7

2 de octubre de 1998, 09.28

Marc Vitral miraba fijamente el reloj de Martini.

En la mesa más cercana, enfrente de él, una encantadora estudiante morena, con el pelo muy corto a lo chico, lo miraba con unos ojos oceánicos en los que cualquier hombre se habría zambullido sin titubear.

Marc apartó la mirada, insensible.

Eso debió de excitar todavía más a la guapa estudiante. Ese tío rubio perdido en sus pensamientos, en su pena, con los ojos brillantes de lágrimas que la traspasaban como si fuera invisible. Debían de ser raros los hombres indiferentes a su belleza. Por fuerza, no se sentía atraída más que por los hombres no disponibles, los fantasmas inaccesibles.

Marc rumiaba la descripción de Grand-Duc sobre sus padres, Pascal y Stéphanie, de los que no tenía más recuerdo que unas viejas fotografías. Levantó la mano hacia Mariam. La camarera pensó que quería reclamar su regalo con antelación, ganar algunos minutos, observó con aire reprobador el reloj de pared.

—Mariam, ¿me pones un cruasán? No he comido nada esta mañana… ¡No estoy acostumbrado a que Lylie me cite tan pronto!

Mariam mostró una amplia sonrisa tranquila.

Unos segundos más tarde, se lo llevaba en un plato. El jaleo en el Lenin se volvía ensordecedor. La estudiante de mirada abisal seguía comiéndose a Marc con los ojos, mendigando una mirada, desesperadamente.

Era inútil.

Marc partió el cruasán por la mitad, y se lo comió de una vez.

09.33.

Se volvió a sumergir en las notas de Grand-Duc.

Diario de Crédule Grand-Duc

Estarán de acuerdo conmigo, creo, en que la vida, de todas formas, se ha portado con los Vitral y con los Carville como una auténtica cerda… Primero les anuncia que se estrella un Airbus, que no hay supervivientes, les quita de un golpe las dos generaciones sobre las que habían construido su futuro. Hijos y nietos… Luego, una hora más tarde, les anuncia, radiante, un milagro: el ser más pequeño, el más frágil, se ha salvado. Y acaban sintiéndose incluso afortunados, agradeciéndoselo al cielo, olvidando la desaparición de personas tan queridas… pero la vida no saca el puñal sino para clavarlo mejor una segunda vez. ¿Y si esa pequeña superviviente del milagro, la carne de tu carne, el fruto del fruto de tus entrañas, no fuese el tuyo?

Estuvieron atareados en la comisaría de Montbéliard desde el alba, ese 23 de diciembre de 1980, y el propio comisario, Vatelier, se hizo cargo del caso; un poli experimentado y dinámico que llevaba una barba morena dejada en barbecho pero a juego con su cazadora de cuero. Turkish Airlines había enviado por fax la lista de los pasajeros a las siete de la mañana. Hecho cómico, que debió de haber divertido a la tripulación en la pista del aeropuerto de Atatürk de Estambul: había dos bebés en el avión, dos jóvenes francesas venidas al mundo casi el mismo día.

Lyse-Rose de Carville, nacida el 27 de septiembre de 1980.

Émilie Vitral, nacida el 30 de septiembre de 1980.

«Menuda coincidencia», debieron de pensar. Lo comprobé desde entonces, la presencia de bebés en un avión está lejos de ser una casualidad excepcional. Por el contrario, es frecuente, en especial en las largas distancias con ocasión de las vacaciones. En plena globalización económica, muchas familias han de reencontrarse alrededor de un abeto, de una tarta de cumpleaños, de un matrimonio, de un entierro o de cualquier otro acontecimiento. No nos damos cuenta, pero ahora lo sé, ¡los aviones son un hervidero de bebés!

Al principio, así me lo confesó Vatelier, a su equipo eso le pareció más bien divertido… Dos bebés… ¿Cómo saber cuál era el superviviente? En realidad, los polis debían de pensar que la investigación sería breve. No es difícil hacer hablar a un bebé. Sus ojos, su piel, su sangre, lo que contiene su estómago, sus ropas, sus pertenencias, sus allegados… Indicios sin duda más que suficientes…

Salvo que había que hacerlo rápido. Los polis tenían una horda de periodistas tras sus talones, el caso era una ganga para los medios… Piénsenlo, ¡una sola huérfana para dos familias! Y además era, a fin de cuentas, el porvenir de una cría lo que estaba en juego; no iban a dejarla pasar meses en el nido del hospital de Belfort-Montbéliard, había que instruir la investigación de urgencia, deliberar, elegir, devolverla a su familia. Léonce de Carville despachó a Montbéliard, desde el 23 de diciembre a las catorce horas, una jauría de abogados parisinos, todos pagados a precio de oro, encargados de pegarse a las faldas de los investigadores de Vatelier y de comprobar cada detalle…

En el plano jurídico, el caso era complejo. El Ministerio de Justicia lo resolvería, no obstante, en pocas horas: la comisaría de Montbéliard estaba a cargo de la investigación, pero la decisión final sería tomada por un juez de menores, después de la audiencia del conjunto de las partes y testigos. A puerta cerrada, por supuesto. La decisión debía ser dictada a más tardar a finales de abril de 1981 para no trastornar la seguridad afectiva de la niña, que se quedaría en el nido del centro hospitalario de Belfort-Montbéliard. Para llevar la instrucción, el Ministerio de Justicia nombró acto seguido, sin problemas, al juez Jean-Louis Le Drian, una de las eminencias del juzgado de primera instancia de París, autor de una docena de obras sobre los niños nacidos anónimos, las pruebas de identidad y la adopción…

A partir del día siguiente, el 24 de diciembre, el juez Le Drian logró reunir mal que bien, al final de la tarde, un grupo de trabajo improvisado, no demasiado entusiasta ante la idea de pasar una parte de la Nochebuena con ese caso: Vatelier, el comisario de Montbéliard, Morange, el doctor que había velado por la pequeña superviviente del milagro desde la víspera, y Saint-Simon, un poli de la embajada de Francia en Turquía que se comunicaba con ellos por teléfono.

Todos me contaron más tarde esa reunión surrealista en un gran despacho parisino, en la avenida Suffren, con unas preciosas vistas de la Torre Eiffel iluminada en un cielo blanco de invierno… La promesa de una cena de Nochebuena sin espumillón ni regalos. Sus críos los esperaban al pie del abeto mientras sopesaban con precisión y profesionalidad el futuro de una cría de tres meses.

Para el juez Le Drian aquello era un engorro; conocía vagamente a los Carville. Se había cruzado con ellos en una o dos fiestas parisinas donde unos centenares de personas se apretujan en los grandes salones de los edificios haussmannianos. Me pongo en su lugar. En lo más profundo de su cabeza, una vocecita debía de susurrarle: «Ojalá la cría sea la nieta de Carville, si no, estoy de mierda hasta…».

Una posibilidad entre dos… Cara o cruz.

Pero la moneda, a simple vista, no quería caer del lado correcto.

Cuando conocí al juez Le Drian, años más tarde, todavía tenía el mismo aspecto que en la época del proceso: quisquilloso, preciso, yendo de punta en blanco, bufanda malva un poco más clara que su corbata púrpura, como para preguntarse de qué modo, atrapado en su traje, podía inspirarles confianza a unos niños traumatizados y obtener sus confidencias. El juez había filmado todas las reuniones. Me dejó las cintas, no iba a negarles nada a los Carville. Eso me permite ser preciso: tendrán derecho a la imagen y al sonido. En cuanto al veredicto, por el contrario, les dejo juzgar, nunca mejor dicho.

—Voy a intentar ser lo más breve posible —comenzó Le Drian—. Todos tenemos prisa, ¿no es así? Voy a comenzar por la información que concierne a Lyse-Rose de Carville. La pequeña nació en Estambul, hace un poco menos de tres meses. Realmente sólo la conocen sus padres, pero Alexandre y Véronique de Carville se han llevado con ellos, en el Airbus Estambul-París, todo lo que concernía a Lyse-Rose. Sus juguetes, sus ropas, sus fotos, sus medicamentos, su tarjeta sanitaria. Todo ha desaparecido en el incendio del avión. Saint-Simon, en la parte turca, ¿ha encontrado otros testimonios?

La voz nasal del policía de la embajada turca se distorsionó en el altavoz del teléfono colocado sobre la mesa:

—En realidad, no… A excepción de algunos criados turcos que vieron a Lyse-Rose a través del velo opaco de una mosquitera, el único testigo ocular de la pequeña sigue siendo su hermana mayor de seis años, Malvina… Ya ve usted…

Le Drian sospechaba que el asunto empezaba a ponerse feo. En esos casos, cuando los acontecimientos se le escapaban, se levantaba y tiraba de la punta de su bufanda para que los dos extremos que colgaban a lo largo de su chaqueta estuvieran exactamente a la misma altura. Una manía como otra cualquiera. Por supuesto, a consecuencia del enorme misterio de la fricción de los textiles, esa maldita bufanda malva se pasaba el rato deslizándose ya fuese a la izquierda, ya fuese a la derecha, sin que el juez tuviese siquiera la impresión de esbozar el más mínimo movimiento de cuello. El comisario Vatelier observaba el tic del juez con una sonrisa apenas disimulada para sus adentros. Prosiguió:

—He hablado largo y tendido con los abuelos Carville. Bueno, sobre todo con Léonce de Carville. No conocían a su nieta más que de algunas descripciones telefónicas vagas. Poseían una fotografía de Lyse-Rose tomada al nacer, enviada por correo con el parte de nacimiento…

—¿Qué muestra esa fotografía?

El comisario Vatelier puso una mueca.

—Casi nada. Su madre está dándole el pecho a su hija. Lyse-Rose está de espaldas… Se adivina un cuello, una oreja, nada más…

El juez Le Drian tiró con impaciencia de su bufanda hacia su derecha… Definitivamente, esto se presentaba bastante mal para los Carville.

Si me permiten que me anticipe un poco, sepan que, en las semanas que siguieron, Léonce de Carville convocó a expertos muy serios que afirmaron que la oreja del bebé del milagro era idéntica a la de Lyse-Rose en su fotografía de nacimiento. Desde entonces he comprobado al detalle las imágenes y los análisis: hacía falta una auténtica gran dosis de mala fe para extraer una certeza cualquiera, en un sentido u otro. El juez Le Drian no llegaba a ese extremo, seguía examinando la genealogía de la superviviente del milagro.

—¿Y los abuelos maternos de Lyse-Rose? —preguntó.

Vatelier, el comisario de Montbéliard, observó con tristeza la Torre Eiffel, brillante como un inmenso abeto de Navidad y luego, consultando sus notas, dijo:

—Véronique, la madre de Lyse-Rose, es la cuarta hija de una familia quebequesa, los Bernier, que tiene siete hijos, así como once nietos ya. Véronique había puesto distancia con su familia cuando conoció a Alexandre en Toronto, con ocasión de un seminario de química molecular. Los Bernier parecen apoyar a los Carville. Tímidamente.

—Ok. Trataremos de ahondar por ese lado —dijo Le Drian—. Pasemos a Émilie Vitral. Por lo visto, deja más indicios detrás de ella.

—Mmm… Sí —suspiró Vatelier—, aunque su tarjeta sanitaria, su maleta, sus biberones y sus baberos también se han esfumado con el avión. Voy a ser preciso. Desde su nacimiento hasta los dos meses, los abuelos han visto a su nieta cinco veces, de las cuales dos han sido en la clínica de Dieppe, la semana del nacimiento, y una el día del despegue del avión, cuando Pascal y Stéphanie fueron a dejar a Marc para que se hospedara en su casa. Pero la pequeña dormía como un tronco en ese momento.

El comisario se volvió hacia el doctor Morange, quien tomó la palabra por primera vez:

—Yo estaba presente cuando vieron al bebé en el hospital de Belfort-Montbéliard. Los Vitral reconocieron enseguida a su nieta…

—Por supuesto —dejó caer Le Drian—. Por supuesto. No iban a decir lo contrario…

El juez suspiró con hastío, sus dedos tocaron nerviosamente la bufanda, un golpe a la izquierda. El comisario Vatelier subió el tono:

—A fin de cuentas, ¡no vamos a poner en fila a cuatro bebés numerados y hacer que sus abuelos reconozcan al bueno delante de un espejo espía!

—Tal vez debería haberlo hecho —insistió Le Drian en serio—. Habríamos ganado tiempo…

El comisario se encogió de hombros y continuó:

—Como remate final, los abuelos Vitral no disponen de ninguna fotografía. Según ellos, Stéphanie había reunido un pequeño álbum de fotos sobre su hija, doce imágenes de las que no se separaba nunca. Podemos suponer que también ha desaparecido entre las llamas.

—¿Y los negativos de las fotos? —preguntó el juez.

—La gendarmería de Dieppe ha registrado a fondo el apartamento de los padres Vitral, de la moqueta al techo, para encontrar esos jodidos negativos. Sin éxito por el momento. Sin duda Stéphanie se los había llevado también, tal vez en la funda de la cámara de fotos…

Tal vez…

Yo también los busqué más tarde, esos jodidos negativos. Piénsenlo, ¡una foto del bebé! Es inútil mantener el suspense, al menos en ese punto. Puedo decírselo desde ahora mismo, ¡nunca los encontramos! Además de la hipótesis de su desaparición en el avión, o de una invención pura y dura por parte de los Vitral, siempre he pensado que Léonce de Carville había podido intervenir, visitar el apartamento de Pascal y Stéphanie Vitral antes de que los policías pensasen en ello, hacer desaparecer todos los documentos comprometedores. Sería capaz de ello. Eso les da una idea de la magnitud de las posibilidades.

El juez Le Drian notaba que su nuca se humedecía, que se resbalaba la bufanda, irresistiblemente, como una serpiente sobre su hombro. El caso empezaba a apestar a rompecabezas judicial.

—Bien —dijo—. Casi lo hemos examinado bajo todos los ángulos. El resto de la familia de Émilie Vitral… ¿Otro callejón sin salida, también?

—Por así decirlo —respondió el comisario Vatelier—. La madre, Stéphanie, era huérfana; sin nombre, fue criada en la casa para niños de la fundación de Auteuil, en Ruán. Se volvió loca por Pascal Vitral en la terraza de un café cuando no tenía ni dieciséis años. Resumiendo, la pequeña Émilie, si es ella quien ha sobrevivido, no tiene en la vida más que a sus abuelos, Pierre y Nicole Vitral, y a su hermano mayor, Marc.

La mirada del juez Le Drian se perdía lejos por detrás del gran ventanal, por encima de las luces que formaban la constelación de la Torre Eiffel, en busca de un rumbo, de un lucero cualquiera al que seguir ciegamente esa noche de Navidad.

Podría continuar así, describiéndoles las horas de parloteo, de argumentos y de contraargumentos. Además de los vídeos de las reuniones, están las cerca de tres mil páginas de investigación que se acumularon en casa del juez Le Drian durante las semanas siguientes, que yo también he escudriñado, por no hablar de mis archivos personales. No teman, volveré más tarde sobre ello, al menos sobre los detalles que me parecieron importantes. Pero creo que empiezan a percibir la dificultad, el dilema de los investigadores. No es fácil hacerse una idea, ¿verdad?

¿De qué lado hacer caer la moneda? Yo no lo he logrado, al fin y al cabo.

Les dejo todos esos indicios en herencia. Les toca jugar…

Pero los veo venir…

Y entonces ¿la ciencia? ¿Las ropas? ¿La sangre? ¿Los ojos? ¿Todo lo demás?

Ya llego.

No voy a decepcionarles.