2 de octubre de 1998, 13.15
Ayla Ozan estaba de pie delante del 21 de la calle de la Butte-aux-Cailles. Trataba, alzándose sobre la punta de los pies, de ver lo más lejos posible en el jardín. Nada se movía. ¡Las contraventanas verde claro estaban desesperadamente cerradas! Ayla tocó el timbre varias veces, durante mucho tiempo. ¡Nadie!
Acabó dándose la vuelta, caminó por la calle, buscando un indicio cualquiera. Había ido a menudo a casa de Crédule Grand-Duc, preparaba algo de comer mientras Crédule y Nazim trabajaban en el caso, discutían, hasta avanzada la noche. Los escuchaba un poco, luego acababa siempre durmiéndose delante de ellos, en el sofá, envuelta en el calor de la chimenea, contando las libélulas del vivero. Mecida por la voz de sus dos hombres, el hombre de su vida y su mejor amigo. Pero ¿adónde podían haber ido? Nadie en casa de Crédule, ninguna señal de vida de Nazim desde hacía dos días. Algo iba mal.
Ayla pasó por delante de un bar, el Temps des Cerises. Dudó si entrar para informarse, Crédule iba a veces a tomarse allí su café. Se detuvo, consciente de que sus andares no eran muy naturales. Antes de dejar el kebab, en el bulevar Raspail, Ayla había cogido un gran cuchillo de cocina, el más afilado, lo había envuelto en una bolsa de plástico y lo había deslizado junto a su pierna, bajo su pantalón amplio. Era demasiado largo, no cabía en su mochila. Un arma improvisada, por si acaso… No conseguía quitarse esa terrible sensación de peligro de encima.
Ayla abarcó de una mirada la calle de la Butte-aux-Cailles. Había poca gente. Madres e hijos. Clientes de la panadería.
De repente se quedó paralizada.
Se le hizo pedazos el corazón bajo su largo abrigo de invierno.
El BMW X3 negro de Crédule estaba aparcado al lado de la acera, a cincuenta metros de su casa. Ningún rastro, por el contrario, del Xantia azul de Nazim. Su marido había ido a casa de Crédule; si hubiesen dejado juntos la casa de la Butte-aux-Cailles, ¿por qué jodida razón habrían preferido el Xantia sucio y abollado antes que el BMW? Sobre todo ese viejo maniático de Crédule.
Ayla recorrió los alrededores. La calle Samson, el pasaje Boiton, la calle Jean-Marie-Jégo, la calle Alphand, a paso lento, arrastrando como podía su pierna rígida por culpa de la hoja del cuchillo. Se decía que la bolsa de plástico podía ceder en cualquier momento, que el acero se le iba a meter en la pierna, que iba a desplomarse allí, en la calle, como una idiota…
—¿Está buscando algo?
Un tipo con un perro la miraba fijamente, la clase de vecino al que no le gustan demasiado los extranjeros que rondan por el barrio. Sobre todo una turca dando vueltas alrededor de los coches allí aparcados.
—Soy… soy una amiga de Crédule Grand-Duc. Vive en el 21 de la calle de la Butte-aux-Cailles. Vive en la casita, antes del Temps de Cerises. No está, pero su coche está aparcado cerca de su casa. Un BMW negro. ¿No… no habrá visto otro coche? Un Xantia. Azul…
El tipo la miró como si perteneciese a los servicios de inmigración del Ministerio del Interior encargados de expedir permisos de residencia en el barrio. Consultó con su perro.
—¿Con el parachoques abollado? ¿Un saquito de flores colgado en el retrovisor? ¿Una bandera turca pegada en el parabrisas? Es ese, ¿no?
El tipo hizo un silencio satisfecho de sí mismo mientras Ayla recobraba la esperanza y asentía poniendo a regañadientes la mayor de sus sonrisas, aunque el hombre parecía confiar más en el instinto de su perro que en el encanto otomano. Por el momento, el chucho marrón se pegaba afectuosamente a las piernas de Ayla.
—El Xantia se ha quedado aparcado en el barrio estos últimos días —acabó soltando el hombre—, pero ya no está aquí desde ayer… Sin duda, no lo va a encontrar. No vale la pena entretenerse.
El cuchillo hacía sufrir a Ayla, y el hocico de ese perro cretino contra su pierna iba a acabar abierto en dos, a la manera de la carne para kebab. Se agachó para alejar al chucho mientras intentaba modificar su posición. El tipo la miró, más desconfiado todavía. Era un puto gilipollas, pero podía serle útil. Ayla repartió una sonrisa al facha y una caricia al perro. Sin celos.
—Y… parece conocer bien el barrio… ¿No ha visto alguna novedad, estos últimos días, estas últimas horas…? ¿Alguien nuevo, por ejemplo? ¿Otro coche que no fuese del barrio?
El tipo la miró, sorprendido por su audacia. Tiró instintivamente de la correa. Ayla prosiguió. No tenía nada que perder.
—Un forastero, ya sabe…
Dudó de nuevo, pero no pudo resistirse al placer de ser útil:
—Ya veo lo que quiere decir…
Miró a su perro, como para hacerle compartir su júbilo.
—Un Rover Mini, azul, bastante nuevo. La propietaria ha rondado por el barrio casi toda la mañana, una chica con cara de vieja en un cuerpo de niña. Rara. Sospechosa, con una mirada de falsedad… ¿Es lo que busca?
El rostro de Ayla Ozan se había puesto blanco de pronto. Por supuesto, había comprendido de quién hablaba ese tipo. Nazim le había descrito a menudo a Malvina de Carville, su físico fuera de lo normal, sus caprichos, ese coche, ese Rover Mini, regalado por su riquísima abuela… Nazim también le había dicho a menudo que esa chica se había vuelto completamente chiflada desde el accidente de avión.
Loca y peligrosa.
Ayla sintió pánico.
—Bueno… sí. Gra… gracias…
¿Qué podía hacer ahora? ¿Correr a la policía? ¿Difundir un aviso de búsqueda? Le harían preguntas. Debería revelar entonces todo lo que sabía, sobre el caso, sobre los Carville, sobre Nazim… No había desaparecido más que hacía dos días. Hablar era entregarlo a los polis. Nazim nunca se lo perdonaría…
El tipo del perro se alejaba mientras seguía mirándola de reojo. No, debía apañárselas sola. Sabía lo bastante acerca de los Carville. No había olvidado ninguna de las confidencias de almohada de Nazim, cuando se desplomaba sobre su espalda después de haberse corrido. El facha y su perro marrón desaparecieron en la esquina de la calle Samson. Un extraño escalofrío recorría a Ayla, mezcla de angustia y de excitación. Volvía a pensar en el cuerpo de Nazim, en la caricia del bigote del gigantón sobre su piel. Tenía tantas ganas de acurrucarse en sus brazos. De bailar delante de él, de agitar su tripita redonda delante de sus narices para excitarlo, para que la abrazase glotonamente.
Ayla se inclinó y agarró el cuchillo frío sobre su pierna. No tenía más que una pista. ¡Malvina de Carville! Ayla estaba sola, pero no era estúpida. Los Carville vivían en las afueras, al este, cerca de Marne-la-Vallée. Lo encontraría seguro. Compartía, desde hacía veinte años, la cama con un detective privado. Conseguiría apañárselas.