Acurrucada entre sus morenos brazos de felpa, Cenicienta baila con el Príncipe, deslizándose por el escritorio de nogal del despacho del papá de alguien. Sobre su cabeza, colgaban del escenario de madera plegable unos cortinajes de seda azul. Al fondo se oyó un chillido que los titiriteros no lograron ocultar del todo, pero el público estaba tan embelesado que ni siquiera lo notó. Era un público muy joven, en su mayoría de cuatro años de edad. El niño que cumplía años llevaba una corona de papel dorado parecida a la del Príncipe.
—Perdonad —dijo Cenicienta—, pero se está haciendo tarde. Creo que debe ser casi medianoche.
—¿Medianoche? ¿Y qué? —preguntó el Príncipe con su voz áspera y ronca—. Bailaremos hasta el alba. ¡Bailaremos mañana durante todo el día!
—Sí, pero, veréis, Alteza…
Estaba tratando de hacer tiempo. ¿Dónde estaba el reloj?
—¡El reloj! —susurró Emily.
Gina estaba otra vez en Babia, sosteniendo la radiocassette lejos de Emily, mientras miraba al público soñadoramente. Joshua, a quien se suponía al cuidado de Gina, gateaba por debajo del escritorio gorjeando y babeando sobre los cables del alargue.
—¡Ding, ding! —chilló Emily, desesperada—. Ding, ding, ding…
En algún momento perdió la cuenta, pero confiaba en que el público no lo notase. Apenas sí pudo esperar a que Cenicienta desapareciera de escena para rescatar al bebé. En el momento en que cayó el telón, levantó al niño de golpe. Llevaba sólo un pañal grisáceo y su cuerpecito sólido y redondeado estaba un poco pegajoso. Una baba brillante se deslizó por el dorso de la mano de Emily.
—Gina, cariño —dijo Emily—, creí que vigilarías al niño por mí. «Sí, puedo con las dos cosas», me has dicho: «ocuparme de Josh y también de la utilería…»
Mientras tanto, Morgan rebuscaba algo en un montón de objetos en el suelo.
—La chimenea, la chimenea —murmuraba—. ¿Qué se ha hecho de la chimenea?
—Gina ha sido la última en tocarla.
Pero Gina estaba ocupada en sus propios pensamientos. Once años, alta y reservada, languidecía perezosamente al calor de mediados de verano mientras, sentada en una silla de cuero con las piernas levantadas, tarareaba el vals que Cenicienta acababa de bailar.
—Aquí está —dijo Morgan.
Se enderezó jadeando con la chimenea de cartón. Joshua trató de cogerla, pero Morgan era demasiado rápido para él. La colocó en un rincón del escenario.
—¿Y ahora dónde está la madrastra? ¿Y las hermanas?
—¿Gina? ¿Puedes coger a Josh, por favor?
Gina se levantó con un suspiro y se hizo cargo del bebé. Joshua se agarró al brillante pasador del pelo de su hermana y, al pasar, al gorro de marinero de Morgan. «Tra, la, la», tarareó Gina, mientras se lo llevaba a la silla y lo mecía con demasiada fuerza.
El público estaba en silencio, expectante. Emily le quitó rápidamente a Cenicienta el vestido de fiesta y le puso sus harapos de harpillera. La apoyó en el escenario, lista para empezar, y sonrió a Morgan. Él asintió y levantó el telón.
—¿Sabes?, Kate está en casa —dijo Bonny.
—¿De veras? —dijo Emily—. No lo sabía.
Se cambió el auricular a la otra oreja. Trataba de remover un estofado y hablar al mismo tiempo por teléfono.
—¿Ha pasado algo? —preguntó.
En lugar de responder, Bonny dejó escapar una ligera y prolongada bocanada. De repente, en aquel tardío período de su vida, había empezado a fumar. No lo hacía con mucha pericia, parecía que siempre inhalaba y exhalaba en el momento equivocado, dejando a sus oyentes en suspenso. También había adquirido otros hábitos nuevos. Se unía constantemente a extrañas asociaciones filosóficas y a grupos de mujeres, empezaba trabajos sin futuro y los dejaba casi al mismo tiempo, y llamaba a Emily a la hora que le daba la gana. Aunque nunca mencionaba a Morgan sin pronunciar su nombre entre dientes, no parecía culpar a Emily. Naturalmente que, si por un lado era un alivio, por el otro resultaba ofensivo. (Implicaba que Emily carecía de poder, que no tenía voluntad propia.) Cuando Bonny se interrumpía para darle una calada a su cigarrillo, Emily se imaginaba los zumbantes cables que las unían. Bonny estaba ligada a su línea, ligada a toda su existencia. Incluso en el caso de que Emily decidiera colgar, el teléfono de Bonny seguiría conectado al suyo porque ella era la que había llamado.
—Tiene lo de la espalda —dijo Bonny—. Una luxación, una torcedura en la espalda o algo así. Lo que pasó fue que ella y su marido chocaron frontalmente. David salió ileso, pero Kate se hizo algo en la espalda.
—¿Y qué le pasó al otro conductor? —preguntó Emily.
—¿Qué otro conductor?
—El conductor del otro coche.
—David era el conductor del otro coche.
—¿Quieres decir que chocó con su marido?
—Sí, y se hizo daño en la espalda, una luxación o una torcedura; te lo estoy diciendo —dijo Bonny.
—Ah, ahora comprendo.
—Bueno, yo quería que viniera a casa, porque puedo darle de comer mejor que David. Dios sabe que tengo mucha práctica y, además, he asistido a un ciclo de conferencias sobre un sistema alimenticio completamente diferente, una dieta que cura cualquier tipo de dolencia. Sirve para problemas físicos, mentales, depresiones, infecciones, tumores… Quizá no te acuerdes, pero el invierno pasado, cuando atacaron a Molly mientras llevaba a su hijo a urgencias…
Emily, mientras salaba el estofado, lo probaba y escuchaba a medias lo que decía Bonny, pensaba en los accidentes de los Gower: sus colisiones, caídas e incendios, acontecimientos todos ellos por los que pasaban tan alegremente. A Emily, que no había tenido accidentes de ninguna clase, la vida de los Gower le parecía catastrófica; pero Bonny, debido seguramente a la mera costumbre, lo ponía todo en el mismo nivel. Trató de imaginarse a sí misma llegando a semejante estado, y no lo consiguió ni remotamente.
Pensó que ella, ni siquiera ahora que el entorno doméstico de Morgan se había trasladado a su casa (la madre, la hermana, el perro, sus sombreros y trajes), había cambiado en modo alguno.
Emily salió de compras con Gina. La niña se iba al Campamento Hopalong, en Virginia, durante el mes de agosto, a expensas de los padres de Leon. Decían que ya era hora de que aprendiera a salir un poco de casa. A Emily la intranquilizaba; no quería separarse demasiado de Gina y, además, temía que en Virginia, cerca de Leon y de los padres de éste, se la arrebataran y la pusieran en contra suya. Le dirían que Emily era una inmoral, una mentirosa, una irresponsable o quién sabe qué cosas; y ella no estaría allí para defenderse. Pero no le dijo nada, sólo le comentó:
—Eres tan joven, puedes encontrarte muy sola. ¿Recuerdas que Morgan tuvo que ir a buscarte a Randallstown? No pudiste soportar ni una sola noche fuera de casa.
—Por favor, mamá. Eso fue en casa de Kitty Potts y ella estaba con ese grupo de chicas que me tienen manía.
—Aun así —dijo Emily.
—Todo el mundo va de campamentos. Ya no soy un bebé.
Emily se cargó a Joshua contra la cadera y anduvo con Gina por Crosswell Street hacia Merger Street, hasta llegar a Poor John’s Basement. Con la lista del Campamento Hopalong en la mano libre, le dijo a la dependienta que necesitaba seis pares de shorts blancos. ¡Seis pares! ¡Qué suerte que los padres de Leon pagaran también la ropa! Gina se llevó la pila de shorts al probador, mientras Emily esperaba fuera. (Últimamente la niña se había vuelto vergonzosa.) La dependienta, torpe sobre sus zapatos de plataforma como un frágil animal con cascos, holgazaneaba al fondo cogiéndose un codo. Joshua empezó a moverse y quererse bajar de los brazos de Emily, pero ella no quería dejarlo en el suelo, porque estaba sucio, ennegrecido por las pisadas y con discos grisáceos de chicles aplastados. Joshua pesaba cada vez más. Emily llamó:
—¿Gina? Date prisa, cariño, es casi la hora de comer.
No hubo respuesta. Emily golpeó la pared del probador y luego descorrió la cortina. Gina estaba de pie frente a un espejo de cuerpo entero, con una camiseta manchada y un par de shorts de un blanco inmaculado con etiquetas de cartón colgando de las presillas del cinturón. Unas lágrimas se deslizaban por su rostro, mientras la niña se miraba en el espejo.
—¡Tesoro! —dijo Emily—. ¿Qué te pasa?
—Parezco un monstruo —dijo Gina.
—Oh, Gina.
—Estoy gorda.
—¡Gorda! Pero si estás en la piel y los huesos.
—Mira: rollos de grasa. ¡Obesa! Y tengo las rodillas diferentes.
—Qué ridiculez —dijo Emily. Miró a la dependienta en busca de ayuda—: ¿No es ridículo?
La dependienta hizo un globo rosado con el chicle.
—¡Me gustaría estar muerta! —dijo Gina.
—Cariño, ¿prefieres no ir al campamento?
—No, iré —sollozó Gina.
—No tienes por qué ir, ¿sabes?
—Quiero ir.
—No pueden obligarte.
—Quiero ir —dijo Gina—. Quiero irme de aquí. ¡Y no volver nunca más! Estoy harta de todo este desorden, bebés, pañales y esas dos viejas que han invadido mi habitación. Y tú las dejas que me invadan tranquilamente. Te encanta tenerlas en casa. Soy la única de St. Andrew que duerme en una cama plegable. Y ese perro que ronca y todas las estúpidas herramientas y cosas de Morgan desparramadas por todos los sitios donde quiero sentarme. ¡Estoy harta de él! ¿Tiene que ir siempre con esos sombreros? ¿Tiene que dar siempre la nota?
—¡Por favor, Gina! —dijo Emily.
Pero más tarde, ya de vuelta en casa, Gina estuvo de lo más simpática con Morgan. Durante la comida no paró de reírse con él, mientras con sus ojos negros e impenetrables lanzaba a su madre miradas de desafío.
—Me siento más libre que antes —dijo Bonny—. Quiero decir que él siempre influía en mi mundo. Ya sabes lo que es eso, ¿no?
En el teléfono había un ruido raro. Parecía que hubiera un cruce con otras líneas. Emily oyó una risa suave y un murmullo de voces distantes.
—No —dijo, quitando un destornillador de las garras de Joshua—. No, no exactamente.
—Ah, Morgan era agotador. Todo tenía que ser más exagerado, extravagante y grandilocuente que la vida. Mira: por ejemplo Billy, mi hermano. Conoces a Billy, ¿no? No ha tenido suerte con el matrimonio. Se ha casado tres veces. Pero tres no es un número del otro mundo. Quiero decir que Morgan hablaba de él de un modo que cualquiera diría que había tenido por lo menos doce mujeres. «¿Quién es su esposa actual?», solía preguntarme. «¿La conozco?» Y todos caíamos en lo mismo. Incluso Billy había llegado a creer, o eso parecía, que tenía una colección infinita de mujeres. Hacía bromas al respecto y en sus propias bodas se portaba como un invitado fortuito. ¡Sólo tres! ¿Lo ves? Estoy hablando como si se hubiera casado cada semana.
Algo hervía a borbotones sobre el fuego. Brindle, sentada con indolencia a la mesa de la cocina con su albornoz blanco y manchado, se tiraba las cartas del tarot. Al oír el silbido del vapor, levantó la vista, pero no se movió. Emily pasó por encima del perro, estiró el cable del teléfono, apartó la cacerola del fuego y la puso en el fregadero.
—Bonny, estoy preparando la cena.
—Morgan sólo se siente real cuando está ante otra gente —le dijo Bonny—. Todo ha de ser presenciado. Cuando está solo en el baño, no es nadie. Razón por la cual su familia no cuenta: tienden a ignorarlo. Ya sabes cómo son las familias. Por eso necesita salir y encontrarse a sí mismo en la línea de visión de otro. ¡Oh, qué cansado era! Para mí que la culpa es de su madre. Esperaba demasiado de él, en especial después de la muerte del padre. «Puedes ser lo que quieras», le decía ella. Pero yo creo que él la malinterpretaba y creía que decía: «Puedes ser todo lo que quieras.»
—Con Gina es maravilloso —dijo Emily.
—Lo siento por ti —dijo Bonny.
Baúles y maniquíes para coser, una jaula oxidada, una caja con un gigantesco juego de platos y tazas rodeado de paja, montones de National Geographic, los catálogos de Brindle, el álbum de autógrafos de Louisa, un samovar, una caja de discos, una bicicleta de mujer, un elefante de mimbre; esto era sólo una parte de lo que se alineaba en el pasillo, en una época más vacío que un túnel. En la sala había dos enciclopedias (una general y otra médica), un puzzle armado, la mecedora de Louisa con varias madejas de lana en el asiento, media docena de corridas acuarelas de melocotones, peras y uvas (pintadas por Brindle durante un curso de arte unos veinte años atrás, cuando aún estaba casada con su primer marido). El marido propiamente dicho (un rostro rojizo, con unos cuadritos de pintura blanca en la calva, semejantes al brillo de una manzana) colgaba, dentro de un dorado marco rococó, encima de una estantería llena de manuales.
En el cuarto de Gina casi no se veía el suelo… era un mero campo de cómodas y camas deshechas. En la habitación de Morgan y Emily había más cómodas (dos y media sólo para Morgan), una cama, la máquina de coser, la vieja cuna amarillenta de Gina con el dosel de volantes que había sido subida del sótano para Joshua, y los títeres, que pendían de los rieles para colgar cuadros porque no había espacio en el armario, lleno como estaba con la ropa de Morgan.
Allí tampoco quedaba suelo a la vista, ni aire siquiera. Al entrar, uno se sentía golpeado por una sólida y afelpada oscuridad con un suave olor a bolas de alcanfor.
A Emily le encantaba.
Empezaba a comprender por qué las hijas de Morgan cada vez que estaban convalecientes de algo volvían a casa. Evidentemente, era posible extraer vitalidad de simples objetos, de turbulentos recuerdos de montones de vidas vividas a toda velocidad. La madre y la hermana de Morgan (las dos, a su modo, mujeres fastidiosas, exigentes y quejicas) no la incomodaban en lo más mínimo porque no eran las suyas. Eran demasiado ajenas para ser suyas. Ajenas: ésa era la palabra. Todo cuanto ella tocaba, limpiaba o veía formaba parte de un país ajeno, misterioso y exótico. Respiraba hondo como tratando de saborear la diferencia en el aire. Estaba fascinada por su hijo, que en realidad no parecía verdaderamente suyo aunque lo quería con locura. Durante las comidas se quedaba callada y observaba a todo el mundo con una sonrisa de satisfacción. Por la noche, en la cama, nunca dejaba de sorprenderse de estar al lado de aquel hombre barbudo, un ser por completo extraño. Se sentía atraída hacia él por algo remoto y ajeno a ella, como movida por misteriosos hilos. Cuando despertaba en la oscuridad, se acurrucaba junto a él con una especie de asombro. Era consciente de sus dos superficies en contacto obvio: agua y aceite.
Pero Morgan decía que debían mudarse a un lugar más grande o, por lo menos, con más cuartos de baño. Lamentaba, decía, hacerla pasar por todo aquello. Sabía que ella nunca había imaginado que se encontraría con sus parientes femeninas tiradas frente a su puerta como gatos abandonados. (En realidad, habían subido ellas mismas la escalera, con los guantes puestos, pero también era cierto que Bonny las había dejado delante del edificio.) Morgan comentaba que le gustaría tener una casa en el campo, grande y vacía. Sin embargo, el problema era el dinero. En aquellos momentos, incluso mantener el apartamento que tenían resultaba difícil. La señora Apple había subido el alquiler y, pensaba Emily, ya no era tan amable como antes. Y Morgan había perdido su empleo. Emily tenía la sensación de que había sido a causa del despecho de Bonny. ¿Por qué razón los ámbitos privados de la vida de Morgan tenían que afectar su trabajo en la Ferretería Cullen? Pero Morgan decía que no había sido cosa de Bonny, sino de tío Ollie. En realidad, según explicaba, tío Ollie había estado esperando la oportunidad para saltar. En cuanto se enteró de las novedades, se precipitó en la tienda y arrojó todo el guardarropa de Morgan a la acera, las mismas prendas que Bonny ya había tirado. (La gente estaba más que ansiosa por deshacerse de su ropa, se quejaba Morgan.) En aquel momento él no estaba en la tienda, pero cuando volvió se encontró a tío Ollie plantado delante de la tienda en medio de un mar de sombreros.
—¿Es verdad lo que me han contado?
—Sí.
—Entonces estás despedido.
Morgan afirmaba que si él hubiera dicho «no», tío Ollie se hubiera sentido sin duda de lo más decepcionado. Había esperado semejante oportunidad toda su vida.
Ahora no tenía un empleo fijo, aunque algunos días a la semana trabajaba en la tienda de instalaciones sanitarias de la misma calle. Emily intentaba hacer más títeres y más aprisa cada vez; trabajaba hasta tarde mientras Joshua dormía. Cada vez que Morgan la veía inclinada sobre la máquina de coser, se disculpaba. Decía: «Pareces un cartel de propaganda de un sindicato.» Pero lo que no comprendía era que ella se sentía más feliz que nunca. La alegría que le producía su nueva vida era tan grande como… bueno, como la que sentía Morgan, suponía ella, con uno de sus sombreros. A pesar de todo, él continuaba disculpándose. No podía creer que no le importara.
Cuando llegó el momento en que Leon tenía que presentarse en Baltimore para recoger a Gina, Emily hizo limpieza del piso para que él no pensara que era una descuidada. Pero no intentó ocultar el desorden ni que Brindle se quitara el albornoz. Tampoco escondió la colección de antiguos mapas de la Esso, propiedad de Morgan, ni el último proyecto de carpintería de éste: un manojo informe de listones apoyados contra un rincón del cuarto de baño.
Tenía que llegar el sábado. Aquella mañana, Emily se levantó temprano, en realidad no tenía otra opción: Joshua la despertaba. Llevó al niño a la cocina y le dio de comer, meciendo el cuerpecito tibio y húmedo contra su regazo. Joshua, en cuanto vio su papilla, empezó a agitar los puños y a pedalear en el aire. Sus cuatro dientes inferiores, crujientes como granos de arroz, se cerraron sobre la cucharita. Era un bebé precioso, moreno y de piel cremosa como Gina, pero más tranquilo de lo que había sido ella. Leon no lo conocía.
Gina entró con sus shorts nuevos y una camiseta del Campamento Hopalong.
—¿Cómo es que te has levantado tan temprano? —le preguntó Emily.
—Brindle ronca.
—¿Por qué no te pones más tarde la ropa nueva? La tendrás toda sucia antes de que papá la vea.
—Dijo que saldría al amanecer.
—Ah.
Emily miró el reloj de la cocina. Limpió la boca de Joshua con una punta del babero, lo alzó y se lo llevó para darle un baño.
Cuando regresó al dormitorio con el niño chorreando, Morgan estaba delante de la cómoda pasándose el cinturón por las presillas del tejano. Tarareaba una polca. Pero se calló. Emily levantó la vista de la toalla del bebé y se encontró con los ojos de Morgan en el espejo, solemnes y oscuros bajo la sombra del sombrero negro de cowboy.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—¿Quieres que me vaya?
—¿Que te vayas dónde?
—Cuando él venga, digo. ¿Quieres que os deje solos?
—No. Por favor. Necesito que te quedes —dijo ella.
Morgan veía a Bonny continuamente. Parecía como si ella aprovechara cualquier momento que le sobrara para pasar a dejar algo, cualquier cosa de Brindle o de Louisa, algún mueble que de repente había decidido que era más de Morgan que suyo. Pero Emily no había vuelto a ver a Leon desde el día en que éste se fue.
Morgan se acercó y se quedó frente a ella. Últimamente había empezado a usar gafas octogonales sin montura (auténticas gafas, no meros cristales sin graduar). Le daban una expresión bondadosa y paciente.
—Haré lo que tú quieras —dijo.
—Quiero tenerte aquí. No puedo pasar por esto sin ti.
—De acuerdo.
Su calma la acobardaba.
—No es que esto signifique gran cosa para mí —dijo ella—. Que venga: no me importa.
—No.
—No me importa nada.
—Comprendo.
Morgan se acercó a la cómoda y se guardó los cigarrillos en el bolsillo. Joshua, en la cama, agitaba los brazos y lanzaba grititos.
Mientras Emily lavaba los platos, Louisa y Brindle desayunaban. Louisa masticaba remilgadamente la tostada y Brindle se sostenía la barbilla con el puño mientras revolvía con indolencia el café.
—Esta noche he soñado con Horace —le dijo a Emily.
Horace era su primer marido.
—«Brindle, ¿qué has hecho con mis calcetines?», me preguntaba. Yo me sentía terriblemente mal, me parecía que los había tirado. «Ah, Horace, están donde tienen que estar. Mira bien», le decía yo. Entonces, mientras él volvía a buscarlos, yo iba corriendo hasta los cubos de la basura y rebuscaba dentro.
—Yo he soñado con guindillas —dijo Louisa—. ¡Caramba!, a Morgan le encantaban las guindillas. ¿Sabes?, era uno de esos niños a los que les gusta husmear en la cocina. Siempre se interesaba por lo que cocinaba. Muchas veces me preguntaba qué había puesto exactamente en tal plato. «¿Por qué doras primero la cebolla? ¿Qué es mejor para los espaguetis, la salsa de tomate o el extracto de tomate?» «Ninguno de los dos», le decía yo, «lo mejor es hacer la salsa con tomates naturales rallados.» Pero bueno, eso ya es otra historia. Lo que de veras le gustaba eran las guindillas. Pero últimamente, pues, no sé, me esfuerzo especialmente en hablar con él de comidas como le gustaba hacerlo y creo que casi ni me escucha. Claro que, a lo mejor, me equivoco.
Sonó el timbre de la puerta.
Emily se volvió y miró a Brindle.
—¿Quién puede ser? —le preguntó Brindle.
—No sé.
—Quizá sea Leon.
—Pero es muy pronto —dijo Emily.
—Bueno, por el amor de Dios, ve a ver. Eres tan parada —dijo Brindle.
Emily se secó las manos y fue a abrir la puerta. Allí estaba Leon con un traje gris nuevo. Parecía más refinado de lo que ella recordaba, con el cabello muy corto, la piel oscura y brillante, y llevaba un voluminoso bigote con las puntas hacia abajo. Emily había visto muchos bigotes exactamente iguales en jóvenes con portafolios, abogados, ejecutivos. Casi le pareció un bigote postizo y pegado.
—¿Leon? —dijo ella.
—Hola, Emily.
Ella dio un paso atrás. (Todavía no había tenido tiempo de ponerse los zapatos.)
—¿Gina está lista? —preguntó él.
—Sí, creo que sí.
Entonces apareció Morgan balanceando a Joshua en el aire mientras decía:
—¡Upa la la!…
De pronto se detuvo y dijo:
—Vaya, Leon.
—Hola, Morgan.
—¿No quieres pasar?
—No puedo entretenerme —dijo Leon. Pero entró.
Emily cerró la puerta tras él. Tras un momento de vacilación, Leon siguió a Morgan por el pasillo hasta la sala.
Ojalá Morgan se quitara las gafas, pensó Emily. Con ellas tiene el aspecto de una persona insignificante y domesticada. Con el bebé colgando sobre su hombro, Morgan dio una vuelta por la habitación para disponer los asientos.
—Bueno, ahora mismo quito esta lana… Eh… ¿quieres que llame a Gina?
—Sí, por favor.
Morgan echó una mirada a Emily, mirada que ella no consiguió descifrar, y salió llevándose a Joshua.
—¡Bueno! —dijo Leon.
—¿Cómo estás, Leon? —le preguntó Emily.
—Estoy bien.
—Tienes buen aspecto.
—Tú también.
Se produjo un silencio.
—¿Sabes que estoy estudiando en la universidad? —dijo Leon.
—¿De veras?
—Sí, cuando termine entraré en un programa de información del banco de papá. Bien mirado es un trabajo interesante. Puede parecer insulso, pero de verdad es muy interesante.
—Qué bien —dijo Emily.
—Me gustaría tener a Gina todo el año.
—¿Qué?
—Vamos, Emily, no te precipites. Piénsalo bien. Tengo un buen piso, una vida estable y escuelas cerca. Te prometo que podrá visitarte siempre que quiera; te lo juro. Emily, ahora tienes un hijo. Otro hijo.
—Gina se queda conmigo —dijo Emily.
Le castañeteaban los dientes.
—¿Qué clase de ambiente es éste para ella?
—Un buen ambiente.
En aquel momento apareció Louisa en la puerta. Navegaba sobre el parqué como si estuviera bajo un palmo de agua. Se abrió paso hasta Leon y dijo:
—Estás sentado en mi sitio.
—Perdone —dijo Leon.
Se levantó.
—Eh… ¿Se acuerda de Leon, señora Gower? —dijo Emily.
—Sí, perfectamente.
Leon se sentó en el sofá, junto a Emily. Olía a loción para después del afeitado… No tenía nada que ver con su olor. Louisa se instaló en la mecedora y acomodó su falda alrededor.
A continuación entró Brindle con una taza de café, grande y cuarteada. Se sentó en un extremo del sofá, cerca de Leon.
—Bueno, ¿qué has estado haciendo? —le preguntó.
—Tengo pensado entrar en el programa de información del banco.
—Ah, sí. Programa de formación. Pues aquí las cosas han estado muy liadas, te lo digo yo.
—Brindle… —dijo Emily.
Pero Louisa interrumpió de repente.
—¿Y dónde está esa esposa tan guapa que tenías? —le preguntó a Leon.
—¿Cómo dice?
—¿Dónde está aquella chica que me traía pasteles de fruta?
Leon miró a Emily.
—Voy a ver qué pasa con Gina —dijo Emily.
Cuando salió, hasta el vuelo de su falda parecía tieso.
Encontró a Gina y a Morgan de pie entre las camas deshechas, ocupados con la linterna para el campamento.
—Claro que no funciona —decía Morgan mientras sacaba las pilas—. Las has puesto mal.
—¿Cómo voy a haberlas puesto mal? He puesto las que dicen que hay que usar, tamaño «D».
—Sí, pero los polos no están invertidos, Gina.
—¿Qué polos?
—¿No sabes que las pilas tienen polos?
Gina dijo:
—No… pero ahora tengo que irme, Morgan.
Estaba agitada y nerviosa, retorciéndose un mechón de pelo y mirando hacia el pasillo. Joshua había conseguido llegar hasta la cómoda y tiraba de una faja de seda de un cajón. Morgan no se daba cuenta de nada. Estaba ocupado con la linterna.
—Mira —dijo, enseñándole una pila—, el signo más está en el polo positivo y el menos en el negativo.
Aquel tono instructivo de persona mayor sacaba de quicio a Emily. Se inclinó sobre él y lo besó en la mejilla.
—Bueno, no importa —le dijo—, estamos haciendo esperar a Leon. Gina, corre a saludar a papá. Nosotros arreglaremos la linterna.
Gina, al fin libre, salió disparada como una flecha. Morgan meneó la cabeza y volvió a colocar las pilas.
—Once años y todavía no sabe que las pilas tienen polos —dijo—. ¿Cómo va a arreglárselas en este mundo moderno?
—Morgan —dijo Emily casi en un susurro—, Leon quiere quedársela.
—¿Quedársela? ¿Me pasas aquella tapa, por favor?
—¿Crees que puede obligarnos a entregársela o algo así? ¿Ponernos un pleito?
—No, es absurdo —dijo Morgan, enroscando la tapa de la linterna.
—Morgan, no comprendo cómo él y yo hemos cambiado de bando. Antes afirmaba que yo le ataba y ahora, de repente, dice que va a trabajar en un banco y que yo llevo una vida inestable.
—¿Cómo es posible tener una vida más estable que la nuestra?
Morgan puso la linterna en el baúl, bajó la tapa y lo cerró.
En la sala, sin embargo, parecía que todo el mundo conspirase para parecer lo más inestable posible. Gina estaba sentada en las rodillas de Leon, cosa que no había hecho durante años. Tenían un aspecto desmañado e inseguro. Louisa tejía su eterna bufanda. El perro pedía que lo sacaran: iba de un lado a otro delante de Leon golpeando el suelo con las uñas. Y Brindle se las había arreglado para entrar en su tema favorito: Horace.
—Nunca pensé que tuviéramos mucho en común; él era un hombre de jardín, siempre metido entre sus plantas. Cuando yo apenas era una niña, vivía en la casa de al lado. Nosotros teníamos un trozo de terreno muy pequeño; en cambio él tenía todo un jardín, con rosas, azaleas al fondo y, pegando a la pared, esos diminutos árboles frutales; torturados, le decía yo siempre. Nunca me ha gustado esa especie de árboles. Y una pequeña fuente de verdad con la estatua de una diosa. Bueno, de verdad exactamente, no, sino de yeso o de algo parecido; pero aun así… Salía cada mañana a regar las plantas y, si una ramita se salía de lugar, podaba los arbustos. Yo me reía de él. Después me traía unas rosas recién cortadas, con rocío y pulgones encima. Yo le decía: «Muchas gracias», pero apenas me importaba. Ahora bien, cuando no lo hacía me daba cuenta. Cuando una está acostumbrada a algo y ese algo falla, siente como una especie de vacío. Yo creo que Horace era un solitario. Me decía que yo le recordaba a la diosa de yeso. Pero eso me daba risa. Un pecho le colgaba y le faltaba un pezón. Ah, era un hombre bastante mayor; en aquella época, con sus shorts de jardinero y aquellas piernas nudosas y blancas, parecía un viejo… Aunque cuando venía a verme se ponía pantalones largos y una camisa blanca con cuello de puntas largas, que parecían un par de alas. Ah, creo que todavía le echo de menos de verdad y supongo que siempre será así. Ahora soy yo la que le llevo las rosas, cuando voy a visitarlo en la tumba.
—El baúl ya está preparado —le dijo Emily a Leon.
—Muy bien.
Dejó a Gina a un lado y se puso en pie.
—Lo más extraño de todo —dijo Brindle, levantándose también—, es que ahora soy mayor que Horace cuando empezó a cortejarme. ¿Qué te parece?
Leon echó a Emily una mirada severa y prolongada. Decía claramente: ¿Llamas a esto el ambiente adecuado para un niño? Louisa, como si lo hubiera entendido, alzó la barbilla y lo miró fijamente.
—Me gustaría que supieras —le dijo— que yo debería estar en un sitio mucho más elegante que éste.
Entonces Brindle se volvió hacia ella y dijo:
—Oh, madre, calla. ¿Y acaso todos nosotros no? Cállate.
Emily no había contestado aún a la pregunta que le había hecho Leon.
Leon y Morgan llevaron entre los dos el baúl pasillo adelante. Harry encabezaba la marcha loco de alegría y Gina la cerraba con su saco de dormir. Emily llevaba a Joshua a horcajadas en la cadera. El niño, aunque recién bañado, ya parecía sucio otra vez. Emily apretó su mejilla contra él y percibió el olor a leche, orina y talco para bebés. Siguió a los demás escaleras abajo.
—He traído el Buick de mi padre porque he pensado que necesitaría un maletero más grande —le decía Leon a Morgan—. Pero me parece que tendré que conseguir una cuerda. No estoy seguro de que pueda cerrarlo.
—Tendrías que llevar siempre una cuerda en el coche —dijo Morgan—. O mejor aún, una de esas cuerdas elásticas con ganchos en las puntas. Ve a una de esas tiendas que saldan artículos de camping y…
Leon apoyó su lado del baúl y se palpó los bolsillos buscando las llaves. El sol daba a su pelo un resplandor azul oscuro, como de hebras de carbón. Emily lo observaba desde el umbral. Lo más extraño era que, a pesar de que ya no lo amaba, tenía la sensación de que aquello sólo era otra etapa de su matrimonio: cómo abría el Buick de su padre, Morgan que lo ayudaba a cargar el baúl y Gina que tiraba a su lado el saco de dormir. De algún modo estaban ligados para siempre. Leon se volvió hacia ella y le tendió la mano. Probablemente era la primera vez en su vida que le daba la mano.
—Emily —dijo—, piensa en lo que te he propuesto.
—No puedo —dijo ella.
Alzó al pesado bebé. Descalza y con la cadera torcida, se sentía torpe y en desventaja.
—Prométeme que lo pensarás.
En lugar de contestar, se acercó al coche y se agachó para besar a Gina a través de la ventanilla.
—Cariño, ten cuidado —dijo—. Que te diviertas. Si te añoras, llámame. Por favor, llama.
—Lo haré.
—Y vuelve.
—Volveré, mamá.
Emily se apartó del coche, y se acurrucó bajo el brazo de Morgan, mientras sonreía forzadamente y apretaba a Josh contra ella.
—He decidido ser escritora —dijo Bonny—. Siempre he tenido vocación. Estoy escribiendo un cuento basado totalmente en talonarios de cheques y libretas de gastos de treinta años.
—Y ¿qué tipo de historia puede salir de una cosa así? —se asombró Emily.
Se sentó en la silla de la cocina que tenía más cerca y apretó el auricular contra la oreja.
—Te sorprenderías al ver cómo surge un argumento. Mira, cheques para los pañales, para la guardería, luego para la escuela… pero es una pena ver lo baratas que eran las cosas tiempo atrás. Resulta patético haber gastado diez dólares con dieciséis céntimos en la compra de la segunda semana de agosto de mil novecientos cincuenta y uno. ¿Ha visto Morgan mi anuncio?
—¿Qué anuncio? —preguntó Emily.
(Desde luego no lo había visto.)
—Mi anuncio de la sección de clasificados. No me digas que ya no lee los periódicos.
—¿Tú has puesto un anuncio?
—Dice: MORGAN G.: todo se sabe. ¿No lo ha visto?
—Morgan no tiene tiempo para leer todo el periódico.
—Creía que le afectaría —dijo Bonny—, ¡que le molestaría muchísimo que se supiera todo!
Tenía razón, le hubiera molestado mucho. «¿Qué significa esto?», habría dicho. «Seguro que ha sido Bonny, pero… ¿crees que podría ser de otra persona? No, por supuesto que es de Bonny. ¿Qué significa que todo se sabe? ¿Qué es lo que se sabe? ¿De qué está hablando?»
—Le gusta creer que va por la vida como un desconocido —dijo Bonny.
Emily dijo:
—Creo que el niño está llorando.
—A veces, me pregunto si vale la pena echarle la culpa. Él es así, ¿no? Está en sus genes o… En su familia nunca ha habido nadie que me pareciera normal del todo. Naturalmente, no conocí a su padre, pero ¿qué tipo de persona debió de ser? Matarse sin ninguna razón. Y su abuelo… ¡y su tío bisabuelo! ¿Te ha contado la historia de su tío bisabuelo? Tío Owen, la oveja negra. Una se pregunta qué se necesitará para ser la oveja negra de semejante familia. Pero si lo saben no quieren decirlo. Cuando la familia todavía vivía en Gales, tío Owen era una vergüenza tan grande que tuvieron que enviarlo a América. Puerta y manta… ¿se dice así?
—Tengo que colgar —dijo Emily.
—Cuando atracaron en el puerto de Nueva York, tío Owen se puso a bailar por toda la cubierta de la alegría que tenía. Se volvió loco al ver la Estatua de la Libertad. Empezó a saltar demasiado cerca de la borda, se cayó al agua y se ahogó —Bonny se echó a reír—. ¿Puedes creerlo? ¡Es un hecho documentado! ¡Ocurrió de verdad!
—Bonny, ahora he de colgar.
—¡Ahogado! —dijo Bonny—. ¡Qué hombre!
Y siguió riéndose y riéndose, sacudiendo sin duda la cabeza y enjugándose las lágrimas durante todo el rato que Emily estuvo escuchándola.
Una noche de agosto sonó el timbre con un tartamudeo: dos timbrazos rápidos y una pausa. Morgan había salido a comprar. Emily pensó que regresaba tan cargado que llamaba porque no podía abrir con la llave. Pero cuando abrió, se encontró con un joven pálido y gordo, con un ramo de claveles rojos, que se balanceaba sobre unos pies delicados.
—¿Señora Meredith?
—Sí.
—¿El perro muerde?
Emily no quería decir que no, aunque pensó que era obvio: Harry, sentado a su lado educadamente y sin demasiado interés, meneaba el rabo contra el suelo con un sonido amortiguado.
—Muy bien, perrito. Sentado, perrito —dijo el chico dando un paso hacia adelante.
Emily retrocedió.
—Usted no me conoce —le dijo el chico—. Me llamo Durwood Linthicum, de Tindell, Maryland.
El brillo de su frente le daba un aspecto decidido y desesperado. Emily pensó que como mucho tendría dieciocho años. Se preguntaba si las flores serían para ella. Pero entonces él dijo:
—Le he traído estas flores a su marido.
—¿A mi marido?
—Sí, al señor Meredith —dijo, entrando un poco más.
Ella dio otro paso atrás y chocó contra un jarrón de porcelana.
—Mi padre era el reverendo R. Jonas Linthicum —dijo él—. Ha fallecido. Su tránsito tuvo lugar el pasado mes de junio.
—Ah, lo siento —dijo Emily—. Señor Linthicum, mi marido no está en casa en este momento…
—Ya veo que mi nombre no le dice nada —dijo él.
—Pues…
—No se preocupe, su marido seguro que se acordará.
—Bueno, pero yo…
—Mi padre y el señor Meredith se escribían. O por lo menos mi padre le escribía. Mi padre dirigía la Compañía de Espectáculos la Palabra Sagrada.
—Ah, sí —dijo Emily.
—Ha oído hablar de ella.
—Recuerdo que su padre quería que fuéramos a… a representar obras bíblicas, ¿no?
—Eso es.
—Pues, verá usted, señor Linthicum…
—Durwood.
—Verás, Durwood…
De repente la puerta se abrió un poco más y apareció Morgan, con una caja de diez kilos de leche en polvo desnatada, manchada de agua en un extremo.
—¡Señor Meredith! —dijo Durwood—. ¡Son para usted!
—¿Eh? —dijo Morgan.
Dejó la caja en el suelo y cogió los claveles. Vestía su conjunto tropical: traje blanco y panamá. Sobre todo aquel blanco, los claveles resultaban demasiado brillantes para ser reales, como los anuncios de bebidas de las revistas caras. Morgan enterró en ellos la barba y aspiró profundamente.
—Desde que tenía trece o catorce años estoy deseando conocerle —dijo Durwood—. Cada vez que estábamos cerca de Baltimore, rogaba e insistía a mi padre para que me permitiera ver una de sus funciones. Durwood Linthicum —pronunció su nombre con elegancia. Le tendió una mano grande y blanda. Anillos de rubíes y esmeraldas (o vidrios de colores) decoraban sus dedos—. Con todas las cartas que ha recibido, sé que usted me conoce.
—Ah, Linthicum —dijo Morgan.
Le estrechó la mano, mirando a Emily por encima de Durwood.
—Compañía de Espectáculos la Palabra Sagrada —dijo Emily.
—Ah, sí.
—No es por hablar mal del difunto —dijo Durwood—, pero mi padre nunca tuvo un gran sentido comercial del espectáculo. Por ejemplo, vio una de sus funciones y pensó mucho en el asunto. Leyó aquel artículo sobre usted en el periódico, pero lo único que se le ocurrió fue: «Ese hombre podría escenificar algunas escenas bíblicas interesantes. Daniel en el foso de los leones, Rut y Noemí.» ¿No es cierto? ¡Pues yo sabía que usted diría que no! Porque usted hace otras cosas: Caperucita Roja, La Bella y la Bestia. ¡Estoy enterado de todo!
Morgan se retorció la barba.
—¿Podemos sentarnos? —preguntó Durwood—. Me gustaría exponerle algo.
—Sí, cómo no —dijo Morgan.
Morgan se dirigió a la sala y Durwood lo siguió. Emily se rezagó de mala gana. Tenía la sensación de que algo se le escapaba. En un momento había estado a punto de aclararlo todo, pero ahora parecía demasiado tarde.
En la sala, Louisa se mecía y hacía punto. Echó una mirada a Durwood y pasó la lana rápidamente por encima de la aguja.
—Madre —dijo Morgan—, es Durwood Linthicum.
—Encantado —dijo Durwood.
Se sentó en el sofá y se inclinó hacia ella entrelazando las manos.
—Señora, supongo que sabrá qué clase de hijo tiene usted.
Louisa miró a Morgan; sus espesas cejas negras parecían dos tejadillos.
—Se lo dije a mi padre durante años —dijo Durwood—: «Papá, procura conseguir a ese hombre a toda costa. Tenemos que ampliar nuestras actividades; hoy en día nadie está interesado en los temas bíblicos. Con todos nuestros contactos, escuelas, clubes e iglesias, es cosa hecha. Tenemos todo lo necesario. Hay otro grupo que también gusta mucho: Acordeón de Cristal. Me encanta la música que hacen.» Pero mi padre dijo que no, que nosotros sólo contratábamos músicos de gospel, que no perderíamos ni un minuto con ellos, que ni siquiera iríamos a oírlos. Pero, bueno, ésa es otra historia. Me he propuesto hacerles una visita en cuanto salga de aquí. Pero por quien siento un interés especial es por usted. ¡Señor Meredith, es usted un ídolo para mí! He seguido todos sus pasos. ¡Creo que es usted maravilloso!
—Vaya, gracias —dijo Morgan, oliendo los claveles.
—Es curioso, pero no se parece usted mucho a las fotos.
—Es que, como ve, me he dejado la barba.
—Sí, supongo que será la barba. —Durwood miró a Emily—. Bueno, espero que no signifique que se ha vuelto… hippie, o algo así.
—No, no —dijo Morgan.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! Porque, en fin, puede que mi padre y yo no estuviéramos de acuerdo en algunos detalles, pero, ¿sabe?, yo sigo interesado en una compañía cristiana, un grupo agradable, honrado, del que no tengamos que avergonzarnos frente al público escolar… —De repente frunció el ceño—: Espero que esa gente de Acordeón de Cristal no tome drogas. ¿Usted qué cree?
—No, no. No creo —dijo Morgan, amablemente.
—Le gustará Tindell, señor Meredith.
—¿Tindell?
—Bueno, no tiene por qué seguir viviendo en Baltimore. Tenemos contactos en todo el Estado de Maryland y el camino abierto en el sur de Pennsylvania.
Louisa dijo:
—Yo he estado en Tindell.
—¡Vaya, qué bien! —dijo Durwood.
—Lo odio.
—¿Odia usted Tindell?
—No me pareció muy poblado.
—Bueno, no sé por qué dice usted eso.
—No había alma viviente. Las tiendas todas cerradas.
—Iría usted un domingo.
—Era domingo —dijo ella—. Domingo, seis de marzo de mil novecientos veintiuno. Morgan todavía no había nacido.
—¿Quién es Morgan?
—Él —dijo ella, pellizcando la barbilla de Morgan.
—Es un apodo familiar —dijo Morgan—. Un apodo cariñoso. Emily, ¿acompañas a mamá a la cama?
—¿A la cama? —dijo su madre—. Ni siquiera son las nueve.
—Pero has tenido un día muy agotador. ¿Emily?
Emily se levantó y se acercó a Louisa. Le pasó una mano por debajo del delgado brazo y, con suavidad, la ayudó a ponerse en pie.
—¿Y ahora qué le pasa? —dijo Louisa—. No te olvides de mi labor, Emily.
—Ya la tengo.
Acompañó a la anciana por el pasillo hasta su habitación. Brindle ya estaba allí, escribiendo en su diario. Levantó la vista y dijo:
—¿Ya es hora de acostarse?
—Morgan tiene un invitado.
Louisa dijo:
—Ojalá volviéramos a casa de Bonny. En su casa la gente disponía de espacio para respirar. Aquí me llevan de un lado a otro como un mueble.
—Lo siento, señora Gower —dijo Emily.
Se dirigió al armario a buscar el camisón de Louisa, que colgaba de un gancho. Los brillantes vestidos de Brindle y de su madre ocupaban toda la barra de colgar. En un extremo estaban las cosas de Gina: los dos uniformes de la escuela, dos blusas blancas y una bata azul acolchada. Emily se entristeció al verlas. Descolgó el camisón y cerró la puerta.
—¿Puedes ayudarla con los botones? —le preguntó a Brindle—. Yo he de volver a la sala.
Pero al salir, en lugar de ir a la sala se quedó en el pasillo escuchando la voz agitada de Durwood: señor Meredith esto, señor Meredith lo otro.
—A mí nunca me han gustado los títeres; pero los suyos, señor Meredith, creo que son algo completamente distinto.
Emily atravesó el pasillo y entró en su habitación. Entornó la puerta para que no entrara mucha luz, luego se puso el camisón y se metió en la cama. Joshua se agitó en la cuna y suspiró dormido. La ventana abierta daba paso a los ruidos del verano: una sirena de la policía, alguien que silbaba Clementina, la música de una radio. Durwood decía:
—¡Piense en el trabajo que se ahorraría! Piénselo, señor Meredith. Nosotros nos ocupamos de los contratos, de la contabilidad, y así usted puede atender a cuestiones más importantes. Hasta tenemos Master Charge, BankAmericard, VISA.
Así, acostada, el sonido le llegaba de una manera especial: más suave, pero más claro. Incluso oyó cómo Morgan frotaba una cerilla para encender un cigarrillo. Olió el olor acre del humo. Le recordó algunas casas que había visitado de niña: el olor recio y áspero de los cigarrillos liados a mano mezclado con el del tocino frito y el keroseno de las cocinas de los Shuford y los Biddix, lugares en los que siempre se había sentido turbada, extraña. Tímida y retraída, como su familia esperaba que fuese, aguardaba sin traspasar el umbral de la puerta a alguna compañera de la escuela para conseguir un libro de lectura y un par de bizcochos fríos para el almuerzo. A pesar de todo, se dio cuenta de que durante todos aquellos años había ansiado poder entrar en dichas cocinas, que se le abrieran las puertas. Sonrió en la oscuridad y se quedó dormida escuchando las sonoras respuestas de Morgan.
Luego, de repente, la casa quedó en silencio y Morgan entró en la habitación. Se miró al espejo de una de las dos cómodas iluminado por la luz del pasillo. Todavía llevaba puesto el panamá. Se quitó las gafas y se frotó el caballete de la nariz. Vació sus bolsillos: unas monedas, un paquete arrugado de Camel y algo que rodó y cayó al suelo. Gruñó y se agachó para recogerlo. Emily dijo:
—¿Morgan?
—Sí, cariño.
—¿Se ha ido?
—Sí.
—Todos esos «señor Meredith»… ¿Por qué no se lo has dicho?
—Oh, bueno, si le hacía feliz…
Morgan se sentó en el borde de la cama. Se inclinó para besarla (todavía con el sombrero puesto, que parecía desplomarse sobre ella), pero en aquel preciso momento se oyeron en el pasillo unas pisadas inseguras. Morgan se enderezó. Se oyó un golpe suave en la puerta.
En el quicio iluminado se perfiló la silueta de Louisa. El largo camisón blanco dibujaba dos piernas flacas.
—¿Morgan? —dijo.
—Sí, madre.
—Me temo que no voy a poder dormirme.
—Por Dios, si acabas de acostarte.
—Morgan, ¿cómo se llamaba aquel hombre al que veíamos tanto?
—¿Qué hombre, madre?
—Vivía en casa, siempre estaba allí. ¿Cómo se llamaba, Morgan?
—¡Por favor, madre! ¡Vete a la cama! ¡Vete ahora mismo de aquí!
—Perdona —dijo.
Y dio media vuelta. La oyeron en la sala, primero en un lado, luego en otro, como si diera vueltas sin ningún propósito. Los muelles del sofá chirriaron detrás mismo de sus cabezas.
—No tendrías que ser tan duro con ella —dijo Emily.
—No —dijo él, y suspiró.
—¿Por qué le gritas de esa manera? ¿Qué te pasa?
—No puedo evitarlo. Nunca duerme. Como mucho tres horas por la noche.
—Los viejos son así, Morgan.
—No tenemos ni un momento para estar solos. Mi madre, Brindle, el bebé… es como un trasplante, como si hubiera trasplantado aquí todo el jaleo de mi casa. Como una absurda broma pesada. ¿No? Mira, ¡hasta tengo de nuevo una hija adolescente! O casi: hoy en día la adolescencia empieza antes, me parece…
—A mí no me molesta —dijo Emily—. En cierto modo me divierte.
—Para ti es fácil decirlo. No es tu problema. Tú estás libre de estorbos pase lo que pase, como esa gente que come y come sin engordar nunca. Sigues con la misma falda. Con el mismo body.
No tenía ni idea de todos los bodys que se había comprado en aquellos años. Era obvio que se imaginaba que duraban una eternidad. Se apartó el cabello de la frente.
—Cuando nos mudemos te sentirás mejor —le dijo ella—. Es natural que haya problemas con dos dormitorios para seis personas.
—Ah, ¿y de dónde sacaremos el dinero para mudarnos?
—Buscaré otras tiendas donde vender mis títeres —insistió Emily—. Y haré más, muchos. Creo que la señora Apple no me paga bastante. Y Brindle… ¿por qué no puede trabajar Brindle?
—¿Dónde? ¿En una gasolinera?
—Tiene que haber algo…
—Emily, ¿nunca se te ha ocurrido que Brindle no es muy equilibrada?
—Bueno, yo no diría…
—Vivimos en una casa de locos.
Ella se quedó callada. Fue como si Morgan hubiera movido alguna lente del telescopio.
—De todos modos —continuó él, más suave—, tiene que ayudar a mamá. Si no Louisa estaría completamente perdida; Brindle por lo menos te ahorra un poco de trabajo con… los pequeños fallos mentales de mamá, las comidas, las pastillas.
La tocó ligeramente con el codo y se tendió a su lado, completamente vestido, con la cabeza apoyada contra la pared.
—Lo que deberíamos hacer —dijo—, es desertar.
—¿Hacer qué?
—Abandonarlas a todas —dijo Morgan— y largarnos. Lo que necesitamos es una casa más pequeña, no más grande.
—Morgan, no digas tonterías.
—Cariño, tú sabes que Gina estaría mejor con Leon.
Emily se incorporó bruscamente.
—¡Eso no es cierto!
—¿Qué clase de vida es ésta para ella? Unas desconocidas en su dormitorio… Escucha bien lo que te digo: después de ese campamento tan elegante, de haber vivido con Leon un par de días, de haber navegado con el abuelo Meredith y salido de compras con la abuela, te llamará para decirte que quiere quedarse. ¿Qué te apuestas? Ahora está en esa edad en la que desaprueba toda irregularidad. Le gustará la piscina del apartamento de su padre, la cancha de tenis y lo que sea. ¡Quizás hasta tenga una sauna! ¿Lo has pensado alguna vez?
—No haré nada sin Gina, Morgan.
—Y sin mi madre y Brindle. ¿Crees que Bonny se las llevará alguna vez? Si nos largamos y las dejamos, antes de que hayamos llegado a la calle, Brindle estará llamando a Bonny. «¡Bonny, querida, nos han abandonado!» —dijo Morgan con voz chillona y alegre—. «¡Qué suerte, al fin podremos volver a la televisión en color, a la civilización!», y Bonny vendrá mirando al cielo y chasqueando la lengua, pero satisfecha por dentro. Le gusta el tumulto. Un montón de plumas revoloteando en su nido. Si esta vez vuelvo a pedirle el divorcio, accederá. No, no puedo pedírselo porque no quiero que sepa dónde estaremos. No quiero que nos persiga con sombreros, perros y parientes. Me llevaré un traje, un sombrero, a ti y a Josh. Simplemente, desapareceremos, nos llevaremos la tienda de campaña y nos largaremos.
—¿Sí? ¿Y a dónde? —preguntó Emily.
Estaba de nuevo echada, con los ojos cerrados. Era inútil hablar en serio con él.
—A Tindell, Maryland —le dijo—. Trabajaremos con Durwood.
—Pero el chico busca a Leon.
—Por lo que a él respecta, yo soy Leon.
—Por favor, Morgan.
Morgan guardó silencio. Parecía pensar. Finalmente dijo:
—¿No es gracioso? Nunca he cambiado de nombre. Lo máximo que he hecho ha sido invertirlo. Mi nombre siempre ha sido la única cosa a la que me he aferrado.
Emily abrió los ojos.
—Escucha bien, Morgan. No tengo intención de dejar a Gina.
—De acuerdo, de acuerdo.
—Lo digo en serio.
—Yo sólo estaba hablando —dijo él.
Después se levantó y se dirigió al armario, y ella oyó que colocaba el panamá junto al resto de los sombreros con un ruido débil, suave y rápido.
—Para ti es todo muy fácil —dijo Bonny—, porque ahora Morgan está en una posición muy segura. ¿Entiendes lo que quiero decir? Está… solidificado. Lo has heredado cuando ya está viejo y seguro. Nunca os habéis perdido yendo en coche y empezado a gritaros ante un mapa; para ti, parece que siempre lo controla todo.
Emily estaba de pie en una oscuridad total. Alzaba un pie y luego otro del brillante y frío suelo.
—Bonny, ¿por qué sigues llamándome? —dijo.
—Hummm.
—No es muy normal. ¿Por qué siempre hablamos por teléfono de esta manera?
Bonny soltó una carcajada de humo.
—Bueno, estoy preocupada por sus ojos.
—¿Por sus ojos?
—Estoy leyendo ese libro. Ese libro de un experto japonés. Dice que todo está en los ojos. Si uno tiene una línea blanca debajo del iris, seguro que tiene problemas. Físicos, emocionales… y tú sabes cómo son los ojos de Morgan. ¡No tiene una línea blanca, sino un océano! Sus párpados inferiores se comban como hamacas. Creo que no come bien. Necesita más verduras.
—Lo atiborro de verduras.
—Sabes que es goloso y que toma mucho café repleto de azúcar. ¡El azúcar blanco refinado, el azúcar procesado es mortífero! Me sorprende que haya durado tanto. ¡Ay, Emily! ¡Debería comer brotes de alfalfa y fresas frescas cultivadas orgánicamente!
—La dieta de Morgan no tiene nada de malo.
—Tendría que suprimir las carnes rojas y las grasas saturadas.
—Bonny, ahora he de colgar.
—Si se alimentara correctamente, ¿no crees que se portaría de otro modo? Emily, quiero decir que en el fondo es un buen hombre. En el fondo es una persona bondadosa y franca. En realidad, la franqueza es su problema. Ay, Emily, ¿no crees que si volviera conmigo yo lo alimentaría mejor?
Emily volvió a tientas por el pasillo oscuro, rozando el elefante de mimbre con la punta del pie. Llegó al dormitorio y se encontró a Morgan completamente despierto, apoyado contra la pared y fumando en silencio un cigarrillo. No dijo nada. Emily se metió en la cama, acomodó la almohada y se tumbó. En la cocina sonó el teléfono.
—No contestes —dijo Morgan.
—¿Y si es otra persona?
—No lo es.
—¿Y si es Gina? ¿Si le ha pasado algo?
—No lo será. Deja que suene.
—Pero, ¿cómo puedes estar tan seguro?
—Estoy casi seguro.
A aquella hora y en aquel estado de ánimo el «casi» le pareció a Emily suficiente. Aprovechó la oportunidad. No se levantó. Ceder, abdicar, dejar que alguien la guiara era, a fin de cuentas, como un descanso. El teléfono siguió sonando, primero con insistencia, luego con resignación, débil y desesperanzado, rimando consigo mismo como el estribillo de una canción.