2 de octubre de 1998, 12.32
Un frágil rayo de sol recibió a Marc cuando salió del cercanías, estación Val-d’Europe, plaza Ariane. Era la primera vez que Marc pisaba la ciudad nueva, inaugurada unos meses antes. La inmensa plaza redonda lo dejó estupefacto. Esperaba descubrir una ciudad nueva moderna, de tecnología punta, al estilo de Cergy o Évry… Se encontraba en el centro de una plaza haussmanniana, copia exacta de la de los primeros distritos parisinos, salvo que la plaza no tenía cien años, ¡sino menos de cien días! Lo nuevo imitando lo viejo. Bastante bien, por otra parte.
Delante de él, por encima de los canalones y de las gárgolas de imitación, se elevaban unas grúas. ARLINGTON BUSSINESS PARK, indicaba un cartel. Las torres de cristal inacabadas del barrio de negocios superaban ya en varias docenas de metros la plaza vieja de pacotilla. Marc volvió la cabeza: a lo lejos, detrás de la circunvalación, distinguía las cúspides de Disneyland, el campanario del castillo de la Bella Durmiente, las piedras rojas del tren de la mina, la cúpula de la Space Mountain…
¡Una visión surrealista!
«Eso es sin duda lo que habían deseado los urbanistas», pensó Marc.
Le vino a la memoria un retazo de una conversación en casa de Nicole, en Pollet. Era una noche, hacía algunos meses de aquello, después de un reportaje del telediario sobre la ciudad nueva orquestada por el consorcio Disney, con ocasión de la inauguración del centro comercial. Nicole había echado pestes en la cocina:
«¡Ya no entendía que se pueda llevar a unos críos a Disney para enriquecer a esa rata capitalista de Mickey Mouse! Pero si ahora, además, ¡les damos terrenos para construir ciudades en nuestro país!».
Lylie quitaba la mesa. Como siempre, sabía más que ellos.
«También es una utopía, yaya. ¿Sabes que Walt Disney también había soñado en Florida con una ciudad ideal, Celebration, sin coches, sin segregación, bajo una cúpula para controlar el clima? Pero murió antes de poder llevarlo a cabo y el proyecto quedó desnaturalizado por sus herederos… Val-d’Europe es la segunda ciudad en el mundo construida por Disney. La única en Europa, la ciudad más joven de Francia, veinte mil habitantes…
»¡Menuda utopía! —había comentado Nicole—. ¡Mansiones a tres millones! Un campo de golf. Colegios privados…».
Lylie no había respondido nada. Marc se imaginaba que le habría gustado debatir sobre el concepto de la ciudad, el urbanismo, los espacios verdes, los desafíos arquitectónicos, el soft management de los desplazamientos por el municipio. Pero Lylie se había quedado callada, como siempre. Había sonreído cogiendo un trapo para ayudar a Nicole. Se había conformado con volver a hablar de ello con Marc, por la noche, brevemente. Todos sabían que los Carville vivían en Coupvray, uno de los bonitos pueblecitos vecinos al Val-de-Marne, cuya muy francesa tradición se había integrado muy bien en el proyecto americano de Val-d’Europe, haciendo que se disparasen todavía más los precios del sector inmobiliario. Tradición y modernidad.
Marc seguía andando. El barrio había sido ideado para los peatones, nada que objetar en ese aspecto. Coupvray estaba apenas a dos kilómetros. Llegó a la plaza Toscane. Sonrió ante la visión de la fuente esculpida, de las terrazas y de los cafés de color tierra de Siena. Nunca había estado en Italia, pero era así totalmente como se imaginaba una plaza florentina o romana ideal, incluso en pleno invierno. Por poco se habría esperado ver a la Dama y al Vagabundo dedicados a la degustación de espaguetis en una mesa. Siguió avanzando a buen paso. Aunque la ciudad había sido pensada para los peatones, eran más bien escasos. Marc cruzaba ahora el barrio del golf. La moda allí eran las casas de campo inglesas. Miradores, maderas verdes y púrpuras, hierros forjados. Marc tenía la impresión de haber cruzado una Europa de tarjeta postal en menos de dos kilómetros.
Pequeñas mansiones más clásicas, aunque señoriales, le indicaron que se acercaba a Coupvray. Observó una serie de carteles más familiares: ayuntamiento, colegio, sala de fiestas, biblioteca, museo de la casa natal de Louis Braille. Jennifer le había proporcionado la dirección de los Carville, camino de Chauds-Soleils, un camino sin salida en el límite del municipio, en medio del bosque de Coupvray. Coupvray había crecido en un meandro del Marne, rodeada de bosques protegidos. El canal de Meaux a Chalifert formaba una especie de frontera para el municipio, trazando una línea recta para acortar el curso del Marne. Añadía un toque pintoresco suplementario a ese rincón de paraíso bucólico, a pocos kilómetros de la capital. Tres pescadores estaban sentados en el murete de piedra que se hallaba suspendido sobre el canal. Esclusa de Lesches, leyó Marc en un cartel marrón. No resistió mucho más tiempo. El lugar le pareció ideal para hacer una pausa, sentarse, sacar del bolsillo de su vaquero las cinco hojas arrancadas del cuaderno de Grand-Duc.
Marc no había tenido ánimos para leerlas en el cercanías ruidoso, en contacto con desconocidos que miraran de reojo por encima de su hombro.
No esa parte de la historia. La suya.
Había retrasado el momento. Comprobó su teléfono. Ningún mensaje de su abuela. Ningún mensaje de Lylie.
Ya no había excusas. Desdobló las cinco hojas.
Diario de Crédule Grand-Duc
Ese domingo, el 7 de noviembre de 1982, había pasado el fin de semana en Antalya, en el Mediterráneo, la Riviera turca, trescientos días de sol al año, en casa de un alto funcionario del Ministerio del Interior turco que me recibía en su segunda vivienda; después de semanas persiguiéndole, quería comprobar aún si nadie había visto nada en el aeropuerto Atatürk de Estambul, el 22 de diciembre. Nunca se sabe, una cámara de vigilancia, un incidente cualquiera; el aeropuerto estaba repleto de militares, en ese momento, uno de ellos había podido percatarse de algo, trataba de pasar un breve cuestionario en los cuarteles, y, por supuesto, me tomaban por un loco. Dándose por vencido, el alto funcionario en cuestión había acabado invitándome un fin de semana en que recibía en su casa a la flor y nata de la seguridad nacional turca. Por una vez Nazim no estaba allí; Ayla había insistido en que volviese, se había puesto enferma, creo recordar… No me venía bien, al contrario, me las había visto negras todo el fin de semana sin intérprete para explicar lo que quería, especialmente cuando los demás estaban allí para darse la gran vida al sol con sus mujeres… en absoluto convencidos del carácter prioritario de mis peticiones. Yo tampoco, por otra parte. Cada vez menos.
Me enteré del accidente de Tréport tres días más tarde, en el hotel Askoc. Fue Nazim quien me avisó. Desde entonces he hablado mucho con Nicole Vitral. Me ha explicado todos los detalles. Ese fin de semana de noviembre de 1982, como todos los años, las tres ciudades hermanas normandas y picardas, Le Tréport, Eu y Mers-les-Bains, organizaban su fiesta del mar, una especie de carnaval de Dunkerque pero en más tímido, versión normanda. Mejillones con patatas a voluntad, paseos en barco, desfiles en la calle… Un mundo loco sacado de no sé dónde… Pierre y Nicole Vitral participaban en la fiesta de Tréport todos los años, al igual que trataban de seguir todos los demás acontecimientos de los puertos de la Mancha, de Dunkerque, en el Havre. Aparte del verano, era sobre todo gracias a esos fines de semana festivos como llegaban a fin de mes. Les confiaban a Marc y a Émilie a los vecinos y se iban por una noche con la Citroën H naranja y roja. Aparcaban la camioneta en los sitios estratégicos, lo más cerca posible del mar, abrían el mostrador, la lona cortavientos tan necesaria, y comenzaban menos de una hora después a servir patatas fritas, creps, gofres y otros lujos… Por lo general, trabajaban hasta bien entrada la noche… A pesar del clima, las fiestas en el norte terminaban a menudo al alba. Para no perder tiempo y dinero, Pierre y Nicole cerraban entonces la camioneta, echaban un colchón entre el horno de gas y las neveras, había el sitio justo, y dormían allí unas horas antes de retomar el trabajo el domingo. Era algo espartano, pero en un fin de semana ganaban más que en diez días normales.
El domingo 7 de noviembre de 1982, Pierre y Nicole Vitral cerraron la camioneta hacia las tres de la madrugada. No la reabrieron nunca. Fue un tipo que paseaba a su perro por el malecón de Tréport quien dio la voz de alerta. El gas se olía incluso fuera de la camioneta, a pesar de los rociones. En fin, se olía el mercaptano más bien, el producto a base de azufre que se añade al butano, puesto que esa porquería del gas natural es inodora e incolora. Los bomberos rompieron la puerta de la camioneta por la parte trasera de un hachazo y descubrieron dos cuerpos inanimados. El butano se había escapado desde hacía cinco horas al menos, en un espacio confinado de nueve metros cuadrados. Pierre Vitral ya no respiraba. Los bomberos ni siquiera intentaron reanimarlo, sabían reconocer los síntomas de la muerte. Nicole Vitral vivía todavía. Fue llevada de urgencia a Abbeville. Los médicos no anunciaron que se había salvado definitivamente hasta quince horas más tarde, aunque quedaría con los pulmones debilitados por el resto de sus días.
La investigación no se prolongó. Uno de los tubos de gas de los cuatro hornos estaba perforado. El accidente era tan estúpido como previsible. Las aseguradoras fueron fieles a su reputación de profunda humanidad: dormir en la camioneta, atrapados entre las bombonas de butano y los hornos todavía calientes, era, según ellos, una pura locura; la instalación era vetusta, autorizada por los servicios sanitarios, claro, pero los expertos sacaron otros defectos… En resumen, a las aseguradoras no les costó encontrar todas las excusas posibles para no reembolsarle nada a Nicole Vitral.
No le quedaba más que la camioneta… Un tubo de plástico y una puerta trasera que cambiar… Y dos chiquillos que criar.
Eso fue tal vez lo que me acercó a los Vitral. La piedad. Sí, se puede llamar así. La piedad. No hay vergüenza alguna en ello.
La piedad. Y la sospecha también.
Cuando Nazim me llamó para contarme lo que había pasado en Tréport, mi primera reacción fue no creer en la tesis del accidente. De acuerdo, el destino es como los niños en el patio del colegio, se ceba con los más débiles. Pero ¡hay límites! En las semanas que siguieron, me encontré con los abogados de los Carville; algunos, no muy orgullosos, cantaron. Antes de su segundo infarto, Léonce de Carville había hecho trabajar a sus abogados sobre una cuestión puramente técnica: Y si los esposos Vitral llegaran a desaparecer, ¿qué pasaría? ¿La pequeña Lylie seguiría siendo una Vitral a la que se colocaría en una residencia o sería posible un recurso? En ese nuevo contexto, ¿cuáles eran las probabilidades de que la pequeña fuese confiada a los Carville?
La cuestión era tan morbosa como peliaguda. Los abogados no estaban de acuerdo entre ellos, pero la idea general era que si los Vitral llegaran a desaparecer, y si la pequeña Lylie tenía menos de dos años, un nuevo juicio era posible. «Simple hipótesis técnica», precisaban, pero se podrían aprovechar a la vez de la duda concerniente a la identidad y del interés superior del niño… Puestos a buscar una familia de acogida para la joven huérfana, ¡tanto daba devolvérsela a los Carville!
Les desvelo esto en bruto. Pueden hacer con ello lo que quieran.
Si Mathilde de Carville estaba lo bastante loca como para contratar a un detective privado durante dieciocho años, su marido, menos paciente, bien podía haber tenido la idea, por su parte, de contratar a un asesino. Perforar un tubo de gas en una camioneta que no cierra más que a medias debía de estar al alcance de cualquier tipo sin escrúpulos. Nunca he creído que Mathilde de Carville hubiese podido estar al corriente, todavía menos haber tramado una tentativa semejante. No haría nunca nada que su religión le hubiese prohibido. Léonce de Carville, por el contrario, era completamente capaz de ello. El segundo ataque al corazón acabó con él, veinte días más tarde. Se podría ver en ello una relación de causa-efecto. Nicole Vitral había sobrevivido. Tal vez tenía sobre la conciencia la muerte de Pierre Vitral. Para nada. Lyse-Rose estaba definitivamente muerta…
Ya está, ya saben tanto como yo. El vegetal en el que se ha convertido Léonce de Carville guardará para siempre su secreto.
¿Debe tener el beneficio de la duda?
¡Menuda pregunta!
2 de octubre de 1998, 12.40
Marc miró cómo el frágil sol de otoño se dejaba rodear por nubes en bandas bien organizadas.
La duda…
No tenía más que cuatro años en el momento del accidente, Marc no se acordaba de casi nada, aparte de la infinita tristeza de las personas mayores de su entorno; y él, que no tenía más que un único objetivo, un único instinto: proteger a Lylie, apretarle muy fuerte la mano, no separarse de ella, no dejarla sola.
Su abuela nunca le había dado muchos detalles. Lo comprendía. No se vuelve a hablar de esas cosas. El informe de Grand-Duc era mucho más claro que todos los retazos de información que hubiese podido sacar con el paso de los años.
Marc observó a los tres pescadores enfrente de él, más bien jóvenes, inmóviles, casi dormidos. ¿Qué interés podían encontrar en esperar horas a un pez que no picaba nunca? Tal vez simplemente aguardaban el fin del mundo en ese rincón del paraíso.
La duda…
¿Ese rincón del paraíso donde residía el diablo?
Marc trataba de ahondar en lo más profundo de su memoria. Sin percibir muy bien por qué, el relato de Grand-Duc había desencadenado en él una especie de alerta. Un detalle inquietante, una anomalía…
¡Algo no cuadraba!
Marc intentó concentrarse más, pero estaba cada vez más persuadido de que ese detalle estaba inscrito en su memoria mecánica, algo que se había aprendido de memoria, que conocía, pero que no le volvería más que si tenía el extremo de un hilo, un punto de partida, una palabra.
Buscó más, sin éxito. Estaba seguro de que ese detalle estaba tranquilamente guardado, en su habitación, entre sus cosas, en la calle Pocholle, en Pollet, en Dieppe. Sabía que rebuscando lo encontraría…
¿Era urgente? ¿Qué relación tenía con el resto? El gran viaje sin retorno de Lylie.
Dieppe no estaba más que a dos horas de tren… También era necesario que hablase con Nicole.
Con su mano febril, volvió la hoja desgarrada y leyó la primera página.