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2 de octubre de 1998, 10.52

—¡Esconde el cadáver de Grand-Duc!

El tono de Mathilde de Carville no admitía réplica.

Malvina de Carville trató, no obstante, de protestar a través del teléfono:

—Pero abuelita…

—¡Esconde el cadáver de Grand-Duc, te digo! En cualquier sitio, en un armario, debajo de un mueble. Hay que ganar tiempo. Cualquiera puede ir a su casa. Su vecina, su asistenta, su amante… Tarde o temprano van a llegar los polis. Pequeña idiota, debes de haber dejado huellas por toda la casa. ¡Límpialo todo, te digo!

Malvina se mordió los labios; su abuela tenía razón, había actuado como una imbécil. Se volvió sobre sí misma en el salón, justo entre el cadáver de Crédule Grand-Duc y el vivero, donde los bichos acababan de morir. Había que ponerse en marcha, pero no podía quedarse mucho tiempo, era necesario que le hablase de ello a su abuela.

Iba a acabar llegando de todos modos.

—Abuelita, hay otra cosa…

Al otro lado del teléfono, Mathilde de Carville hizo una pausa. Con una mano sujetaba el auricular, con la otra seguía podando la larga hilera de rosales. Se percató enseguida, por el tono de su nieta, de que era importante.

—¿Qué, qué es lo que pasa, Malvina?

—Marc Vitral ha llamado a Grand-Duc. Hace cinco minutos apenas. Ha dejado un mensaje en su contestador…

Mathilde de Carville se guardó mucho de interrumpir a su nieta. Cortó una rama con un movimiento preciso de tijeras.

—Dice que lo está buscando. Estará aquí en media hora. Viene en metro. Es concerniente a Lyse-Rose. Y… y… dice que es él quien tiene el cuaderno de notas de Grand-Duc. Lyse-Rose lo leyó ayer y se lo ha confiado esta mañana…

Otra rama de rosal cayó, cortada por la base. Una lluvia de pétalos mustios se esparció por el vestido negro de Mathilde de Carville.

—Entonces, razón de más, date prisa, Malvina. Haz lo que te he dicho, borra todas las huellas y sal de la casa.

—Y… ¿y luego, abuelita?

Por primera vez, Mathilde de Carville dudó. Las tijeras de podar seguían abiertas. ¿Hasta dónde podía utilizar a Malvina? ¿Hasta dónde podía mantenerla bajo control? Sin arriesgarse a un nuevo desbarajuste…

—Te… te quedas cerca, Malvina. Marc Vitral no te conoce. Te ocultas en la calle. Lo observas, lo sigues. Pero no haces nada más, me llamas por teléfono en cuanto lo veas. ¿Me has entendido bien?, ¡no hagas nada más! Y, sobre todo, ¡esconde el cuerpo!

—Lo… lo he entendido, yaya.

Colgaron.

Las bocas de acero se cerraron sobre el tallo.

Mathilde de Carville conocía el odio de Malvina por los Vitral. También era consciente de que su nieta se paseaba por la calle con un Mauser L110. Cargado. En perfectas condiciones de uso, tenía la terrible confirmación de ello. ¿Era razonable no evitar a toda costa el encuentro entre Marc Vitral y ella, en la calle de la Butte-aux-Cailles, delante de la casa de Grand-Duc?

¡Razonable!

Mathilde de Carville había desterrado esa palabra de su vocabulario desde hacía mucho tiempo.

Lo más simple era confiar en el destino, en el juicio de Dios. Como siempre.

Mathilde sonrió para sí y siguió podando los rosales con una destreza sorprendente. Sus largos dedos tenían el don extraño de posarse sobre los tallos, entre las espinas, sin pincharse nunca, de retorcerlos con un gesto firme hasta las hojas afiladas de las tijeras. Mathilde de Carville trabajaba rápida, mecánicamente, casi sin bajar la mirada hacia las manos, como una costurera manipula su aguja sin ni siquiera mirarla.

Su elegante vestido negro se manchaba de tierra, de briznas de hierba pegadas y de pétalos. Mathilde de Carville no se preocupaba por ello. Volvió la cabeza hacia el inmenso parque de la Rosaleda. Léonce de Carville estaba sentado en su silla de ruedas, en medio del césped, bajo el gran arce. La cabeza caída a un lado. Estaba a más de treinta metros de ella y, no obstante, Mathilde podía oír sus ronquidos. Dudó si llamar a Linda, la enfermera, para que acudiese a levantarle la cabeza, a colocarle un cojín bajo el cuello, a meterlo en casa también; ya no hacía tanto calor.

Se encogió de hombros. Para qué…

Su marido había caído en ese estado vegetativo hacía cerca de diecisiete años ya. Había logrado resistir a duras penas el primer infarto, superar el bache, unas semanas, pero no había podido hacer nada contra el segundo, en plena asamblea general, en la séptima planta de su domicilio social, justo detrás de Bercy. Los médicos de urgencias habían logrado salvarle la vida, pero el cerebro no había tenido riego durante unos minutos demasiado largos.

Mathilde de Carville continuaba examinando sus plantas mientras seguía con los ojos, en la tierra marrón, la sombra de la cruz que llevaba al cuello.

El juicio de Dios. Una vez más.

Después de la catástrofe del monte Terrible, su marido había querido ocuparse de todo, como siempre. Ella había claudicado. Le había dejado hacer. Él poseía el poder, la fuerza, los contactos…

¡Se había equivocado claramente! Después de la muerte de su hijo único, Alexandre, Léonce había perdido toda lucidez. ¡No había hecho más que multiplicar sus errores! El maletín lleno de dinero ofrecido a los Vitral; la esclava, de la que se había negado a hablar; esa pobre Malvina, a la que había arrastrado por todos lados durante semanas para que diese testimonio a granel.

Por no hablar de lo demás, lo inconfesable.

Sí, Mathilde no sentía más que desprecio por ese inválido. Después de todos esos años, ya no había mucho más que el accidente del Airbus de lo que pudiese responsabilizar a su marido.

Los dedos de Mathilde volaban de tallo en tallo. Las espinas de las rosas, armas irrisorias, no oponían ninguna resistencia. Las ramas se desprendían unas sobre otras.

Y todavía peor… Estaba su idea personal, el célebre oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan. Enviar durante meses a su único hijo a vivir a Turquía, con su nuera encinta, ¡su nieta forzada a nacer en el extranjero! ¡Todo por una quimera! En 1998 todavía no se había puesto ni un tubo de esa maldita línea.

Léonce de Carville se había equivocado por completo.

Miró con repugnancia cómo las hojas de arce caían sobre su marido, por docenas, sobre su cabello, sus hombros, sus brazos, acumulándose en la entrepierna.

Mathilde seccionó una última rama y se echó hacia atrás para contemplar su trabajo.

La docena de rosales estaban podados lo más al ras posible. Mathilde se acordaba de los consejos de su propia abuela: «Nunca se poda demasiado un rosal; podarlos al ras, siempre más al ras, luchar contra su voluntad de subir la podadora, bajarla por el contrario, podar diez centímetros por debajo, siempre».

La villa la Rosaleda databa de 1857, el año todavía estaba grabado en el granito, por encima del porche. Mathilde sabía que los rosales habían sido plantados el mismo año, y que desde esos tiempos los Carville los cuidaban ellos mismos. Daban trabajo a docenas de personas para lavar, cocinar, cortar el césped, sacar brillo al cobre, limpiar las ventanas, vigilar la propiedad… Pero desde hacía generaciones los Carville se ocupaban del mantenimiento de la rosaleda. Mathilde había sido iniciada en la jardinería en cuanto supo caminar. Además de los rosales, había reunido ella misma un invernáculo, un poco apartado de la villa. Admiró una última vez el corte de las plantas y, sin una mirada a su marido, avanzó hacia el invernadero.

Volvió a las últimas palabras de Malvina. Así que el cuaderno de notas de Crédule Grand-Duc, su testamento, toda su investigación, estaba en las manos de Marc Vitral…

¡Qué ironía!

¿Debía servirse una vez más de Malvina para recuperarlo? ¿Continuar mintiéndole, mantenerla en su ilusión? Todas las pruebas que había obtenido, más tarde, esas pruebas que Grand-Duc le había proporcionado, nunca le había hablado de ellas a Malvina.

¡Eso la habría matado!

Entró en el invernadero y se quedó un largo rato, como todas las mañanas, para respirar la increíble mezcla de olores. Su remanso de paz. Su obra. Era allí, en ese invernadero, donde se sentía más cerca de Dios, de su creación, donde rezaba mejor, mucho mejor que en las iglesias.

Malvina…

¡La locura de su nieta!

Eso también era culpa de su marido. Se acordaba de la encantadora nieta que había sido Malvina a los seis años, de su risa en la escalera de cerezo, de sus escondites astutos en el jardín, de sus ojos maravillados ante los herbarios que hojeaba con ella… Ahora, aparte de mentirle, ¿qué más podía hacer? ¿Encerrarla en un hospital psiquiátrico? Sólo la obsesión de Malvina la movía todavía a levantarse, a vestirse, a alimentarse: Lyse-Rose estaba viva, había sobrevivido, a pesar de la sentencia del juez, dieciocho años antes; sólo ella, su hermana mayor, podía devolverla a la vida, incluso después de todos esos años.

Devolver a su hermana a la vida, con un Mauser L110 entre las manos…

Mathilde de Carville se inclinó sobre un ramo de lirios de los Cafres, una de las últimas plantas que florecen en otoño. Lograba todos los años aguantarla en su invernadero hasta diciembre; era su orgullo, el ramo en la mesa de la cena de Nochebuena, una mezcla de lirios rosas, de lirios de los Cafres, Major rojos y Alba inmaculados. Mathilde comprobó el nivel del agua; la humedad era la gula de los lirios, el secreto de su esplendor y de su longevidad.

Su mente se desvió de nuevo hacia Malvina, el brazo armado de su venganza. Era muy necesario que alguien defendiese ese día los intereses de los Carville. ¿Por qué no Malvina, después de todo?

Las cosas iban a cambiar, en los días, en las horas por venir. Ahora que Lylie había leído el cuaderno de Grand-Duc, Malvina ya no era la única bomba de relojería soltada en plena calle. Grand-Duc le había hecho un regalo de cumpleaños envenenado. La historia de su vida. Todos los secretos de familia sentados por escrito en cien páginas.

Dos familias. Doble dolor.

Suficiente para volver loca a Lylie también. Loca de rabia.

Mathilde de Carville avanzó un poco más. Los ásteres septiembre rojo de su invernáculo perdían los últimos pétalos, algunos rayos púrpuras unidos a un corazón de oro, como si una enamorada indecisa se hubiese introducido en medio del invernadero para deshojar una a una las mayas gigantes.

Una imagen curiosa se impuso en la mente de Mathilde. Casi un sueño, como una premonición. Veía a Lylie entrar allí, en el jardín, en la Rosaleda, armada con un revólver, un Mauser L110, con el dedo en el gatillo. Caminaba poco a poco sobre el césped.

Sí, Lylie tenía muchas razones para vengarse, si Grand-Duc revelaba todo en su cuaderno. Mathilde sonrió para sí misma. Una pregunta la mortificaba. Ese dedo en el gatillo, ese índice, ¿llevaría la sortija? El zafiro claro… ¿Las incrustaciones de diamante adornarían ese dedo vengador?

La imagen, poco a poco, se borró. El áster naranja reapareció, sin hojas a excepción de tres últimos pétalos. Mathilde de Carville murmuró sin entusiasmo, sólo para sí:

—Feliz cumpleaños, Lylie.

Si lo hubiese sabido en su momento, nunca habría contratado a Crédule Grand-Duc para esa cuenta atrás estúpida.

Avanzó más, volvió la cabeza por detrás de su hombro para comprobar que realmente estaba sola. Lo estaba. Nadie la observaba por las cristaleras del invernadero. Se inclinó sobre su jardín secreto, apartó los iris y descubrió algunos tallos discretos, florecitas amarillas, algunos pies de celidonia. A Mathilde de Carville le gustaba contemplar esos cuatro pétalos de color amarillo dorado, en cruz, agrupados en sombrilla. La hierba de las golondrinas, como se la llamaba antaño; pero Mathilde prefería el otro rostro de la celidonia, la cruz de pétalos disimulaba una planta mortal, tal vez la más tóxica de todas, una concentración única de alcaloides en su jugo…

Su debilidad.

Que Dios la perdonase.

Dio media vuelta, salió del invernadero. Léonce de Carville seguía sentado, desarticulado, sólo sacudido por un temblor regular que agitaba las hojas rojas.

Un tronco muerto. Deforme.

La mirada de Mathilde de Carville abarcó el conjunto de la propiedad, la rosaleda, la villa, el jardín…

No, tal vez no todo estuviese perdido. El apellido. La raza. El honor.

Lyse-Rose.

Acababa razonando como Malvina.

Quedaba una última esperanza, ese telefonazo de Crédule Grand-Duc, el día anterior, el último antes de su muerte. Pretendía haber descubierto un nuevo elemento que ponía en tela de juicio todas sus certezas anteriores. Le había afirmado que había tenido la iluminación tres días antes, en los ultimísimos minutos de su contrato, supuestamente leyendo L’Est Républicain. ¡Cinco minutos antes de medianoche!

¿Iba a ser lo bastante ingenua como para creerlo? ¿Iba a ser lo bastante estúpida como para seguir a Grand-Duc en un farol tan burdo?

Grand-Duc no había querido decir nada más, le había precisado que deseaba comprobar unos últimos detalles. Volvió a pensar en Malvina y en su Mauser. Grand-Duc se había comportado como esos testigos de las novelas policíacas, que tratan de venderse al mejor postor y que se encuentran con una bala en el corazón antes de haber podido pronunciar una cifra.

Mathilde de Carville se acercó ante las ramas cortadas de los rosales. Se inclinó y recogió los tallos con toda la mano, sin una mala cara, sin sufrimiento aparente.

A pesar de todo, no podía dejar de pensar que las últimas palabras de Crédule Grand-Duc quizá eran ciertas.

Un resultado. Una esperanza postrera.

Y, como siempre en esta historia, la balanza del destino. Para que una familia tuviera esperanza, la otra debía perderlo todo.