2 de octubre de 1998, 12.55
Lylie se tambaleaba peligrosamente. Ese taburete de bar de patas estrechas debía de haber sido concebido para caer cuando la persona sentada encima quisiera vaciar un vaso de más.
«Eso no tardará en pasar», pensó Lylie.
Un chisme por patentar, ese taburete tambaleante.
Se llevó el pequeño vaso de ginebra a los labios. Ya no le quemaba en la garganta. Ya no sentía nada, sólo el balanceo del taburete.
Era la única mujer en ese bar, el Barramundi, en la calle de Lappe. El tipo de bar adonde una no va sola, ni siquiera de día, o sólo porque se tiene una idea precisa en la cabeza. Por más que los tipos del bar pusiesen cara de no estar interesados en ella, de seguir soplándose sus cervezas, sus copas de blanco aligote, de rascar casillas de la lotería estatal, de mirar fijamente el televisor que retransmitía deporte sin cesar… sentía las miradas insistentes en sus muslos desnudos, con las piernas realzadas por el taburete, y sus ojos subían de nuevo por su espalda, hasta su nuca…
Olvidar…
Lylie vació el vaso de ginebra de un trago y se volvió hacia el barman, un tipo plácido con un único mechón de pelo, gris y rizado, en la parte de arriba de la cabeza.
—¿Qué otra cosa tiene que proponerme?
Ya había probado el vodka y el tequila. De momento, prefería el vodka, de lejos. Pero no estaba sino al comienzo de su aprendizaje, nunca había bebido una gota de alcohol antes de sus dieciocho años. Sólo una copa de champán, tres días antes. Estaba recuperando el tiempo perdido.
—Creo que con eso está bien, señorita. Ya ha bebido bastante, ¿no?
¿Qué quería ese tipo calvo con su estúpida mecha, no había entendido que era mayor de edad desde hacía tres días? Lylie pensó en ponerle su carnet de identidad delante de las narices, pero ese cabrón del camarero le daba ya la espalda, sin ni siquiera mirarla.
Un hombre de traje gris y corbata floja estaba a dos metros de ella, en la barra, perdido en un vaso que contenía un culín de líquido marrón. Era el único en el bar que no la había desnudado con la mirada. Lylie se inclinó hacia él, en equilibrio sobre el taburete cojo, agarrándose a la barra.
—¿Y usted qué bebe?
La corbata floja se enderezó un poco.
—Un clásico. Whisky escocés…
—¡Yo también quiero eso! Camarero, ¡quiero eso!
El camarero, manteniendo la calma, frunció la ceja derecha:
—¿Está segura, señorita?
—Descuida, Jean-Charles —dijo la corbata—, es para mí.
Jean-Charles frunció de nuevo la ceja, la izquierda esta vez. Ese tío debía de haber tenido todo un entrenamiento.
—¿La última, entonces? No quiero marrones…
Con una técnica de equilibrio sobre taburete mucho más depurada que la de Lylie, el bebedor de whisky, sin descender de su alcándara, fue a pegarse a ella. No para consolarla, lejos de eso; todo lo contrario; ese tipo a la deriva no debía de sobrevivir más que a través de conversaciones entre náufragos, historias de tormentas, de supervivencia, de botellas en el mar…
—¿Y usted? ¿Cómo ha llegado aquí? Señorita…
—Libélula. ¡Señorita libélula!
El tipo parecía que acababa de darse cuenta en ese momento de que la chica a la que había abordado poseía un esbelto cuerpo de modelo, y que todo el bar observaba su flirteo, como en un teatro.
—Muy bonito… eso de… Libélula. Yo soy Richard… Soy profesor, en un colegio de Boieldieu, en el distrito veinte, luego se imagina que…
Lylie le empujó con el brazo para coger el vaso de whisky. Se mojó los labios y puso una mueca. Definitivamente, ¡nada como el vodka! Richard comprendió que pasaba de sus problemas académicos y cambió de tema:
—Una chica guapa como usted… No parece una profesional. ¿Cómo es posible? ¿Estar aquí siendo tan guapa?
Lylie inclinó hacia Richard el taburete, que resistió de milagro.
—Ven aquí, tú.
Bruscamente, Lylie cogió su corbata, tirando de su cabeza con ella, y acercó la oreja del profesor a su boca:
—Voy a decirte algo, corbata. En realidad, no soy guapa. Es un disfraz que llevo.
Richard puso cara de estupefacción.
—¿Perdona?
—Mis piernas… mis pechos… mi boca… mi piel… todo a lo que nadie le quita ojo, lo que quiere tocar, en la calle, en todas partes… Pues bien, es sólo un disfraz, una movida de látex, como lo que llevan los submarinistas.
—¿Tú… tú?
—No te miento. A todo el mundo le parezco guapa, pero en realidad ¡por dentro soy un monstruo!
—Tú…
—¿No me entiendes o qué? Te estoy explicando que soy como los lagartos… Tengo varias pieles. Ya ves, como los monstruos de «V», la serie de la tele, los que parecen seres humanos pero luego son abyectos bajo su piel. Sobre todo su jefa, la chica, una reptil viscosa en el cuerpo de una tía que está superbuena. Soy como ella, como esos lagartos que se tragan ratones vivos. Y ya está, ¿sabes lo que quiero decir?
—Pues… no demasiado. Ya sabes, las series de la tele, soy profe de…
Un tirón de la corbata le cortó el sonido en seco.
—Voy a decirte otra cosa, corbata, peor aún. No estoy yo sola, somos dos dentro del mono. Dos en el mismo cuerpo, ¿eso te lo crees?
—Bueno, pues… diría que…
—Chis… No digas nada, será mejor… Ahora tengo que irme. En pocos minutos… ¿Sabes adónde? Tengo que ir a hacer una cosa fea. Una cosa de la que en realidad no tengo ganas. Me da asco. Y, no obstante, tengo que hacerlo…
Richard se agarró al hombro de Lylie, era eso o caer. Dejó que su brazo se entretuviera contra el pecho de Lylie y farfulló, acercando sus labios a los de la chica:
—¿Por qué? Nunca estamos obligados a nada. Si te ayudase… a quitarte tu disfraz, para verte por dentro. A ti y a tu amiga…
Richard se estaba envalentonando. Todavía cogido por la corbata, no tenía un gran margen de maniobra, pero su mano derecha se deslizó bajo la falda negra. Lylie no rechistó.
—Es demasiado tarde, te digo… Ya no puedes hacer nada por mí, nadie puede hacer ya nada. Ya ves, ahora voy a matar a alguien que no tiene nada que ver, que no ha pedido nada… Porque es así…
—De acuerdo, de acuerdo… Pero todavía tenemos tiempo. Unos minutos. Tienes que enseñarme tu segunda piel antes… Si quieres que te crea…
La mano derecha subió más arriba por el muslo, la mano izquierda se posó sobre el pecho de Lylie. El camarero reaccionó inmediatamente, con las dos cejas en acento circunflejo. Puso con violencia un vaso sobre la barra.
—Tranquilito, Richard. Tranquilito con la cría. Quítale las zarpas de encima, ya tienes bastantes marrones de esos, ¿no?
Richard dudó. La corbata se tensó, retorciéndole el pescuezo.
—Di, ¿me estás escuchando? ¡Te digo que voy a matar a un inocente!
Lylie se inclinó aún más. Esta vez, el taburete no resistió. Se desplomó de repente. Lylie había soltado la corbata al caer, pero Richard ya tenía una gran marca roja de estrangulamiento alrededor del cuello.
Como un ahorcado superviviente de milagro, nada rencoroso, se levantó para ayudar a Lylie.
—¡No me toques! —gritó ella—. ¡Quítame tus sucias manos de encima! ¡Lárgate!