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2 de octubre de 1998, 13.41

Desde su puesto de observación, Ayla Ozan dominaba toda la finca de la Rosaleda. Se había instalado en el bosque de Coupvray. Después del camino de Chauds-Soleils, había seguido discretamente un sendero que subía entre los árboles. Desde allí, oculta detrás de un tronco, no podían escapársele ninguna de las idas y venidas de casa de los Carville.

Por el momento no había movimiento alguno en la finca, ni siquiera el viejo Carville, bajo su árbol, en medio del césped, como una especie de escultura moderna en mitad de un parque público. No le faltaba ya más que hiedra trepadora por las piernas y liquen en las ruedas de la silla.

Ayla había inspeccionado los alrededores, las calles, los caminos. ¡Ni rastro del Xantia azul! En cambio, no le había costado nada localizar el Rover Mini de Malvina de Carville, aparcado casi delante de la Rosaleda. El mismo coche aparcado en la calle de la Butte-aux-Cailles, unas horas antes.

Ni Crédule ni Nazim estaban, pues, allí. Dudaba sobre qué comportamiento adoptar. Esperar, ¿a pesar de todo? Por si acaso… Llamar a casa de los Carville, ¿entrar? ¿Encontrar a esa Malvina de Carville, hacerle hablar, de una manera u otra, preguntarle lo que hacía delante de la casa de Grand-Duc? Sobre todo, ¿preguntarle si se había cruzado con Nazim?

Ayla todavía sentía el frío de la hoja de su gran cuchillo de cocina contra su pierna. Oh, sí, le habría gustado mucho regalarse unas palabritas a solas con esa Malvina. El colchón de hojas muertas crujía un poco bajo sus suelas. Entró en razón. ¡Contactar con los Carville era lo último que debía hacer!

La solución correcta, le había dado vueltas y más vueltas en su cabeza, era ir a la policía. Decirles de la manera más sencilla del mundo que no había tenido noticias de su marido, Nazim Ozan, desde hacía dos días. Lanzar un aviso de búsqueda, los polis podían hacer eso. Tal vez no fuese demasiado tarde. Tal vez los polis no le hiciesen preguntas, después de todo. Y si se las hacían, y si sentía que podía ayudar a encontrar a Nazim, entonces sí, sin dudar, les contaría todo lo que sabía.

Al final, su testimonio ayudaría a Nazim. Él no era el único culpable, le diría a los polis. Lo comprenderían. Nazim también lo comprendería. Lo que más importaba en esos momentos era encontrarlo.

Ayla miró de nuevo hacia la Rosaleda. Lo que habría querido sería que la chica saliera, Malvina. La habría acorralado, le habría puesto el cuchillo bajo la garganta, le habría explicado que si no hablaba la cortaría en lonchas a modo de carne de kebab. La chica habría cantado. Era una loca, no una suicida.

Pero Ayla todavía no entreveía ningún rastro de la chica, sólo su coche…

Dudó. Esperaba allí desde hacía una hora ya.

¡Qué le iba a hacer! Había que irse, tenía que hablar con los polis.

Ayla se levantó.

El disparo le estalló en los oídos.

Instintivamente, Ayla saltó sobre las hojas. Tuvo la impresión de caer sobre una alfombra espesa. Respiró. No le habían dado. Calculó que el disparo había sido efectuado a menos de cincuenta metros de ella.

¿La apuntaban a ella o bien le había entrado pánico simplemente? ¿Cazadores? Debía de haber muchos de ellos en ese bosque, en esas afueras elegantes, tal vez incluso monterías.

¿Qué hacer?

Gritar. Chillar: «¡Eh, estoy aquí…!».

¿Avisar a los cazadores?

Avisar al asesino, tal vez…

O bien arrastrarse, tratar de alcanzar el camino, un centenar de metros más abajo. Allí estaría a salvo, cerca de las casas.

Ayla no hizo nada, esperó, acechando el más mínimo ruido en el bosque. La adrenalina que aumentaba en ella le recordaba al momento en que había huido de la Turquía de los generales, con su padre, escondida en el suelo de un camión durante horas. Se acordaba todavía del ruido de las botas sobre las tablas, en la frontera, y unos centímetros por debajo, su boca amordazada por la mano de su padre.

Todos sus sentidos estaban en alerta.

Ahora ningún otro ruido cruzaba el bosque. Sólo el viento, en los árboles, en las hojas.

Esperó un largo rato, que le parecieron horas.

Nada. Un bosque tranquilo. Apacible.

Lentamente, se levantó, escrutando las sombras en los árboles, el viento en las hojas.

Nadie.

Estaba de nuevo sola en ese bosque. Sin duda había oído una bala perdida. El eco bajo los árboles debía de haber amplificado la detonación, el disparo había podido ser efectuado lejos de ella, en la otra punta del bosque. Definitivamente, estaba demasiado nerviosa, era necesario a toda costa que se fuera a la comisaría, ahora lo más rápido posible.

Dio un paso, despacio, desconfiada a pesar de todo. Apoyó la mano en el árbol más cercano.

La bala estaba dentro del tronco.

La mano de Ayla se crispó sobre la corteza. De repente helada.

Habían apuntado, pues, hacia ella…

Ayla oyó la detonación apenas una décima de segundo antes de sentir cómo su hombro estallaba por el impacto. Se desplomó. Su clavícula se desgarró una segunda vez al chocar con violencia contra la tierra. Ayla chilló sin reservas, ante la oleada de dolor. Rodó sobre su vientre, incapaz de volverse. Toda la parte de arriba de su cuerpo se negaba a obedecerla, anquilosada, paralizada por el sufrimiento. Ayla intentó erguirse en vano con la mera fuerza de su brazo válido. Como un niño de pocos meses caído sobre su tripa.

Sus piernas se agitaron, sus pies buscaron apoyo para arrastrarse, para tratar de alejarse. No encontraron más que una capa de hojas amarillas que volaban ante sus gestos desesperados. Como si intentara nadar en una piscina de plumas.

El dolor la dejaba clavada al suelo. Sin embargo, era necesario que se alejara.

Oyó como unos pasos se acercaban. El ruido siniestro de las hojas aplastadas, cada vez más claro.

Luego ya nada.

Él estaba allí. Todo había acabado.

Ayla ya no sufría. Sólo sentía como el lecho de hojas muertas le acariciaba el rostro, el cuello, los brazos. Quería morir con esa sensación, esa caricia. Ya no eran las hojas lo que molestaba a su cuerpo desnudo, era el bigote de Nazim. Su gran bigote, tierno, suave, impúdico. Sus pensamientos echaron a volar hacia la casa de Antioquía, la que debía comprar con Nazim, en Turquía, su país, ese país del que había huido en los brazos de su padre hacía ya tanto tiempo…

El ruido de un revólver cargándose rompió secamente el silencio. Ayla hizo un último esfuerzo por volverse, para verlo.

Conocer a su asesino.

Empujó con su brazo válido.

Esta última voluntad no le fue concedida.

Un momento después, la bala le atravesó la nuca.