Morgan esperaba el cambio en el drugstore Larrabee: había comprado un paquete de Camel, una caja de pastillas para la tos y La Gaceta Semanal de Tindell. La dependienta marcó sus compras en la caja, pero se puso a charlar con otra clienta, que estuvo de acuerdo en que hacía frío. Hacía mucho frío para ser marzo. Su gata no se apartaba de la estufa y a su perro había tenido que ponerle el abriguito escocés rojo. La dependienta tintineaba las monedas de Morgan distraída. Él seguía esperando; un hombre anónimo, barbudo, con gafas y, para ella, sin interés alguno. Al final se dio por vencido y abrió el periódico. La Gaceta le gustaba mucho, aunque no tenía ninguna columna de Ann Landers. Recorrió los anuncios personales. No seré responsable, no seré responsable…
En los «Objetos perdidos» se enteró de que alguien había extraviado un árbol del caucho. ¡Qué cosas tan extrañas perdía la gente! ¡Pura negligencia! Había sido encontrada una batería de cocina Revereware completa en North Deale Road y un brazalete maravilloso en el aparcamiento de la escuela.
Pasó a las necrológicas: Mary Lucas, antigua residente en Tindell, también Pearl Joe Pascal y Morgan Gower y…
MORGAN GOWER, DIRECTOR DE FERRETERÍA
Morgan Gower, 53 años, con residencia en
el Camping de Caravanas de Tindell,
falleció ayer tras una larga enfermedad.
El Sr. Gower había desempeñado el cargo
de director de la sucursal de Ferreterías
Cullen situada en la zona centro de Baltimore.
Deja…
Levantó la cabeza y miró a su alrededor. El local era antiguo, de madera oscura, con estanterías medio vacías. En algunas de ellas sólo había un artículo de cada producto: una caja de caramelos ácidos con los cantos abollados, un frasco de champú Prell con una tapa verde y pegajosa. El sitio era definitivamente auténtico y olía a cartón húmedo. La dependienta era una vieja tan arrugada que parecía de mimbre; llevaba unas gafas colgadas al cuello de una cadena.
… deja mujer: Bonny Jean Cullen; siete
hijas: Amy G. Murphy, de Baltimore,
Jean G. Hanley, de Baltimore también,
Susan Gower, de Charlottesville, Virginia…
—Señor —dijo la dependienta, tendiéndole el cambio.
Morgan dobló el periódico y se guardó el dinero.
Al salir lo golpeó una ráfaga de viento frío. Era domingo, por la mañana; las calles estaban vacías y las aceras parecían más anchas y blancas de lo normal. Los demás comercios estaban cerrados: la tienda de saldos, los ultramarinos, la barbería. Pasó junto a ellos lentamente. La camioneta se hallaba aparcada delante de los Cosméticos Estrellas de Hollywood. La caja de contrachapado de madera que había sobre el techo (CIA. DE TÍTERES MEREDITH) crujía bajo el viento. Morgan abrió el paquete de cigarrillos y encendió uno. Tosió con su tos seca habitual y volvió a desplegar el periódico.
… Carol G. Haines, también de Charlottesville,
Elizabet G. Wing, de Nashville, Tennessee…
Entró en el vehículo y puso en marcha el motor.
Estúpido periódico; estúpidos redactores provincianos. Cualquiera supondría que ellos tendrían, por lo menos, el sentido común, la decencia de comprobar una cosa así antes de publicarla. ¿Dónde estaban sus normas? ¿A esto se le llamaba periodismo?
Avanzó por Main Street, fumando nerviosamente. En Main y Howell el semáforo estaba en rojo.
Frenó y echó una mirada a su lado, al periódico.
… Molly G. Abbott, de Buffalo, Nueva York,
Kathleen G. Brustein, de Chicago…
Detrás de él alguien tocó el claxon y Morgan volvió a arrancar. Salió de Howell, entró en una callejuela, un paisaje lunar descolorido, cubierto de rastrojos con botellas de cerveza vacías, tiradas entre los hierbajos, y se dirigió a la autopista estatal. Allí enfrente estaba el camping de caravanas. En un cartel de metal descascarillado se leía: TERRENOS EN TINDELL, CUOTAS MENSUALES, PROPIETARIO: J. PROUTT. Giró a la derecha por un camino de grava y pasó ante la oficina: una caravana de aluminio aerodinámica, cuyos escalones de cemento y arriates para flores amenazaban con conferirle un aire sedentario. Deja también a su madre, Louisa Brindle Gower, continuaba una insistente voz en su mente; una hermana, Brindle G. T. Roberts y once nietos. Detrás de la oficina, una docena de caravanas más pequeñas trazaban entre sí ángulos al azar. Parecían abandonadas por algún crío travieso junto a la basura que campaba a su alrededor: bombonas de butano tiradas, un colchón manchado de óxido, un sofá hundido con un arbolito que crecía entre dos cojines. Morgan pasó junto a una vieja con un abrigo de tweed masculino, aparcó delante de una pequeña caravana verde y bajó de la camioneta. La mujer se volvió a mirarlo, mientras se apartaba unos mechones canosos de los ojos. Era evidente que quería entablar conversación. Morgan hizo como que no la veía y se precipitó cabizbajo hacia la caravana. Sentía su boca demasiado grande. Notó con indiferencia que tenía todos los síntomas físicos de… la vergüenza; sí, eso era. Qué curioso. Se sentía insuficientemente protegido por su gorra de visera estrecha y corta, sin duda sin ningún carácter. Antes de buscar a tientas la manija de la puerta, se subió el cuello de la chaqueta.
—¿Hace frío, no? —le dijo la mujer, con voz débil y arrastrada.
Morgan se agachó más ante la cerradura.
—¡Yuhuuu! ¡Señor Meredith!
La ceremonia se celebrará en privado.
Emily preparaba el desayuno. Percibió que olía a bacon, el regalo especial de los domingos. Joshua caminaba tambaleándose por el cuarto de estar, con un mono de pana con un tirante suelto. Morgan lo alzó en brazos.
—¿Has comprado el periódico? —preguntó Emily.
Volvió a dejar a Joshua en el suelo.
—No —dijo.
Lo había dejado en la camioneta. Más tarde se desharía de él.
No había razón para sentirse tan avergonzado, en realidad era Bonny la que debería sentirse así. (Daba por sentado que había sido ella quien lo había hecho. Por supuesto que era ella. ¿Quién si no?) ¡Qué reacción tan tonta! Se juzgó a sí mismo con una remota y concentrada curiosidad. Hasta su postura parecía furtiva: cómo caminaba por la caravana, haciendo el menor ruido posible, con la cabeza gacha como si tratara de no agitar el aire. Fue del cuarto de estar (un pequeño sofá debajo de una ventanilla con persiana) a la cocina: un pasillo estrecho entre una mesa y unos fogones. Pasó junto a Emily y la besó en la parte posterior del cuello. Debajo de la nuca tenía unos huesos redondeados que le recordaban el espinazo ondulante de algunos crustáceos.
Siguió hasta el dormitorio, con su cama y tocador de una sola pieza y una cuna portátil que ocupaba todo el espacio restante. Para llegar al rincón donde estaba el pequeño armario cerrado por una cortina, tuvo que encaramarse en la cama. Se quitó la gorra y la puso en el estante, al lado de la maleta de Emily. Se quitó la chaqueta y la colgó de una percha. Se la había comprado el pasado noviembre en un lugar llamado Frugal Fred’s. Al marcharse de Baltimore había dejado casi toda su ropa y se encontró con que no tenía nada de abrigo para pasar el invierno. Había pagado cinco dólares por aquella chaqueta azul y gruesa, que seguramente había pertenecido a un uniforme de las Fuerzas Aéreas, pero que ahora estaba blanda y descolorida. Le habían quitado todas las insignias y sólo se veían las puntadas vacías en las mangas y encima de un bolsillo. Morgan pensó que habría algún tipo de normativa. Naturalmente no querrían que nadie se hiciera pasar por oficial. Sí, era lógico. Sin embargo, a veces le gustaba imaginar que lo habían degradado. Se imaginaba la escena en un campamento, los hombres formados en posición de firmes, el toque del clarín, los tambores, él que avanzaba briosamente y su comandante que, con un gesto dramático, le arrancaba las insignias. Cada vez que se le ocurría, caminaba firme con su chaqueta y con una sonrisa impasible: la del hombre que temeraria y voluntariamente había dirigido el curso de su vida hacia la ruina. Pero al mismo tiempo sabía que era una chaqueta que nadie se molestaría en mirar dos veces. La gorra era de las llamadas de marinero griego, aunque en realidad ni era griega ni de marinero; todo el mundo las tenía, hasta las chicas de la escuela del pueblo se las ponían sobre sus rizos, con la visera ladeada.
Se lavó las manos en el diminuto lavabo y regresó a la cocina. Emily estaba sirviendo el desayuno. Morgan se sentó a la mesa y observó cómo ella depositaba en su plato dos lonchas de bacon.
—Ven a comer, Josh —dijo Emily.
Josh jugaba con un coche de metal haciéndolo correr por el borde del sofá. Se acercó a la mesa con el juguete, avanzando en completo silencio sobre su caballito balancín. (Era el niño más callado y tolerante que Morgan había visto en su vida.) Con todas aquellas capas de camisas y jerséis no debía de resultarle muy fácil doblar sus rollizos brazos.
—¿Qué es esto? —preguntó, señalando su copa.
—Zumo de naranja, Josh.
Josh cogió un trocito de bacon y le dio otro a la ventanilla delantera de su cochecito.
—¿Has echado mi carta? —le preguntó Emily a Morgan, sentándose frente a él.
—¿Qué carta?
—Mi carta para Gina, Morgan.
—Ah, sí. La he echado en el buzón de delante de Correos.
—Entonces llegará a Richmond el martes.
—Sí, o el miércoles.
—Si me contesta el mismo día, puede que reciba carta el viernes.
—Mmmm.
—Aunque raramente contesta el mismo día.
—No.
—Ojalá me escribiera más a menudo.
Él no dijo nada. Emily alzó la vista hasta él.
—¿Te pasa algo? —le preguntó.
—¿Por qué?
—Te encuentro raro.
—Estoy bien —dijo él.
Emily se echó hacia atrás para untar mantequilla en su tostada. Tenía las manos blancas de frío y las uñas azules. La curva de sus pestañas proyectaba sobre sus pómulos una sombra fina. Morgan se sorprendió de lo poco cambiada que estaba. Año tras año, mientras a su alrededor todas envejecían, ella conservaba su rostro liso, joven y pálido, y unos ojos claros que le daban aspecto de eterna inocencia. Usaba la misma ropa y llevaba el mismo peinado: un moño de trenzas en la coronilla con algunos pelos sueltos y rizados que le caían por el cuello y que le daban un toque de secreto descuido, siempre posible, pero nunca hecho realidad, que todavía impresionaba a Morgan.
Muy bien, iría a ver a los redactores. Claro que iría. Entraría hecho una furia en el periódico. «¿Qué significa esto? ¿Aquí la gente no comprueba nada? ¡Morgan Gower, director de ferretería! ¿Dónde está su sentido de la responsabilidad? Morgan Gower soy yo. ¡Estoy aquí, de pie delante de usted!»
Pero ellos le dirían: «¿No es usted el señor Meredith? ¿Uno de los que trabajan para Durwood?»
En realidad no tenía cómo defenderse.
Emily le subió a Josh la cremallera de la chaqueta para ir a dar una vuelta, pero Morgan decidió no ir con ellos.
—¿No te encuentras bien? —le preguntó ella.
—Te digo que estoy bien.
—¿Has traído las pastillas para la tos?
—Sí, sí, están por aquí…
Morgan se palpó los bolsillos y le sonrió, tratando de tranquilizarla. Ella continuó con el ceño fruncido.
—No olvides que esta noche tenemos función —le dijo.
—No, no lo he olvidado.
Salieron y Morgan los observó por la ventana del cuarto de estar: Emily, una frágil mujercita, y Josh, con su gruesa chaqueta roja, caminando a su lado con paso inseguro. Se dirigían al norte, al bosquecillo de pinos que había junto a la autopista. El terreno era tan irregular que a veces Joshua tropezaba, pero Emily lo llevaba cogido de la mano. Morgan se imaginaba la mano de Emily firme y apretada, los tendones de su muñeca tensos como las cuerdas de un piano.
Se apartó de la ventana una fracción de segundo antes de que sonara el teléfono, como si esperara que sonase. Quizá era mejor no contestar. Seguramente sería algún intruso, alguien que lo había descubierto: «¡Caramba! Me he enterado de que habías muerto.» Pero, naturalmente, era imposible que nadie lo supiera. Entró en la habitación; el teléfono estaba encima del tocador. Sonó seis veces antes de que él respondiera. Levantó el auricular, respiró hondo y dijo:
—Diga.
—¿Eres tú, Sam? —preguntó un hombre.
—Sí.
—¿De verdad?
—Sí.
—No pareces tú mismo.
—Es que estoy resfriado —dijo Morgan.
Morgan hizo una mueca al espejo.
—Bueno, supongo que estarás enterado de lo que pasó con Lady.
Entonces ocurrió algo extraño. Sintió que el suelo se desplazaba unos metros. No como si hubiera perdido el equilibrio (estaba firme como siempre y tenía la cabeza clara), sino como si se hubiese deslizado un poco, como sobre una de esas cintas transportadoras que llevan a los pasajeros en los aeropuertos. Pensándolo bien, una vez había sentido lo mismo en un aeropuerto cerca de Los Angeles. Había ido a recoger a Susan —debía hacer unos cuatro o cinco años—; ella había tenido una especie de colapso nervioso debido a una ruptura amorosa. Morgan, después de haber volado todo el día, aterrizó al fin, pero no obstante sentía como si siguiera volando o como si todo volara a su alrededor, como si después de haber viajado tanto resultara imposible detenerse de golpe. Parpadeó y se apoyó en el tocador.
—¿Sam? —preguntó el hombre.
—No soy Sam. Se ha equivocado usted de número.
Y colgó. Miró a su alrededor y notó que la caravana volvía a ser estable.
Luego sacó del armario la chaqueta y la gorra y se las puso. Me voy a dar una vuelta. Enseguida vuelvo, le escribió a Emily. Abrió la puerta, cruzó el jardín hasta la camioneta y se subió a ésta.
Los cuarenta y cinco minutos que había hasta Baltimore se los pasó hablando en voz baja con firmeza: «Maldita tonta de Bonny», murmuraba, «maldita entrometida, estúpida, entrometida, se cree que es tan…» Echó una mirada al retrovisor y se desvió para adelantar a una furgoneta. «Allí sentada, frotándose las manos y riéndose de mí. Cree que va a impresionarme. Ja, eso es lo único que sabe, sí…»
Se preguntó cómo habría descubierto en qué pueblo vivía. Él no se lo había dicho nunca. Se le ocurrió la posibilidad de que hubiera puesto un anuncio en cada uno de los periódicos de Maryland, incluso en todos los periódicos del país. Dios, por todo el continente, para que lo viera todo el mundo. La vio llamando a cientos de miles de redacciones, precipitándose en las oficinas, dejando a su paso kleenex arrugados y borradores en el reverso de los tickets de las cajas registradoras: una mujer con el acelerador a tope. Siempre había vivido de una forma como temeraria. Cada vez que se la imaginaba (pensó mientras tocaba el claxon a los coches deportivos que pasaba), la veía agitada, con el pelo sobre los ojos y la blusa fuera. ¡Nada más había que ver cómo había tirado su ropa y su madre, su hermana y el perro! Mientras hablaba consigo mismo y frenaba de golpe, olvidó que Bonny no lo había tirado todo de una vez. Imaginaba a Brindle y a Louisa depositadas delante de la ferretería, esperando en taburetes de picnic a que él las recogiera. Ni siquiera en taburetes de picnic, directamente tiradas, como escarabajos patas arriba, en un mar de ropa vieja. Recordó también que a menudo Bonny le parecía una mujer armada con imperdibles: imperdibles que unían un tirante a la combinación, un ojal al deshilachado trozo de tela donde debería haber un botón y el reloj a la correa negra. Y el reloj casi nunca tenía cuerda. Y el dobladillo casi siempre estaba sujeto con cinta adhesiva que crujía cuando ella andaba. No, cuando corría o, mejor dicho, cuando galopaba. Nadie la había visto caminando simplemente.
En una época, la región que atravesaba había sido una zona agrícola, pero ahora cada pueblo estaba unido al siguiente por una sucesión de gasolineras y centros comerciales. Morgan pasó a toda velocidad. La estructura que llevaba sobre el techo de la camioneta vibraba. El candado de la puerta trasera golpeaba a cada frenazo.
«Se cree muy lista, cree que me preocupo. Cree que me importan las tonterías que hace.»
Llegó al extrarradio de Baltimore. Habían construido más edificios. Parecía que uno no pudiera ausentarse ni un minuto sin que surgiera algo nuevo. Un muchacho en un gran Dodge con aletas que debía de tener veinte años se detuvo a su lado en el semáforo. Aunque llevaba cerradas todas las ventanillas, la radio estaba tan alta que igualmente se oía la música. A su pesar, Morgan siguió el compás del Blues de la depresión constante y la confusión mental del trabajo de lavacoches contra el volante de su vehículo.
Por lo menos aquí había un poco de sol, un pálido y débil sol de finales de invierno que iluminaba los campanarios blancos y las aceras vacías. Enfiló hacia el norte por Charles, pasó ante una hilera de tiendas pequeñas y luego ante la universidad, completamente desierta, con sus edificios limpios y meticulosamente dispuestos, como construidos con ladrillos de juguete. Giró hacia una zona de casas más grandes, cafés, edificios de pisos, y aparcó en la calle de Bonny, aunque a determinada distancia de la casa para que ella no viera la camioneta por la ventana. Se apeó del vehículo, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar.
Incluso al sol hacía frío. Se subió el cuello hasta las orejas. Vio el periódico de Bonny en el sendero de delante de la casa. Las diez y pico de la mañana y ella todavía no lo había recogido; típico. Un cardenal estaba posado sobre un cerezo silvestre; una mota roja sobre una red de ramas negras. Morgan se preguntó si no sería uno de los pichones salidos hacía unos años del cascarón en el nido que había sobre la jeringuilla. Sentía cierto interés de propietario. Se había pasado aquel verano persiguiendo al gato. Los pájaros padres lo habían alertado con sus revoloteos y su piar ansioso, parecido al ruido de unas monedas en el bolsillo. Pero los cardenales, ¿no migraban? Su cigarrillo sabía a basura quemada y lo tiró.
En aquel momento llegó la esposa de Billy, Priscilla, taconeando por el sendero, con su espléndido abrigo blanco y su bolso en forma de cesta, que seguramente tendría una tapa con una ballena grabada, y desapareció dentro de la casa. (Sin duda había tenido que pasar por encima del periódico.) Como era una extraña, alguien a quien él nunca había prestado demasiada atención, la olvidó de inmediato. Se inclinó hacia adelante para observar la puerta, que volvía a abrirse. Salió un chico. ¿Nieto suyo? ¿Todd? Si era él, había crecido mucho. Llevaba un monopatín y, nada más llegar a la calle, desapareció. Debió de irse patinando, porque Morgan ni lo vio. Seguía concentrado en la puerta.
Pasó un buen rato. Morgan se apoyó contra el capó de la camioneta y oyó el ruido del motor que se enfriaba.
La puerta volvió a abrirse, primero se oscureció y luego desapareció por completo. Bonny había salido al umbral. Debajo de su chaqueta de lana marrón oscuro llevaba algo feo, ordinario: una blusa holgada de un color indeterminado y una falda plisada que la hacía parecer gorda. Morgan pensó que salía a recoger el periódico, pero ella lo ignoró, como todos los demás, y continuó sendero adelante. Aunque él se escondía detrás de la camioneta, Bonny ni siquiera miró hacia allí. Ya en la acera, se dirigió con paso rápido hacia el oeste. Morgan vio que llevaba en la mano algo brillante: su monedero rojo, sin duda repleto como siempre de tarjetas de crédito, fotos viejas y billetes arrugados.
La siguió a distancia durante un rato. Sabía dónde iba (un domingo por la mañana, con Priscilla en casa, Todd y quien sabe cuánta gente más, había salido a comprar rosquillas de canela en la panadería), pero la siguió de todos modos, con la vista clavada en ella. Observó que se había dejado el pelo largo; un error. El cabello que le cubría el cuello por detrás parecía una mata ovalada de puntas deshilachadas.
¿Qué pasaba en aquella cabeza?
Por eso había venido: para averiguarlo. Había hecho todo el camino sin preguntarse por qué y ahora se enfrentó a ello tan repentinamente que se paró en seco. Lo único que quería saber era por qué lo había hecho.
¿Habría alguna razón oculta?
¿Imaginaba ella…?
No, seguro que no.
¿De verdad creía que había fallecido?
«Fallecido» era la única palabra que podía pronunciar en aquel momento. «Muerto» se le hubiera atravesado en la garganta. No, no podía preguntarle eso.
Morgan se quedó allí, inmóvil, mientras Bonny iba a toda prisa a la panadería.
Después dio media vuelta y regresó. Rodeó la casa. (Si abría la puerta principal, que daba al vestíbulo, cualquiera podía verle entrar.) Se dirigió hacia el porche lateral, metió la mano por la rendija de la puerta mosquitera, levantó el pestillo y entró. El olor a moho de los muebles de mimbre, parecido al olor a ratón y revistas baratas, le recordó el verano. Probó el pomo de la puerta de cristales que daba a la sala; estaba abierta. (La había advertido miles de veces sobre esa puerta.) Se escurrió sigilosamente.
La habitación estaba vacía. Las fichas del parchís de la noche anterior se hallaban desparramadas encima de la mesita. Cruzó el vestíbulo. Priscilla preguntó desde la cocina:
—¿Bonny? ¿Ya has vuelto?
Morgan echó a correr hacia la escalera, sin salirse de la alfombra para que sus pasos quedaran más amortiguados. Subió tan aprisa, tan silenciosa y fantasmagóricamente que él mismo se asustó. En el pasillo de arriba hizo crujir, sin querer, una madera del parqué. Se metió en el dormitorio y se palmeó el pecho que le latía con fuerza.
No vino nadie.
La cama de Bonny estaba sin hacer y el camisón era un burujo sucio de nilón marfileño sobre la alfombra. Todos los cajones de la cómoda estaban abiertos. Morgan fue de puntillas hasta el armario. Qué diferente al suyo. Había mucho espacio. Uno no diría exactamente que estaba vacío (aquellas prendas de las que Bonny jamás se desprendería: faldas con el dobladillo metido y sacado un montón de veces, blusas de los años cincuenta con sus diminutos cuellos Peter Pan), pero sin duda se hallaba más vacío que antes. El estante donde él solía guardar sus sombreros se veía ahora ocupado por la máquina de escribir, el secador de pelo y una caja de zapatos. La abrió y encontró un par de zapatos de plataforma tan pasados de moda que seguramente pronto volverían a estarlo.
Abrió el cajón de la mesita de noche de Bonny y encontró un tubo de crema para las manos y un libro de poemas de Emily Dickinson.
Abrió el cajón de su mesita de noche (érase una vez hace mucho tiempo…) y encontró un cupón de café instantáneo, un bolígrafo fosforescente y una libretita en cuya tapa de cuero se leía en letras doradas: Pensamientos nocturnos. ¡Ajá! Pero los únicos pensamientos nocturnos que encontró fueron:
Woolite
Floristería de Roland Park
¿Cumpleaños de Todd?
Algo, una garra, lo asió por la muñeca. Morgan soltó el libro.
—Caballero —dijo Louisa.
—Madre.
—He olvidado el número de la policía.
—Mamá, sólo he venido a… recoger unas cosas.
—¿Es el 222-3333? ¿O el 333-2222?
Todavía seguía cogiéndole la muñeca. Morgan se sorprendió de la fuerza que tenía. Trató de zafarse, pero ella apretó más los dedos. Podía dar un tirón más fuerte, pero temía hacerle daño; la mano parecía frágil y quebradiza.
—Mamá, por favor, suéltame —dijo.
—No me llame mamá, melenudo zarrapastroso.
—¿De veras no me conoces?
—¿Acaso tendría que conocerle?
Aunque nunca iba a la iglesia, llevaba el vestido negro de los domingos, un vestido con fruncidos, y un camafeo al cuello. Iba calzada con unas chanclas azules de toalla, de las que emergían unas uñas opacas y combadas, más bien pezuñas. Una pulsera de hueso adornaba su muñeca.
—Le he dicho a la señora de abajo que en el primer piso había ladrones —dijo—. «No», me ha contestado, «son las ardillas otra vez.» «Esta vez son ladrones», le he dicho yo.
—Mira, si no me crees, pregúntale a Brindle —dijo Morgan.
—¿Brindle? —reflexionó—. Brindle.
—Tu hija. Mi hermana.
—Ha sido ella quien me ha dicho que eran ardillas —dijo Louisa—. Por la noche siempre me pregunta: «¿Qué es eso que corre? ¿Qué es ese ruido? ¿Son ladrones?» «Son ardillas», le digo yo. Pero ahora cuando le he preguntado: «¿Has oído al ladrón del primer piso?», ella me ha contestado: «Son ardillas, mamá. ¿No es lo que me dices tú siempre? Son ardillas que esconden bellotas en la buhardilla.»
—Ah, ¿tenéis roedores en la casa?
—No, ardillas. O algo que mete jaleo allá arriba…
—Tenéis que llevar cuidado —le dijo Morgan—, podrían ser murciélagos y lo último que necesitáis es un murciélago rabioso. ¿Sabes?, lo que deberíais hacer es coger un trozo de tela metálica mosquitera…
—¿Morgan?
—Sí.
—¿Eres tú?
—Sí.
—Ay, hola, hijo mío —dijo tranquilamente.
Le soltó la muñeca y le dio un beso.
—Qué alegría volver a verte, mamá —dijo él.
Entonces, desde la puerta, Bonny dijo:
—¡Fuera de aquí!
—¡Vaya, Bonny! —dijo Morgan.
—Fuera.
Llevaba una bolsa de la panadería y exhalaba aroma a canela y aire fresco. Sus ojos se habían oscurecido peligrosamente. Sí, hablaba en serio. Morgan conocía los síntomas y se apartó de su madre. (Pero sólo había una puerta y Bonny la bloqueaba.)
—Ya me iba, Bonny —dijo—. Sólo he venido a preguntarte una cosa.
—No quiero contestarte. Ahora vete.
—Bonny…
—Vete, Morgan.
—Bonny, ¿por qué has puesto eso en el periódico?
—¿El qué?
—Ese anuncio. Lo que se llama… una necrológica.
—Ah —dijo ella. Su boca se torció repentinamente, gesto que él recordaba muy bien: una mueca mezcla de diversión y arrepentimiento—. Ah, eso.
—¿Por qué lo has hecho?
Bonny se quedó pensando.
—Estoy segura de que no son murciélagos —dijo la madre— porque oigo sus patitas.
—Para serte sincera —dijo Bonny—, me había olvidado por completo. Oh, querido. Tendría que haberlo anulado; quise hacerlo al principio. Fue uno de esos arrebatos que tenemos las personas…
—No puedo imaginarme cómo has averiguado dónde vivo —dijo Morgan.
—Llamé a Leon a Richmond y se lo pregunté. Supuse que por lo menos se lo diríais a él, por Gina.
—Pero, ¿por qué, Bonny? Una necrológica, por el amor de Dios.
—¿O los murciélagos también tienen patas? —preguntó su madre.
—Pretendía ser un aviso —dijo Bonny.
—¿Qué tipo de aviso?
Ella se sonrojó ligeramente. Se tocó el hoyo de debajo de la garganta.
—Pues, de que estoy saliendo con otra persona. Con otro hombre.
—Ah —dijo él.
—Un profesor de historia.
—¿Y eso explica mi esquela de defunción?
—Sí.
Bueno, sí.
Morgan tuvo lástima de ella, de sus mejillas sonrosadas y de la forma torpe y orgullosa en que bajaba la vista.
—Está bien —dijo—. Eso era lo único que quería preguntarte. Ahora me voy.
Bonny se apartó para dejarlo pasar. Ya se había rehecho, se había enderezado y tenía la cabeza erguida. Morgan salió al pasillo. Entonces dijo:
—Pero, Bonny, Dios mío, no sabes lo que se siente. Qué vergüenza… que aparezca una cosa así en público y todo por un capricho, ¡por un arrebato!
La mueca reapareció en la boca de Bonny, y esta vez más pronunciada. Sin duda le parecía gracioso.
—Probablemente hasta es ilegal.
Morgan empezó a toser. Buscó el pañuelo en sus bolsillos.
—¿Quieres un kleenex? —preguntó ella—. ¿Qué te pasa, Morgan? No tienes buen aspecto.
—Incluso podría hacer que te detuvieran —le dijo.
Encontró el pañuelo y lo apretó contra su boca.
—Mejor no hablar de quién tiene más motivos para hacer que detengan al otro —dijo Bonny.
Al final Morgan empezó a bajar las escaleras, sin despedirse de su madre ni echarle siquiera una mirada. Bonny lo siguió, haciendo que la bolsa de la panadería crujiera casi junto al oído de Morgan: un sonido irritante. Una mujer irritante. Y la barandilla estaba pegajosa de tanto rozarla, completamente sucia. Y uno podía partirse el cuello en la alfombra del vestíbulo.
En la puerta, cuando los pensamientos de Morgan ya fluían hacia la camioneta (poner gasolina, controlar el aire de los neumáticos) y el viaje hacia casa, Bonny pareció disponer de todo el tiempo del mundo. Se apartó un mechón de pelo de la frente y dijo:
—Se llama Arthur Amherst.
—¿Qué?
—El hombre con quien salgo. Arthur Amherst.
—Bien, Bonny, bien.
—Es una persona muy equilibrada y sólida.
—Me alegro de saberlo —dijo él, haciendo tintinear las llaves en el bolsillo.
—Supongo que pensarás que eso significa que es un estúpido.
—No, sé que no significa eso.
Sacó las llaves, dio media vuelta para marcharse, pero algo lo detuvo y se volvió.
—Oye —dijo—, de verdad pueden ser murciélagos, ¿sabes?
—¿Qué?
—Los animales que mi madre oye en la buhardilla.
—Bueno, pero no hacen daño a nadie.
—¿Cómo puedes estar tan segura? Tendrías que hacer algo. No lo dejes correr; podrían morder los cables eléctricos.
—¿Murciélagos?
—O lo que sean.
Morgan titubeó, y luego, tocándose la gorra a modo de saludo, se largó.
Era la hora del tráfico religioso: ancianos que, con sombrero de fieltro y conduciendo coches llenos de tintineantes ancianas, se dirigían a la iglesia, aceras en las que repiqueteaban tacones altos. Morgan avanzaba hacia el centro en un estado de dispersión mental, tratando de quitarse de encima los disgustos de la mañana. En lugar de salir de la ciudad, cada vez se internaba más. No tenía nada de malo ir a echar una ojeada a la Ferretería Cullen. Siempre cabía la posibilidad de que Butkins estuviera allí, siendo incluso domingo, clasificando la mercancía o mirando ociosamente el escaparate como hacía a veces.
Pero la ferretería había desaparecido. Sólo había un espacio vacío, ni siquiera un agujero, sino un terreno baldío en el que crecían hierbajos, entre la tienda de alfombras y la Inmobiliaria Hermanos Grimaldi. Los papeles arrugados contra los montículos empezaban a ponerse amarillos y a deshacerse. Una valla al fondo decía: NIFF DEVELOPMENT CORP. CONSTRUIRÁ EN ESTE SOLAR UN…
Examinó el lugar un instante, calándose bien las gafas sobre la nariz, y siguió su camino. Pero ¿y Butkins? ¿Dónde estaba Butkins? Giró a la izquierda, para atajar camino de Crossweell Street. Artesanías Diversas seguía allí, cerrada porque era domingo, pero prosperando, sin lugar a dudas. La hilera de cacharros de cerámica del escaparate le daba un aspecto casi arqueológico. Las ventanas del segundo piso se hallaban tan oscuras y vacías como siempre. De alguna manera creía que si subía la escalera se encontraría con Emily y Leon Meredith, quienes seguían con su vida simple de vagabundos, como dos niños de un cuento de hadas.
—Estoy segura de que me cabe —dijo la segunda hermanastra—, pero como he estado de compras todo el día tengo los pies un poco hinchados.
—Por favor, señorita —dijo el Príncipe con voz de cansancio.
—Bueno, quizá podría cortarme las uñas de los pies.
—¿Y vos, joven dama? —preguntó el Príncipe, mirando a Cenicienta, que espiaba desde el fondo del escenario.
Cenicienta, vestida de harpillera, tímida y frágil, avanzó poco a poco y se acercó al Príncipe. El joven se arrodilló a sus pies con el zapatito de cristal, o mejor dicho, de brillante celofán. De repente, su vestido de harpillera se cubrió misteriosamente con un manto de seda azul.
—¡Amor mío! —exclamó el Príncipe, y los niños suspiraron.
Todavía eran muy pequeños y estaban fascinados, deslumbrados. Incluso después de que se hubieran encendido las luces, siguieron sentados mirando el escenario con la boca abierta.
Se trataba del «Fin de semana de recaudación de fondos para el edificio de la Iglesia Bautista de la Emancipación». Habían tenido dos funciones el sábado y la de aquella tarde, que era la última. Podían recoger los decorados y abandonar la sala de actos de la escuela dominical, que olía a goma de parvulario, y despedirse, por lo menos temporalmente, del conjunto Acordeón de Cristal, del Sexteto Simonsons y de Boffo, el mago. Emily guardó de uno en uno los títeres en la caja de cartón. Joshua andaba con paso inseguro por el pasillo, con uno de los aros de latón de Boffo. Morgan plegó el teatrito, se lo cargó al hombro con un gruñido y lo llevó afuera por la entrada lateral.
Era una noche pálida y brumosa. La acera brillaba bajo las luces de la calle. Morgan cargó el teatrito en la camioneta, cerró de un portazo y se quedó respirando el aire húmedo y suave. Una familia pasó por su lado; los niños malhumorados, pesados de sueño, tirando de su madre. Cerca de la parada del autobús, un chico y una chica se besaban. En la esquina había un buzón, que le recordó la carta para Bonny. La había llevado consigo toda la tarde y podía aprovechar y enviarla. La sacó del bolsillo de la chaqueta de las Fuerzas Aéreas y cruzó la calle, (…sencillamente, esparce unas bolas de alcanfor, susurró la carta, a: por las vigas de la buhardilla; b: en los armarios…)
Sus botas gruñían de un modo que le gustaba. Los coches pasaban junto a él silbando y los faros delanteros proyectaban un halo. Las puntas del sobre se habían arrugado y Morgan las alisó. Pero si son murciélagos… debería haber puesto. Se había olvidado de mencionar los murciélagos. No cierres todas las aberturas hasta estar segura de que los murciélagos se hayan… También tendría que haber puesto: Recuerda que las vitaminas de mamá desgravan. Y: No te precipites con aquel profesor. Estar enamorada no lo es todo, ya sabes. Además tendría que haber añadido: Yo creía que amar era suficiente, pero ahora veo que también importa a quién amas y por qué. Ay, Bonny, uno puede equivocarse tanto…
Se quedó atontado junto al buzón y un bocinazo lo devolvió a la realidad. Tuvo la sensación de que no era el primero que había sonado. Una mujer asomada por la ventanilla de un Chevrolet, con una mata de pelo rizado, le preguntaba:
—¿Qué? ¿Llegarán o no?
—¿Cómo dice?
—Digo si mis cartas llegarán el martes o se irán arrastrando poco a poco y sin prisas, como las últimas. Con ustedes siempre pasa igual: que el reparto de mañana esto, que el reparto de mañana aquello. Y después soy yo la que tiene que cargar con los gastos cuando aparecéis con las cuentas del BankAmericard dos, tres y cuatro días tarde…
Agitaba un fajo de cartas a través de la ventanilla. Morgan se tocó la visera y las recogió.
—Tiene razón —dijo—. Robinson tenía la culpa de todo, pero ya no está. De ahora en adelante puede usted confiar en el servicio de Correos de Estados Unidos, señora.
—¡No me diga! —dijo ella.
Subió el cristal de la ventanilla y el coche se alejó con un chirrido.
Morgan echó la carta de Bonny por la ranura. Después examinó el fajo que le había dado la mujer. Modas Patti Jo, Artefactos LeBolt… También las echó al buzón. Bazar Clarion, también la echó. El resto eran cartas personales, dirigidas, con una letra inclinada y redonda, a una mujer de Essex, a otra mujer de Anneslie y a un matrimonio de Madison, Wisconsin. También las enviaría, pero antes les echaría una ojeada. Cruzó de vuelta hacia la iglesia, mientras tosía con aquella tos seca y golpeaba las cartas contra la palma de la mano. Eran gruesas y crujientes: prometían secretos. Me he pasado el lunes entero ensanchando aquel vestido, susurraban las cartas; y, los dolores del parto eran tan terribles que quería morirme, y, por lo menos podías haber tenido la decencia de decírmelo. Emily esperaba enfrente, en el bordillo, junto a una caja de cartón. Josh iba montado a horcajadas sobre su cadera. Por alguna razón, Morgan se sintió alegre de pronto. Echó a andar más aprisa y empezó a sonreír. Cuando llegó a su lado, tarareaba. Todo lo que veía parecía luminoso y bello, lleno de posibilidades.