1977

1

Liz, la hija de Morgan, tuvo al final su bebé en la noche más fría del más frío febrero que pudiera recordarse. Fue él quien tuvo que levantarse y llevarla al hospital. Después, naturalmente, llegó su marido, Chester, desde Tennessee. Cuando Liz salió del hospital, los tres —ella, su marido y el bebé— se instalaron en el antiguo cuarto de Liz hasta que ésta se hallara en condiciones de viajar. Mientras tanto la casa iba llenándose más cada vez, como una inundación que subiera desde el sótano. Amy y Jean pararon unos días con los niños; Molly y su familia vinieron de Nueva York, y, cuando llegó Kate con su novio, el único sitio libre que quedaba para el chico era el trastero del último piso, debajo del tejado. Todo esto sucedió un fin de semana. Morgan recordó que se irían el lunes. Los quería mucho, estaba loco por ellos, pero la vida se estaba volviendo un poco difícil. Las hijas que no se llevaban bien antaño tampoco se llevaban bien ahora. Y el bebé parecía de la especie «cólicos frecuentes». Además no tenía tiempo para ver a Emily.

—Si damos de cenar a los niños en la cocina —dijo Bonny, contando con los dedos—, quedarán dieciséis adultos en el comedor, o quince si es que Lizzie prefiere cenar en la cama. Pero, si lo hacemos así, las madres no pararán de levantarse para ir a vigilar a los niños; quizá lo mejor será que ellos cenen más temprano. Pero en ese caso, los niños estarán dando vueltas como salvajes mientras cenamos nosotros. Acabo de recordar que Liz me dijo que a las siete y media vendría su antigua compañera de cuarto de la facultad, así que no podemos cenar demasiado tarde, o quizá querría decirme que venía a cenar. ¿Tú que crees? En ese caso seremos diecisiete a la mesa, suponiendo que Liz no quiera cenar en la cama, y, si su compañera come abajo, seguro que no querrá. Pero sólo tenemos vajilla para dieciséis, así que tendremos que dividirnos; o sea, tú, yo, Brindle y tu madre en el primer turno, y luego las chicas y sus maridos… Ay, querido, creo que David es judío. ¿Te parece bien que ponga jamón?

—¿Quién es David? —preguntó Morgan.

—El novio de Katie, Morgan. Presta atención. En realidad, es muy sencillo.

Luego, después de la cena no se sabía muy bien si uno de los nietos se había roto o no uno de los dedos del pie, era difícil decirlo, pero, como todo el mundo decía que los dedos de los pies no se enyesan, no valía la pena preocuparse en ir a un médico de urgencias. En realidad a Morgan no le hubiera importado llevar al chico, que por otra parte ya estaba dormido, al hospital. Necesitaba aire. La sala era un mar de cuerpos: gente que leía, hacía punto, reñía, peleaba, jugaba a juegos de mesa, avivaba el fuego, se acurrucaba bostezando y discutía de política. Todavía no había oscurecido por completo y la penumbra hacía que la casa pareciera más sombría aún. El perdiguero negro de Louisa, Harry, había mordido el bolso de Jiffy hasta reducirlo a pequeños flecos grises esparcidos por toda la alfombra.

Morgan subió a su cuarto, pero había dos chiquillas probándose delante de la cómoda el pintalabios de Bonny.

—¡Fuera! ¡Fuera! —les gritó.

Las niñas alzaron hacia él sus embadurnadas caras, como borrachas viejas y enanas, pero no le hicieron ni caso. Morgan salió dando un portazo. En el pasillo fue asaltado por un penetrante olor a jamón que lo hizo sentirse ahíto. Oyó al bebé chillar con una voz exasperante que le arañó la región lumbar.

—Es demasiado —le dijo a, ¿cómo se llamaba?, David, un joven delgado y estudioso que precisamente descendía del segundo piso con un libro en rústica en una mano.

David era demasiado educado como para contestar, pero algo hubo en su forma de unirse a él, justo cuando bajaba el último tramo de la escalera, que le hizo pensar que el muchacho estaba de acuerdo.

Bonny paseaba al bebé por el vestíbulo, al parecer el único sitio vacío.

—¿Puedes coger a Pammy un rato? —le preguntó.

—¿Pammy? Ah. El bebé.

Morgan no quería cogerla, pero Bonny parecía tensa y gris de cansancio. Así que se hizo cargo de la niña, una masa menuda, tibia y lánguida. Seguramente le llenaría de babas el traje rayado de cabeza de familia que llevaba siempre en ocasiones como aquélla.

—Bonny, creo que con esta visita hemos ido demasiado lejos —dijo.

—Por favor, Morgan, siempre dices lo mismo y luego, al día siguiente, vagas por la casa como una perra que ha perdido a sus cachorros.

—Sí, pero a cada visita son más y parece que se quedan más días.

Molly salió de la cocina llevando un cubo.

—Christopher ha vomitado —dijo.

—¿Qué te parece el mundo hasta ahora? —le preguntó Morgan al bebé.

Sonó el timbre de la puerta.

—¿Quién será? —dijo Bonny.

—Debe de ser la compañera de cuarto de Liz.

—Morgan, por favor. La compañera de Liz está en la sala.

—¿Ah, sí?

—Acaba de cenar con nosotros, Morgan.

Morgan abrió la puerta con una mano. Emily esperaba en el umbral. Surgía a sus ojos como un destello de luz pálido y titilante. Sintió que a su alrededor todo se elevaba y se hacía más brillante.

—Oh —le dijo Morgan.

Ella le sonrió. Llevaba un paquete atado con un lazo rosa. (De una manera ilógica le pareció que el regalo era para él. Le pareció que ella era el regalo.)

Entonces Bonny dijo:

—¡Emily! —y se acercó a besarla.

Emily miró a Morgan por encima del hombro de su mujer. Luego, seria como un niño, se volvió hacia él y tocó el pie descalzo del bebé.

—Es preciosa —dijo.

Emily miraba a Morgan fijamente a los ojos.

La niña estaba a punto de echarse otra vez a llorar, pero de repente hipó y se quedó callada. Quizá la sorprendió el helado viento que entraba por la puerta o la mano fría de Emily.

—Pasa —le dijo Bonny a Emily—. ¡Debes de estar congelada! ¿Has venido en coche? ¡Qué frío!, ¿verdad?

Bonny condujo a Emily hasta la sala. Morgan las siguió. Sentía que ella era el único elemento de quietud. Mientras ella permanecía recta en el centro, todos se arremolinaron a su alrededor. Le entregó el paquete a Liz de una forma maravillosamente discreta, como si no estuviera segura de que fuera a aceptarlo. Pero Liz, mientras lo cogía, ya estaba lanzando exclamaciones. (La maternidad la había engordado, redondeando sus aristas: era una masa envuelta en un albornoz y olores a leche.) Y, por supuesto, le encantó el títere en forma de cordero que había dentro. Lo pasaron de mano en mano. Acariciaron la mejilla del bebé con la carita acolchada del cordero y la niña pegó un respingo y agitó ambos puños en el aire.

—Ofrécele una copa a Emily, ¿quieres? —dijo Bonny a Morgan.

Morgan se agachó para dejar a la niña en el regazo de Louisa, que la cogió insegura; una mano nudosa aferraba una copa de oporto.

—¿Qué es esto? —preguntó Louisa.

—Es un bebé, madre.

—¿Es mío?

Morgan lo reconsideró, volvió a coger a la niña y se la dio a Brindle, quien leía un catálogo de compras por correo y se la pasó a una de las mellizas. Con semejante ajetreo el bebé parecía más distraído que en todo el día.

—Es la viva imagen de Liz, ¿no? —dijo Emily—. Idéntica, pero con los ojos de Chester.

—Emily, querida, ¿dónde está Leon? —preguntó Bonny—. ¿Y Gina? ¿No quería ver a la niña?

—Está haciendo un trabajo de ciencias para el lunes. Se ha pasado todo el fin de semana trabajando.

Morgan se imaginó la tranquilidad del piso de los Meredith: la sala despejada y vacía y a Gina concentrada sobre un solo libro.

—Pero por lo menos podías haber traído a Leon —insistió Bonny.

—Quería ver un programa de la televisión y he pensado que, si yo esperaba a que acabara, el bebé ya estaría durmiendo.

Hacía dos años que los Meredith se habían comprado un televisor pequeño. Morgan tendía a olvidarlo. Cada vez que Emily lo mencionaba, él parpadeaba mentalmente, como si tuviera que remediar algún desorganizado ajuste interior. Se dirigió al aparador y le sirvió una copa de jerez, la única bebida que le había oído pedir. Cuando se acercó para dársela, ella estaba quitándose el abrigo.

—Deja que te lo cuelgue —le dijo.

—No, me lo quedo. Sólo puedo estar un minuto.

Se sentó en el sofá, charlando con Bonny y Liz, mientras Morgan se aclaraba la garganta y daba vueltas por la sala. Se inclinó sobre el tablero del Monopol, puso otro tronco en el fuego. Dio cuerda al reloj de la repisa de la chimenea. Se agachó gruñendo para recoger el papel del regalo de Emily y lo dobló con cuidado con vistas a un uso ulterior. Seguramente lo había pintado ella misma o sacado de Artesanías Diversas. Tenía campanitas pintadas. A Morgan le encantaban sus modales de chica de pueblo, pasados de moda: sus regalos puntuales, sus tarjetas y cartas de agradecimiento, sus pasteles de fruta para Navidad, su respeto infalible por todos los acontecimientos oficiales. Era la persona más correcta que había conocido. (Una vez se las había arreglado para pasar la noche fuera de casa, la única noche completa que habían pasado juntos. Estaban tan hartos de momentos robados… Ella le había dicho a Leon que se iba a Virginia. Se había encontrado con Morgan en el Hotel Patrician y había insistido en firmar el registro con su verdadero nombre; nombre, dirección y teléfono, todo ello escrito con una pluma, perpendicular al papel de una manera extraña y firme que a él le encantaba. ¿Por qué no un nombre falso?, le había preguntado Morgan más tarde. Porque no era correcto, le había respondido ella.)

—He aparcado el coche en la esquina —le estaba diciendo a Bonny—, y nada más salir he visto a esa familia. El hombre, la mujer y dos niños. Uno se había caído y lloraba, así que me he detenido para ver qué pasaba; ya sabes lo que es oír llorar a un niño. Bueno, sólo ha sido un rasguño en una rodilla, nada serio. Pero evidentemente el padre es ciego y no sabía lo que pasaba. No paraba de repetir: «Dorothy, ¿qué pasa? Dorothy, ¿qué pasa?» Y Dorothy no le contestaba. Ella ha cogido al niño que lloraba y luego al otro, al mayor, demasiado grande para llevarlo a cuestas, pero también se lo ha apoyado en la cadera. Además iba envuelta en abrigos y bufandas y, para colmo, llevaba un bolso grande y una bolsa enorme, no sé, con la compra o algo así, no se veía muy bien con la luz de la calle. Caminaba haciendo eses, a punto de desplomarse. Y el hombre la ha seguido: «¿Qué pasa?», y tanteaba frenéticamente a su alrededor. «Espérame aquí», le ha dicho ella, «tengo que ir a buscar el coche. Nicholas no puede caminar.» «¿Por qué no puede caminar?», ha preguntado él. «Por Dios, ¿qué ha pasado?» «Te digo que esperes aquí; quédate tranquilo», le ha respondido la mujer, exasperada. «Quédate aquí que enseguida vuelvo. Jason, pesas una tonelada, cógete bien a mami. Nicholas…» Yo tenía ganas de decirle al hombre que era un rasguño, que no había sido nada. También quería decirle a la mujer que para qué iba a traer el coche, que por qué hacía todo eso. O que si lo que quería era traer el coche por qué no dejaba las bolsas y a los niños con él. Él podía arreglárselas. ¿Por qué tenía que cargar ella con todo, por qué? ¿Por qué hacer las cosas tan difíciles, ay, tan complicadas?

—Cuando una ve a otros disminuidos así —dijo Bonny—, tiene que dar gracias al cielo porque su vida sea tan fácil, ¿no?

Bonny había perdido el hilo, como todos los demás, supuso Morgan. Continuaban agitando el cubilete de los dados y haciendo punto. El tronco que ardía en la chimenea lanzó una lluvia de chispas. El perro se agitó y dio golpes indiferentes con el rabo. Brindle hojeaba el catálogo con ilustraciones chillonas y borrosas. Maravilloso jabón para bebés, leyó Morgan. ¡Extraordinarias pinzas de depilación permanente! Morgan apartó la mirada y se encontró con la de Emily. Le pareció tan encantadoramente remota, tan distinta a todos los demás… parecía incluso más menuda que los niños.

Cuando Emily tuvo que marcharse, Bonny le dijo a Morgan que la acompañara hasta el coche e, influida seguramente por su propia visión equivocada de los hechos, añadió:

—Vigila que cierre bien todas las puertas, Morgan. Ya has oído qué gente tan rara anda suelta por aquí.

Emily dejó que Morgan la ayudara a ponerse el abrigo y se despidió de Bonny con un beso en la mejilla.

—Ven un día entre semana a comer conmigo —le dijo Bonny—. Un día en que Gina esté en la escuela. ¡Hace mucho que no comemos juntas! ¿Dónde te metes?

Emily no contestó.

Ella y Morgan bajaron los peldaños de la entrada y salieron a la calle. Era una noche tan fría que el aire parecía cortar y los tacones de Morgan resonaban como si caminara por una placa de metal. Iba enfundado en su anorak con la capucha puesta. El chaquetón de Emily no parecía de mucho abrigo y, aunque llevaba unas medias negras, sus zapatos, delgados, probablemente no la protegían en absoluto. La cogió de la mano. Tenía unos nudillos diminutos y precisos y un ramillete de dedos helados.

—Mañana es domingo —dijo él—. Supongo que no podrás salir.

—No, supongo que no.

—A lo mejor el lunes.

—A lo mejor.

—Sal a la hora de preparar la cena, a comprar leche o alguna cosa. Yo me quedaré en la tienda hasta tarde.

—No suelo hacerlo.

—Él no ha dicho nada, ¿no?

—No.

Se soltaron las manos, separados por aquel «él», palabra que ponía de manifiesto la clandestinidad de sus relaciones. En privado ya no mencionaban a Leon. Morgan no podía pensar en él sin una punzada interna de pena y remordimiento. Parecía que Leon le cayera incluso mejor que antes y que apreciara más profundamente la sobria dignidad de su rostro de pómulos altos, que, pensándolo bien, resultaba admirablemente estoico, como el de un indio americano. (Últimamente Leon tenía una forma especial de mirar a Morgan con sus ojos negros, rasgados e inexpresivos, sin brillo, impasibles.) Pero con Bonny, curiosamente, no se sentía en absoluto culpable. La había encerrado en otro compartimiento. Al volver a casa, junto a ella, se sentía como siempre tan satisfecho de su risa fácil, de sus pechos llenos y de los abrazos ausentes que le daba al pasar por los atestados pasillos de la casa.

Llegaron al coche. Emily se disponía a bajar de la acera para acercarse a la puerta del conductor, cuando Morgan la detuvo y la atrajo hacia sí. Su aroma era limpio y fresco, como la nieve, y su aliento olía a jerez. Morgan la besó en la curva de la mandíbula, justo debajo del lóbulo de la oreja.

—Morgan —murmuró ella—, puede vernos alguien. (Tenía un miedo exagerado a las murmuraciones; creía que la gente era más observadora de lo que en realidad era.)

Morgan sintió que intentaba llenarse de ella. La besó en la boca (una boca seca, áspera y cortante, extrañamente conmovedora) y le desabotonó el abrigo para deslizar sus manos dentro y abrazarla. Su cuerpo era tan delgado y flexible que siempre tenía la sensación de que faltaba algo, como si se hubiera dejado una parte.

—Quédate un rato más —le dijo al oído.

—No puedo —respondió ella.

Pero siguió abrazándolo. Luego se apartó y dio la vuelta para subirse al coche. Encendió las luces; el motor ronroneó y arrancó. Morgan se quedó mirando cómo se alejaba, mientras se pellizcaba el labio y pensaba que debía haber dicho: «Ven aunque sea domingo. Prométeme que vendrás el lunes. ¿Por qué no llevas guantes? Ahora, cuando me despierto por las mañanas, tengo una sensación de ligereza y esperanza, y por fin veo que todo vale la pena.»

2

En cuanto el tiempo se templó un poco, Emily empezó a hacer jogging. A Morgan le resultaba extraño, no era en absoluto un tipo de actividad propio de Emily. Se había comprado un par de toscas zapatillas amarillas para correr y un podómetro, que se sujetaba a la cintura con un viejo cinturón de Leon. A veces, cuando Morgan iba a visitarla, la veía aproximarse desde la otra esquina con aquella especie de falda tan poco deportiva por la que asomaban dos piernas como palillos. Sus pies amarillos parecían la parte más grande de su cuerpo. Siempre daba la impresión de estar corriendo por casualidad, como si hubiera ido a coger el autobús y de repente se hubiera acordado de que había dejado una cacerola al fuego. Quizá se tratara de su paso, que carecía de seriedad, o del balanceo de su falda. Al acercarse, gritaba sin perder el paso: «¡En un minuto estoy contigo! ¡Una vuelta más a la manzana!» Y, cuando al fin se detenía, el podómetro sorprendía a Morgan: seis kilómetros. Seis kilómetros y medio. Siete. Siempre superando sus propios límites.

Una vez Morgan le preguntó para qué corría.

—Corro por correr —le contestó.

—Quiero decir, ¿por el corazón? ¿Por la silueta? ¿La circulación? ¿Estás entrenándote para la maratón?

—Simplemente corro.

—Pero ¿por qué te esfuerzas?

—No me esfuerzo.

Pero sí lo hacía. Después de correr, había algo intenso en ella. Brillaba de sudor, estaba fuerte, era un manojo de músculos tensos, vibrantes. El cabello suelto flotaba electrizado, cada mechón ondulado, como sus onduladas horquillas color ámbar. Era tan diferente al resto de las mujeres que Morgan casi no sabía cómo acceder a ella. Estaba desconcertado, emocionado, fascinado, y le encantaba deslizar sus dedos por los cables nuevos y tirantes que descendían de sus rodillas. No podía imaginarse cómo era ser Emily.

Una tarde, en la ferretería, Morgan cerró los ojos y le dijo:

—Dime lo que ves. Trata de ver con mis ojos.

—Un escritorio. Un archivador. Un sofá.

Luego pareció darse por vencida. Morgan abrió los ojos y se la encontró, desesperada, preguntándose qué quería de ella. Pero eso era lo único que él quería: una visión de las cosas pura y simple. Algo que él nunca tendría.

Personalmente, Morgan no era muy aficionado a la gimnasia. Para ser francos, la aborrecía. (Bueno, en realidad era un hombre bastante mayor y en no muy buenas condiciones.) A Leon tampoco le interesaba. Leon era una de esas personas que parecen permanentemente atléticas sin esfuerzo. Estaba en buena forma, era robusto y sólido, elegantemente musculoso. Observaba distante cómo Emily hacía jogging, con una expresión tolerante.

—Lo está haciendo muy mal —le dijo a Morgan—. Se exige demasiado.

—¡Ah, yo le he dicho lo mismo!

—Tiene que controlarlo todo. Ella tiene que ganar.

Estaban sentados en la escalinata delantera del edificio un soleado día de marzo. El tiempo no parecía muy estable. Tras un invierno crudo y espantoso, la gente veía la primavera como una jugarreta. Seguían usando prendas de lana y, a medida que iba haciendo más calor, se las iban quitando de una en una. Bonny todavía tenía el boj cubierto con harpillera y sufría por sus camelias, que habían brotado engañadas y seguramente morirían con la próxima helada. Pero la primavera continuó. Los capullos de camelia se abrieron triunfales: pétalos llenos de un rosa intenso. Mientras Morgan y Leon seguían sentados en mangas de camisa, con un poco de frío, pero con mucha pereza de entrar en busca de las chaquetas, apareció Emily doblando una esquina, una mariposilla negra de pies amarillos, lejana. Había en su forma de correr algo que parecía eterno; era como la chica de las trenzas de esas casitas de adorno que anuncian los cambios de tiempo y que, perpetuamente, viaja a lo largo de un sendero fijo, con apasionada constancia tanto si llueve como si brilla el sol. Morgan se sintió liviano, feliz, pictórico a la luz del sol y sonrió a todo con idéntico amor: a Leon, a los árboles lozanos y esforzados, a Emily, que corría de aquí para allá, y a la gaviota que giraba en el cielo, flotando por entre las chimeneas en lánguido vuelo hacia el puerto.

3

Leon había tenido que desplazarse a Richmond para ver a su padre que había sufrido un ataque al corazón. Morgan visitó aquella tarde a Emily. En la cocina, Gina preparaba un pastel para la escuela y entraba a cada momento en la sala para preguntar dónde estaba la vainilla, el tamiz o para corretear alrededor de Morgan registrándole los bolsillos en busca de las pastillas para la tos que a ella tanto le gustaban. Morgan era paciente con Gina. Levantaba los brazos pasivamente mientras la niña lo registraba. Luego, cuando regresaba a la cocina, él y Emily sostenían una especie de conversación casual y artificial. En otra época, se hubiera repantingado a su lado en el sofá, despreocupadamente, pero ahora cuidaba de sentarse en una silla de respaldo recto y guardar cierta distancia. Se aclaró la garganta y dijo:

—Bonny me ha dicho que te pregunte si quieres que te deje su coche.

—Oh, muy amable por su parte. No, gracias.

—Y si Leon tarda en volver, ¿qué? Quizá lo necesites.

—No.

—¿Y si tiene que quedarse todo el fin de semana y coincide con una función de títeres?

—La suspenderé.

—Yo podría ir en su lugar. ¿Por qué no? Iré en lugar de Leon.

—Sencillamente, la suspenderé.

Se miraron mutuamente. Emily parecía más pálida de lo normal. Se estiraba la falda sin cesar, pero, cuando vio que él la observaba, paró de golpe y se cruzó de brazos. Morgan supuso que la tensión la afectaba. No estaba acostumbrada a las mentiras. En realidad él tampoco. Por lo menos a las de este tipo. Ojalá pudieran contárselo a todo el mundo y acabar de una vez. Leon diría: «Lo comprendo», y Morgan podría instalarse allí y los cuatro vivirían alegres como unas pascuas, satisfechos por fin. Se reirían de lo reservados, posesivos y egoístas que habían sido al principio.

Emily tenía unas ojeras azuladas que le daban el aspecto de un mapache.

Él se puso en pie y dijo:

—He de irme. ¿Me acompañas?

—Sí, claro —dijo Emily, y se puso también en pie, estirándose la falda con un gesto nervioso nada suyo.

Se dirigieron a la entrada y, al pasar por la cocina, Emily asomó la cabeza y dijo:

—Gina, vuelvo enseguida.

—Vale —dijo Gina. Estaba cubierta de harina y parecía ocupada y abstraída.

Morgan cogió a Emily de la mano y salieron, pero a mitad de la escalera oyeron pasos y la soltó. Era la señora Apple con un poncho peruano peludo y unas llaves que hacía tintinear en su mano.

—Ah, Emily. Doctor Morgan —dijo—. Precisamente subía a preguntar cómo está el padre de Leon. ¿Se pondrá bien? ¿Has tenido noticias?

—No, todavía no —dijo Emily— Leon dijo que me llamaría esta noche.

—Bueno, comprendo lo ansiosa que debes de estar.

Morgan, exasperado, se apoyó en la barandilla esperando a que terminaran.

—Pero, mira, con la medicina moderna, estas cosas hoy en día no son nada —dijo la señora Apple—. Un ataque al corazón es algo muy sencillo. Pueden sustituirlo todo; le pondrán un tubo de plástico, una batería o cualquier cosa y vivirá años todavía. Dile a Leon que vivirá toda la vida. ¿No le parece, doctor Morgan?

—Sí —respondió, mirando al techo.

Si subía un poco la mano por la barandilla, podía tocar la parte de atrás de la falda de Emily; una tela fresca y resbaladiza con un tacto tibio debajo. Las yemas de sus dedos se quedaron allí, apenas rozando. La señora Apple no se dio cuenta.

—Si mañana por la noche no ha regresado —le estaba diciendo a Emily—, ven con Gina a cenar. Algo sencillo, ¿sabes?, ahora soy vegetariana…

Cuando al fin los dejó marchar, Morgan bajó las escaleras groseramente y salió sin despedirse. Emily tuvo que correr para alcanzarlo.

—No puedo soportar a esa mujer —dijo él.

—Creía que te caía bien.

—Se repite sin parar.

Caminaban aprisa. Cruzaron la calle y se dirigieron hacia la camioneta de Morgan. Era una noche fría y ventosa cubierta por un cielo blanco. Había poca gente en la acera; adolescentes holgazaneando. Cuando llegaron a la camioneta, Morgan se cogió a la manija de la puerta y dijo:

—Vayamos a alguna parte.

—No puedo.

—Sólo una vueltecita. Para estar solos.

—Gina se preguntará qué ha pasado.

Morgan se dejó caer contra la portezuela.

—No sé qué hacer —dijo ella.

—¿Hacer?

Morgan la miró. Emily permanecía inmóvil, con los brazos cruzados, mirando un punto fijo al otro lado de la calle.

—Estoy pensando en marcharme —dijo—. En escapar.

Otra vez Leon, seguro. Morgan creía que ella había dejado al fin de preocuparse por todo eso, por lo que fuera… y que él, pese a haberlo intentado, nunca había acabado de entender del todo. Como si le faltara una pista. ¿Hablaban del mismo matrimonio? Emily, le hubiera gustado a veces preguntar, ¿cuál es tu problema exactamente? Pero no lo había hecho. Se inclinó, apoyado en la puerta de la camioneta, y escuchó atentamente, echándose el panamá sobre los ojos.

—Incluso he hecho el equipaje —dijo ella— o, por lo menos, a medias. Llevo años haciendo el equipaje. Esta mañana me he levantado y he pensado: «¿Por qué no te vas, entonces? ¿No sería más sencillo?» Esta ropa es tan fácil de doblar y no se arruga. Ocupa un solo cajón y cabe perfectamente en el del armario. Todavía tengo el neceser de viaje que compré de recién casada. ¡Estoy a punto! Como si siempre hubiera sabido que tenía que estarlo. Lo tengo todo preparado como para poder coger mi bolsa en cualquier momento e irme.

Morgan estaba interesado.

—Sí, sí —dijo para sí mismo, moviendo la cabeza—. Comprendo lo que quieres decir.

Emily castañeteó los dientes, como quien tiene fiebre.

—¿Sabes lo que imagino mientras corro? Que estoy entrenándome para alguna emergencia: una fuga forzada, un desastre nacional. Me consuela saber que puedo correr varios kilómetros. A veces me despierto por las noches de un salto, mortalmente asustada, con taquicardia. Entonces me digo: «Vamos, Emily, puedes arreglártelas. Eres muy hábil para sobrevivir. Puedes correr ocho kilómetros de un tirón y tener lista tu maleta en treinta segundos…»

—Lo que tú necesitas es una mochila. Una mochila del ejército para tener las manos libres.

Emily dijo:

—Tengo un retraso de diecisiete días.

—¡Diecisiete días! —dijo Morgan.

Al principio pensó que se refería a algún nuevo récord de jogging. Pero luego, aun después de haber comprendido, pareció que le costaba asimilarlo. (Hacía años que Bonny y él no se preocupaban de semejantes cosas.)

—¡Piénsalo bien! —dijo él, tratando de ganar tiempo mientras movía la cabeza rápidamente.

—Claro, podría ser una falsa alarma.

—Sí, claro, una falsa alarma.

—¿Puedes parar de repetirlo todo como un eco?

Fue un golpe inesperado para él. Se enderezó y tiró de la manija de la camioneta. La puerta se abrió de golpe iluminando la cara de Emily. Parecía adormilada y entornó los ojos, que ya se habían adaptado a la oscuridad. Pero sostuvo su mirada.

—Emily —dijo él—, ¿qué me estás diciendo?

—¿Qué crees tú que estoy diciéndote?

Morgan notó que su cara estaba angustiada, como si tuviera miedo. De pronto vio las cosas desde el punto de vista de Emily: diecisiete días de espera, sin decírselo a nadie. Volvió a cerrar la portezuela y le pasó un brazo por el hombro, con fuerza.

—Tendrías que habérmelo dicho antes —dijo.

—Tengo miedo de lo que dirá Leon.

—Sí, bueno… —Morgan tosió—. Eh… ¿se dará cuenta? Quiero decir, ¿se dará cuenta de que no es suyo?

—Desde luego —dijo Emily—. Sabe contar.

Morgan pensó cuidadosamente… lo que esto revelaba. Le dio unas palmadas en el hombro, y dijo:

—Bien, no te preocupes, Emily.

—Quizá sean nervios.

—Oh, sí. Nervios —se dio cuenta de que otra vez estaba repitiendo como el eco, y trató de ocultarlo—. Estas cosas son un círculo vicioso. ¿Cómo diría yo? Uno mismo las eterniza. Cuanto más grande es la demora, más nerviosa te pones, con lo que la demora se hace mayor y aún te pones más…

—Estoy de acuerdo con el aborto —dijo Emily—, pero no para mí.

—¿Eh? —dijo Morgan, y frunció el ceño—. ¿Entonces para quién?

—Quiero decir que no podría pasar por una cosa así en las presentes circunstancias, Morgan.

—Sí, sí, bueno…

—No puedo hacerlo. No puedo.

—Claro, naturalmente. Por supuesto que no. No, desde luego que no.

Se dio cuenta de que seguía palmeándole el hombro, gesto maquinal que estaba empezando a entumecerle la palma de la mano.

—No deberíamos quedarnos aquí fuera, Emily. Será mejor que vuelvas a casa.

—Creía que llevaba tanto cuidado. No lo comprendo.

Siglos atrás, en un mundo más joven y más soleado, Bonny solía decir lo mismo. Él ya había pasado antes por todo aquello. Era varias veces abuelo.

La acompañó de vuelta hasta la puerta del edificio a paso lento, de anciano.

—Sí, sí, bien —dijo para llenar el silencio. Al llegar a la escalinata de la entrada se le ocurrió decir—: Pero siempre podemos consultar a un médico. Hacer unos análisis…

—Sabes que no soporto a los médicos. Detesto la sola idea de… que hagan conmigo lo que quieran —dijo Emily.

—Ya, ahora no te preocupes. Mañana comprobarás que todo ha sido un error… nervios, un fallo de cálculo. Ya verás.

Le dio un beso de despedida y le sostuvo la puerta abierta para que entrara. Después le sonrió a través del vidrio. Estaba tranquilo como una roca. ¿Y por qué no iba a estarlo?

Nada de aquello era real.

4

Ahora, cada día que pasaba era otro vacío en el calendario, otra conversación en voz baja por teléfono o en la Ferretería Cullen. Leon había vuelto de Richmond; no podían hablarse en el piso. Pero, cada vez que Morgan iba de visita, los ojos nublados de Emily le decían lo único que le importaba saber.

Pasó una semana y luego dos.

—¿Qué pasa con Emily? —le preguntó Bonny—. ¿La has visto? Ya no viene nunca por aquí.

Morgan pensó decírselo. Decírselo, sencillamente. «Bueno», respondería Bonny, «estas cosas pasan, supongo.» O tal vez comentaría a la ligera: «Ya me lo figuraba.» (Era su más vieja amiga. Hacía más de treinta años que se conocían.) Pero no le dijo nada… o algo improvisado, intrascendente; nada que importara.

Una vez se encontró con Emily, por casualidad, en los Ultramarinos Ahorro Rápido. Ella estaba eligiendo una sopa de lata. Instantáneamente y sin saludarse siquiera, empezaron a hablar de los síntomas. («No tengo ni las más mínimas náuseas por las mañanas y debería tenerlas, ¿no te parece? Con Gina tuve muchas.») En mitad del pasillo, Morgan deslizó la punta de sus dedos dentro del escote del body y lanzó una mirada clínica con el ceño fruncido; pero sus pechos seguían tan duros y pequeños como siempre. De repente le sorprendieron sus deseos de llevársela al sofá de su oscura oficina. Pero no se lo dijo. No, se prometió que si aquello resultaba una falsa alarma se convertirían en los compañeros más puros, alegres y brillantes. Él, Emily y Leon irían de juerga en alegre trío, y él y Emily no volverían a determinadas cosas, como ir cogidos de la mano, salvo para… bueno, para ayudarse a bajar de una barca o salir por la ventana de un edificio en llamas.

Continuamente daba vueltas a estos pensamientos, los enterraba y los volvía a sacar, pero lo más extraño es que seguía sintiéndose serena y sublimemente distante. Parecía alejado de todo. Incluso veía desde fuera su casa, a su propia familia. A menudo se paraba delante de una puerta, digamos la puerta de su cuarto, y miraba dentro como si estuviera juzgando la vida de otro. No era un mal sitio: la ventana abierta, las cortinas ondeando. Observaba lo adorable que resultaba Bonny cuando lanzaba una carcajada indefensa, cosa que hacía siempre. Morgan se había dado cuenta de que cuando la casa estaba llena de mujeres, en los cuartos de arriba se oía un ruido como de agua que corría. Su madre y su hermana recitaban, con la precisión del estribillo de un poema, los papeles que ellas habían escogido. «Es la temporada de las alcachofas; las hojas más tiernas con un poco de limón…» «Si Robert Roberts no me hubiera arrebatado todas las energías, lo único que yo he querido hacer siempre…» Una de las mellizas, Susan, que seguía soltera, estaba en casa convaleciente de una hepatitis, acostada tranquilamente en su vieja cama mientras tejía, con todos los restos de lana de la vivienda, un hermoso gorro con borla para Morgan. Y por lo que a sus otras hijas se refería, vaya, al parecer habían encontrado por fin un sitio para él: que se tumbara panza arriba en medio de los chillidos de sus hijos. Lo que en un padre daba vergüenza, parecía simpáticamente excéntrico en un abuelo. Sí, y pensándolo bien, ni siquiera su trabajo era tan terrible… aquella ferretería que olía a madera y aceite lubricante y Butkins encaramado en el taburete de detrás del mostrador. ¡Butkins! Era un hombre esquelético, de color heno y con una nariz tan puntiaguda que parecía tener perpetuamente en la punta una gota transparente a punto de caerse. En un tiempo incluso fue joven; veintitrés años tenía cuando tío Ollie lo había contratado. A los ojos de Morgan seguía teniendo esa misma edad, pero ahora, mirándolo mejor, veía que, encorvado bajo el peso de una esposa enferma y la muerte de su único hijo, se acercaba a los cuarenta. Parecía hundido en el centro, cavernoso. Sus ojos tenían el azul más pálido y velado que Morgan había visto en su vida, celestialmente mansos, llenos de aceptación. Morgan tuvo la sensación de haber perdido demasiado tiempo, de haber permitido que aquel hombre se le escurriera entre los dedos sin darse él cuenta. Acostumbraba a agacharse en la escalera de su oficina y fumar pensativo mientras observaba trabajar a Butkins, hasta que éste se ponía nervioso y, al dar un cambio, se le caían todas las monedas sobre el mostrador.

Emily le telefoneó a la ferretería.

—Te llamo desde casa —dijo—. Leon ha salido.

—¿Cómo estás? —le preguntó Morgan.

—Pues, bien.

—¿Estás bien?

—Sí, pero me empieza a doler la espalda.

—Dolor de espalda. Bien, ¡eso es bueno! Sí, es un buen síntoma. Sí, estoy seguro.

—Quizá no. Bueno, a lo mejor es pura imaginación.

—No, no, ¿cómo vas a imaginarte que te duele la espalda?

—Es posible, no es tan raro.

—Dime, ¿qué sientes exactamente?

—No sé, puede que sea algo mental.

—Emily, sólo dime lo que sientes, por favor.

—Morgan, no me chilles.

—Cariño, no te estoy chillando. Sólo quiero que me lo digas.

—Siempre adoptas ese tono de… persona mayor.

Él encendió un cigarrillo.

—Emily —dijo.

—Pues… siento como si la espalda me diera tirones, un dolor en verdad agotador. ¿Crees que es algo positivo? Esta mañana he intentado correr, pero no he podido hacer más que una manzana. Ahora mismo tengo que ir al torneo de gimnasia de Gina y me decía: «No iré. Sé que no podré ir. Lo único que deseo es meterme en cama y dormir.» Pero, ay, la somnolencia es un síntoma terrible. Acabo de acordarme. Es el peor síntoma de todos.

—Qué tontería. Estás acusando un exceso de tensión, eso es todo. Vaya, naturalmente. Deberías descansar un poco, Emily.

—Sí, quizá después del torneo de Gina.

—¿A qué hora es? Iré yo en tu lugar.

—Pues… dentro de media hora. Pero ella me espera a mí.

—Le diré que no te encuentras bien y que tendrá que conformarse conmigo.

—Últimamente le estoy fallando tanto…

—Emily, vete a la cama —dijo él. Y colgó.

Le dijo a Butkins que estaría fuera un rato. Butkins asintió y siguió ordenando alfabéticamente las semillas de flores. Cuando todo aquello hubiera terminado, se prometió Morgan, se dedicaría en serio a la ferretería. Se traería un bocadillo y se quedaría incluso a la hora de comer. Se puso la boina lo más ladeada posible y enfiló hacia la camioneta.

La escuela de Gina estaba en la zona norte de la ciudad: la Escuela para Niñas St. Andrew, que habían elegido los padres de Leon. Pagaban su educación y tenían derecho a escoger, supuso Morgan. Sin embargo, él no tenía un gran concepto de la institución, hubiera preferido que Gina siguiera en una escuela pública. Pensaba que los padres de Leon ejercían una mala influencia; las Navidades últimas le habían regalado a Emily una batidora eléctrica. Si ella no iba con cuidado, su casa estaría pronto tan repleta como cualquier otra. Estas cosas se meten en tu vida sigilosamente, le decía Morgan.

Entró por el camino arbolado de la Escuela St. Andrew y aparcó junto a un autobús escolar. El gimnasio debía de ser aquel edificio de enfrente. Lo reconoció por el típico retumbar de las voces. Cruzó el campo de juegos, mientras se metía dentro del pantalón la camisa de trabajo y se peinaba la barba con los dedos; esperaba causar buena impresión. (Gina ya tenía diez años, edad en la que uno tenía que empezar a ir con tiento. Cualquier cosa insignificante era capaz de mortificarla.)

Evidentemente Morgan llegaba con retraso. El torneo ya había comenzado. En medio de una basta superficie de madera dura que olía a barniz, unas chiquillas se balanceaban en unas barras de metal cromado. Morgan cruzó hacia las gradas y se instaló abajo, junto a un puñado de madres. Todas ellas eran rubias, llevaban chaquetas ligeras y media melena. Trató de imaginarse a Emily sentada allí, entre ellas. Después se echó hacia adelante y miró a su alrededor buscando a Gina. Tardó un rato (había un enjambre de niñas con bodys azules y otro con bodys violetas, y él ni siquiera sabía cuál era el color de St. Andrew), pero al final la vio. Era aquella de azul con una nube de rizos. Todavía tenía la cara redonda y llena —reconocería en cualquier parte aquellos párpados pesados y los labios pálidos y finos—, pero el cuerpo se había convertido en un palillo, con caderas estrechas que se elevaban patéticamente sobre unas piernas largas y delgadas, tanto que casi podía verse el movimiento de las rótulas al caminar. Se acercó a Morgan; los dedos de los pies descalzos se agarraban al suelo. En otra situación lo hubiera abrazado, pero delante de sus amigas, jamás.

—¿Dónde está mamá? —le preguntó.

—No se encuentra bien.

—Últimamente nunca viene —dijo Gina, pero sin demasiado interés; su atención vagaba por alguna parte. Se volvió para estudiar a las niñas del otro equipo—. ¡Morgan! —gritó de repente, volviéndose hacia él—. ¡Aquí no se puede fumar!

Debe de tener ojos en la nuca, se dijo Morgan.

—Perdona —murmuró, y volvió a guardar el cigarrillo en el paquete.

—¿Quieres que me muera de vergüenza?

—Perdona, chica.

—¿Me llevarás a casa después?

—Si quieres.

—Esa chica pelirroja es Kitty Potts. Le tengo mucha manía —dijo Gina.

Se alejó corriendo.

Morgan vio a una serie de chicas haciendo lentos y temblorosos ejercicios en la barra. De vez en cuando alguna niña se caía y tenía que volver a subir. Cuando le tocó a Gina, se cayó dos veces. Al acabar, Morgan tenía todos los músculos doloridos. Había estado conteniendo la respiración. Recordó que años atrás su hija Kate también había sido aficionada a la gimnasia. Había ganado varias medallas. En realidad, no creía haberla visto caerse o cometer un solo error en los torneos que él había presenciado. Por supuesto, podía haberse olvidado, pero estaba seguro de que su puntuación había sido mejor. Gina tenía un cuatro coma tres, según decía por el micrófono una mujer de aspecto aburrido. Morgan pensó que era absurdo haber ido. En realidad, no tenía nada que ver con todo aquello: el gimnasio desconocido, las madres con sus chaquetas, la hija de otro con su body. Ojalá pudiera levantarse e irse a la ferretería.

Habían terminado con la barra y se trasladaban al potro para los saltos. Morgan pensó que los saltos eran cosa muy monótona. Metió las botas hacia dentro, para que las niñas no tropezaran al pasar corriendo de una en una, a fin de dar los saltos. Tenían los brazos y las piernas tensos, concentrados, y los rostros, intensamente cómicos. Gina pasó corriendo, con los ojos bien enfocados, saltó y pasó limpiamente el potro, pero cometió un error: en lugar de caer de pie sobre la colchoneta, cayó como un saco retorcido.

Las madres se pusieron rígidas; una de ellas dejó a un lado las agujas de hacer punto. Morgan se levantó de un salto. Estaba seguro de que la niña se había roto el cuello, pero no, estaba bien o casi bien, llorando a lágrima viva pero sin ningún daño serio. Se levantó cogiéndose una muñeca. Una joven en shorts con un silbato al cuello se inclinó sobre ella y le hizo algunas preguntas. Gina, mientras se secaba las lágrimas con la manga, le contestó con un hilo de voz.

Mientras le hablaba con voz persuasiva y sonora, la joven la acompañó hasta la posición de salida para que volviera a saltar, a pesar de que Gina meneaba la cabeza y sollozaba. Le arregló el pelo y volvió a apremiarla. Era una barbaridad. Morgan detestaba los deportes. Se sentó y con mano temblorosa se llevó a la boca un cigarrillo apagado.

Gina apartó a la mujer, se irguió y entornó los ojos para enfocar el potro. Todavía jadeaba ligeramente: era el ruido más fuerte que se oía en todo el gimnasio. Todo el mundo se inclinó hacia adelante. En el momento de pasar junto a Morgan era una mancha nítida y veloz. Saltó limpia y magníficamente el potro y cayó a la perfección con ambos brazos levantados.

Morgan pegó un salto y arrojó el cigarrillo. Galopó en pos de ella hasta el potro y lo rodeó para abrazarla; le caían lágrimas por las mejillas.

—Gina, has estado maravillosa —dijo.

—Ay, Morgan —dijo ella, entre risitas. (Estaba ilesa, se había olvidado de todo.)

Se desprendió de Morgan para reunirse con sus compañeras de equipo. Morgan regresó a su sitio, resplandeciente de alegría y secándose los ojos.

—¿No ha estado maravillosa? Ha estado maravillosa —comentó con las madres.

Se sonó la nariz con el pañuelo. De repente se sentía feliz y orgulloso. ¿Acaso había algo que él no pudiera lograr? Era un hombre ilimitado, profundo y poderoso y había llegado el momento de tomar algunas medidas.

5

—¿Qué tal el torneo? —le preguntó Emily a Gina.

—Bien.

—Siento no haber podido ir. Morgan, ¿quieres pasar?

—Sí, gracias —dijo Morgan.

El aspecto de Emily le había impresionado. Cuatro días antes, la última vez que la había visto, estaba un poco ojerosa. Pero ahora tenía la piel amarillenta y cuarteada como la porcelana vieja.

—Emily, querida —dijo.

Ella miró hacia los lados, recordándole la presencia de Gina, pero Morgan la ignoró. Ni siquiera había echado un vistazo para ver si Leon había vuelto, cosa bastante probable.

—He venido para llevarte al médico —dijo Morgan.

—¿Mamá está enferma? —preguntó Gina.

—Necesita una revisión. Quédate aquí, Gina. No tardaremos mucho.

Morgan se puso a buscar en el armario un jersey o una chaqueta, algo liviano, pero lo único que encontró fue un abrigo de invierno. Lo sacó de la percha y le ayudó a ponérselo. Emily se dejó abotonar con docilidad.

—Pero no hace tanto frío —le dijo Gina.

—Tenemos que cuidarla bien.

Llevó a Emily al rellano y cerró la puerta al salir. A mitad de la escalera oyeron que la puerta se abría de repente. Gina se asomó a la barandilla.

—¿Puedo comerme el último plátano? —le preguntó a su madre.

Morgan, dijo:

—Sí, por el amor de Dios, come lo que quieras.

Emily guardaba silencio, como una persona enferma de verdad, mientras bajaba la escalera con paso vacilante.

—¿Tenemos hora? —preguntó ya en la camioneta.

—La pediremos cuando lleguemos.

—Morgan, tardan semanas.

—No, hoy no —dijo él mientras arrancaba.

Condujo por St. Paul Street hacia la consulta del viejo tocólogo de Bonny. No se acordaba del número, pero recordaba con toda claridad al tapicero de al lado, así que en cuanto vio un escaparate lleno de muebles de pana cubiertos de polvo, se detuvo de inmediato, bloqueando una callejuela, y ayudó a Emily a bajar de la camioneta.

—¿Cómo conocías a este médico? —preguntó Emily, mirando los edificios sucios y sombríos de alrededor.

—Asistió al parto de todas mis hijas.

—¡Morgan!

—¿Qué?

—No podemos ir.

—¿Por qué no? —preguntó él.

—¡Te conoce! Tenemos que buscar otro y dar un nombre falso o algo así.

Morgan la cogió por el codo y la ayudó a subir la escalinata de entrada. Pasaron bajo una puerta con adornos de bronce y atravesaron el alfombrado portal.

—No te preocupes —le dijo, mientras apretaba el botón para llamar el ascensor—, no es momento de andarse con rodeos, Emily.

Se abrió la puerta del ascensor. Un negro muy viejo con uniforme granate y dorado estaba sentado en el taburete del rincón. Morgan no se había dado cuenta de que todavía existían ascensoristas.

—Tercero —dijo, y se situó junto a Emily.

Subieron en medio de un silencio denso y cargado. Emily no paraba de retorcerse el botón de arriba.

En la sala de espera, Morgan se dirigió a la recepcionista:

—Morgan Gower. Es una urgencia.

La recepcionista miró a Emily.

—Tenemos que ver al doctor Fogarty ahora mismo —dijo Morgan.

—El doctor no tiene ninguna hora libre. Han de pedir hora.

—Le digo que es una urgencia.

—¿Y cuál es el problema?

—Lo discutiré cuando vea a Fogarty.

—El doctor Fogarty está muy ocupado, señor. Si deja usted su número de teléfono, él le llamará cuando haya terminado con sus pacientes…

Morgan pasó por delante de ella, dio la vuelta al escritorio y abrió una puerta de roble que había detrás. Mientras aguardaba su turno en diversas salas de espera, a menudo se había imaginado una escena así, pero siempre había supuesto que primero tendría que luchar con la recepcionista por el suelo. Esta vez, sin embargo, se trataba de una chica menuda y timorata, de pelo liso, que ni siquiera se levantó cuando pasó ante ella. Corrió por un pasillo corto y blanco, entró en una habitación llena de instrumentos, volvió a salir y entró en otra. Allí estaba el Dr. Fogarty, mayor y más canoso, sentado ante un escritorio en forma de riñón, con las yemas de los dedos elegantemente juntas mientras conversaba con una pareja joven. El matrimonio parecía turbado y satisfecho. La chica estaba inclinada hacia adelante a punto de preguntar algo con gran seriedad. A pesar de su prisa, Morgan tuvo tiempo para sentir un ligero estremecimiento de lástima. ¡Qué superficiales parecían! Seguramente pensaban que aquél era el momento más importante de la historia.

—Perdón —dijo Morgan—, siento mucho tener que interrumpirlo de esta manera.

—Señor Gower —dijo el doctor, sin sorpresa alguna.

—Ah. Se acuerda de mí.

—¿Cómo puede uno olvidarse de alguien como usted?

—Es una urgencia, doctor —dijo Morgan.

El Dr. Fogarty dejó que la silla volviera hacia adelante y separó los dedos.

—¿Bonny no está bien? —preguntó.

—No, no, es Emily, otra persona. Se trata de Emily.

Tendría que haber entrado con ella. ¿Dónde tenía la cabeza? Se cogió un mechón de pelo.

—Es muy importante. Se está desmoronando. Cree que está encinta… Fogarty, tenemos que saber enseguida, ahora mismo, si ella está bien, no a las dos y cuarto del martes que viene, o el miércoles o el viernes.

—Francamente, señor Gower —dijo el doctor mientras lanzaba un suspiro—, ¿por qué ha de tomarse usted siempre más a pecho que el resto de la gente cada etapa de su vida?

Morgan se sintió súbitamente tranquilizado. Bien, ¡de modo que esto sólo era una etapa!

—Les ruego que me disculpen. ¿Lo he dicho ya? —dijo volviéndose hacia la pareja, que lo miraba con idénticas caras inexpresivas—. Perdón por ser tan grosero.

—Llévela a la habitación de al lado —dijo el doctor—. La atenderé dentro de un minuto.

—Oh, gracias, Fogarty —dijo Morgan.

Sintió una oleada de afecto hacia aquel hombre… su aspecto benévolo y el tupido bigote cano. Debía de ser maravilloso observar los acontecimientos de una forma tan práctica. Quizás él debería afeitarse la barba y dejarse sólo el bigote. Salió del despacho palpándose la cara y regresó a la sala de espera, donde Emily, en guardia y dispuesta a huir, esperaba sentada junto a una mujer con forma de pera y con un vestido de pre-mamá. La recepcionista ni le miró. (A lo mejor aquello pasaba cada día.) Morgan le hizo una seña a Emily, y ella se levantó y se acercó. La llevó a la habitación contigua al despacho, la que estaba llena de instrumental, y la ayudó a quitarse el abrigo. No había donde colgarlo, así que hizo con él un burujo y lo dejó encima de un armario esmaltado.

—¿No te lo había dicho? —le preguntó a Emily—. Todo saldrá bien. Yo me ocuparé de ti, cariño.

Emily estaba de pie, mirándolo.

—Siéntate —le dijo, y la llevó hasta la camilla.

Emily se sentó cuidadosamente en un extremo y se estiró la falda.

Morgan empezó a dar vueltas por la habitación. Todos aquellos instrumentos le impresionaban horriblemente: pinzas y tenazas. ¡Qué mundo de entrañas femeninas vivía allí! Sacudió la cabeza. En un rincón vio una balanza de hospital. La última persona que se había subido pesaba treinta y ocho kilos.

—¡Dios mío! —dijo con desaprobación.

Corrió las pesas hacia la izquierda. Se sentía fuerte y autoritario.

—Ejem, joven señora… —se dirigió a Emily—, tenga la bondad de subirse a la balanza, por favor…

—Tendría que haber llamado a un hospital, a un centro de planificación familiar o algo así —dijo Emily, como si hablara consigo misma—. Cada día me hacía el firme propósito de llamar, pero no sé, últimamente parecía como si me hubiera quedado encerrada, paralizada.

—¿Quiere ponerse una bata? —preguntó Morgan, rebuscando en el armario—. Aquí tiene estas de color de rosa. Póngase una de nuestras batas Schiaparelli, señora…

Emily no respondió. Estaba rígida y tensa, con las manos entrelazadas con fuerza sobre su regazo.

Morgan se acercó y le tocó el brazo.

—No te preocupes, Emily —dijo—. Todo saldrá bien. ¿Emily? ¿Te estoy poniendo nerviosa? ¿Quieres que me vaya? Sí, saldré y te esperaré fuera. Es una buena idea… Emily, no tienes por qué sentirte mal.

Ella seguía sin contestar.

Morgan salió y se sentó en la sala de espera. Se instaló en un rincón, en una silla, lo más lejos posible de la mujer, pero aun así parecía como si lo apretujara. Despedía un calor progresivo, penetrante, aunque fingía no hacerlo y parecía inmersa en la revista El mundo del bebé. Morgan dejó caer la cabeza y se cubrió los ojos con las manos. Todo era una farsa. Él ya sabía la verdad, por mucho que tardara el Dr. Fogarty en demostrársela científicamente. No había nada que hacer, nada.

Estaba acabado.

La mujer hojeaba la revista, a lo lejos se oían los bocinazos de los coches y el teléfono sonaba con sordina, con un zumbido. Morgan levantó la cabeza y miró fijamente la puerta de roble. Empezó a ver la situación desde otro ángulo: le habían concedido una asignación. Habían puesto en sus manos la vida de alguien, un pequeño conjunto de vidas. Quizá la única razón de su existencia era ésta: aceptar la asignación con elegancia y cariño y hacer con ello lo que mejor pudiera.

6

El miércoles por la mañana, después de que Emily tuviera la confirmación del médico, Morgan fue desde el trabajo hasta su casa para decírselo a Bonny. Bonny se había entregado a uno de sus ataques de limpieza de primavera, que siempre dejaban la casa más desordenada que antes. Nada más entrar, Morgan percibió el olor a polvo. Ella, con un pañuelo en la cabeza, se hallaba en el comedor limpiando los retratos de sus antepasados. Varios caballeros ceñudos con levitas del siglo XIX se encontraban apoyados contra las sillas. Bonny, nada intimidada, les restregaba la cara con la misma energía que tiempo atrás había empleado con sus hijas. Morgan se quedó en el vano de la puerta observándola.

Ella estrujó la esponja, se secó la frente con el dorso de la muñeca y levantó la vista.

—¿Morgan? ¿Qué pasa? —preguntó.

—Emily está embarazada.

Durante el instante que a Bonny le llevó asimilar la noticia, Morgan vio que se había expresado mal; era fácil que ella la malinterpretara. Podía decir: «Vaya, ¡qué bien!, deben de estar emocionados.» Pero no, le comprendió perfectamente. Abrió la boca. Se puso pálida, opaca. Retrocedió y le arrojó la esponja, que, mojada, tibia y áspera como algo vivo, le rozó el pómulo. Se quedó impresionado, en parte. (¡Qué mujer! Directa como una especie de descarga eléctrica.) Pero nunca había soportado que le golpearan la cara. Se sintió amarga y gloriosamente enfadado, y libre además. Dio media vuelta y salió de la casa.

En la ferretería apartó a Butkins al pasar y fue directo al teléfono.

—¿Emily? ¿Puedes hablar? —preguntó.

—Sí, Leon está cargando el coche.

—Bueno, se lo he dicho.

—¿Y ella qué ha dicho?

—En realidad, nada.

—¿Está muy enfadada?

—No. Sí. No sé. Emily, ¿has hablado con Leon?

—No, pero voy a hacerlo.

—¿Cuándo?

—Pronto. Ahora mismo tenemos una función en la biblioteca. Tendré que esperar a que haya terminado.

—Pues no entiendo por qué.

—Tal vez se lo diga esta noche.

—¿Esta noche? Cariño, lo mejor es terminar cuanto antes con todo esto.

—Es que…, ya sabes, hay que esperar al momento apropiado.

Después de colgar, Morgan sintió de repente miedo de que ella no se lo dijera nunca. Se imaginó obligado a dormir el resto de su vida en el sofá de la oficina: un hombre desgreñado, descuidado. Como alguien que ha caído entre dos de esas piedras que sirven para atravesar los ríos, había dejado a Bonny sin estar todavía seguro de Emily. No se imaginaba viviendo como un soltero.

Se sentó un rato, tamborileando los dedos sobre el escritorio. Tenía una imperiosa necesidad de escribir cartas. Pero, ¿a quién podía escribirle? Se preguntó cómo recuperar su archivador. Seguramente Bonny no haría nada irreflexivo, ¿no? ¿Quemarlo? ¿Tirarlo a la basura? Ella sabía lo mucho que significaba para él.

Al final se levantó y bajó. Butkins estaba fuera, atendiendo a un cliente. En primavera, ponían parte de las mercancías en la acera. Semillas, bolsas gigantes de turba y fertilizantes. Miró por el escaparate y lo vio colocando con sumo cuidado una caléndula en una bolsa de papel. Se apartó y se dirigió al almacén. Había cajas de herramientas de jardín en espera de ser desembaladas. Abrió una y sacó docenas de desplantadores, que apiló en el suelo. Abrió las otras y sacó tijeras de podar, estirpadores, brillantes ruedas dentadas para cortar el césped. El almacén se convirtió en una maraña de hojas cromadas y mangos de madera pintados.

Butkins entró y dijo:

—Hummm…

Morgan examinaba todo lo que había sacado. Luego hizo palanca para abrir la tapa de otra caja y sacó unas tijeras de jardín que venían en un estuche de cartón.

—Señor Gower —dijo Butkins—, hay algunas cosas suyas en la acera.

—¿Cosas?

—Parecen… objetos personales. Ropa. También un perro.

—¿Cómo han llegado allí?

—La señora Gower eh… los ha dejado.

Morgan se enderezó y cruzó la tienda detrás de Butkins hasta la acera: un mar de sombreros y ropa. Una vieja con un bastón estaba probándose un salacot. Harry, que nunca había sido un perro muy guardián, le sonreía con la lengua fuera, sentado encima de la camisa de vestir a rayas rojas modelo Noche de paz, noche de amor… de Morgan.

—Usted perdone, señor Gower, pero no sabía qué hacer —dijo Butkins—. Todo ha ocurrido tan deprisa. Su señora ha arrojado todo esto y una parte ha caído encima de los plantones.

—Sí, pero ¿por qué el perro? —preguntó Morgan.

—¿Cómo dice?

—El perro, el perro. No es mío, es de mi madre. Nunca me ha gustado. Babea. ¿Por qué me ha dejado el perro?

—Pues, por aquí, como puede ver, también hay algunas prendas.

—No está bien. Yo no quiero un perro.

—Hay sombreros y ropa de dormir.

—¡Vuelva aquí! —gritó Morgan a la vieja, que se alejaba con su salacot. Se lo había puesto mal. Demasiado echado hacia adelante, no tenía ni idea del ángulo correcto—. ¡Vuelva con mi salacot!

Pero ella se alejaba cada vez más aprisa, como si tuviera ruedecitas. Considerando su edad y el bastón, Morgan no pudo menos de maravillarse.

—¿Quiere que vaya tras ella? —preguntó Butkins.

—No, ayúdeme a entrar estas cosas. Pronto estaremos rodeados de gente.

Butkins se agachó para recoger un fardo de ropa, pero se detuvo cuando Morgan comentó:

—Apuesto a que ni siquiera sabe humedecerlo.

—¿Cómo dice?

—Si mojas el salacot con agua caliente, enfría la cabeza por un proceso de evaporación.

—¿Quiere que vaya tras ella entonces?

—No, no.

—¿Estas botas también son suyas?

—Sí, todo —dijo Morgan. Recogió un montón de sombreros y siguió a Butkins a dentro—. En realidad, mirándolo bien, no ha traído todo mi guardarropa. ¿Dónde está mi gorro de gnomo? ¿Y mi sombrero mexicano?

—¿Están pasando un mal momento la señora Gower y usted? —preguntó Butkins.

—En absoluto. ¿Por qué me lo preguntas? —dijo Morgan.

Volvió a salir en busca de otro montón de sombreros y tuvo que espantar a dos chiquillos interesados en una chaqueta de piel de cordero.

—Ven, Harry —le dijo al perro—. Butkins, vamos a necesitar las cajas de cartón del almacén.

Hicieron seis viajes en total. Bonny, en realidad, no había olvidado nada. Morgan encontró el archivador debajo de una capa. Halló también el gorro de gnomo, el sombrero mexicano y hasta un tricornio napoleónico que había olvidado por completo. Le sacudió el polvo y se lo probó. Echó un vistazo a su imagen en la superficie niquelada de la caja registradora. Bajo un borde de tres picos miraba ojeroso un rostro barbudo. Era deprimente. ¡Qué farsa! ¡Qué ridículo! Siempre había estado, incluso en su infancia, loco por los sombreros. De pequeño, para irse a dormir usaba cascos de bomberos y tocados indios a base de plumas. Y aquello no era mucho mejor. Se arrancó el tricornio y lo arrojó al suelo.

—¡Ay! —dijo Butkins—. Es antiguo.

—Lo detesto.

—No querrá usted que se le ensucie —comentó Butkins mientras lo recogía.

—Ya está sucio. Puede quedárselo.

Sin embargo, Butkins, al parecer, no lo quería. Le echó una mirada dubitativa e incómoda, y lo depositó cuidadosamente en el mostrador, junto a una linterna de muestra.

7

A la hora de comer, cuando se quedó solo en la tienda, Morgan volvió a marcar el número de los Meredith. No respondió nadie. Seguramente todavía no habían vuelto de la función. Dejó que el teléfono sonara una y otra vez. Harry estaba echado a sus pies, con el hocico entre las patas y los ojos levantados hacia Morgan.

Cuando volvió Butkins, Morgan decidió no salir a comer: no tenía hambre. En lugar de subir a la oficina, se quedó cerca de él tratando de consolarse un poco con su presencia, mientras observaba mudo las insulsas transacciones domésticas que se llevaban a cabo: compra de pintura, clavos, un gancho para una puerta mosquitera, la devolución de un interruptor defectuoso. Notó que, cuando no había clientes, Butkins caía en una especie de trance; miraba al vacío y suspiraba, mientras se tocaba el lóbulo de la oreja. Quizá pensara en su mujer, que padecía una enfermedad lenta y progresiva. Morgan no se acordaba del nombre; tenía algo que ver con los músculos. Ya no podía caminar. Y en el hijo que se le había muerto atropellado por uno de esos conductores que se dan a la fuga. Morgan recordó el funeral y se preguntó cómo había podido soportarlo Butkins, de dónde sacaba las fuerzas para volver a abrir los ojos cada mañana, vestirse, obligarse a bajar para comer un poco y dirigirse a la ferretería. Seguramente sólo sentiría desdén por Morgan. Pero cuando salió de su trance y se encontró con la mirada de Morgan fija en él, le sonrió con amabilidad.

—¿Por qué no se va? —le preguntó Morgan—. Tómese la tarde libre.

—Pero mi día de fiesta es el miércoles.

—No importa, tómese una tarde.

—No, mejor me quedo.

Y, dado lo que sucedió, fue una suerte que se quedara. A eso de las tres apareció Jim, el marido de Amy. Por lo concentrado de su aspecto cuando cruzó la puerta, con su traje gris de abogado y un portafolios de cuero, Morgan supuso que lo enviaba Bonny. Era evidente que lo sabía todo. Tenía el rostro estirado, surcado por largas y severas líneas.

—¿Dónde podemos hablar? —le preguntó a Morgan.

—Pues, en mi oficina, supongo.

—Vayamos allá.

Jim se encaminó directamente hacia el despacho, seguido de Morgan. Más que caminar parecía dejarse llevar, mientras avanzaba por el corredor rozando ligeramente reglas en «T» y martillos. Morgan se preguntó, despreocupadamente, cómo manejaría Jim el asunto. ¿Se había preparado alguna vez para semejante conversación? Subieron las escaleras y su yerno tomó asiento en el sillón giratorio. Morgan tuvo que sentarse en el sofá, como un aspirante a lo que fuera. (Seguro que en la facultad les enseñaban esta estrategia.) Morgan se arregló la raya de los pantalones y le sonrió enseñando todos los dientes. Jim no le devolvió la sonrisa.

—Bien, ya me he enterado de las novedades —le dijo a Morgan.

—Sí, me lo imaginaba.

—Morgan, nadie tiene muy claro qué piensas hacer ahora.

—¿Hacer?

—Sí, qué pasos piensas dar.

—Ah.

Jim esperó. Morgan continuó sonriéndole.

—¿Morgan?

—Bueno, de momento, es probable que tenga que dormir en este sofá —dijo Morgan—. No es la cama ideal, con estos malditos botones, moñetes o como quieras llamarlos…

—No te estoy preguntando por tu colchón, Morgan. Te pregunto en qué tipo de arreglo piensas.

—¿Arreglo?

—¿Le has dicho a la otra que asumes la responsabilidad?

—Jim, no es «la otra». Es Emily, la conoces. Y por supuesto asumo la responsabilidad.

—Morgan, no me gusta obrar sin tacto.

—Pues no lo hagas —dijo Morgan.

Jim se echó hacia atrás en el sillón giratorio, estudiándolo. Tenía el portafolios sobre las rodillas, a modo de escritorio. Pese a que ya hacía tiempo que había sustituido los jerséis de cuello de cisne por trajes, no había perdido su aspecto de maniquí. Incluso ahora que estaba encaneciendo, lo hacía como un maniquí: una elegante sombra plateada en las sienes. Jim tamborileó pensativo en el portafolios.

—¿Te das cuenta —le dijo a Morgan— de que no eres el primer hombre al que le pasa algo así?

—¿Ah sí? ¿No lo soy?

—No le veo la gracia, Morgan.

—No, no… Lo que quiero decir es que yo soy el primer hombre al que le pasa precisamente de este modo. O, mejor dicho, que es la primera vez que me pasa a , y a ella. Es absurdo tratar de meternos en un diagrama.

Jim suspiró.

—Empecemos de nuevo —dijo.

—De acuerdo.

—Morgan, tú sabes que Bonny esta mañana al enterarse se ha enfadado terriblemente. Pero yo le he dicho que no es el fin del mundo. No es motivo para que un matrimonio se separe. ¿Lo es? Cálmate, le he dicho. Claro que le llevará un tiempo perdonarte. Es un golpe para todos… Amy, Jean… ahora te juzgarán con mucha dureza…

Morgan asintió, tratando de parecer razonable. Naturalmente tenía que haber previsto que las chicas se meterían en el asunto. Desde luego eran leales a Bonny y debía parecerles terrible lo que él había hecho. No, no las culpaba en absoluto. Pero con todo, se sintió un poco dolido al imaginarse a Bonny rodeada por un tropel de hijas cacareantes. ¡Cómo se precipitaban hacia las escenas trágicas y melodramáticas! Se acordó de Susan, la más conflictiva de todas sus hijas, que se había pasado una larga y pesada adolescencia discutiendo con Bonny. Volvía de la universidad los fines de semana y apenas Morgan había sacado del coche la ropa que ella traía para lavar, cuando Susan ya volvía a salir hecha una furia. «No volveré nunca más, nunca. He sido una idiota al intentarlo.» «Pero, ¿qué ha pasado?», le preguntaba él sorprendido. La muchacha le arrebataba de las manos la bolsa con la ropa, la arrojaba dentro del coche y ponía en marcha el motor. «Pero ¿cómo ha podido suceder tan deprisa?» preguntaba Morgan a las luces traseras que se alejaban. ¡Combustión espontánea! ¡Pedernales milagrosamente magnetizados! ¡Las dos se lanzaban al combate con tanto entusiasmo!

Era como si hubiera terminado con todo aquello. En su mente, Emily lució transparente y serena como un estanque.

—Pienso pedirle a Bonny el divorcio —le dijo a Jim.

—Morgan. Por Dios, Morgan. Hombre, mira…

—Supongo que no harás descuentos a los familiares, ¿no?

—Yo no me ocupo de divorcios.

—Ah.

—Pero Morgan… Dios mío, Morgan, ¿qué se te ha metido en la cabeza? ¡Vas a arrojarlo todo por la borda!

—Ya se lo he dicho a Emily —dijo Morgan—. Voy a cuidarme de ella, de Gina y del bebé. No puede quedarse así con su marido, me lo ha dicho. Y no tiene a nadie más a quien recurrir. Mira, me doy cuenta de que me he portado mal, Jim, pero ésta es una de esas cosas en las que, hagas lo que hagas, siempre es bueno para unos y malo para otros. Quiero decir que no puedo ser virtuoso en todos los frentes de esta situación, ¿no?

—Escucha, Morgan —dijo Jim, inclinándose sobre su portafolios como si fuera a contarle un secreto—, la vida no siempre es una película para mayores de dieciocho años.

—¿Cómo dices?

—Quiero decir que, por lo general, es más bien… bueno, una para mayores de trece años, diría yo: un poco de cama y otro poco de ir a comprar. No querrás echarlo todo a perder por el amor de…

Morgan buscó los cigarrillos. ¿Qué suponía Jim? A fin de cuentas la vida con Bonny no era exactamente apta para todos los públicos; pero decidió no decirlo en voz alta. Le ofreció un cigarrillo. Jim no fumaba, pero de todos modos aceptó uno y esperó a que Morgan encendiera la cerilla.

—Mira, lo que estoy tratando de decir…

—Sé lo que tratas de decir —dijo Morgan—; pero te equivocas. Ya he tomado una decisión, Jim, y no pienso volverme atrás. Tengo la sensación de… estar virando, como si agarrara mi barca y diera una vuelta brusca para cambiar de rumbo y tomar uno nuevo, completamente distinto. ¡No está mal! ¡No es una sensación desagradable! ¡No me harás desistir!

Mientras hablaba, se sentía embriagado por su propia determinación. Apenas si podía esperar a que Jim se largara para ir a ver a Emily y resolver todo aquello para siempre.

8

Tuvo dificultades para meter al perro en la camioneta; a Harry no le gustaba viajar. Tuvo que arrastrarlo por la acera, con las uñas chirriando contra las baldosas; pero no podía dejarlo en la tienda porque Butkins había empezado a estornudar. Levantó a Harry, lo metió en el vehículo empujándolo por el rabo y cerró la puerta. Después regresó a la ferretería.

—No sé cuánto tardaré. Si a la hora de cerrar aún no he regresado, cierre usted, por favor. Y no deje que nadie toque mi ropa.

Era la hora de la tarde en que los niños salen de las escuelas para irse a casa: pequeños escolares con sus carteras, jóvenes estudiantes de instituto con anoraks holgados del ejército y chicas con peines de plástico asomándoles por los bolsillos de los tejanos. Los adolescentes se arremolinaban en las esquinas entorpeciendo el tráfico.

En Crosswell Street las madres esperaban en los umbrales. Se hacían sombra en los ojos con una mano y charlaban del tiempo y de lo que pensaban poner para cenar. Una gorda en combinación había abierto una lata de cerveza y la hacía circular. Unas palomas azuladas se apiñaban en torno a una bolsa de palomitas de maíz.

Morgan entró en el edificio de Artesanías Diversas arrastrando a Harry. El perro se resistía gimiendo, pero Morgan lo obligó a subir la escalera tirando de él gracias a una cuerda que había cogido de la tienda. Llamó a la puerta de los Meredith. Abrió Emily.

—Qué bien. Ya habéis regresado —dijo.

Y entró.

—¿Morgan? ¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a resolver esto de una vez. —Se detuvo en el recibidor y miró a su alrededor buscando a Leon—. ¿Dónde está?

—Ha ido a recoger a Gina.

—¿Se lo has dicho ya?

—No.

Morgan se volvió para mirarla. Emily se retorcía las manos.

—No puedo —dijo ella—. Tengo miedo. Tú no sabes el carácter que tiene.

—Emily… Siéntate, Harry. Siéntate, maldición. Emily, ¿qué estás diciendo? —preguntó. Le costó lo suyo, pero dijo—: ¿Preferirías no hacerlo? ¿Preferirías seguir como hasta ahora y que los dos… lo resolvierais de algún modo? Dime si es verdad, Emily. Sólo dime qué quieres de mí.

—Quiero estar contigo. Ojalá pudiéramos irnos lejos.

—Ah —dijo él, y enseguida quedó fascinado por la idea—. ¡Sí! ¡Escapar! ¡Sin equipaje, sin destino fijo…! ¿Querrá venir Gina? ¿Qué crees?

—No lo sé —dijo Emily, tragando—. Lo que me preocupa es decírselo cara a cara. Tal vez podría ir a una cabina y llamarlo, decírselo de lejos.

—Bueno, es una posibilidad.

—O podrías decírselo tú.

—¿Yo?

—Sí, podrías ponerte… detrás de una mesa o algo así, para que él no pudiera pegarte, y entonces soltarle la noticia.

—Preferiría lo de irnos lejos.

—Pero llevarnos a Gina: no puedo hacerle eso a Leon. Y nunca me iría dejándola.

—Muy bien. Se lo diré yo.

En ese momento dio por sentado que todo estaba arreglado y se metió en la cocina para sentarse y esperar a Leon. Pero Emily se lanzó tras él sin dejar de retorcerse las manos.

—Oh, no, ¿en qué estoy pensando? —dijo—. No sé por qué soy tan cobarde. Tengo que decírselo yo, naturalmente. Vete y vuelve más tarde, Morgan.

—Imposible. ¿No ves que tengo que arrastrar a este perro por todas partes?

—Tengo náuseas.

—Corazón, de verdad es muy sencillo. Somos adultos. Somos seres racionales. ¿Qué crees que va a pasar? ¿Puedes darme un poco de agua para Harry, por favor?

Emily sacó del armario un bol y lo llenó en el fregadero. Puso el agua delante de Harry, que empezó a dar lengüetazos. Después quitó su bolso de una silla y se sentó al lado de Morgan.

—Si nos escapamos, tendré que buscar otro tipo de trabajo —dijo Emily—, algo que no les ayude a seguir mi rastro. ¡Es tan fácil dar con un teatrito de títeres en cualquier feria o tómbola parroquial!

—Bien, pues. No puedes huir. ¿Qué harías sin tus títeres?

—Puedo arreglármelas bien sin ellos.

—No, no…

—Nunca he pensado en seguir con los títeres toda la vida.

—Por supuesto que seguirás con ellos, cariño.

Emily se hundió en la silla y empezó a frotarse las sienes con la punta de los dedos. Harry levantó la cabeza y salpicó de agua todo el suelo de la cocina.

—Cuida tus modales —le dijo Morgan.

Y cogió el bolso de Emily al otro lado de la mesa. Tenía un peso interesante. Por lo general sólo contenía las llaves y el portamonedas, pero los días que tenía función lo llenaba cuidadosamente con material selecto. Morgan pensó que uno podía vivir de ese bolso todo un mes en el desierto. Rebuscó dentro y sacó un ovillo de cuerda, un rollo de cinta adhesiva, la navaja del ejército suizo, un par de alicates…

—¿Para qué es esto? ¿Y esto? —no paraba de preguntar.

—Creo que voy a vomitar —dijo ella.

—¿Qué es esta bolsita tan pequeña?

—Son las rosquillas para la cesta de Caperucita.

—Ah, sí, fantástico.

Morgan empezaba a sentirse más que contento. Volvió a guardarlo todo en el bolso y se puso a tararear marcando el ritmo con las rodillas, mientras miraba a su alrededor en busca de alguna novedad.

—¿Qué tal funcionan los quemadores? —preguntó.

—Bien.

—¿Has visto? Te dije que lo único que hacía falta era desobstruirlos.

Tarareó unas estrofas más. Luego dijo:

—¿No quieres saber por qué tengo este perro conmigo?

Ella no parecía interesada. Él continuó:

—Lo ha traído Bonny. Lo ha tirado todo en la acera: sombreros, ropa, las instrucciones del aspirador y… a Harry. Pero Harry es de mi madre, ella siempre ha tenido perro. Éste debe de ser el décimo o vigésimo. ¿Cuál tenía cuando nos conocimos? ¿Elmer? ¿Lucille? No les presta la más mínima atención, nunca los cuida; soy yo el que los pasea… Pero siempre tiene uno y supongo que seguirá teniéndolos. Así son las cosas en casa. ¡Las cosas extra! ¡Un montón de extras innecesarios! Esto de Harry, ¿sabes?, es el desquite de Bonny. Sí, sí, sabía muy bien lo que hacía: llenar mi vida de desorden. Me sorprende que no me haya dejado también el gato.

—Yo siempre he querido un perro —dijo Emily, inesperadamente.

—¿Eh?

—Pero no pude tenerlo porque mi madre era alérgica.

—Sí, Butkins también tiene el mismo problema: alergia.

—¿Butkins?

Oyeron que se abría la puerta del piso. Emily se sentó, rígida.

—Mamá —dijo Gina—, adivina qué he sacado en el examen de ciencias. Hola, Morgan. ¿Qué hace Harry aquí?

—Lo he traído a tomar una copa. Dígame, señorita Gina —dijo Morgan—, ¿qué ha sacado usted en el examen de ciencias?

—Un diez —dijo ella. Le rodeó el hombro con el brazo y miró a Harry, que estaba rascándose las pulgas.

Entró Leon.

—Hola, Morgan —dijo.

—Leon.

—¿Te has tomado la tarde libre?

—Sí, bueno hay algo que quiero discutir contigo.

—¿Qué? —preguntó Leon.

Morgan le echó una mirada a Gina. Ésta había bajado el brazo, pero continuaba allí, tan cerca que él podía oler su salado y estival olor a sudor fresco y chicle. Se rascó la cabeza.

—Leon —dijo—, ¿quieres… acompañarme a pasear el perro?

—¿A qué?

—A pasear el perro.

Leon miró al perro, que meneaba el rabo.

—Si no quieres, no ¿eh? —dijo Morgan—. ¿Quieres?

—De acuerdo, Morgan —dijo Leon, tranquilamente.

Morgan se puso en pie, se remetió la camisa por dentro del pantalón y se acomodó el panamá. Salieron juntos del apartamento. En el momento en que Leon cerraba la puerta, Gina gritó:

—¡Espera!

—¿Qué pasa?

—Os olvidáis del perro.

—Oh —dijo Morgan.

Retrocedió torpemente para coger la cuerda de Harry que le tendía la niña.

Bajaron las escaleras y salieron a la calle. La hora punta del tráfico acababa de empezar. Pasaban camiones vibrando, coches con conductores solos y decididos y taxis con mujeres sumergidas entre paquetes. Tardaron un rato para poder cruzar la calle y enfilaron hacia el norte. Leon guiaba la marcha, con los brazos sueltos a los lados y caminando de una forma relajada y confiada que a Morgan le produjo una punzada súbita.

—Bueno —dijo Morgan.

Esperó a que Harry terminara de olfatear hasta encontrar un lugar adecuado en la hierba. Leon enderezó un cartel con el poste torcido.

—Me resulta un poco difícil —dijo Morgan.

—Dilo, Morgan.

—Se trata de Emily.

Continuaron andando. Morgan se acordó de las viejas del barrio donde se había criado: nunca comunicaban directamente una muerte, sin antes preparar al individuo. Iban plantando pequeñas semillas de información y las dejaban madurar el tiempo necesario para que el familiar las asimilara. Morgan confiaba en que el nombre de Emily obrara como una semilla. Sin duda Leon parecía estar dándole vueltas en su cabeza. Aunque no venía ningún coche, se pararon a esperar que cambiara la luz del semáforo.

—Emily y yo… —dijo Morgan.

Cruzaron la calle. Evitaron una botella de whisky rota.

—Está esperando un niño —dijo Morgan.

Leon no aflojó el paso. Morgan lo miró por el rabillo del ojo y vio su rostro imperturbable.

—Lo sabías todo, ¿no? —dijo Morgan.

—No —dijo Leon—, lo del niño, no.

—Pero el resto, sí.

—Sí.

—Y… ¿cómo?

—Por ósmosis, quizá. Por una cosa u otra…

—Tienes que creerme —dijo Morgan—. Jamás he tenido la intención de hacer daño. De verdad, no sé cómo explicarlo… Quiero decir que, sabes, día tras día no parecía tan terrible. Pero comprendo cómo debe de ser visto desde fuera.

—¿Qué planes tienes? —preguntó Leon, cortésmente.

Se detuvieron y se quedaron cara a cara, con Harry sentado entre ambos. Si Leon iba a ponerse violento, aquel era el momento. Pero, por supuesto, no lo hizo. Morgan nunca había comprendido por qué Emily pensaba que lo haría. Seguramente se había equivocado, había sufrido uno de esos extraños fallos que con frecuencia aquejan a las personas casadas. O quizá hablaba de un Leon más joven; esta posibilidad también se le ocurrió a él. Morgan, viendo una persona que ya no existía y de la que había oído hablar hacía años, apartó la mirada. Suspiró y se tiró de la nariz.

—Bueno —dijo—, si estás de acuerdo, creo que me llevaré a Emily y a Gina a otra ciudad. No sé.

—¿Quieres el piso?

—¿Tu piso?

—¿Quieres los títeres, el teatrito, el trabajo? ¿Quieres que me vaya yo?

—No, claro que no. Sería incapaz de pedirte…

—De verdad, ¿para qué necesito yo todo eso? Quédatelo.

—Pues…

—Quédatelo.

—Bueno, si lo prefieres —dijo Morgan.

Entonces Leon dijo:

—Ah, por Dios, Morgan.

Lo dijo cansado, hastiado, pero sin agresividad.

Aun así Morgan se acobardó.

Cuando reemprendieron la marcha, lo hicieron en dirección contraria, hacia la casa. Pasaron por delante del restaurante Eunola, donde tan a menudo habían parado los tres a tomar café. Luego llegaron a la lavandería, donde Morgan se había detenido infinidad de veces para observar cómo Emily y Leon salían con el bebé. Pensó que aquélla no era tanto una historia de amor como de amistad, y sintió una gran tristeza por la figura paciente y pesada de Leon, que caminaba detrás. (¿Dónde estaba aquel muchacho delgado y cetrino que había descorrido el telón para pedir un médico? ¿Volvería Emily a tener alguna vez la mirada sesgada que le había lanzado a Morgan la primera vez?)

Cruzaron la calle y entraron en el edificio. Cuando Morgan vio la escalera, por un momento creyó que no podría con ella. Estaba exhausto y le dolía el pecho. Pero sucedió algo extraño: a medida que subía, también su ánimo comenzó a elevarse. Se apresuró y subió los peldaños de dos en dos, dejando atrás a Leon. Ansiaba seguir adelante, quería empezar su nueva vida.