Diario de Crédule Grand-Duc
Un mes después del drama de Tréport, Nicole Vitral servía de nuevo a los clientes en su puesto ambulante. No tenía elección. Muchos encontraron curioso, morboso incluso, que siguiese trabajando en ese ataúd sobre ruedas, en esa trampa de chapa y gas que se había llevado a su marido, dormido definitivamente en ese suelo que seguía pisando durante toda la jornada.
Nicole respondía con una sonrisa: «Bien que se sigue viviendo en las casas en las que nuestros allegados han fallecido. Se sigue durmiendo en las mismas camas, se come en los platos en los que comían, en los vasos en los que bebían… los objetos no son responsables. La camioneta no lo es más que cualquier otro».
Comprendí años más tarde que en lo más profundo de ella a Nicole le gustaba ese trabajo, servir a los clientes en la Citroën H, en el paseo marítimo de Dieppe, como lo había hecho durante años con Pierre, aunque el humo de la fritura y la mezcla de olores en el espacio confinado le desgarrasen todavía los pulmones, haciéndola toser sin parar. Pierre se había dormido en la camioneta, en realidad nunca había salido de ella, y Nicole, desde entonces sola, lo estaba menos en su tienda ambulante que en cualquier otra parte. Exceptuando el cementerio de Janval, tal vez.
Me acerqué a Nicole, a sus nietos, más o menos en aquel momento, hacia mitad del año 1983. Me encontré con ella por primera vez en abril, una mañana, Marc estaba en el colegio y Lylie dormía.
Nicole me cerró el paso en su puerta. Empecé con timidez:
—Crédule Grand-Duc. Detective privado, estoy… estoy investigando sobre…
—Sé quién es usted, señor Grand-Duc, lleva meses hurgando en el barrio… Por aquí, las noticias vuelan, ¿sabe?
—Esto… Bueno… Al menos, vamos a ganar tiempo… Mathilde de Carville me ha contratado para empezar desde cero toda la investigación, todo el caso del accidente del monte Terrible…
—Espero que al menos le pague bien por ello…
—No me puedo quejar, el sueldo es más bien respetable…
—¿Cuánto?
Los ojos de Nicole Vitral temblaban. Jugaba al gato y al ratón conmigo. ¿Para qué mentir?
—Cien mil francos. Al año.
—Habría podido conseguir más, mucho más…
Nicole Vitral llevaba un jersey bastante fino, gris azulado, muy escotado. El cuello de pico bajaba en su pecho. Me sentía tremendamente turbado. Continuó, sin moverse ni un ápice:
—¿Y qué es lo que espera de mí?
—Poder acercarme a Lylie, observarla, hablar con ella. Verla crecer…
—Nada más que eso…
Notaba que las negociaciones serían largas. Ya no sabía dónde poner los ojos, en el brillo de los suyos o en su pecho. Nicole Vitral tiró instintivamente de su jersey hacia arriba.
—Ya ve, no tengo nada que ocultar. Al contrario de lo que debe de pensar, a mí también me interesa conocer la verdad… ¿Ha encontrado algo?
Dudaba. ¿Estaba retomando la delantera? No por mucho tiempo, el jersey ya volvía a caer.
—He seguido muchas pistas, callejones sin salida en su mayoría, pero también he descubierto algunos detalles inquietantes…
Nicole Vitral pareció dudar. Sus ojos abarcaron la calle Pocholle.
—¿Mathilde de Carville le ha hecho firmar una especie de cláusula de confidencialidad? ¿De resultados en exclusiva?
—Nada de eso. Me paga sólo por descubrir una prueba.
—¿Una prueba? Nada más que eso. No tengo medios para pagarle… pero Mathilde de Carville sabe ser generosa por dos.
Sonrió y volvió a subirse el jersey.
—¿Un toma y daca? Entre a tomar un café, va a contarme todo eso mientras esperamos a que Lylie se despierte.
Nicole Vitral había confiado en mí. ¡Vaya a usted a saber por qué!
No ignoraba que jugaba a un juego peligroso: si alguna vez descubría algo, mi posición entre las dos viudas, o casi, no sería fácil de mantener, aunque lograse permanecer neutral… ¡Y ese era cada vez menos el caso! Entre la sencillez de la familia Vitral y el desdén de los Carville, no había color. Léonce de Carville tenía agua en vez de músculos, Malvina vapor en vez de cerebro y Mathilde un témpano en vez de corazón. Era su asalariado, su perro fiel, pero, sin lugar a dudas, mi simpatía estaba con los Vitral.
Marc y Lylie eran unos chiquillos adorables. Había cogido la costumbre de ir a verlos bastante a menudo, al menos en cada cumpleaños de Lylie. A veces iba a Dieppe con Nazim. Les daba miedo con su gran bigote. Nicole me fascinaba por su energía, su humor, su empeño por criar ella misma a Marc y a Lylie. Se había resistido, no había tocado ni un céntimo de los ahorros de Lylie en su cuenta bancaria, la fortuna ingresada por Mathilde de Carville.
Nicole era decidida y fiel. Un encanto de mujer, increíble. Los meses, los años pasaron así.
Yo también era fiel a mi peregrinación. Es el momento de hablar de ello. Es importante, no se imaginan todavía hasta qué punto. Todos los años, cerca del 22 de diciembre, volvía al monte Terrible. Dormía en una casa rural cercana, en Clairbief, a orillas del Doubs, y pasaba un tiempo allá arriba, en el mismo lugar del accidente. Me quedaba cada año al menos unas horas, para caminar, pensar, releer notas que había tomado.
Como si el lugar fuese a acabar por desvelarme su secreto…
Iba allí siempre solo, sin Nazim.
Conocía ya cada camino, cada piedra, cada abeto. Sentía que era necesario que domase ese rincón de montaña salvaje, que era imprescindible que me tomase tiempo para escucharla, más allá del trauma. Como con los Vitral, al fin y al cabo.
Sin duda no van a creerme. ¡Pero eso funciona! La montaña confió en mí. Tres años después, exactamente. Tres peregrinaciones más tarde, en diciembre de 1986. Me desveló su secreto, de lejos lo más inquietante en dieciocho años de investigación.
Ese 22 de diciembre de 1986, una tormenta tan violenta como repentina me había sorprendido, al final de la tarde, en lo más alto del monte. Para volver a bajar, me habrían hecho falta al menos dos horas bajo la lluvia y los relámpagos. Traté de encontrar un refugio, lo que fuera, al azar. Los árboles replantados en el lugar del accidente eran incapaces de protegerme.
Caminé a ciegas durante uno o dos kilómetros. Hasta darme de narices con el más increíble de los descubrimientos. Estaba empapado. Primero creí encontrarme en un mal sueño, una especie de alucinación. Continuaba avanzando en el barro, con la imagen cada vez más nítida, muy real, delante de mí.
La lluvia recia ya no importaba. Mi corazón latía con fuerza. Avancé azorado hasta la…
Marc echó pestes de desesperación.
La hoja arrancada se acababa en esa última línea.
«Avancé azorado hasta la…».
Le dio una patada irritado a la grava delante de él. Los pescadores levantaron la cabeza, sorprendidos, con una mirada de reprobación. La siguiente frase se encontraba en la página siguiente del cuaderno, a una hora en cercanías, en la caja fuerte blindada de una consigna de la estación de Lyon cuya clave sólo conocía él.
Marc se metió las hojas en el bolsillo y se levantó, furioso consigo mismo, furioso con el estilo alambicado de Grand-Duc, que no podía escribir las cosas de manera sencilla y que se regodeaba contando su investigación estructurándola como una novela policíaca…
Cruzó el canal por un puente pequeño. Las calles de Coupvray estaban en calma. A la sombra de Disney City, el encantador pueblo tenía algo de artificial, como si también él estuviese construido con cartón piedra. Como si fuese un decorado. El camino de Chauds-Soleils era la primera calle a la derecha, según se llegaba al pueblo. Un camino más que una calle, por supuesto, oscuro, que se adentraba en el bosque. Marc avanzó con desconfianza. ¿Quiénes eran los Carville, en el fondo? ¿Víctimas del destino como él? ¿La auténtica familia de Lylie como él esperaba? Pero ¿también eran, al mismo tiempo, los patrocinadores del asesinato de su abuelo?
¿Enemigos? ¿Aliados? ¿Ambas cosas a la vez?
Marc se obligó a respirar poco a poco.
Era necesario que no dudase. La crisis de agorafobia podía sobrevenir en cualquier momento, por qué no allí, en ese silencio, bajo esa vegetación…
Algunos coches estaban aparcados en el camino, más bien de gama alta. Mercedes. Saab. Audi. Grandes cilindradas, a excepción de un modelo más pequeño. Un Rover Mini. Azul. Marc se detuvo, como si se hubiese activado bruscamente una alarma en él.
Ya se había cruzado con ese coche, ¡no hacía mucho tiempo!
¿Dónde?
No debía de ser difícil acordarse de ello, Marc se había pasado casi todo el día bajo tierra en el metro. La única ocasión en que había pisado la calle, era allí, en Coupvray, y…
¡En casa de Grand-Duc!
Una mano se posó en su hombro.
Un tubo metálico se hundió en sus riñones. Un arma de fuego, sin ninguna duda.
Una voz estridente aumentó un poco el horror del momento:
—¿Buscas algo, gilipollas?