2 de octubre de 1998, 09.35
Marc devoró el resto de su cruasán sin ni siquiera levantar los ojos hacia ese reloj que no avanzaba, hacia la bella estudiante de ojos celestes que tenía enfrente, o hacia Mariam, esa camarera que jugaba con sus nervios. El Lenin se animaba a su alrededor. La explanada de la universidad también, a través del cristal. Aunque en ningún caso las revelaciones de Grand-Duc lo harían dudar, era necesario que siguiese leyendo, almacenar toda esa información que, en su mayor parte, estaba descubriendo.
Puesto que Lylie lo quería…
Diario de Crédule Grand-Duc
El juez Le Drian convocó, unos quince días más tarde, el 11 de enero de 1981, una nueva reunión. Mismos investigadores, mismo lugar, mismo despacho, avenida de Suffren, pero por la mañana. La Torre Eiffel tintineaba en la niebla, apenas se distinguían sus patas húmedas en los charcos que una fina llovizna agrandaba lentamente. Colas de turistas se extendían bajo un reguero de paraguas. No había ningún lugar previsto, ni siquiera un techo de cristal, para esperar delante del monumento más visitado en el mundo.
Un colmo. Entre tantos otros.
El juez Le Drian estaba cada vez más molesto. Le habían dado a entender, por vía jerárquica, la simpatía que personas muy influyentes le tenían a los Carville.
El juez no era estúpido, había comprendido el mensaje… Salvo que hacía lo que podía con los elementos que tenía entre manos. ¡No iba, a pesar de todo, a fabricar pruebas falsas!
El doctor Morange terminaba su informe con la cuestión del grupo sanguíneo. Había hecho pasar unas fotocopias de análisis médicos complejos.
—Luego, resumiendo —dijo el doctor—, nuestra pequeña superviviente del milagro posee el grupo sanguíneo más común, A+, como más del cuarenta por ciento de la población francesa. Los archivos de las clínicas de Dieppe y de Estambul nos han informado de que Émilie Vitral y Lyse-Rose de Carville, sin ninguna duda posible, poseían ambas… el grupo sanguíneo más común, A+, ya lo han cogido.
«A la fuerza», pensó el juez Le Drian.
—¿No hay medio de que nos digan más esos análisis médicos? —dijo echando pestes.
Morange explicó de manera pedante:
—Es comprensible, las extracciones de sangre sólo permiten descartar la relación paterna o la fraterna, no afirmarlas. Sólo podríamos afirmar que existe un vínculo familiar si estamos en presencia de un Rh poco corriente, o bien en caso de una enfermedad genética rara… Pero no estamos en absoluto ante ese caso hipotético. La ciencia no nos informará de nada sobre la familia de esa niña.
Al hablar de ciencia, los veo venir, se creen muy listos: ¿y la genética, el ADN, el test de paternidad y todo ese tinglado? ¡Imaginen el contexto, estamos en 1980! En la época, los tests de ADN eran todavía ciencia ficción. El primer proceso judicial en el mundo en haber sido dilucidado a partir de un test de ADN data de 1987… ¿Se sitúan? Dicho esto, los tranquilizo, volveremos sobre ello más tarde, cómo no. Acerca de este asunto del test de ADN, es una cuestión que se debía hacer algún día… Pero la pequeña superviviente del milagro había crecido mucho entonces, y las circunstancias del problema habían cambiado totalmente. La ciencia no lo explica todo, lejos de eso, ya lo verán…
Mientras, en 1980, los expertos de la avenida de Suffren hacían lo que podían. El doctor Morange hizo deslizar sobre la mesa un conjunto de imágenes.
—Son los modelos establecidos por el laboratorio de Meudon. Técnicas de envejecimiento artificial del rostro de la pequeña superviviente del milagro realizadas con medios informáticos, para ver a quién se parecerá el bebé dentro de cinco, de diez, de veinte años…
El juez les echó una ojeada a las fotografías y exageró un gesto de irritación:
—¡Si se cree que voy a tomar mi decisión a partir de semejante desvarío…!
Aquella vez tenía razón. En parte al menos. Objetivamente, la superviviente del milagro, envejecida al hacer el modelo, se parecía más a una Vitral que a una Carville, pero sin que fuese flagrante, y también los abogados de los Carville se deleitarían burlándose de ello. Dieciocho años más tarde, tras haber visto crecer en directo, año tras año, al bebé del milagro, puedo, por otra parte, afirmarles que esas técnicas de envejecimiento artificial revelaron ser ¡una tomadura de pelo pura y dura!
—Queda el color de los ojos —insistió el médico—. La única marca distintiva real de ese bebé del milagro… Son sorprendentemente azules para su edad. El color todavía puede cambiar, oscurecerse, pero, en cualquier caso, tenemos aquí una particularidad genética…
El comisario Vatelier tomó el relevo:
—La pequeña Émilie Vitral tenía los ojos claros, tirando ya al azul; todos los testigos que tuvieron contacto con ella, los abuelos, algunos amigos, las enfermeras de la maternidad, lo han confirmado. Ojos claros como los de sus dos padres, sus abuelos, como casi toda la familia Vitral. Por el contrario, en los Carville, padres y abuelos son castaños, y sus ojos, oscuros y marrones. Ocurre casi lo mismo en la parte Bernier, lo he comprobado.
El juez Le Drian parecía estar al borde de un ataque de nervios. Eso no era bueno, no era bueno en absoluto para los Carville. Ese poli lo irritaba. Fuera, la llovizna se convertía en un aguacero, los visitantes continuaban esperando estoicamente al pie de la Torre Eiffel, ocultos bajo una carpa de paraguas, versión moderna de la táctica romana de la tortuga. El juez se levantó para darle al interruptor y añadir un poco de claridad a la habitación. Su bufanda caía a la derecha. No se la retocó.
—Mmm, sí —dijo con moderación—. Sólo una presunción más, no llega a prueba. Todo el mundo sabe que dos padres de ojos castaños o negros pueden tener un hijo que posea toda la gama posible de colores de ojos…
—Exacto —admitió el doctor Morange—, es sólo una cuestión de probabilidad…
La probabilidad… De buena fe, no se inclinaba a favor de los Carville. Recuerdo que algunas semanas más tarde la revista Science et Vie tomó el ejemplo de «la superviviente del milagro del monte Terrible» para explicar en qué la genética era incapaz de predecir con sistematicidad las características físicas de un individuo a partir de su origen familiar. Siempre he sospechado, desde entonces, que Léonce de Carville había mandado a distancia, directa o indirectamente, un artículo semejante, que salía un poco en el momento justo…
El juez le consultó después a Saint-Simon, el investigador turco que aguardaba tras el altavoz.
—¿Y las ropas de la superviviente del milagro, caramba? ¿Es tan difícil sacar conclusiones a partir de las ropas que llevaba el día del accidente?
Saint-Simon replicó con calma:
—Señores, les recuerdo la naturaleza de las ropas halladas sobre el bebé del milagro. Un body de algodón, un vestido blanco de flores naranja, un jersey de lana cruda con estampado geométrico. Se puede afirmar con seguridad que las ropas fueron compradas en Estambul, en el Gran Bazar, el mayor mercado cubierto del mundo…
El juez Le Drian no dejó pasar la ocasión:
—Los Vitral sólo estaban de vacaciones quince días en Turquía, ¡no se alojaron más que dos días en Estambul! La pequeña Émilie Vitral debía de llevar, lógicamente, ropas francesas guardadas en sus maletas. Es poco probable que a sus padres se les hubiese ocurrido vestirla, unas horas antes de volver a Francia, ¡con sus ropas compradas en Estambul! Si el bebé del milagro llevaba un body, un vestido y un jersey turcos, me parece evidente que debe de tratarse de Lyse-Rose de Carville. La pequeña nació en Estambul…
Saint-Simon se encargó de darle la vuelta al argumento al instante:
—Salvo, señoría, si me lo permite, que las ropas turcas llevadas por la recién nacida fuesen ropas baratas… Lo he comprobado, no tienen nada que ver con el resto del guardarropa de Lyse-Rose colocado en los armarios de su chalet de Ceyhan. Voy a enviarles una descripción precisa. Lyse-Rose no se había vestido más que con ropas de marca compradas en el barrio occidental de Estambul, en Galatasaray… ¡No en el Gran Bazar!
Antes de que se lanzase al análisis de las diferencias sociológicas entre los barrios de Estambul, Le Drian cortó con sequedad a Saint-Simon:
—Bien, lo miraré. Vatelier, ¿puede hacer balance de los peritajes balísticos?
Vatelier se frotó la barba y miró al juez con desconfianza. Luego dijo:
—Los expertos han intentado reconstruir cómo y en qué momento exacto el bebé había sido eyectado del avión. Sabemos en qué lugar estaba sentado cada pasajero. Los Carville estaban sentados en la décima fila, en ventanilla, un poco atrás en la carlinga; los Vitral ocupaban el centro del Airbus, casi a la altura de las alas. Los dos bebés se encontraban, pues, equidistantes a la puerta del avión que cedió bajo el impacto, la torsión de la puerta, están de acuerdo: sólo un ser vivo de menos de diez kilos podía salir vivo de una trampa semejante…
—Entendido, entendido, comisario —cortó el juez, quien lucía aquel día una bufanda amarillo mostaza que casaba relativamente con su chaqueta verde botella—. Pero está la teoría Le Tallandier, desde hace… Si no me equivoco, el profesor de física Serge Le Tallandier ha demostrado que era poco verosímil que la eyección se hubiese producido según un movimiento lateral y que, con otras palabras, es menos probable que fuese Émilie Vitral quien hubiese sido eyectada, ya que estaba sentada en el centro de la carlinga… ¿Su opinión, comisario?
—Para serle franco, los cálculos de Le Tallandier son tan complejos que ningún policía de Francia, ni siquiera procedente de la científica, se atrevería a contradecirle. Pero debo precisar, de todas formas, que Serge Le Tallandier es un compañero de promoción en la Politécnica de Léonce de Carville, y que fue el tutor del trabajo de fin de carrera de Alexandre de Carville en minas en ParísTech…
El juez miró al comisario Vatelier como si acabase de proferir una herejía. Agitó los brazos y tiró de la bufanda amarillo mostaza, lo hizo con un gesto demasiado nervioso como para tener esperanza de reequilibrar el trozo de tela.
—Si tengo hasta que refutar a los expertos que dirigen un laboratorio en la Politécnica…
Vatelier respondió con una sonrisa:
—Oh, yo no pongo a nadie en tela de juicio. No tengo ninguna competencia para ello. Sólo le puedo decir que la teoría Le Tallandier, en la Politécnica, hace reír mucho a los colegas suyos con los que me he encontrado…
El juez suspiró. Fuera, la Torre Eiffel había desaparecido por completo en la niebla y centenares de turistas habían esperado durante horas bajo la lluvia para nada.
Podría inundarles aún durante páginas con detalles técnicos. Grabaciones de horas de reuniones. No voy a fatigarles con eso, no por ahora al menos.
Las semanas pasaron y el caso se estancaba en un marasmo judicial y científico que cada vez le interesaba menos a nadie fuera de las familias concernidas.
Los policías insistieron.
A los periodistas, por su parte, el asunto les parecía un coñazo.
El público, que se había apasionado con el caso en los días que habían seguido al «milagro», se cansó enseguida por falta de certezas… Las riñas de los expertos aburrían a todo el mundo. El enigma parecía irresoluble. En cuanto la agitación decayó, la policía trató de trabajar lo más discretamente posible. Por su lado, los abogados de Carville ejercieron todo su peso para evitar que la instrucción no apareciese demasiado a la luz pública. Si ese caso no era gestionado más que entre altos funcionarios, no había ninguna duda de que se volvería a su favor. El juez Le Drian era un hombre razonable.
L’Est Républicain, al principio de todo, fue el último periódico en mantener una crónica diaria con los avances del «caso de la superviviente del milagro del monte Terrible»; una crónica cada vez más breve. La periodista encargada de cubrir la investigación, Lucile Moraud, quien ya seguía desde hacía décadas los casos más sórdidos en el este de Francia, y no faltaban, se encontró rápidamente frente a un dilema: ¿cómo bautizar a la superviviente del milagro? Imposible, manteniéndose neutral, llamarla Émilie o Lyse-Rose… Las expresiones como «la superviviente del milagro del monte Terrible», «la huérfana de las nieves», «el bebé salvado de la hoguera», recargaban mucho un estilo que, no obstante, quería resultar simple y directo para cautivar a sus lectores populares. Encontró la inspiración hacia finales de enero de 1981. En esa época, como recordarán, ponían a menudo una canción de Charlélie Couture en todas las radios, una canción de siniestras coincidencias: Como un avión sin ala…
Exasperada por la lentitud del procedimiento y la pusilanimidad del juez Le Drian, Lucile Moraud mostró, el 29 de enero, en la portada de L’Est Républicain, una fotografía a toda página de «la superviviente del milagro» en su jaula de cristal del servicio de pediatría del hospital, donde esperaba desde hacía más de un mes ante la indiferencia general, y puso como pie de foto, en negrita, tres versos de la canción:
Ay, libélula, tú tienes las alas frágiles, yo, yo tengo la carlinga rota…
La experimentada periodista dio en el clavo. Ya nadie pudo oír el éxito de Charlélie Couture sin pensar en la pequeña superviviente del milagro, en sus alas frágiles, en la carlinga rota. Para toda Francia, la huérfana de las nieves se convertía en Libélula. El apodo hizo fortuna. Incluso sus allegados lo adoptaron. Yo mismo lo hice.
¡Qué gilipollas!
Incluso llevé mi celo hasta el punto de empezar a interesarme por esos insectos deformes; en gastar fortunas para coleccionarlos… Ahora, cuando me paro a pensarlo… Todo ese jaleo fue por culpa de una periodista pícara que supo aprovechar el sentimentalismo popular…
Los polis, por su parte, eran menos románticos. Para mencionar al bebé, cuando no querían hablar explícitamente de una de las dos familias, se inventaron un acrónimo neutral que juntaba el inicio del primer nombre con el final del segundo. El cruce de Lyse-Rose y de Émilie salió Lylie…
Lylie…
Fue el comisario Vatelier el primero en emplearlo delante de los periodistas.
No estaba mal buscado, eso no se podía negar. Sí, al fin, los polis podían mostrarse románticos. Al igual que Libélula, el nombre de Lylie hizo fortuna. Un poco como un diminutivo afectuoso.
Ni Lyse-Rose ni Émilie.
Lylie…
Una quimera, un ser extraño compuesto por dos cuerpos.
Un monstruo.
A propósito de monstruos, ha llegado el momento, es necesario que les hable del papel jugado por Malvina de Carville… Lo sé, a ella no le habría gustado la transición… Perdónenme. Lo comprenderán, eso forma parte de los daños colaterales del drama. Por así decirlo.
Léonce de Carville era un hombre voluntarioso, decidido, acostumbrado a conseguir lo que quería. No obstante, ninguna de sus pruebas, ninguno de los documentos del expediente se inclinaba claramente a su favor. Cometió entonces dos equivocaciones. Dos errores torpes. Por querer ir demasiado rápido.
El primero concernía a su propia nieta, Malvina. Por aquel entonces no tenía más que seis años, era una niña llena de vida, criada como una reina en una burbuja privilegiada. Por supuesto, la defunción accidental de sus padres, tal vez también de su hermana pequeña, iba a serle difícil de superar. Pero bien rodeada por un ejército de psicólogos, por su familia, se habría recuperado, se habría rehecho.
Como todo el mundo.
Salvo que ella era el único testigo ocular… El único ser todavía con vida en haber frecuentado a Lyse-Rose en Turquía durante los dos primeros meses de su vida. Tal vez los dos únicos…
¿Una niña de seis años es capaz de reconocer a un lactante? ¿De reconocerlo con seguridad? ¿De diferenciarlo de otro?
La pregunta merece ser planteada…
Frente a las afirmaciones de los abuelos Vitral, Malvina era la única baza por parte de los Carville, la única persona capaz de identificar a Lyse-Rose. Léonce de Carville debería haberla protegido, no hacerla testificar, mandar a paseo a los polis, tenía medios para ello, no pedirle nada, dejarla tranquila, llevarla al campo a descansar, enviarla lejos de la tormenta a un internado para niños ricos con puericultoras solícitas, críos felices, un gran jardín con toda clase de animales… En lugar de eso, expuso a Malvina, le hizo testificar, diez veces, cien veces, delante de docenas de abogados, de policías, de expertos… Durante semanas, fue de bufetes a juzgados, de salas de espera a salas de audiencia, flanqueada por tipos siniestros de traje y corbata y por gorilas, para protegerla de los periodistas.
Malvina, sistemáticamente, delante de todas las personas mayores que le presentaban repetía lo mismo:
«Sí, ese bebé es mi hermana pequeña».
«La reconozco, es Lyse-Rose».
Su abuelo ni siquiera tenía necesidad de obligarla. Estaba segura de ello, ya no le cabía duda, no podía equivocarse.
Eran sus ropas lo que le mostraban, su rostro el que reconocía, su llanto el que oía. Estaba dispuesta a jurar, ante el juez, sobre la Biblia, sobre su muñeca. Desde sus seis años de altura, ¡podía incluso plantarles cara a los abuelos Vitral!
Desde entonces, he visto crecer a Malvina; bueno, crecer es mucho decir… digamos que he visto envejecer a Malvina hasta llegar a adolescente, a adulta. He visto penetrar en ella progresivamente una locura furiosa.
Me da miedo, es verdad; creo que el lugar apropiado para ella estaría en un hospital psiquiátrico, vigilada muy de cerca; pero me siento obligado a reconocer una cosa: no es culpa suya en lo que se ha convertido. Su abuelo, Léonce de Carville, es el único responsable. Sabía lo que hacía. Instrumentalizó deliberadamente a su nieta. Sacrificó su salud mental, sin tener en cuenta todos los consejos de los médicos ni las súplicas de su propia mujer.
Lo peor es que eso no le sirvió de nada, ¡de nada!
Pues Léonce de Carville cometió otro error, tal vez todavía más burdo que el primero.