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2 de octubre de 1998, 11.45

El metro se ralentizó al llegar a la estación Place-d’Italie, brillando en la oscuridad con mil destellos artificiales. Marc agarró el teléfono móvil con un nerviosismo casi incontrolable y se lo pegó a la oreja.

«Marc, eres incorregible, te había pedido que no me llamaras, que no trataras de contactar conmigo, que no intentaras buscarme. Te lo había dicho, anteayer tomé una decisión importante. Me ha costado mucho, he dudado, pero la he tomado sola. No comprenderías lo que voy a hacer. No lo aceptarías, más bien. Conozco tus sentimientos, Marc, tus buenos sentimientos. No lo tomo a mal, al contrario, para mí es un cumplido hablar de “tus buenos sentimientos”. Tú sentido moral también. Tu devoción. Sé que estarías dispuesto a aceptarlo todo, a perdonarlo todo, si te lo pidiese. Pero no quiero pedírtelo. No te mentía en mi carta, Marc, cuando te hablaba de un viaje. La gran salida es mañana, el gran viaje sin retorno. Ahora nadie puede detenerlo… Es así. Cuídate. Émilie».

Marc se quedó hecho papilla al escuchar el mensaje. Estuvo a punto de mandar con viento fresco el aparato al fondo del vagón. No había cobertura más que de manera intermitente bajo tierra. Una estación de cada dos, y ni siquiera eso.

Lylie lo había llamado…

¡No había cobertura! ¡El colmo! ¡Se había topado con su contestador!

El teléfono se deslizó entre sus manos húmedas, como un trozo de jabón mojado. Estaba temblando. ¿Qué había querido decir Lylie?

«La gran salida es mañana…».

«El gran viaje sin retorno…».

«Ahora nadie puede detenerlo…».

¿Y si…?

A Marc le costaba afrontar semejante hipótesis.

Tan sombría, tan macabra.

¡Lylie, no!

No obstante, cuanto más pensaba en ello, el mensaje entre líneas se manifestaba con mayor claridad.

El gran viaje sin retorno…

Ahora estaba siniestramente seguro.

El avión en miniatura de juguete. La decisión tomada, el día de su dieciocho cumpleaños.

Todo encajaba.

Lylie había decidido acabar con todo, con sus dudas, sus obsesiones, su pasado.

Lylie había decidido poner fin a sus días.

Al día siguiente.

Lylie tiró a la papelera, cerca del lago, el kebab envuelto en papel de aluminio. Casi no lo había tocado. No tenía hambre.

Anduvo un poco, acercándose al agua. Le parecía que el parque Montsouris, supuestamente el más grande de París, era sobre todo el más siniestro. Al menos en octubre… Esa agua fría, triste y sucia, esos árboles desnudos como un ejército de esqueletos, esa vista despejada a la avenida Reille y sus edificios grises de todas las alturas, como un seto de hormigón mal podado…

Los patos residentes se habían marchado desde hacía mucho tiempo, y los amantes de piedra, inmóviles, tiritando sobre su pedestal de mármol, daban la impresión de no tener ganas más que de una cosa: volver a vestirse y largarse ellos también.

Lylie siguió bordeando la avenida del lago. «Es curioso —pensó— cómo los lugares pueden transformarse según tu humor. Como si adivinasen, instintivamente, lo que tienes en la cabeza y te acompañasen». Como si los árboles hubiesen entendido que estaba mal, y se volviesen entonces discretos, retorcidos, perdiendo sus hojas por solidaridad, por compasión hacia ella. Como si el sol se hubiese escondido también por pudor, avergonzado de brillar sobre un parque por donde vagaba una chica que estaba llorando.

Lylie había apagado de nuevo su teléfono. Unos minutos antes, había cedido y le había devuelto la llamada a Marc, le había dejado tantos mensajes, debía de estar tan preocupado, se lo debía. Se había sentido aliviada, al final, por haberse topado con su contestador. No había tenido que enfrentarse a sus preguntas. Como si la más moderna de las tecnologías, esas ondas que vinculaban los miles de teléfonos inalámbricos, también hubiese percibido, instintivamente, que no deseaba hacer esa llamada.

Lylie volvió hacia la avenida de la Mire y se paró en un banco. Unas risas de niños en el parquecito le hicieron volver la cabeza, a su pesar.

Dos niñas de alrededor de dos años jugaban bajo la supervisión intermitente de su madre, sentada con los ojos clavados en un libro de bolsillo blanco y azul.

Gemelas. Las pequeñas llevaban el mismo pantalón crudo, la misma chaqueta roja abrochada por delante, los mismos Kickers en los pies.

¡Imposible distinguirlas!

No obstante, cada vez que su madre levantaba los ojos, soltaba una recomendación precisa: «Juliette, quédate sentada en el columpio», o: «Anaïs, no empujes a tu hermana encima de la rueda», «Juliette, tírate bien por ese tobogán»…

Las chiquillas iban y venían, pasaban de un juego a otro, se daban la mano, se separaban, como si hiciesen un juego también de ello. ¿Quién era quién? Lylie seguía su ballet con los ojos como se siguen en la calle las manos de un trilero. Perdía la partida en cada ocasión, incapaz al cabo de unos instantes de adivinar quién era Juliette, quién era Anaïs. Su madre se conformaba con levantar la cabeza, ni medio segundo, y nunca se equivocaba: «Anaïs, ¡tu lazo!», «Juliette, ven aquí a que te limpie los mocos»…

Lylie, subyugada, sentía crecer en ella una extraña emoción, sin que pudiese explicarse por qué. Simplemente al mirar a esas chiquillas tan parecidas, idénticas se mirara por donde se mirase… Y, sin embargo, cada una de ellas sabía quién era, Anaïs no era Juliette, Juliette no era Anaïs… No porque se sintiesen diferentes. No. Sólo porque su madre las distinguía, a la una de la otra, sabía sus nombres, sin equivocarse nunca. Su único nombre.

Lylie se quedó mirándolas, durante largo rato. Por fin, la madre guardó su libro, se levantó y las llamó:

—Juliette, deja de escalar en el castillo, Anaïs, baja de la escalera de cuerda. Nos vamos a casa, papá nos espera para comer.

La madre posó con dulzura la mano sobre su tripa redondeada. Estaba embarazada de pocos meses.

¿Gemelos?

¿Otra niñita?

Lylie cerró los ojos. Veía un bebé, un bebé de pocos meses, chillando, solo en la cima del mundo. Su grito se perdía en el inmenso bosque, en el ambiente acolchado de la nieve que caía a grandes copos.

Lylie, tontamente, sin poder contenerse, se deshizo en lágrimas.