos andenes no habían sido anunciados todavía. Marc cruzó todo el vestíbulo, colándose en medio del bosque de los petrificados asiduos al tren, y se sentó en la terraza de la cafetería de la estación. Le pidió un zumo de naranja a un camarero alterado que se lo cobró enseguida como si el chico fuese a huir con el vaso en la mano… Marc cogió su teléfono. Su respiro sólo había sido efímero, soltó un taco, un «¡Me cago en la puta!» que se perdió en la algarabía de la estación.

¡Lylie había llamado!

Había recibido la llamada mientras estaba bajo tierra, cualquiera diría que lo seguía, paso a paso, en París, y esperaba a que se metiese en los pasillos subterráneos para dejarle mensajes… ¡Sin hablar con él!

Marc pulsó las teclas con destreza. Se llevó el teléfono a la oreja para escuchar el mensaje. Apenas era audible, Lylie susurraba más que hablaba:

«Marc, soy Émilie. Dios mío, ¿qué has ido a hacer a casa de los Carville? Confía en mí, Marc. Mañana todo habrá terminado. Te lo explicaré entonces. Te lo contaré todo. Si me quieres tanto como dices, me perdonarás. Émilie».

Marc se quedó un instante inmóvil, con el teléfono todavía pegado a la oreja.

Confiar…

Perdonar…

¡¿Esperar?!

¡Nunca jamás! Lylie le ocultaba algo, todo iba a jugarse en las horas por venir, ese célebre viaje sin retorno que sólo él podía impedir. Marc trasteó con las teclas y escuchó de nuevo el mensaje de Lylie. Un detalle lo intrigaba.

«Marc, soy Émilie…». Apoyó el auricular en su oreja derecha y se tapó el otro con un dedo. Necesitaba oír con claridad, lo que resultó particularmente complicado en esa estación abarrotada.

«Me perdonarás. Émilie».

Marc trasteó de nuevo con las teclas y escuchó una tercera vez el mensaje. Ya no le interesaban las palabras de Lylie sino lo que se oía detrás. El sonido quedaba un poco lejano, un poco sordo, pero a la tercera audición estaba casi seguro de haberlo detectado. Por precaución, escuchó, sin embargo, una última vez el mensaje: tras la voz de Lylie, oía con claridad el ruido de varias sirenas de ambulancia.

Marc se guardó el teléfono en el bolsillo y se bebió la mitad de su zumo de naranja mientras trataba de reflexionar. No veía más que dos explicaciones posibles. O Lylie se encontraba en las proximidades del lugar de un accidente, en la calle o en otra parte. O se encontraba… delante de un hospital ¡o una clínica! En todos los casos, se trataba de un indicio, ¡el primero!

Marc terminó su vaso y continuó reflexionando. Buscar el lugar donde se acabase de producir un accidente en París era estúpido, el lugar del accidente, un cruce, la esquina de una calle, sería despejado rápidamente, Lylie no iba a quedarse en el mismo sitio, sería imposible encontrarla así. Por el contrario, si se aferraba a la hipótesis de un hospital… Uno se hallaba sin duda frente a varias docenas de direcciones en París… Pero era su única pista…

Marc volvió a dejar su vaso vacío sobre la mesa de aluminio. El camarero se precipitó a quitarlo, como para notificarle a Marc que el tiempo de estacionamiento en el bar era limitado. Marc no reaccionó, otra cuestión lo atormentaba: ¿por qué un hospital? ¿Qué estaba haciendo allí Lylie? La primera imagen que le vino a la mente fue la de Lylie herida. Se la llevaban de urgencia al quirófano, un enjambre de enfermeros en bata a su alrededor…

El gran viaje. ¡Había tratado de suicidarse! No había esperado al día siguiente.

¿Qué hacer?

A Marc se le desbocó el corazón.

¿Llamar a todas las clínicas, a todos los hospitales de París?

¿Por qué no, después de todo?

Marc telefoneó por tercera vez en el día a Jennifer, su colega de France Telecom. Esta le pasó con diligencia, mediante una interminable serie de dieciocho SMS, la lista de los números de teléfono que deseaba: ciento cincuenta y ocho clínicas y hospitales intramuros de París…

¡Sólo eso!

Durante más de media hora, Marc jugó a los teleoperadores. Siempre con el mismo ritual:

«Buenos días, señora, ¿ha sido admitida allí hoy una chica llamada Émilie Vitral…? No sé en qué servicio… ¿En urgencias, a lo mejor?».

Cada llamada le llevaba entre unos segundos y unos minutos. La respuesta era siempre la misma, excepto por algunas variantes: «No, señor, no tenemos a nadie con ese nombre. ¿Está usted seguro de los datos?». Marc se detuvo en el vigésimo número de la lista. Telefonear a las ciento cincuenta y ocho direcciones iba a llevarle un tiempo infinito. Tenía conciencia de perder unas horas preciosas persiguiendo un indicio bien pequeño: unas sirenas de ambulancias… Podrían haber pasado perfectamente en tromba por cualquier calle en el momento en que Lylie llamaba…

El camarero ya había ido tres veces a preguntarle si deseaba otra cosa. Marc había vuelto a pedir un zumo de naranja, sin convicción, sólo por hacerle esperar. No lo había tocado. ¿Era eso lo que había sentido Crédule Grand-Duc todos esos años? ¿Seguir hasta la obsesión un rumbo que se sabe falso desde el comienzo? ¿Agarrarse a la llama de una cerilla una noche de tormenta?

Marc alzó la mirada hacia el tablón de anuncios de los trenes de salida. Todavía nada indicado acerca de Ruán-París. Todo iba demasiado rápido, pensó, más que demasiado rápido. Esos ruidos de sirenas… Ese sobre azul en su bolsillo que después de todo no tenía más que abrir, a pesar de las recomendaciones de Mathilde de Carville y la promesa hecha a Nicole… Y ese cuaderno, esas confidencias de Grand-Duc, ese suspense incierto que mantenía… Y que lo había enganchado.

Marc vació de un trago su segundo zumo de naranja. El camarero se precipitó, armado con un trapo para limpiar la mesa, esbozando casi una sonrisa de alivio. Como para provocarlo, Marc sacó el cuaderno verde.

Diario de Crédule Grand-Duc

En 1987, la esclava había alcanzado la suma de setenta y cinco mil francos. ¿Se imaginan? Una fortuna para la época, incluso para una joya de la casa Tournaire. Mi investigación, por su parte, se volvía francamente triste… Ninguna pista nueva, me contentaba con trabajar una y otra vez sobre las antiguas, con leer y releer, diez veces, los mismos informes.

Pasaba algunas temporadas en Turquía, para que no se dijera. El hotel Askoc, el Cuerno de Oro, los vendedores de alfombras, el crepúsculo en el Bósforo, todo el «Lylie’s Mystery Tour»; siga la guía. Volví a visitar Quebec, Chicoutimi, casa de los Bernier, una vez, ¡a menos quince grados! Total para nada.

Había vuelto a Dieppe, también. Dos veces, creo, una de las cuales con Nazim. Esos son los buenos recuerdos. Los cuento un poco por eso. Un poco también porque es importante que lo comprendan, para Lylie. Su psicología, quiero decir. Su ambiente, el determinismo, el adquirido y el innato, todas esas tonterías. Les doy todos los detalles para que puedan juzgar por sí mismos. Es importante si quieren formase su propia opinión.

Fue en marzo de 1987. Hacía un tiempo terrible. Según lo que nos había dicho Nicole Vitral, la lluvia y el viento a más de sesenta kilómetros por hora sobre Dieppe no habían cesado desde hacía quince días. No había ni un alma en el paseo marítimo. Nicole tosía al terminar cada frase. Sus pulmones la torturaban al más mínimo esfuerzo.

Nazim estaba feliz. Le gustaba mucho ir a Dieppe. Le encantaba la lluvia. Le gustaba mucho Marc, también, aunque el crío tenía un poco de miedo de él. Nazim no tenía críos, no más que yo. ¡Pero al menos tenía una mujer! La guapa Ayla, con unas formas tan redondeadas como sus kebabs. Nazim, como no podía ser de otra forma, era hincha del equipo de Turquía; ¡durante las eliminatorias del mundial del 86 había perdido ocho a cero contra Inglaterra! «Eso sólo pasa en el futbolín», bromeaba Marc.

Nazim quiso demostrarle a Marc que no era rencoroso, le había llevado una camiseta de Dündar Siz, el extremo izquierdo del Galatasaray, el barrio «galo» de Estambul… El nombre de Dündar Siz seguramente no les diga nada. Intenten traducirlo al francés… ¿Lo tienen? Didier Six… El jugador francés que había tenido que obtener la nacionalidad turca para poder llevar al Galatasaray al título de campeón el año siguiente. Didier Six… ¡Cómo se podía tener como ídolo a Didier Six! Un tipo que había hecho toda su vida el mismo recorte, salida en falso al exterior y quiebro al interior… Sobre todo, un tipo que tiró a las manos del portero su penalti en Sevilla en 1982, en la semifinal del mundial, contra Alemania. Jugaba en el Stuttgart en esa época, el vendido de él… ¡Se ha fusilado a gente por menos que eso!

¡Y va Nazim, cinco años más tarde, y no se le ocurre nada mejor que llevarle a Marc una camiseta de Dündar Siz! ¡La camiseta de un traidor que vive en el exilio bajo un nombre falso! Bonito ejemplo para la juventud. Marc, joven e ingenuo, se puso la camiseta sin hacer preguntas. Normal, no había vivido el 82, la noche de Sevilla, el trauma de toda una generación…

A la pequeña Émilie, por su parte, le importaba un bledo todo aquello. Ese día de marzo de 1987 desafiaba al viento y a la lluvia. Se había puesto un impermeable malva fosforito, con una capucha que le comía la cara, de la que sólo sobresalía el cabello rubio. Llevaba botas del mismo color y saltaba en los charcos de la alcantarilla de la calle Pocholle. ¡Corría detrás de los gatos! Nicole, casi emocionada hasta las lágrimas, me había explicado por qué.

Émilie tenía siete años, seis meses de primero de primaria, sabía leer, y devoraba ya los Cuentos del gato encaramado de Marcel Aymé. El volumen rojo. Delphine y Marinette, los animales de la granja que hablan…

«¡Los Cuentos del gato encaramado! —me decía Nicole, tomándome por testigo—. ¡A los siete años! ¡En primaria! Crédule, ¿se da cuenta?».

Debía de haber menos de veinte libros en su casita de pescadores, y ese era el único libro para niños. ¿Qué relación tenía eso con los gatos del barrio, me dirán? Ya llego. A Émilie le había encantado la historia del gato de la granja que, para joder a la gente, se pasa todos los días durante su aseo con la pata detrás de la oreja, atrayendo indefectiblemente la lluvia para el día siguiente. Semanas de diluvio sólo por culpa del humor del gato y de su mal carácter, hasta que los granjeros deciden desembarazarse del él… y Delphine y Marinette lo salvan in extremis. Deducción lógica para Émilie, si el diluvio se había abatido sobre Dieppe desde hacía quince días, lluvia, viento, granizo y guijarros volantes, era por culpa de los gatos del barrio, que debían de estar pasándose también la pata por detrás de la oreja. Se imponía una única solución: convencer a los gatos del barrio para lavarse de otra manera. Todos los gatos de Pollet. ¡Se imaginan, un barrio de pescadores! Émilie se pasaba horas acercándose a ellos, domesticándolos, explicándoles dulcemente que por culpa suya su abuela Nicole no podía trabajar. Que ellos tampoco, que les gustaba mucho el sol, podían salir afuera para tostarse sobre el asfalto.

Émilie había intentado arrastrarme, así como a Nazim, afuera bajo la lluvia para coger a los gatos. ¡Para darles miedo! Había quienes no la escuchaban. Los salvajes sobre todo.

«Vamos, ven, ¡Credul-Balancín-Balanzul!».

«¡Vamos, sígueme, Bigotes!».

Tiraba de nosotros con su manita. Las gotas corrían todavía por su impermeable. Nazim estallaba en carcajadas, pero se quedaba a resguardo con un café delante. Yo también. Sólo Marc, mirándola desde sus ocho años, acababa cediendo para salir bajo el chaparrón. La camiseta turca de Didier Six, demasiado grande, puesta por encima de su abrigo marrón. Empapada, casi transparente.

Tan transparente como Dündar Siz, aislado en el extremo izquierdo del Parque de los Príncipes.

Tal vez se aburran con mis recuerdos chorreantes. Lo entiendo. Lo que les interesa es la investigación… Nada más que la investigación. Ya llego, ya llego. No había renunciado a ella a pesar de todo. Ya verán, no van a quedar decepcionados. El 22 de diciembre de 1987, como cada año, volví a mi peregrinación al monte Terrible. Llegué por la noche a orillas del Doubs para dejar mi equipaje. Tenía ya mis costumbres de solterón. La dueña, Monique Genevez, una mujer un poco corpulenta y adorable, con un acento del Franco Condado tan marcado que me recordaba casi al de los quebequeses, me reservaba siempre la misma habitación, la 12, con vistas al monte Terrible, y me hacía madurar un mes largo con antelación el cancoillotte, un queso que me servía con un vino de Arbois. La investigación estaba estancada; yo, encima, ahondaba en mi neurosis… Bien que tenía derecho a algunas compensaciones.

Aquel día, pues, Monique, que me esperaba impacientemente al final del camino, ni siquiera me dio tiempo para aparcar el coche:

—Señor Grand-Duc, ¡hay algo para usted!

La miré, estupefacto. Insistió:

—Está aquí desde hace dos horas. Ha telefoneado varias veces durante el mes pasado, quería verle, le he dicho que llegaba como todos los años, el 22 de diciembre por la tarde… Creo que tiene relación con su investigación.

Monique se había reído por lo bajo delante de mí como Miss Moneypenny frente a James Bond. Sorprendido, excitado, entré rápidamente en el salón. Un hombre de unos cincuenta años bien llevados, que llevaba un abrigo largo y oscuro de invierno, me esperaba leyendo folletos sobre la región. Se dirigió hacia mí.

—Augustin Pelletier. Hace meses que deseo conocerle, señor Grand-Duc. Me he topado por casualidad con sus anuncios por palabras en L’Est Républicain. Creía que toda la investigación sobre el accidente del monte Terrible estaba cerrada desde hacía mucho tiempo… Pero, por lo visto, todavía está buscando algo. Tal vez pueda ayudarme…

Era más bien lo contrario lo que yo esperaba. Ayuda por su parte, pero bueno… Augustin Pelletier me parecía un hombre equilibrado, del tipo ejecutivo de empresa decidido en lo referente a las responsabilidades concretas. No un farsante.

Me senté a su lado, en la entrada de la casa rural. Por el ventanal se podía contemplar toda la línea divisoria, incluido el monte Terrible, todavía sin nieve ese año.

—Haré lo posible, señor Pelletier. Me sorprende…

—Es una vieja historia, señor Grand-Duc. Seré breve. Estoy buscando a mi hermano, Georges, Georges Pelletier. Ha desaparecido, desde hace años ya. El último rastro que tengo de él remonta a diciembre de 1980. En esa época, vivía como un ermitaño en el monte Terrible, en una cabañita, no muy lejos del sitio donde se produjo el accidente del Airbus.