2 de octubre de 1998, 11.27
Malvina de Carville agarró su teléfono, con la punta de los dedos, sin levantar la cabeza, sin que ningún signo de presencia humana en el coche pudiese ser detectado en el exterior del Rover Mini.
Apenas un tono.
—Está ahí —murmuró Malvina—. Vitral ha entrado en casa de Grand-Duc.
—Era de esperar. ¿No has dejado huellas?
—No, no, abuelita. No te preocupes. Incluso he limpiado las pestañas, el cabello y los trozos de piel de Grand-Duc chamuscados en la chimenea. —Marcó su perorata con una risa aguda. Su abuela la tomaba siempre por una idiota—. ¿Abuelita?
—¿Qué?
—Existe el riesgo de que Vitral encuentre el cadáver de Grand-Duc. Lo he escondido pero… pero… Olía ya megafuerte…
Se dio cuenta de que su abuela reflexionaba al otro lado del hilo.
—¿Abuelita?
—Sí… —respondió por fin Mathilde de Carville—. Pues bueno, si lo encuentra… pues peor. O mejor, después de todo. Ha entrado con fractura, lo habrán visto testigos en la calle. Va a dejar huellas por todos lados… Es lo mejor que te podía pasar, ¿no?
Un escalofrío de placer recorrió a Malvina. Su abuela tenía razón, como siempre. Marc Vitral iba a pagar. ¡Bien hecho!
—¿Abuelita? Lleva una mochila en la espalda. Creo que el cuaderno de Grand-Duc está dentro. ¿Crees que…?
La voz de Mathilde de Carville se volvió seca:
—No, Malvina, no vas a hacer nada, lo sigues, eso es todo. No intervienes en la calle, a plena luz. ¿Me oyes bien?
—Sí, abuelita, lo he comprendido. Te vuelvo a llamar.
Malvina sopesó el Mauser bajo el asiento del pasajero. Sí, su abuela tenía razón, casi siempre. Pero no esta vez…
Algunas libélulas volaban alrededor del cuerpo de Grand-Duc.
Una arcada desencajó a Marc. Lo inundó un sentimiento de pánico. Pero era necesario controlarse. No podía permitirse una crisis de agorafobia, no en ese momento, no allí…
¿Llamar a la policía?
Marc reflexionó rápidamente. Había entrado en casa de Grand-Duc por un cristal roto, había dejado huellas. No era una buena idea. Si lo hacía, los policías le iban a interrogar, a retenerlo en la comisaría del barrio, durante horas en el mejor de los casos. ¡No podía permitírselo! No en ese momento. Lylie lo necesitaba. En seguida. Llamar a la policía lo era todo menos una buena idea.
¿Qué hacer entonces?
Su mirada se posó sobre el cadáver. No sabía nada en cuestión de autopsias, pero le parecía evidente que el asesinato era reciente. La rigidez, el olor, todo le hacía pensar que el cadáver se pudría allí sólo desde hacía unas horas. Marc volvió a recordar las últimas palabras de Grand-Duc en su cuaderno. Su suicidio anunciado. ¿Qué relación tenía con ese crimen? ¿Qué había acabado descubriendo que mereciese que se le hiciera callar para siempre?
Marc caminaba por la habitación, con pasos bruscos; alejó de un gesto irritado de la mano una libélula que agitaba ruidosamente las alas bajo su nariz.
Nada encajaba. Grand-Duc había sido asesinado hacía algunas horas, no tres días, no la noche del cumpleaños de Lylie. La mirada de Marc abarcó de nuevo el salón, el escritorio, la chimenea, el vivero.
¡Vivía una escena surrealista! Las libélulas, una a una, seguían despertándose y cogían seguridad. Volaban por la habitación, golpeándose con las ventanas, atraídas por el sol, que traspasaba las persianas como flechas de luz.
Marc caminó un poco por la casa, visitó las habitaciones para mayor tranquilidad. No detectó nada sospechoso, pero su búsqueda metódica le permitió al menos calmarse, recobrar una respiración casi normal. Avanzó hasta el vestíbulo. Inmediatamente, la sangre fluyó de nuevo por sus venas, como el caudal de un río en los momentos que siguen a una violenta tormenta. Sus dedos, su cuello y sus sienes enrojecieron. La pared del vestíbulo estaba forrada con fotografías… Nazim, Ozan, Lylie, el monte Terrible…
Se quedó paralizado frente a una imagen en particular: ¡su abuela! Grand-Duc conservaba en la entrada de la casa una fotografía de Nicole. Estaba mucho más joven que entonces, en la foto apenas debía de tener cincuenta años y posaba delante de la playa, en Dieppe. El corazón de Marc latía a toda velocidad, mezcla de ira y de sorpresa. Marc no conservaba de su abuela más que su imagen actual, una mujer de sesenta y cinco años, ajada por los largos años de sacrificios. No tenía casi ningún recuerdo de esa mujer sonriente, opulenta, incluso seductora.
Apartó la mirada, esperando calmar su tensión. Se ahogaba, tenía que salir rápido de allí. La angustia, la agorafobia… La crisis inminente. Pensó confusamente que antes de irse de casa de Grand-Duc debería haber pasado un trapo por todos los objetos que había tocado: la tapa del vivero, la silla del escritorio, los pomos, la ventana… Pero no tenía ganas, ni tiempo.
Había que huir, abandonar el aire putrefacto de esa casa, volver a la calle.
¿Qué había de temer? No era él quien había eliminado a Grand-Duc. El detective estaba muerto desde hacía varias horas. Estaba lejos de la Butte-aux-Cailles en ese momento.
Marc franqueó la ventana, tragando ya bocanadas de aire fresco.
Sí, había cosas mejores que hacer limpieza, había cosas urgentes de las que ocuparse.
Encontrar a Lylie, ante todo.
Telefonear a su abuela, también, a Dieppe. Comprender. Descubrir por qué habían asesinado a Grand-Duc.
Sobre esa última cuestión, tenía su propia idea. Una idea que estaba directamente relacionada con su próximo destino.
Estaba fuera, caminaba por el jardín.
Estando de espaldas ni siquiera se percató del vuelo de las libélulas a través de la ventana, hacia el horizonte.
Malvina se acurrucó todavía un poco más en el habitáculo del Rover Mini. Por el retrovisor exterior distinguía perfectamente la silueta de Marc Vitral. Se acercaba. Ese gilipollas, con su mochila a la espalda, no sospechaba nada. La mano de Malvina se deslizó bajo el asiento del conductor a tientas, agarró el Mauser L110. Unos metros más y estaría a su alcance. Le clavaría el cañón de acero en la panza, no tendría elección, le daría su estúpida mochila con el testamento de esa basura de detective.
Luego, ya vería lo que haría. Tal vez se contentaría con explotarle un huevo. O los dos… Todavía no lo había decidido.
Ya casi había llegado…
No más de diez metros.
Malvina levantó la cabeza, apretando el revólver. Al final de la calle, algunos viejos charlaban en la panadería. Le daba igual. Unos viejos chochos, estaban demasiado lejos, no comprenderían nada. Volvió la cabeza hacia su derecha, hacia la acerca. Nunca se sabía. Estiró todavía un poco más el cuello.
Al segundo siguiente, se quedó paralizada.
Tres chavales de unos cuatro años le sacaban la lengua, ¡riéndose! Sus cabezones de mocosos la miraban a través del cristal, como si jugase al escondite, metida entre el volante y el asiento del conductor. Hola, hola. Te hemos pillado…
Una maestra bajita linda como una flor apareció y agarró a los tres individuos. Malvina se irguió del todo esta vez.
¡Críos gilipollas!
Ahora era toda la clase la que desfilaba por la acera, al menos treinta niños, para volver al comedor, al parque de enfrente o a donde fuese.
Marc Vitral, al instante siguiente, se cruzó educadamente con toda la clase del curso intermedio de la escuela infantil Saint-Anne, le concedió una sonrisa de niño bueno a la maestra y se alejó con rapidez, perdido en sus pensamientos, sin ni siquiera entretenerse en mirar el Rover Mini aparcado al lado de la acera.
—Hola, ¿abuelita? Soy Malvina. Lo he perdido, abuelita…
—¡¿Cómo que lo has perdido?! ¿A Marc Vitral? Quieres decir que le has disparado…
—No… Ni siquiera, no me ha dado tiempo.
Malvina de Carville percibió el suspiro de alivio de su abuela.
—De acuerdo, Malvina. ¿Qué está haciendo ahora?
—Se aleja. Vuelve a irse. Hacia el metro, diría yo. ¿Quieres que lo siga?
—No te muevas, Malvina…
Su abuela estaba loca. ¿No moverse?
—Pero ¿abuelita? ¿Y el cuaderno de Grand-Duc?
—¡Te digo que no te muevas!
—Pero…
Malvina sabía que todavía podía correr detrás de él, Mauser en mano, atraparlo en el pasillo del metro, arrancarle la mochila, tirarlo a la vía…
—Vuelve, Malvina. Vuelve a la Rosaleda. Será mejor…
—Todavía puedo conseguirlo, abuelita… Te lo aseguro…
La voz de su abuela se tornó a la vez dulce y firme, como cuando, por la noche, inclinada sobre su cama, le leía pasajes de la Biblia.
—Malvina, escúchame. Vitral seguramente tenga el cuaderno de Grand-Duc. Su primera reacción ha sido muy lógica, ha corrido a casa del detective. Debe de haber encontrado el cadáver, a la fuerza su segunda reacción será también muy previsible…
Malvina ya no la seguía. ¿Adónde quería ir a parar su abuela?
—Puedes volver a casa, Malvina. Marc Vitral va a venir derecho hasta aquí, a Coupvray, a la Rosaleda.
Malvina se maldijo por su estupidez.
Un puntito negro crecía en su retrovisor, aparecía, desaparecía, poniéndola de los nervios. Después de unas últimas volutas, la bonita libélula roja y oro fue a posarse en el capó azul del Rover Mini.