2 de octubre de 1998, 13.11
Mathilde de Carville corrió lentamente la doble cortina y observó por la ventana si su nieta ejecutaba sus órdenes. Marc miró en la misma dirección, se detuvo un momento en la mano arrugada y luego, a través de los finos puntos de tul blanco que caían delante del cristal, sus ojos abarcaron el enorme jardín verde y ocre. La Rosaleda parecía inmersa en el ambiente esfumado de una mala película de género: decorado burgués, imagen desenfocada pasada de moda y tonos pastel. Malvina pasó a lo lejos, por la avenida de gravilla rosa, empujando con nerviosismo a su abuelo. La cabeza del enfermo debía de haberse caído poco a poco por el camino caótico, el cuello se había ido torciendo: sus ojos fijos se abrían de par en par hacia el cielo blanco, o hacia la cima de los árboles tal vez, hacia el vuelo lento de las últimas hojas rojizas del gran arce. Ni una sola vez Malvina se inclinó sobre su abuelo para levantarlo.
Mathilde esperó unos segundos. Malvina y Léonce de Carville se alejaban bordeando los rosales en dirección al invernadero y al mirador del Marne. Volvió a cerrar la cortina. La habitación quedó de nuevo bañada por una ligera penumbra donde brillaban las siluetas blancas e inmóviles de los muebles cubiertos con sábanas; y la laca inmaculada del Petrof, por supuesto. Mathilde de Carville se volvió hacia Marc.
—Marc… ¿Le importa que le llame Marc? Mi edad me lo permite, creo. Puesto que ha venido hasta aquí, me gustaría hacerle una pregunta. Una simple pregunta. Cuando ha vuelto a ver a Lylie estos últimos días, desde su mayoría de edad, ¿llevaba una joya? ¿Una sortija?
Marc se había acercado al piano. Sus dedos corrían por el teclado, sin tocar las teclas.
¿Para qué mentir?
—Sí, la llevaba… Una sortija. Un zafiro claro…
Ninguna sonrisa apareció en el rostro de Mathilde de Carville. Ninguna manifestación de triunfo. Ningún júbilo. Marc encontró eso extraño. Reaccionaba como un policía que no se atreve a aceptar las confesiones de un mafioso.
La mano de Marc se deslizó por el piano. El Mauser estaba todavía colocado sobre la madera blanca, a ochenta centímetros de sus dedos. Por la ventana, Marc trató de localizar a Malvina de nuevo en el jardín, pero la cortina corrida no le dejaba ver más que una raya de luz pálida.
—Está loca —dijo de repente la voz tranquila de Mathilde de Carville—. Mi nieta se ha vuelto casi loca. Se ha dado cuenta de ello, supongo.
Marc no respondió nada; Mathilde continuó:
—Y usted, Marc, ¿qué piensa sobre esto?
Nada, Marc esperaba.
—De la locura, Marc. Le hablo de la locura… ¿Qué piensa sobre esto?
Los dedos de Marc bailaban sobre las teclas de marfil para evitar que su temblor fuese demasiado perceptible.
—Le estoy hablando, Marc —insistió la voz glacial de Mathilde de Carville—. Estoy hablando con usted. Al igual que Malvina, su pequeño cerebro de niño debió de haberse enfrentado a la duda. ¿Qué le pasó a su hermanita? ¿Viva? ¿Muerta? ¿Ha salido adelante mejor que Malvina finalmente?
Marc levantó la cabeza, sin pronunciar una palabra.
—Qué suplicio, ¿no es así, Marc? Todos estos años. No saber qué siente por la chica a la que quiere más en el mundo. ¿Se trata de un casto amor fraternal? ¿O se trata de un ardiente amor carnal? ¿Cómo crecer con esa duda?
El tono había cambiado. Su voz se hacía más fuerte, amenazante. Mathilde de Carville avanzó hacia el piano.
—Para vivir, para sobrevivir, uno se las apaña con sus sentimientos, ¿no es así, Marc? Todos estos años de infancia, el pequeño Marc busca el cariño de la pequeña Émilie, adorable hermana pequeña… luego el pequeño Marc crece… ¿Por qué no aprovecharse de la duda?, la oportunidad es demasiado buena, ¿no? ¿Enterrar a la pequeña Émilie y enamorarse de Lyse-Rose, la guapa y rica heredera de los Carville?
Los dedos de Mathilde de Carville se acercaban al revólver, su voz aumentaba de nuevo en potencia:
—He sufrido, Marc. Por Dios que he sufrido. He expiado, todos estos años, ignoro qué culpa, pero la he expiado de todas formas. Mi revancha tiene un regusto amargo, Marc, créame.
Marc tosió. Ningún otro sonido logró salir de su garganta. Mathilde estaba ahora de pie a menos de un metro delante de él. ¿De qué revancha hablaba?
De repente, Mathilde de Carville se dio la vuelta. La anciana se dirigió hacia la biblioteca, en el rincón opuesto de la habitación. Su sombra cubría con un efímero velo gris el Petrof. Agarró sin dudar un libro grueso del que Marc no pudo leer el título, lo abrió y cogió un sobre azul lavanda. Mathilde de Carville avanzó de nuevo por la habitación.
—Grand-Duc se había acercado a usted, Marc, incluso se había convertido en un amigo de la familia Vitral. Pero no se engañe, seguía siendo mi empleado, me elaboraba su informe casi todas las semanas… Al menos los primeros años. Al cabo de cinco años de investigación, ya no había casi ninguna pista en la que profundizar. Al cabo de ocho años, no quedaba estrictamente ninguna en la que hacerlo.
La imagen del cadáver de Grand-Duc pasó un momento ante los ojos de Marc. Mathilde dejó el sobre azul encima del piano, justo al lado del revólver.
—Estrictamente ninguna, salvo una. La última, la única. Estábamos en 1988…
Mathilde se volvió de nuevo. ¿Es que esa mujer no paraba nunca de moverse?
—Marc, tenemos tiempo, ¿puedo ofrecerte algo de beber?
Marc dudó, sorprendido. Todo lo que vivía, lo que estaba descubriendo desde que había llegado a la Rosaleda le parecía preparado, calculado, como si su llegada fuera esperada: esa habitación lúgubre, mal iluminada. El piano blanco, el Mauser dejado encima. La desaparición de Malvina y de Léonce de Carville, en el jardín o en otra parte, la cortina disimulaba todo lo que pasaba en el exterior.
—S… sí —farfulló Marc a su pesar—. ¿Por qué no?
—¿Una infusión? Tengo excelentes mezclas aromáticas que cultivo yo misma.
Marc asintió. Mathilde de Carville se ausentó durante muchos minutos, dejando a Marc solo, justo al lado del sobre azul, del Mauser. Aquello estaba, con toda claridad, hecho a propósito. El suplicio dulce. La revancha de Mathilde. Marc se obligaba a respirar poco a poco, a acechar los primeros signos de crisis de agorafobia. Si, curiosamente, no había experimentado ningún sentimiento de peligro ante ese pequeño monstruo armado de Malvina, la puesta en escena de la anciana Carville provocaba en él una emoción contraria. Empezaba a sentir la comezón familiar de la sangre precipitándose por sus piernas, sus brazos, sus manos.
Mathilde volvió, con los brazos cargados con una bandejita, de dos tazas, una infusión en cada una. Sirvió el agua caliente, tendió un platillo a Marc.
—Beba, Marc…
Marc dudó. Mathilde le sonrió con franqueza.
—¡No voy a envenenarle!
Se mojó los labios. Estaba hirviendo.
—Marc —dijo Mathilde de Carville—, no voy a hacerle sufrir durante mucho más tiempo.
Marc bebió un trago. El sabor le gustó. Así que esa vieja bruja cultivaba ella misma sus hierbajos en su inmenso jardín secreto.
—A principios de esta década —continuó Mathilde de Carville—, lo sabe tan bien como yo, se hizo posible conocer la verdad… ¡Un simple test de ADN! Era infalible. Los laboratorios ingleses, con mucho dinero, y un poco de saliva o de sangre, te daban resultados en pocos días. Esperé todavía unos años antes de tomar la decisión. La religión católica no hace necesariamente buenas migas con la genética, ¿entiende, Marc? Dudé durante mucho tiempo. Tomé mi decisión hace tres años, cuando Lylie tenía quince. De alguna manera, era la última misión de Grand-Duc. Grand-Duc se encargó de todo. Tenía contactos en la policía científica francesa, le proporcioné dinero. Una gestión así no tenía nada de legal. Recogió una muestra de sangre de Lylie, el día de su cumpleaños. Le di la mía, la de mi marido, la de Malvina. Era tan sencillo de saber.
Marc sentía que le flaqueaban las piernas. Bebió otro trago de infusión. El sabor, a medida que la ingería, se volvía más ácido. Se acordaba, por supuesto, del día de los quince años de Lylie; Crédule Grand-Duc estaba invitado, como cada año, le había regalado un florero de cristal. El florero era tan fino, estaba desportillado tal vez, que se había roto en cuanto Lylie lo había cogido entre los dedos. Lylie se había cortado el índice. Grand-Duc estaba desolado. Había recogido los trozos de cristal, farfullando disculpas…
¿Confesaba Grand-Duc su doble juego en las próximas páginas de su cuaderno? Lo comprobaría. Le ardía la garganta.
Por el momento, sólo tenía ganas de hacer una cosa, agarrar ese sobre azul, abrirlo, leerlo.
Mathilde de Carville le sonrió de nuevo de manera extraña.
—Marc, los resultados están aquí, en este sobre. Los conozco desde hace tres años. Soy la única. Me ha hecho un favor al venir, Marc. Va a coger este sobre.
Marc se quemó el paladar con un último trago. Cogió, con dedos temblorosos, el sobre azul lavanda. El rostro de Mathilde de Carville puso una mueca triunfante.
—¡Pero no va a abrirlo, Marc! Va a llevarle este sobre a Nicole Vitral. Es un asunto entre ella y yo desde hace ya años. Si algún otro, hoy, debe conocer la verdad, es ella.
Un largo silencio envolvió la habitación, como una escarcha matinal que helase las sábanas. Marc deslizó lentamente el sobre azul en su bolsillo.
—¿Qué le prueba que no voy a abrirlo de inmediato al salir de aquí?
—Es usted un muchachito bueno, ¿no? Obediente. No traicionaría a su abuela, ¿no? El destinatario de ese correo es ella…
—Son sus reglas… ¿Qué me obliga a seguirlas?
—Las seguirá, Marc, por supuesto. Porque está convencido de conocer ya la respuesta contenida en ese sobre.
Marc se ahogaba. Su garganta y su estómago le ardían. Mathilde de Carville insistió:
—¿Qué tiene que temer, Marc? ¿No es lo que desea? Lyse-Rose ha sobrevivido, Émilie está muerta. Sólo a Nicole le dará un poco de pena, por supuesto, pero la felicidad de su nieto la consolará, ¿no?
Marc sentía crecer en él la crisis de agorafobia, lograba controlar su respiración, como si la infusión hirviente le devorase la tripa. Mathilde de Carville estalló en una aterradora risa forzada.
—¿Qué es lo que espera exactamente, Marc? ¿Casarse con Lylie? ¿Que tome con su mayoría de edad el nombre de Lyse-Rose de Carville? ¿Convertirse en mi nieto? ¿Una boda de blanco en Notre-Dame? A mi marido le costará mucho llevar a su nieta hasta el altar, pero nos apañaremos. ¿Y luego? ¿Vendrá con Lyse-Rose a tomar el café el domingo, a jugar al ajedrez en el jardín viendo correr el Marne mientras hablo de gofres y de patatas fritas con su abuela? Qué penita, Marc. Qué despilfarro…
Marc intentó coger su taza, se le cayó de las manos y se rompió sobre la alfombra, salpicando las patas del piano.
—Dele este sobre a su abuela, Marc. Si lo desea, le hará leer después el resultado de este test de ADN. Dígale también que no me arrepiento de nada, especialmente del dinero que he invertido. Estoy en paz conmigo misma.
A Marc se le nubló la vista. La sangre de las arterias irrigaba su cuerpo como un oleoducto en llamas. Sus piernas no lograban ya sostenerlo, como dos torres consumidas por un incendio. Sus manos se crisparon sobre el teclado del Petrof. Se ralentizaron en el último momento de su caída, en un siniestro grito de notas desafinadas.