2 de octubre de 1998, 08.27
¿Son amantes o hermano y hermana?
La pregunta exasperaba desde hacía casi un mes a Mariam, la dueña del bar Lenin, en el cruce de la avenida Stalingrad y de la calle Liberté, a pocos metros del patio de la Universidad Paris 8, Vincennes-Saint-Denis. A esa hora de la mañana, el bar estaba en su mayor parte vacío y Mariam aprovechaba para poner en orden las mesas y las sillas.
Estaban sentados como de costumbre, al fondo, cerca de la ventana, una minúscula mesa para dos, se miraban a los ojos azules mientras se cogían la mano.
¿Amantes?
¿Amigos?
¿Hermanos?
Mariam suspiró. Esa incertidumbre la ponía nerviosa. Normalmente tenía un criterio más bien fiable tratándose de asuntos del corazón de sus estudiantes. Se espabiló, todavía tenía que pasar la bayeta por las mesas, a lo mejor un escobazo; en pocos minutos, al final de la línea 13 del metro, en la estación Saint-Denis-Université, habría una riada de miles de estudiantes con prisas, estresados, desbordados, ay… La estación no llevaba abierta más que cuatro meses y su inauguración había metamorfoseado ya el barrio. La facultad de Saint-Denis estaba desde entonces unida al corazón de París.
Mariam dispuso sin miramientos las sillas alrededor de las mesas, consciente de que entre los miles de estudiantes aplicados y ansiosos una proporción no desdeñable haría un alto más o menos largo en el Lenin, cosa de tomarse un café, fumarse un último cigarrillo tranquilo, retrasar el momento de ir a encerrarse en una aula…, llegar tarde a clase…, o al final no ir en absoluto… Mariam conocía la oleada de las ocho y cuarenta y cinco. Había visto la lenta transformación de la Universidad Paris 8, Vincennes-Saint-Denis, la gran universidad de las ciencias humanas, sociales y de la cultura; la rebelde en una recatada y banal universidad de la periferia. Desde entonces, la mayoría de los profesores se molestaban al ser destinados a Paris 8, apuntaban a la Sorbona, Jussieu en última instancia… Antes de la apertura de la estación de metro, los profesores debían cruzar la Plaine Saint-Denis y dar una gran vuelta. Ahora, con el metro, eso también se había terminado. Los profesores se precipitaban en el metro, línea 13, para correr hacia los lugares señalados de la cultura parisina, las bibliotecas, los laboratorios, los ministerios, las altas instancias…
Mariam se volvió hacia la barra para ir a buscar una bayeta y echó una discreta ojeada de soslayo a la pareja, que no dejaba de intrigarla, esa rubia guapa y ese mocetón transido.
Esa pareja la sacaba de quicio. El enigma empezaba a obsesionarle.
¿Quiénes eran?
Mariam nunca había comprendido nada sobre el funcionamiento de la enseñanza superior, de los parciales, de los módulos, de las huelgas, pero nadie sabía cuidar mejor que ella el recreo. Nunca había leído a Robert Castel, Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jacques Lacan, los profesores estrella de Paris 8; como mucho se había cruzado con ellos una vez o dos en su bar o en el patio, pero, no obstante, se consideraba una experta en psicoanálisis, sociología y filosofía de las penas y los amores estudiantiles. Hacía de madraza con sus protegidos, los asiduos de su café, se ocupaba del aspecto amoroso con una competencia profesional.
Una vez más, Mariam volvió la cabeza hacia la pareja junto al cristal. La relación entre esos dos individuos se resistía a su experiencia, a sus intuiciones.
Émilie y Marc.
La exasperaba muchísimo esa incertidumbre.
¿Amantes tímidos o parientes?
Misterio. Mariam no lograba hacerse una idea precisa. Algo fallaba. Tan parecidos y tan diferentes. Por lo menos conocía sus nombres, se quedaba con el nombre de todos sus asiduos.
Él, Marc, estudiaba en Paris 8 desde hacía dos años, era un cliente fiel del Lenin. Alto, más bien guapete, pero con pinta de ser una pizca demasiado bueno, del tipo «Principito» despeinado, un poco soñador, con algo así como una cierta falta de clase; el perfil del estudiante que no conocía todavía los códigos, que está aterrizando, un poquito provinciano, un poco falto de dinero para regalarse un armario actual, moderno… Estudiaba mansamente derecho europeo, por lo que había entendido… Una persona tranquila, contemplativa. Durante esos dos años, Mariam había llegado a comprender por qué.
Esperaba. A su Émilie…
Había llegado ese mismo año, en septiembre. Debía, pues, de tener dos o tres años menos que él.
Sí, tenían rasgos en común. Ese acento algo popular cuya procedencia Mariam no lograba determinar, pero que era sin discusión el mismo que el de Marc. Sin embargo, ese acento casaba mal con la muchacha, su personalidad, al igual que ese nombre, común, corriente, Émilie… era rubia, como Marc, de ojos azules, como Marc… Se parecían relativamente. Pero los gestos del chico eran tan torpes, simples, algo forzados mientras que ella mostraba un no sé qué diferente en su manera de moverse, una especie de nobleza en el porte, una elegancia con clase en el más mínimo movimiento, una gracia que parecía heredada de una ascendencia rara, de una educación privilegiada… Una aureola tal vez frecuente en otras universidades, en el círculo cerrado de las buenas familias, de los institutos de investigación, de la escuela normal superior, pero casi fuera de lugar allí, entre los estudiantes de la Plaine Saint-Denis.
Otro misterio, en lo concerniente al dinero, el nivel de vida de Émilie parecía en las antípodas del de Marc. Mariam era capaz de calcular de una sola ojeada el origen, la calidad y el precio de las ropas que llevaban sus estudiantes, de H&M a Zara, pasando por Jennifer o Yves Saint Laurent…
Émilie no era de Yves Saint Laurent… pero no andaba lejos. Lo que llevaba, con elegancia y sencillez, una blusa de seda naranja y una falda negra cortada de forma asimétrica, costaba sin duda una pequeña fortuna… No, Émilie y Marc, si venían del mismo lugar, no pertenecían al mismo mundo.
No obstante, eran inseparables.
Existía entre ellos una sólida complicidad que no se crea en unos meses de facultad, como si siempre hubiesen vivido juntos… Eso se notaba en las mil pequeñas atenciones protectoras de Marc hacia Émilie, discretas, sistemáticas, una mano en el hombro, una silla que se acerca, una puerta que se sujeta, un vaso que se llena…
Mariam sabía descifrar esos gestos: ¡Costumbres de hermano mayor con una hermana pequeña!
Secó una silla, la volvió a colocar con energía, sin dejar de pensar en esa extraña pareja.
Émilie había llegado a Paris 8 en septiembre, como si Marc le hubiese estado allanando el terreno, se había pasado dos años manteniendo caliente su asiento en el aula y su mesa cerca de la ventana en el Lenin. Mariam notaba que Émilie era una estudiante brillante, ambiciosa, despierta y decidida. Artística. De letras. Veía esa determinación cuando sacaba un libro, unos apuntes, cuando revisaba con una lectura exprés en diagonal notas que a Marc le costaban horas.
¿Hermano y hermana, entonces, a pesar de su diferencia social?
¡Salvo que Marc estaba enamorado de Émilie!
Eso también saltaba a la vista.
No como un hermano, sino como un apasionado amante. A Mariam aquello le resultaba evidente. Una fiebre, una pasión, imposible equivocarse en eso.
Mariam no entendía nada.
Los espiaba desde hacía un mes. La gente no cambia. Había pasado una mirada fugaz por el nombre escrito en un trabajo, en un examen, dejado sobre la mesa. Conocía su apellido.
Marc Vitral.
Émilie Vitral.
Al fin y al cabo, eso no le explicaba nada. La hipótesis lógica era que fuesen hermano y hermana… Pero ¿y esos gestos incestuosos entonces? Esa mano de Marc tan abajo en la espalda de Émilie. Tal vez simple y llanamente estaban casados. ¿Entre los dieciocho y los veinte años…? Poco común entre los estudiantes, pero posible… Quedaba la opción de que tuvieran el mismo apellido por casualidad, pero Mariam no creía en semejante coincidencia, salvo que se tratase de una relación de parentesco más lejano: unos primos, una familia reconstituida, complicada…
Las sillas desfilaban bajo el trapo rabioso de Mariam, resonaban sobre los azulejos del bar.
Émilie parecía apreciar mucho a Marc. Sin embargo, su mirada era más compleja, difícil de leer, a menudo perdida, sobre todo cuando estaba sola, como si ocultase una fisura, una profunda tristeza… Esa melancolía le daba a Émilie un encanto desplazado, una distancia del mundo que la volvía diferente de las otras barbies del campus. Ningún estudiante en el Lenin se cortaba de comerse con los ojos a la bella Émilie, pero sin duda por culpa de esa distancia, de esa contención, ningún ligón se atrevía a abordarla…
¡Excepto Marc!
Émilie era suya, estaba allí por eso. No por los estudios. No por la facultad. Solamente por estar allí con ella, por protegerla.
Un guardaespaldas.
Eso Mariam lo había captado.
Pero ¿y lo demás? ¿La relación que los unía? Mariam había tratado de hablar con Émilie y Marc, pero no se había enterado de nada íntimo.
¿Qué más podía hacer?, por el momento abandonaba; ya lo sabría algún día.
Estaba atareada limpiando las últimas mesas cuando Marc levantó la mano.
—¡Mariam! —gritó—, ¿nos pones dos cafés y un vaso de agua para Émilie?
Mariam sonrió para sí. Marc no tomaba nunca café cuando estaba solo y siempre pedía uno cuando estaba con Émilie. Un café americano.
—Ya va, enamorados —respondió Mariam.
Lo hizo por probar.
Marc dejó ver una sonrisa avergonzada. Émilie, no. Estaba ligeramente cabizbaja. Mariam se daba cuenta de ello sólo ahora; Émilie tenía una cara espantosa esa mañana, el rostro descompuesto de alguien que no ha dormido por la noche, aunque mostraba una sonrisa de circunstancias. ¿La angustia de un examen, de una noche de repaso, de un trabajo que entregar con urgencia?
No, era otra cosa.
Mariam sacudió los posos de café en la basura, enjuagó el filtro y preparó los dos expresos.
Algo grave le ocurría.
Como si Émilie tuviese que anunciarle una noticia dolorosa a Marc. Mariam lo había visto tantas veces; citas de despedida, citas a solas patéticas, buenos chavales que se quedaban solos delante de su café mientras la chica se iba, un poco incómoda y sobre todo libre. Émilie tenía la cara de una chica que ha pasado la noche reflexionando y que al alba ha tomado al fin su decisión, lista para asumir las consecuencias de lo que esta implica.
Mariam caminó lentamente hacia el fondo del Lenin, llevando en una bandeja los dos cafés y el vaso de agua.
Pobre Marc. ¿Se imaginaba que ya estaba condenado?
Mariam sabía ser discreta. Dejó los cafés y se dio la vuelta sin esforzarse en escuchar.