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2 de octubre de 1998, 10.00

Las 10.00 indicaba el reloj de Martini. ¡Cruz!

Marc había ajustado el ritmo de su lectura al de los minutos que pasaban, un ojo en la lectura, el otro en la esfera.

Volvió a cerrar el cuaderno verde, lo metió entre sus clasificadores, en su mochila Eastpack. Avanzó hacia la barra del Lenin con una sonrisa satisfecha. Mariam le daba la espalda, ocupada en enjuagar unos vasos. Marc puso un dedo en la barra, como si pulsase en un timbre.

—Riiiing —dijo con voz estridente—. ¡Es la hora!

Mariam se volvió, se tomó tiempo para secarse las manos con un trapo, lo volvió a dejar, bien doblado.

—¡Es la hora! —insistió Marc.

—Vale…

Mariam levantó los ojos hacia el reloj de pared.

—Vaya, no pierdes el tiempo… Tú no debes de ser de los que se duermen cuando vienen los Reyes Magos…

—No, claro que no… Vamos, date prisa, Mariam… Ya has oído a Lylie hace un momento. Tengo clase…

A Mariam le brillaron los ojos.

—No me vengas con esas… Bueno, aquí está, ¡tu regalo!

Abrió un cajón, cogió el minúsculo paquete y se lo tendió a Marc. Se apoderó de él con una mano ávida y empezó a darse la vuelta hacia la puerta del Lenin.

—¿No lo abres ahora?

—No… Imagínate, si es íntimo… Un juguete sexual… Unas braguitas…

—No es una broma, Marc.

—Entonces ¿por qué quieres que lo abra delante de ti?

—Porque adivino lo que hay en ese paquete, listo. ¡Lo hago para poder recoger tus pedazos!

Marc se quedó mirando a Mariam, pasmado.

—¡¿Sabes lo que hay en el paquete?!

—Sí… Grosso modo, sí. Siempre hay lo mismo. Cuando…

Un cliente con prisas resoplaba detrás de Marc, mirando con impaciencia la hilera de Marlboro.

—¿Cuando qué?

Mariam suspiró.

—… cuando una chica se pira una hora antes, gilipollitas. ¡Una hora antes que el tío al que deja solo en una silla de mi bar!

Marc encajó el golpe. Pensó fugazmente en la sortija de zafiro en el dedo de Lylie. En la cruz tuareg que no se había colgado en el cuello. Consiguió encogerse de hombros con indiferencia.

—Hasta mañana, Mariam. Misma hora, misma mesa. Cerca de la ventana. Dos sitios, ¿eh?

Cogió el paquete con una mano que se obligó a dominar y salió del Lenin.

Mientras le tendía tres paquetes de cigarrillos a su cliente, Mariam vio cómo Marc se alejaba. Esta vez había hablado de más. No estaba tan segura de ella… Marc y Émilie formaban una pareja curiosa, extraña, que no se parecía a ninguna otra, pero de lo que estaba convencida era de que en las horas que iban a llegar, Marc se iba a jugar su destino, pendía de un hilo, una buena o mala elección…

Marc desapareció a su vez en el patio de Paris 8, como si su abrigo gris se hubiese fundido en el asfalto. Mariam se permitió distraerse un instante con la oleada ininterrumpida de los transeúntes.

Marc, sin duda, huía, henchido con sus certezas. No obstante, pensaba Mariam, un solo detalle, un grano de arena, podía hacer que todo diese un vuelco, podía darle un vuelco a sus más íntimas convicciones; a su vida entera.

El aleteo de una libélula.

Marc se alejó del Lenin, subiendo la avenida Stalingrad, sin rumbo, hacia el estadio Delaune. El flujo de asalariados matinales con prisas menguaba. Uno se cruzaba ahora en la acera más personas mayores y madres de familia rodeadas de niños y de bolsas de plástico colgadas en los cochecitos. Avanzó aún por la avenida unos cincuenta metros para encontrarse casi solo. Con manos temblorosas, rasgó el papel de regalo plateado, metiendo descuidadamente el envoltorio en el bolsillo de su vaquero. Descubrió una cajita acartonada. El cartón cedió bajo sus dedos nerviosos.

El objeto cayó en el cuenco de su mano.

Marc titubeó.

Sus piernas se negaron por unos momentos a sostenerlo. Dio unos pasos atrás, como una marioneta desarticulada. Su espalda golpeó el metal frío de una farola. Respiró lentamente para recobrar el equilibrio y el aliento.

No entrar en pánico, tomarse tiempo, recuperar el control.

Esa parte de la calle seguía desierta, pero no tenía más que gritar, lo oirían, acudirían. No. Tenía que entrar en razón.

A su pesar, su respiración se aceleraba, se le hacía un nudo en la garganta… Siempre los mismos síntomas desde hacía dos años, su agorafobia.

Respirar poco a poco, recuperar la calma.

La agorafobia, al contrario de lo que a menudo se cree, no es el miedo a los espacios abiertos o a las multitudes… Es el miedo a no poder ser auxiliado… El miedo a tener miedo, de alguna manera… Lógicamente, un pánico así se manifiesta en los sitios donde uno se siente aislado, un desierto, un bosque, una montaña, el océano… Pero de igual modo en medio de una muchedumbre, de una aula, de un estadio; en una calle abarrotada de gente tanto como en una calle desierta…

Marc estaba acostumbrado a su dolencia desde hacía tiempo, sabía afrontarla cuando la crisis no era demasiado intensa. Los avisos eran raros ahora. Conseguía asistir a clase en aulas repletas, coger el metro, ir a conciertos…

Respiró.

Poco a poco su respiración retomaba un ritmo normal. Siguió apoyado en la farola, aunque el poste de acero se le clavaba en la espalda.

Marc bajó los ojos hacia la palma de su mano.

Tenía en sus manos una miniatura de juguete.

Un avión.

Un modelo a escala.

La réplica exacta de un Airbus A300 de hierro, bastante pesado, de un blanco lechoso a excepción de la cola del avión, azul-blanco-rojo. Un juguetito de Majorette, como se encuentran a millares en las estanterías de las habitaciones de los niños pequeños. La mano de Marc temblaba, se volvió a cerrar sobre la carlinga fría.

¿Qué significaba aquello?

¿Una broma?

¿Un regalo morboso para acompañar la lectura del cuaderno de Grand-Duc? Ridículo…

Marc debía reflexionar sobre ello. ¿No había nada más que ese juguete?

Marc rebuscó en el bolsillo de su vaquero, desarrugó el envoltorio del avión. Echó pestes contra sí mismo: mezclado con el papel rasgado con precipitación, descubrió una hojita blanca, manuscrita. Marc reconoció enseguida la letra de Lylie. Se clavó más profundamente en la espalda el poste de la farola y leyó:

Marc, debo irme. No me odies, me lo había prometido desde siempre. Irme, en cuanto tuviese dieciocho años. Irme lejos, fuera… a la India, a África, a los Andes… o a Turquía, ¿por qué no? No te preocupes, no temas nada, estoy acostumbrada al avión, ¿no? Soy fuerte. Sobreviviré. Una vez más. Si te hubiese hablado de ello, no habrías estado de acuerdo. Pero si te tomas tu tiempo para reflexionar, entonces sí, lo estarás. No podemos continuar con la duda. Por eso, Marc, debo alejarme. De ti. Debo hacer balance. Cortar las ramas muertas, también… Marc, no trates de encontrarme, de llamarme, nada. Necesito distancia, tiempo. Lo creo. Algún día sabremos quiénes somos, uno y otro; el uno para el otro. Cuídate.

ÉMILIE

Marc sintió como su respiración se aceleraba de nuevo. Se esforzó por apartar los pensamientos que se agolpaban en su cabeza.

Hacer. Actuar.

Avanzó un paso, abrió su Eastpack, metió en ella el avión en miniatura, la carta y el papel. Resopló un instante, luego cogió su teléfono móvil. Trabajar para France Telecom le había permitido conseguir terminales a buen precio, para él y para Lylie, de última generación, con registro automático de números.

Sin pensar, hizo pasar los nombres, se detuvo en Lylie y pulsó la tecla verde. La pantalla se iluminó, el tono de llamada le pareció interminable.

Era muy frecuente que llamase a Lylie y que esta no descolgase. El contestador se activaba después del séptimo tono. Los contó. A partir del cuarto ya no había más esperanza.

«Hola, soy Émilie. Déjame un mensaje, llamaré en cuanto pueda. Hasta pronto. Besitos».

Marc tragó saliva. La voz de ella hizo que se le saltaran las lágrimas.

—Lylie. Soy Marc. Llámame, te lo ruego. Estés donde estés. Por favor, llámame. Un beso. Te quiero. Más que a nada. Llámame. Vuelve conmigo.

Marc colgó. Anduvo, lentamente, por la acera del bulevar Stalingrad, rumiando las palabras de Lylie.

«Irme lejos…».

«Hacer balance…».

«Cortar las ramas muertas…».

¿Qué quería decir eso?

Marc no era estúpido, los dieciocho años de Lylie no eran más que un pretexto, toda esa puesta en escena estaba relacionada con el cuaderno de Grand-Duc, esa libreta que Lylie se había pasado la noche leyendo. ¿Qué había encontrado en ella? ¿Qué había adivinado en ella?

«Saber quiénes somos, uno y otro; el uno para el otro…».

¡No! Marc no compartía esas dudas con Lylie. Nada en el mundo hubiese podido hacer mella en su íntima convicción.

Marc llegó a la plaza Général Leclerc. Los autobuses se cruzaban en filas cerradas a ambos lados de la calle Gabriel-Péri y de la avenida Colonel-Fabien.

¿Qué podía hacer? ¿Cómo encontrar a Lylie? ¿Seguir el mismo camino que ella? ¿Leer la libreta de Grand-Duc, hasta la última página? ¿Adivinar lo que Lylie había adivinado?

Marc maldijo en voz alta. Permaneció inmóvil ante el vaivén de los autobuses en la plaza. Parecía imposible quedarse sentado leyendo ese centenar de páginas con la hipotética esperanza de descubrir en ellas una pista. Cogió de nuevo su teléfono móvil, hizo pasar los nombres, se detuvo en la «C».

Curro.

Marc se alejó un poco de la plaza, donde el ruido de la circulación resultaba ensordecedor.

—¿Hola? ¿Jennifer…? Genial, soy Marc. Perdona, tengo muchísima prisa. Necesito que me des una información, personal, el número de teléfono y la dirección en París de un tipo… ¿Apuntas su nombre…? Grand-Duc. Crédule Grand-Duc… Sí, ya lo sé, no es un nombre muy común. Así no habrá dos…

Jennifer, su colega en France Telecom, tenía la misma edad que él, estudiaba lenguas extranjeras aplicadas y Marc se imaginaba que sin esforzarse demasiado se enamoraría de él. Con el auricular todavía pegado a la oreja, levantó los ojos, observó unos instantes en el cielo blanco las tres campanas de la cúspide de la basílica de Saint-Denis, por encima de los edificios, unas calles más abajo.

—¿Sí…? ¿En serio, lo tienes? ¡Genial!

Marc garabateó el número y la dirección de Grand-Duc. Le soltó a Jennifer un «gracias» precipitado antes de volver a colgar y marcó de inmediato el número de teléfono del detective privado. El tono resonó durante largo rato, en el vacío, antes de que se activase de nuevo un contestador. Marc echó pestes contra sí mismo. Qué le iba a hacer, debía jugar limpio, no perder más tiempo.

—¿Grand-Duc? Soy Marc Vitral. Tengo que ponerme en contacto con usted a toda costa, o, mejor, reunirnos. Lo más pronto posible. Es concerniente a Lylie. A su cuaderno también, el que ha escrito para ella. Lo tengo entre las manos, me lo ha confiado, estoy leyéndolo. Escuche, si recibe este mensaje, llámeme, a mi móvil. Corro hacia su casa, estaré allí en tres cuartos de hora como máximo…

Marc se guardó el teléfono en el bolsillo, ahora decidido. Dio media vuelta y volvió a subir a pasos agigantados el bulevar Stalingrad, en dirección a la última estación de la línea 13. Grand-Duc vivía en el 21 de la calle Butte-aux-Cailles. Marc enumeró en su cabeza las líneas principales del plano del metro. Desde hacía dos años se paseaba solo por las calles de París, había aprendido a orientarse, sin recurrir siquiera desde entonces a los planos de las estaciones. La línea 13, sentido Châtillon-Montrouge, lo llevaría al centro, por Saint-Lazare, los Campos Elíseos, Inválidos, Montparnasse… La Butte-aux-Cailles debía de encontrarse en la línea 6, en sentido Nation, entre Glacière y Place-d’Italie. A priori, había que hacer transbordo en Montparnasse. Una veintena de estaciones en total, tal vez alguna más.

Unos minutos más tarde, Marc se encontraba de nuevo ante la universidad de Paris 8, calle Lénine. Le echó una ojeada al bar de Mariam, de lejos, luego se metió precipitadamente en el metro. En el pasillo, justo después del primer torno, algo protegido del viento, un tipo dormía sobre una sábana sucia al lado de un perro mestizo, flaco y amarillo. El hombre ni siquiera mendigaba. Marc dejó dos francos sobre la manta casi sin reducir el paso. El perro volvió la cabeza y lo miró con sorpresa mientras se iba. Desde hacía dos años, Marc erraba por el metro parisino, seguía echándole una moneda casi a cada desamparado con el que se cruzaba, había conservado esa costumbre desde Dieppe, donde su abuela les daba siempre a los hombres en la calle; le había enseñado, explicado, año tras año, la base de los valores, la solidaridad, el superar el miedo a los pobres, superar la vergüenza a dar; eso formaba parte ahora de su moral, tanto en Dieppe como en París o en cualquier otra ciudad del mundo adonde fuera. ¡Eso le costaba una fortuna! Lylie se burlaba de él amablemente. ¡Ningún parisino hacía eso! Entonces es que no era parisino.

No había casi nadie en el andén con sentido Saint-Denis-París. «Una suerte —pensó Marc—. Tres cuartos de hora de metro, veinte estaciones…». Tendría tiempo de continuar leyendo el cuaderno de Grand-Duc, intentar comprenderlo.

Caminar tras los pasos de Lylie.

Cuatro palabras obsesionaban a Marc.

«Cortar las ramas muertas…».

¿Qué quería decir Lylie?

¿Cortar las ramas muertas?

El metro entró en la estación. Marc subió al vagón y sacó el cuaderno verde.

Una idea loca, persistente, se incrustaba en su mente. ¿Y si ese avión no era más que un señuelo, una puesta en escena, para impresionarlo? Lylie no se lo había dicho todo. Esa sortija, por ejemplo. Ese zafiro que llevaba, ¿de dónde salía? Había demasiadas sombras en todo aquello.

¿Y si Lylie no hubiese tenido nunca intención de irse lejos, por otra parte? ¿Y si Lylie se había quedado allí, cerca, si su objetivo era otro distinto…?

Había que descartarlo.

Descartarlo porque lo que quería emprender era arriesgado, peligroso.

Descartarlo porque no habría estado de acuerdo.

Cortar las ramas muertas…

¿Y si Lylie hubiese descubierto la verdad y estuviera tratando de vengarse?