Cuando llegaba la primavera, Emily empezaba a pasear. Durante toda la primavera y el verano, caminaba por callejuelas, cruzaba parques descuidados, atravesaba almacenes que olían a encurtidos y a ajo. Entraba por una puerta y salía por otra, para emerger en alguna calle desconocida llena de camiones de reparto, de cajones de embalaje amontonados y de obreros de la construcción que perforaban el pavimento con martillos neumáticos. Sus zapatillas de ballet, casi silenciosas, avanzaban con ligereza al compás de la música que tenía ella en la cabeza. Le gustaban las canciones de despedida, de mujeres que recogían sus cosas y se iban y de hombres que se despertaban y encontraban la cama inesperadamente vacía. «Si pierdes el tren en que voy, sabrás que me he marchado…» Se deslizaba entre dos niños que comían palomitas de maíz. «Uno de estos días ya no estaré, me llamarás y me habré ido…» Tropezaba con una mujer que llevaba la bolsa de la compra llena de botellas y seguía andando sin disculparse. «Sé que me echarás de menos, vaquero, cuando me haya…» Marchado, marchado, marchado: sus zapatillas marcaban el ritmo. Al principio, y todos los días igual, caminaba deprisa, pero luego se relajaba y, poco a poco, aflojaba el paso. Pensaba en Leon, en cómo la chaqueta le colgaba de la curva ancha y sutil de los omóplatos; en lo definitivas que sonaban sus palabras, más seguras que las de otra gente, pronunciadas con una voz uniforme y una autoridad especial; en cómo mantenía siempre la boca cerrada sin apretarla, relajada y amable. Por alguna razón, a ella aquella boca le daba una idea de los secretos que bullían en su interior.
Emily suspiraba y al final volvía a casa.
A menudo, durante estos paseos era seguida por Morgan Gower: un sombrero de cuero de ala ancha y una barba revuelta trotaban detrás de ella. Si Emily se detenía para que él la alcanzara, se ponía muy pesado. Morgan había entrado en una nueva etapa, tenía una nueva fijación. Era inofensivo, de veras, pero molesto. Era capaz de presentarse en cualquier parte, abrir los brazos en mitad del Mercado de Pescado de Broadway y sonreírle rebosante de alegría: «Anoche soñé que te ibas a la cama conmigo.» Ella chasqueaba la lengua y se alejaba. Salía, caminaba hasta la otra esquina, cortaba por un callejón junto a un camión de basura, y él la seguía guardando la distancia. Su sombrero doblaba las esquinas como un platillo volante que girara horizontalmente, mientras el resto de su persona deambulaba debajo. Si echaba una mirada hacia atrás, ella no podía evitar reírse. Luego volvía otra vez la cabeza; pero él ya se había dado cuenta y también se reía. ¿No veía que ella tenía en la cabeza otros problemas? Emily estaba pendiente de Leon como quien viaja debajo de una nube. Primero caminaba, después deambulaba y, por último, se paseaba preocupada por los enredos y complicaciones de la vida con Leon. El amor no era una comedia, sin embargo allí estaba Morgan riéndose. Al final, Emily se daba por vencida y se detenía una vez a esperar. Él se acercaba y le señalaba un rótulo de neón que se balanceaba en lo alto. «¡Mira! Hostal La-Trella. ¡Habitaciones por días y semanas! Subamos ahora mismo.»
—Morgan, por favor.
Incluso delante de Leon. ¿Qué demonios pensaba Morgan que estaba haciendo? Delante del sombrío Leon de ceño fruncido, decía: «Emily, ve a buscar tu cepillo de dientes. Nos vamos.» Cuando oía música en alguna parte, por ejemplo en la radio de un coche que pasaba, la cogía por la cintura y bailaba. Últimamente bailaba sin cesar. Parecía que sus pies no pudieran estarse quietos. Nunca le había visto comportarse tan tontamente.
Por suerte Leon no se lo tomaba en serio.
—Le resultará peor de lo que espera —le decía a Morgan.
Sin embargo, Emily le dijo:
—Morgan, me gustaría que no bromeara así delante de Leon. ¿Qué va a pensar?
—¿Qué va a pensar? Que te estoy robando furtivamente —dijo Morgan, mientras daba vueltas por la cocina, donde Emily lavaba los platos y tenía todos los armarios abiertos—. ¿Qué vas a llevarte? ¿Estos platos? ¿Este bol? ¿Esta jarra de plástico para el zumo de naranja?
Con las manos enjabonadas metidas en la fregadera, Emily lo miró fijamente.
—Morgan —le dijo—, ¿nunca se siente cohibido?
—Pues… —dijo él.
Cerró la puerta del armario y se tiró de la barba.
—Es una pregunta muy interesante —dijo—. Me alegro de que me la hayas hecho. En realidad… sí.
—¿Sí? —Emily parpadeó.
—En realidad, contigo sí.
Se quedó ante ella sonriendo. Había en él cierta torpeza que, de repente, le hizo ver a Emily cómo habría sido de niño: uno de esos muchachos patosos que no saben de qué hablar con las niñas o que, quizá, por puro nerviosismo, hablan demasiado, que relatan compulsivamente el argumento completo de las películas de que hablan o que explican cómo funciona un motor de combustión interna. Fue una sorpresa, nunca se lo había imaginado así. Y, en todo caso, lo más probable era que estuviera equivocada, porque al cabo de un instante volvía a ser el Morgan de siempre: una especie de payaso gris jaspeado, que parpadeaba y se mecía bailando por toda la cocina.
Por lo menos la hacía reír.
Atravesó todo el verano caminando y se internó en el otoño. Por descontado, también hacía otras cosas. Daba funciones de títeres, cosía trajes, ayudaba a Gina en los deberes. Pero por la noche, al igual que los jugadores compulsivos de ajedrez ven tableros en sueños, ella, cuando cerraba los ojos, veía un laberinto de calles y de tráfico. Los más mínimos detalles de sus paseos volvían a visitarla: el ruido de una pisada sobre la tapa de una boca de alcantarilla, el destello de la mica sobre el hormigón y las bocas de riego del Bicentenario que proyectaban sus brazos atrofiados como bebés defectuosos. Abría los ojos, se incorporaba, acomodaba la almohada.
—¿Qué pasa? —le preguntaba Leon.
Podía responder muchas cosas, todas ciertas. A veces le decía que en su matrimonio había algo terriblemente malo, desacompasado, pero que no sabía qué. Quizá, le respondía Leon, pero ¿qué quería que hiciera él? Para él no había nada en el mundo capaz de hacerla verdaderamente feliz, a no ser, tal vez, que consiguiera ordenar a su gusto todo el sistema solar y que ni un solo planeta la desobedeciera. ¿Era eso lo que esperaba de él?, le preguntaba. Emily guardaba silencio.
Otras veces le decía que estaba preocupada por Gina. No le parecía normal que una niña de nueve años fuera tan seria. Le destrozaba el corazón verla siempre pendiente del humor de ellos dos, observando de lejos, intentando que no se pelearan. Pero Leon decía que la niña estaba creciendo, que eso era todo. Es natural, decía. Déjala tranquila.
Emily también le comentaba que las funciones ya no salían tan bien. Preparar cada función aprisa y corriendo era una especie de locura: los personajes se interrumpían de pronto, entraban a destiempo, parloteaban o se olvidaban del papel y se quedaban boquiabiertos como estúpidos. Los cuentos de hadas salían a empellones, cada línea por separado. Cuando Cenicienta bailaba con el Príncipe, sus cuerpos de tela se abrazaban, pero las manos se rehuían. Emily creía que el público se daba cuenta. Estaba segura. Leon decía que era ridículo.
Ganaban más dinero que nunca, hasta tenían que rechazar ofertas. Las cosas iban saliendo muy bien.
Emily, mientras dormía, soñaba que caminaba por una calle que giraba como un tiovivo y al despertar todavía estaba cansada.
A menudo, cuando tenía un trabajo que podía hacer a mano, se pasaba la mañana en Artesanías Diversas. Cosía sentada en un taburete, detrás del mostrador, mientras escuchaba las historias de la señora Apple, quien conocía a cientos de artesanos y sabía de sus vidas desordenadas y pintorescas. Con su tono jovial tan característico, podía hablar y hablar de gente que Emily no conocía. Ella se relajaba y observaba cómo las abuelas bien vestidas compraban sus títeres. Una vez fue de visita Victor, el hijo de la señora Apple. Ahora vivía en Washington y llegó sin avisar. Había engordado bastante y se había afeitado el bigote. Su esposa, una bonita mujer de espesa cabellera rubia, llevaba un bebé en brazos.
—Vaya, vaya, vaya —le dijo Victor a Emily, metiéndose los pulgares en los bolsillos del chaleco—, veo que sigues haciendo títeres.
—Sí, pero ahora son muy diferentes —respondió ella, sintiendo que tenía que defenderse—. El proceso es completamente distinto.
Pero cuando se levantó del taburete y se acercó a la mesa para enseñarle un rey de cara arrugada, era consciente de lo aburrida que debía parecerle: siempre en la misma casa, con el mismo trabajo y con el mismo tipo de ropa. De pronto sintió que las trenzas se le habían solidificado en la cabeza. Ojalá no hubiera permitido que Morgan Gower la convenciera de que volviera a ponerse las zapatillas de ballet. Ojalá Gina hubiera estado allí con ella, así tendría juntos todos los cambios. Victor saltó suavemente sobre las puntas de los pies y examinó al rey. Melissa, pensó Emily de repente. Melissa Tibbett, así se llamaba la niña del cumpleaños de la primera función, cuando Victor había puesto la voz al títere del padre que pregunta a sus hijas qué quieren que les traiga de sus viajes. Melissa sería ahora una adolescente, por lo menos tendría dieciséis años; para ella los títeres habrían quedado atrás. Emily volvió a dejar el rey sobre la mesa y le acomodó la capa de terciopelo.
—¿Qué tal Leon? —preguntó Victor—. ¿Trabaja mucho en el teatro?
—Pues no, no mucho. No, de momento, no mucho.
Victor asintió con la cabeza. Emily se sintió molesta ante la mirada condescendiente que le echó.
Aquella tarde sacó del armario la caja de cartón y desempaquetó las marionetas. Hacía años que se dedicaba a hacer pruebas con las marionetas. Le gustaba el desafío: era más difícil trabajar con ellas. Ella sola se las había ingeniado para montar los hilos, que pendían de una simple cruz hecha con palitos de helado. Había dos hilos para las manos, dos más para las rodillas, uno para la cabeza y otro para el trasero. (En las ferias había visto dobles y triples cruces, semejantes a biplanos, con media docena de hilos adicionales, pero ninguno parecía imprescindible.) Cogió una Caperucita Roja, su experimento de mayor éxito, y fue a la sala. Leon estaba en el sofá leyendo el periódico de la tarde y Gina escribía una redacción sobre un libro.
—Mira —dijo Emily.
Leon alzó la vista.
—No, Emily, otra vez con esas marionetas, no.
—Pero, mira. ¿Ves qué fácil?
Emily hizo que Caperucita Roja diera unos saltitos por el suelo, por encima del sofá, en la falda de Gina, que lanzó unas risitas. Después Caperucita se alejó haciendo cabriolas, mientras balanceaba una pequeña cesta amarilla ingeniosamente enganchada a su brazo.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Leon.
—Muy bonita, pero no es para nosotros —respondió él—. Nuestros títeres de siempre pueden hacer eso y más. Pueden dejar la cesta y volver a cogerla y no tienen todos esos hilos por medio.
—Oh, como mis muñecos para sombras chinescas. No quieres probar nada nuevo. Estoy cansada de los títeres de siempre.
—¿Ah sí? —preguntó Leon—. No puedes desconectar el mundo que te rodea cada vez que estás cansada de él.
Emily volvió a guardar las marionetas en la caja. A pesar de que tenía que preparar la cena, se fue a dar una vuelta. En la esquina de Crosswell y Hartley se detuvo debido al semáforo y Morgan Gower se le acercó. Llevaba un traje negro increíble, una camisa de cuello largo y un sombrero hongo tan viejo que parecía oxidado. Se tocó el sombrero e hizo una reverencia. Emily rió. Morgan esbozó una sonrisa detrás de su barba, pero, adivinando su estado de ánimo, no dijo nada. En realidad, cuando el semáforo volvió a ponerse verde, retrocedió. Aunque Emily era consciente de su presencia, Morgan se mantuvo a una prudente distancia y, mientras tarareaba, la vigilaba.
En octubre, Claire, una prima segunda de Emily, llamó a ésta para decirle que su tía abuela había muerto mientras dormía. Había donado sus restos para la investigación médica, dijo Claire (típico de tía Mercer; ella lo hubiera dicho con esas mismas palabras). No obstante, celebrarían un oficio, una ceremonia en el templo cuáquero. Emily pensó que debía asistir. Hacía doce años que no veía a tía Mercer, desde antes de casarse. Sólo intercambiaban tarjetas de Navidad con corteses y cariñosas notas debajo de la firma. Por supuesto que ir era ahora absurdo, pero aun así Emily canceló una función, dejó a Gina con Leon y se fue al sur en el Volkswagen.
Hacer sola un viaje de cuatro horas la ponía nerviosa, pero en cuanto entró en la autopista interestatal se sintió estupendamente. El aire le pareció más ligero y suave. Hasta le gustaba el tráfico que la rodeaba: ¡cuánta gente viajaba! Sin duda estaban allí día y noche, circulando sin cesar por el planeta, y ahora también ella se les unía por fin. Sonreía a todos los conductores. Estaba fascinada por los ordenados mundos privados que vislumbraba: mapas y animales disecados en el salpicadero, un pasajero que dormía con la boca abierta, un par de niños desenmarañando el pelo de su perro.
Salió de la interestatal y siguió viajando por carreteras cada vez más pequeñas, que serpenteaban primero por una rica zona agrícola y luego por otra más pobre. Pasó junto a unas barracas sin pintar erizadas de antenas de televisión, con patios llenos de cachivaches amontonados y carrocerías de automóviles; luego cruzó por unos bosques cobrizos llenos de maleza y de muebles desechados. Llegó a Taney a primera hora de la tarde. El pueblo seguía siendo tan pequeño que algunos de los hombres agachados delante de la estación de la Shell le resultaron familiares, parecía que ni siquiera hubieran envejecido, como si estuvieran pintados, sosteniendo soñadoramente un cigarrillo liado a mano. (Sus nombres afloraron otra vez a su mente: los Shuford, Grindstaff y Haithcock. Los había retenido en la memoria todos aquellos años sin saberlo.) Hojas de otoño volaban por la calle principal. Giró por Erin Street y aparcó frente a la casa pequeña y cuadrada en la que ella y su madre habían vivido con tía Mercer.
La sombra de los viejos y robustos árboles caía sobre el jardín, en el que no crecía auténtico césped, sino sólo unos trechos irregulares de llantén en la tierra rojiza, unos hierbajos que sobresalían de las jardineras de cemento, y un seto de boj que se alzaba sobre un mantillo de hojas y despedía un olor pesado y denso. ¿Dónde estaban los macizos de flores de tía Mercer? Siempre tenía alguno en flor, incluso en esta avanzada época del año. Emily subió los peldaños del porche y se detuvo, sin saber si llamar o entrar directamente. En aquel momento la puerta se abrió de golpe y Claire dijo:
—¡Emily, guapa!
No había cambiado. Era regordeta y tenía cara de buena, con unos ricitos grises que le caían en forma de borla sobre la frente y la nuca. Llevaba un holgado vestido azul marino que casi no formaba pliegues y unos pesados zapatos negros con los dedos al aire:
—No te quedes ahí, tesoro. ¿Dónde está la familia?
—Los he dejado en casa —respondió Emily.
—¡Que los has dejado! ¿Has hecho tú sola todo el viaje? Ay, y nosotros que pensábamos conocer a tu hijita…
Emily no se imaginaba a Gina en aquella casa. No, no funcionaría; no lograba asociar a la niña con aquella casa. Siguió a Claire por el recibidor, con su característico olor a periódicos viejos, y entró en la sala. Los muebles eran oscuros y toscos. La habitación estaba tan abarrotada de cosas que Emily casi no vio a las dos personas sentadas en el hundido sofá marrón: Claude, el marido de Claire, y tía Junie, su madre, una enorme anciana que también vivía en la casa. Ninguno de ellos era pariente consanguíneo, pero se inclinó para besarlos en la mejilla. Los había visto por última vez, sentados en el mismo sofá, al volver a casa tras la muerte de su madre. Parecía que se hubieran quedado allí desde entonces, abandonados y hundidos como muñecos de trapo. Cuando Claude se estiró para darle una palmada en el hombro, el resto de su persona siguió apoltronada en los cojines; su mano parecía desproporcionadamente larga y alejada del cuerpo.
Tía Junie dijo:
—Ah, Emily, cómo has crecido, estás hecha toda una mujer…
Emily se sentó en el sofá entre ambos y Claire en una mecedora.
—¿Has comido? —le preguntó ésta a Emily—. ¿Quieres lavarte? ¿Una Coca-Cola? ¿Un poco de cuajada?
—Estoy bien —respondió Emily.
Se sentía pecaminosamente bien, más grande, más fuerte y menos necesitada que los tres juntos. Cruzó las manos sobre su bolso. Se produjo un silencio.
—¡Qué bien estar aquí otra vez! —dijo ella.
—¿Verdad que a tía Mercer le hubiera encantado? —preguntó Claire.
Se produjo un pequeño conato de movimiento; no sabían de qué hablar.
—Sí, le hubiera encantado verte sentada aquí —dijo tía Junie.
—Ojalá hubiera sabido que vendrías —dijo Claire—. ¡Ojalá hubieras venido antes de que pasara a mejor vida!
—Pero no ha sufrido nada —dijo Claude.
—Ah, sí. Se ha ido como quería.
—Sí, le había llegado su hora, bueno, ha sido de la mejor manera.
Claire dijo:
—Todos esos problemas con las articulaciones, Emily, tú no sabes. La artritis era cada vez más fuerte, le habían salido unos bultos y protuberancias en los nudillos. A veces casi no podía ni hacerse la comida, pero ya sabes cómo era: se negaba a rendirse. A veces no podía abotonarse la ropa ni marcar un número de teléfono, y mamá con ese codo que tiene… Yo le decía: «Tía Mercer, deja que me quede aquí un tiempo.» Pero ella me decía: «No. No. Ya puedo.» Le gustaba dar de comer a su gato ella misma. Decía que si le daba otro la comida, no comía; lo que no era verdad. Pero a ella le gustaba creerlo. Y siempre empeñada en escribir sus propias cartas. En Navidad… ¿recuerdas, Emily, que siempre te escribía a mano? Y mandaba alguna cosita para el bebé. Y en Pascua, ese día nos reunía y lo hacía todo ella sola. Bruñía la plata, ponía la mesa… y siempre tenía que preocuparse de que todo estuviera listo de antemano. Un Viernes Santo me detuve un momento, de pasada, y ya estaba el mantel en la mesa y la mejor vajilla puesta. «Tía Mercer», le pregunté, «¿qué es esto?» «Quería estar segura de que todo estuviera listo», me contestó, «porque tu madre con ese codo no puede hacer nada y a mí me gusta tener las cosas organizadas.» Lo ves, nunca en la vida mencionaba su artritis. El doctor tenía que decirnos lo que pasaba. «Le duele más de lo que demuestra», nos dijo. Ella odiaba tener que molestarnos, le preocupaba depender de los demás. En cierto modo, es mejor que el Señor se la haya llevado.
—Es con mucho lo mejor —añadió tía Junie.
—Ha sido un acto de misericordia —dijo Claude.
—Yo tenía que haber venido antes —dijo Emily—. Pero no sabía nada. Nunca me dijo nada en sus cartas.
—Sí, ella era así.
—Pero estaría muy orgullosa de que hayas venido ahora —dijo tía Junie.
—Seguramente querrás ver sus cosas, me consta que le gustaría que conservaras algunos de sus objetos más bonitos —dijo Claire.
—No tengo sitio en el coche —dijo Emily.
Y de repente tuvo la sensación de que le gustaría guardar toda la casa: el papel de las paredes con sus cestas de flores, la alfombra siempre cepillada en la dirección errónea, una zapatilla de porcelana de tacón alto con tulipanes de creta. Imaginó que se mudaba, que reanudaba su vida allí donde la había dejado, y que bebía el cacao de por la mañana en la jarra color verde que había encontrado en una caja de cereales a los ocho años. Y, cuando Claire le dijo: «Pero, Emily, el broche de jade no ocupa ningún espacio», se lo imaginó al instante, veteado con una textura parecida a la madera y con unas laminillas de oro rizadas y ennegrecidas en un extremo. Se sorprendía de todo lo que conservaba en la memoria, como los Shuford, los Grindstaff y los Haithcock. La casa de tía Mercer vivía dentro de Emily, cada abombada tablilla del techo, cada ventana, quisiera o no admitirlo. Le dejaría el broche de jade a tía Junie, que usaba ese tipo de cosas, pero en cierto modo seguiría siendo suyo para siempre, y volvería a verlo fugazmente en cualquier momento, un día al caminar o al quedarse dormida dentro de cincuenta años.
—No tengo sitio ni siquiera para eso —dijo.
Luego extendió las manos y se las miró: el dorso blanco y reseco, el anillo de oro de casada, fino como un alambre.
A las cuatro en punto de la tarde se pusieron en pie y se dispusieron a caminar hasta la capilla. El día era templado, pero todos llevaban demasiados abrigos y bufandas. Se ayudaron mutuamente como minusválidos. Claire le arregló el cuello a Claude y le acomodó las solapas.
—¿No tienes bufanda, querida? —le preguntó tía Junie a Emily—. Tu… ¿cómo se llama eso que llevas?… ropa es tan fina. ¿No quieres un jersey? No querrás pillar un resfriado.
Emily negó con la cabeza.
Mientras caminaban por Erin Street se cruzaron con unos jóvenes que llevaban tejanos estrechos y esas chaquetas de terciopelo que también estaban de moda en Baltimore. Aquel pueblo no estaba tan aislado como Emily pensaba. Pero el templo de la única congregación de cuáqueros de Taney Country era tan pequeño y pobre como siempre —un cubículo gris empotrado en el fondo del patio de la Iglesia Bautista del Salvador— y todos los presentes eran viejos. Hablaban en voz baja e iban cogidos del brazo mientras subían la escalinata de entrada. Emily esperaba ver a los amigos con los que había asistido a la escuela dominical, tres o cuatro, como máximo, de sus mejores épocas, pero seguramente se habrían marchado. No había nadie por debajo de los cincuenta. Se sentó en un banco de tieso respaldo, entre tía Junie y Claude. Miró a su alrededor y contó catorce personas. Entró la decimoquinta y cerró la puerta a sus espaldas. Se produjo un silencio en medio del silencio, como cuando se apaga el motor de un barco y se izan las velas.
Emily había crecido en medio de aquella quietud; no un silencio total, sino una calma llena de latidos, respiraciones, el susurro ocasional de alguna tela, pequeños movimientos, alguna garganta que se aclaraba, ruidos de paquete de pastillas para la tos y de gente que hurgaba en sus bolsillos. No esperaba nada de esto. (Nunca había sido religiosa.) Por enésima vez se preguntó qué sería aquel vaso rojo cubierto de polvo colocado sobre el alféizar de la ventana. Estaba lleno casi hasta rebosar de una sustancia que parecía cera. Quizás era una vela. Siempre llegaba a la misma conclusión. (Pero antes pensaba en algo elaborado: yogur, masa, algo fermentado, alguna cosa producida por generación espontánea.) Intentó nombrar todos los Estados del país. Había cuatro que empezaban con «A», dos con «C»… pero la «M» era muy difícil, había muchos: Montana, Missouri, Mississippi…
Un anciano de cabello blanco se levantó y se quedó de pie apoyado en su bastón.
—Una vez —dijo—, mientras yo visitaba a mi hermana en Fairfax County, Mercer Dulaney anduvo cuatro kilómetros con un tiempo terrible para el reúma, a fin de dar de comer a mis perros. Ahora pienso quedarme con su gato y cuidarlo, si no se lleva muy mal con mis perros.
El anciano se sentó, buscó a tientas su pañuelo y se secó los labios mientras decía: «Ah, ah.» Emily pensó en Morgan Gower; él a veces hacía lo mismo. Le sorprendió recordar su otra vida… su velocidad, su modernidad, la prisa de la gente ruidosa que conocía. Pensó en Morgan trotando por las calles detrás de ella, en su hija (¡su hija!) parando un autobús, en Leon tirando monedas sobre la cómoda antes de desnudarse. Recordó la primera vez que lo había visto, entrando en la sala de lectura de la biblioteca con aquella chaqueta de pana. Había mirado a su alrededor, era evidente que buscaba a alguien, pero como no estaba se volvió para irse. En aquel momento vio a Emily, se detuvo y, a continuación, salió con el ceño fruncido. En realidad, todavía faltaba una semana para que se lo presentaran, pero en aquel momento, al verlo cruzar las puertas de la biblioteca balanceándose y con un libro en la mano (sus dedos morenos y finos, los puños de la camisa inmaculadamente blancos), Emily tuvo la sensación de que su vida se había puesto en marcha de golpe. Todo empezó a funcionar, como si complicados engranajes hubieran conectado al fin entre sí para lanzarse, a partir de entonces, a una confusa carrera hacia adelante. Y sólo ahora, en la lentitud de aquel lugar, tenía la oportunidad de analizar lo que había sucedido. ¡Vaya! ¡Su madre había muerto! Su propia madre, y ella nunca la había llorado de verdad. Se acordó de la última vez que habían hablado: una conferencia a larga distancia desde el pasillo de los dormitorios. («Aquí está lloviendo», le había dicho su madre. «Pero no quiero malgastar los tres minutos hablando del tiempo. ¿Has recibido la falda que te mandé? Dios mío, no quiero malgastar la llamada hablando de ropa…») Se acordó del dormitorio con las dos camas estrechas, de hierro, y el unicornio de paño sobre su almohada. En una época coleccionaba unicornios, le encantaban. ¿Qué había sido de su colección? Se los quedaría su compañera de cuarto, los habría llevado a alguna organización de caridad o quizá, simplemente, los habría tirado. ¿Qué más había perdido? Sus libros favoritos, los que había llevado consigo a la universidad, y su diario, y el medallón con la única foto de su padre, un hombre joven riendo. Los echó de menos. Sintió como si acabaran de arrebatárselos. Pensó en tía Mercer, con su graciosa cara de barbilla larga, afilada, y sus labios pálidos y rígidos, que intentaban sonreír. ¡Qué pérdida! Se veía tan perdida sin tía Mercer.
—Cuando ella y yo éramos niñas —dijo tía Junie, poniéndose en pie y arrojando su bolso contra la falda de Emily—, íbamos juntas a la escuela. Éramos las dos únicas niñas de la congregación y nos manteníamos aparte. ¡Quién iba a decirme a mí que acabaría casándome con su hermano! Pensaba que era un pelma. Planeábamos marcharnos del pueblo, escaparnos juntas. Íbamos a largarnos con los gitanos. En aquella época había gitanos por todas partes. Mercer pidió por correo un libro para aprender a echar las cartas, pero no entendimos nada. Ah, todavía tengo las cartas en alguna parte, también las marionetas con las que habíamos pensado dar funciones en un carromato pintado y el libro de declamación con el que pensábamos aprender a hacer teatro… Por supuesto, también pensábamos ser periodistas, periodistas de revistas femeninas. Pero nunca llegamos a nada. ¿Qué habría pasado si en aquel entonces hubiéramos sabido cómo iban a ir las cosas? ¿Si alguien nos hubiera dicho lo que de verdad íbamos a hacer: crecer en Taney, Virginia, y morir?
Tía Junie se sentó y volvió a coger el bolso de la falda de Emily. Cerró los ojos y se echó hacia atrás a esperar.
Aquella noche cenaron en casa de Claire. Los demás miembros de la congregación trajeron platos de carne y de verdura al horno y pasteles de frutas en recipientes con etiquetas adhesivas con el apellido escrito. Nadie comió mucho. Claude mordisqueaba un palillo, mientras miraba un televisor pequeño en la mesa de la cocina. Era un hombre con estudios, dentista, pero sin embargo tenía algo tosco, rústico, pensó Emily, cuando lanzaba aquellas intempestivas carcajadas mientras veía la reposición de La pandilla de Brady. Claire jugueteaba con un trozo de pastel. Tía Junie observaba su plato, mientras se mordía el labio por dentro. Más tarde, después de lavar los platos, se trasladaron a la sala y encendieron un televisor más grande. A las nueve, tía Junie dijo que estaba cansada y Emily la ayudó a ir hasta casa de tía Mercer, justo al lado, donde iban a dormir las dos.
—Supongo que tendremos que vender la casa —dijo tía Junie, avanzando con dificultad por la acera—. Ahora no tiene sentido tener dos casas.
—Pero, ¿dónde vas a vivir tú, tía Junie?
—Me iré a vivir con Claire y Claude.
Emily pensó en algo sombrío, como un ojo que se contrajera y oscureciera cada vez más. En una época, cuando vivía su padre, habían tenido tres casas.
Tía Junie, arrastrando los pies, entró delante de Emily. En el recibidor, una lámpara encendida proyectaba un círculo de luz amarilla.
—Llévate de aquí lo que quieras —dijo tía Junie—. Algunas antigüedades de éstas. Llévate a tu casa lo que quieras.
Se apoyó en el brazo de Emily y avanzó con dificultad hasta la sala. Emily encendió la luz y los muebles surgieron de golpe, cada uno con una sombra precisa: la mesa de hojas plegables, con la hoja del fondo apoyada contra la pared, un sillón de orejas, un escritorio de patas curvas y finas que a Emily le hacía pensar en una dama delgada con tacones altos. Dios sabe que podía llevárselo todo. Si alguien le hubiera ofrecido así, sencillamente, un escritorio o un sofá, habría dicho: «Ah, qué bien, muchas gracias, nuestro apartamento está tan vacío…» De hecho, incluso hubiera sentido una ligera comezón de codicia. Pero al quedarse en pie en medio de la habitación y ver aquellos objetos, se dio cuenta de que no los quería. Eran demasiado sólidos, tal vez se hallaban recubiertos por capas demasiado espesas de acontecimientos; no podía explicarlo.
—Tía Junie —dijo—, véndelos. Seguramente encontrarás alguna manera de emplear el dinero.
—Por lo menos llévate algo pequeño —dijo tía Junie—. Emily, cariño, tú eres la única persona joven de la familia, tú y tu hijita; sois las únicas a quienes podemos pasarles las cosas.
Emily se imaginó a Gina leyendo en el sillón de orejas, retorciéndose un rizo de la sien como siempre que estaba absorta. (¿Estaría ya en la cama? ¿Se habría lavado los dientes? ¿Sabía Leon que, aunque no lo dijera, a la niña todavía le gustaba que le dejaran una lamparita encendida?) Echaba de menos los ojos atentos de Gina y sus labios pálidos y delicados, que siempre parecían agrietados.
La boca de tía Mercer. Acababa de darse cuenta. Sorprendida por la idea, se paró de golpe.
Mientras tanto, tía Junie dio una vuelta por la sala sosteniéndose el brazo malo con la mano buena.
—Quizá esta zapatilla de porcelana o estos monitos de bronce: no escuches la maldad, no mires la maldad…
—Tía Junie, de veras, no llevamos este tipo de vida.
—¿Qué tipo de vida? ¿Qué tipo de vida hay que llevar para poner unos monitos de bronce sobre una mesita?
—No tenemos mesitas —dijo Emily, sonriendo.
—Pues coge la de tía Mercer.
—No, por favor.
—O alguna joya: un broche. Ponte su broche en la solapa.
—Tampoco tengo solapas. Sólo llevo este body y es de punto, no puede ponérsele un broche.
Tía Junie se volvió y la miró.
—Ay, Emily, tu madre te mandó tan bien vestida a la universidad. Copió esos modelos de Mademoiselle y te los hizo. Le preocupaba que fueras mal vestida. Fuiste la única de tu curso en ir a estudiar fuera, no fue ninguno de esos baptistas, ni los Haithcock, ni los Biddix. Quería que salieras guapa y se lo demostraras a todo el mundo, y que regresaras con un título, establecida y casada con un hombre bueno, como hizo Claire. Mira a mi Claire. Y te arregló aquel precioso vestido de lanilla con cuello y puños blancos. Vaya, allí sí que podrías ponerte un broche. Te dijo que lo usaras para ir a las reuniones de la congregación y tú le respondiste: «Mamá, no tengo intención de ir a ninguna congregación de cuáqueros allí y lo único que quiero son unos tejanos. Me voy y pienso formar parte de la mayoría. No quiero, no quiero volver a ser diferente otra vez.» ¡Qué rarita eras! Por supuesto que tu madre no te hizo caso y, como ves, con toda razón, hizo muy bien. Mira, Emily, estoy segura de que esa prenda que llevas… ¿cómo has dicho que se llama, body?… En Baltimore estará muy de moda, pero no tiene ni punto de comparación con el traje de lanilla que te hizo tu madre.
—El traje de lanilla ya no existe, tiene doce años. Ahora sirve para limpiar las ventanas.
Tía Junie volvió la cara. Se quedó paralizada, ciega de dolor. Anduvo a tientas entre los muebles: una silla, el escritorio, otra silla, hasta que llegó al sofá y se sentó.
—Pero por descontado que lo llevé mucho —dijo Emily, mintiendo.
Imaginó que todavía seguía colgado en el armario de su dormitorio, como un fantasma que heredara cada novata de primer curso. («Este vestido perteneció a la Srta. Emily Cathcart, que desapareció un domingo de abril y a quien nunca más volvimos a ver. Las autoridades de la universidad continúan dragando el Estanque de Sophomore. Se dice que su espíritu se aparece en la fuente que hay delante de la biblioteca.»)
Emily se sentó al lado de tía Junie. Le tocó el brazo y dijo:
—Lo siento.
—Oh, ¿por qué? —preguntó tía Junie, alegremente.
—Si quieres, me llevaré el broche. O algo pequeño, o… ya sé, las marionetas.
—Las…
—Las marionetas. ¿No has dicho que las guardabas?
—Sí —dijo tía Junie, sin interés—. En alguna parte, supongo.
—Me llevaré una a casa.
—Sí, ahora recuerdo que me has dicho que te dedicabas a organizar fiestas infantiles o algo así —dijo tía Junie, y se acomodó bajo el pecho el brazo paralizado—. Ha sido un día agotador.
—¿Quieres que te ayude a acostarte?
—No, no, ¡anda ya! Puedo arreglármelas.
Emily la besó en la mejilla. Tía Junie no pareció notarlo.
En la habitación que tiempo atrás habían compartido Emily y su madre —una vida tan entrelazada, una vida tan carente de privacidad que ni siquiera ahora se sentía de veras a solas—, Emily se desabrochó la falda y se quitó los zapatos. Desde un marco plateado su propio rostro, más joven, le sonreía sobre la cómoda. Apagó la luz, retiró la colcha y se metió en la cama. Las sábanas, de tan frías, parecían húmedas. Se acurrucó, apretó los dientes que le tiritaban y, a la luz de la luna, observó la misma vieja cuadrícula del suelo. Mientras tanto, tía Junie se movía por alguna parte de la casa: abría cajones, corría pasadores. Emily creyó oír el crujido del maderamen de la buhardilla. ¡Ay, qué mundo tan pesado y recargado el de los viejos! Penetró suavemente en una especie de sueño fragmentado. Su madre arreglaba de nuevo la habitación: «Veamos, si pusiéramos la silla aquí, la mesa allí; si pusiéramos la cama debajo de la ventana…» Emily se incorporó y, para estar más caliente, se cubrió los hombros con la colcha. Un búho ululaba en los árboles. Cuando esta vez se durmió fue como si cayera de golpe en un pozo sin fondo.
Al despertarse halló la habitación invadida por la luz gris que precede al amanecer. Se levantó tambaleándose ligeramente, cogió la falda y se la puso. Se calzó los zapatos y salió al pasillo, que estaba más oscuro. De la habitación de tía Junie salían ronquidos. Ay, Dios, probablemente todos dormirían aún varias horas. Anduvo a tientas hasta la sala en busca de su bolso, donde tenía un peine y el cepillo de dientes. Estaba sobre la mesita y dentro tenía algo rígido. Encendió la luz, parpadeó y sacó una vieja marioneta de mujer con vestido de percal.
La cabeza y las manos eran de yeso toscamente pintado. Tenía una boca grande y descolorida, dos deslustrados círculos rojos en las mejillas y el pelo negro, de lana, trenzado. La maraña de hilos estaba atada a una simple cruz de madera, igual que la que Emily había inventado. O quizá (ahora empezaba a darse cuenta) no la había inventado, sino que la recordaba de su niñez, aunque no se acordaba de haber visto nunca a aquella pequeña criatura. Quizás era algo que se transmitía, misteriosamente, de generación en generación… como incluso la idea misma de hacer funciones de títeres. ¡Y ella creía que había llegado tan lejos, que vivía una vida tan diferente! Vio a su Caperucita Roja bajo una luz por completo nueva, como algo contrahecho. Sostuvo la marioneta por la maraña de hilos. Los ojos azules de la muñeca la miraban fijamente. Las manos de yeso, con un dedo roto, quedaban en el aire en una posición rígida y graciosa.
De la cocina salía el tic-tac de un reloj en sordina, como si estuviera enterrado. Entre las sillas y las improvisadas mesas, apenas si había sitio para moverse. Todo estaba tan lleno y lustroso. Emily sentó a la marioneta en el sofá, cogió su bolso y abandonó la habitación. Pensó que el aire fresco le aclararía la mente. Abrió la puerta y salió al porche. Al instante, el frío traspasó todo lo que llevaba puesto; sin embargo, la sensación de pesadez seguía allí. Bajó los peldaños hasta la acera y se quedó temblando y mirando el coche: el coche de Leon, compacto y brillante. Al cabo de un instante, abrió la portezuela, entró y respiró a fondo el olor a cuero.
Después buscó las llaves en el bolso, puso en marcha el motor y se alejó sin dar las luces.
En Baltimore se encontró con una animada y bulliciosa mañana de mitad de semana, con el sol reflejándose en un mar de metal y todo el mundo tocando el claxon y entrando y saliendo a toda prisa de las calles. Emily giró por Crosswell Street, aparcó en alguna parte, en cualquier parte, no sabía dónde. Salió disparada del coche, entró en el edificio y subió las escaleras corriendo. Se equivocó de llave y empezaba a probarlas todas cuando Leon abrió la puerta. Se quedó de pie mirándola, con un libro en la mano. Emily lo abrazó y apretó su cara contra su pecho.
—Emily, cariño —dijo él—. ¿Algo ha ido mal?
Ella negó con la cabeza y lo abrazó con más fuerza.
Emily recibía carta de Morgan casi a diario, independientemente de que él fuera o no a visitarla. Querida Emily: Te envío este anuncio de Sears; necesitas una llave inglesa y las de Sears son mejores que las que se venden en las Ferreterías Cullen… Puesto que había decidido ocuparse del cuidado de su apartamento, atacaba las cosas en mal estado que acechaban desde todos los rincones y trajinaba despreocupadamente entre los misterios de debajo del fregadero de la cocina. Querida Emily: Anoche di con la treta que puede solucionar el problema de la tostadora. Corta un trozo de papel grueso, digamos la tapa de una caja de cerillas, de 2 cm × 2 cm…
Era también el abogado personal de los Meredith como consumidores. Escribía cartas de protesta a Radio Shack en su antigua máquina de escribir de diminutos caracteres; entraba como un vendaval en los talleres mecánicos para resolver cualquier queja que Emily le mencionara al pasar. Ella empezó a confiar en él. A veces decía: «Ay, no debería pedirle que hiciera esto», pero él respondía: «¿Por qué no? ¿A quién preferirías pedírselo si no? Emily, no hieras mis sentimientos.»
Una vez ella tuvo problemas con la radiocassette portátil que había comprado para las funciones. Dio la casualidad de que Morgan no andaba por allí y, mientras Emily apretaba todos los botones, se sorprendió preguntándose irritada dónde demonios estaba Morgan. ¿Cómo la dejaba sola, así, sin su ayuda, después de haber permitido que dependiera de él? Cogió el aparato y atravesó a toda prisa las manzanas que la separaban de la Ferretería Cullen. Llegó sin aliento y dejó de un golpe la radiocassette sobre el mostrador, entre Morgan y un cliente. «Escuche», dijo apretando un botón. Se oyó el sonido de una trompeta de los Brementown Musicians, pero confuso y empastado, con una especie de vibración en el altavoz. El cliente retrocedió sorprendido. Morgan se sentó en un taburete alto y asintió, pensativo. «¡Me está volviendo loca!», dijo Emily apagando el aparato. «Y si ahora le parece que suena mal, espere a oírlo a todo volumen, en plena representación. No se sabe si es una trompeta o una sirena.»
Morgan fue a buscar un pincel del muestrario y regresó, se puso el aparato en el regazo y cepilló lenta y suavemente las ranuras de plástico que cubrían el altavoz. Salieron unos granitos blancos. «Azúcar, quizá, o arena», dijo. «Hummm.» Apretó el botón y volvió a escuchar. El sonido de la trompeta era claro y puro. Le devolvió el aparato a Emily y volvió al cliente para hacerle la cuenta.
Como un elfo doméstico reparaba milagrosamente a su paso cables eléctricos, ventanas correderas, grifos goteantes y cisternas que perdían, con ingeniosos apaños de alambre. «Debe de ser fantástico», le dijo Emily a Bonny, «tenerlo siempre en casa arreglando cosas.» Pero Bonny le echó una mirada inexpresiva y le respondió: «¿A quién, a Morgan?»
Bueno, Bonny tenía la cabeza en otras cosas. Estaba ayudando a una de sus hijas que llevaba un embarazo muy difícil. El bebé tenía que nacer en febrero, pero amenazaba con llegar ya, a principios de noviembre. La hija se había trasladado a casa de sus padres para guardar cama durante los tres meses siguientes. Bonny no podía hablar de otra cosa.
—¿Sabes?, cuando se sienta, aunque sólo sea un momento para acomodarse la almohada, me imagino al bebé cayéndose, rodando como si fuera una moneda que se sale de una hucha. Le digo: «Lizzie, cariño, échate ahora mismo, por favor.» Todo esto está cambiando mi forma de ver las cosas. Antes consideraba el embarazo como dejar que algo madurara, que creciera hasta que estuviera listo; pero ahora me parece que es como retener algo que quiere salir como sea. ¡Y Morgan! Bueno, tú ya conoces a Morgan, siempre por ahí, realmente no comprende nada… Por la noche vuelve a casa y le lee argumentos de ópera. Ahora está interesado por la ópera, ¿no te lo ha dicho? Qué hombre tan loco… «Don Giovanni se encuentra una estatua y la invita a cenar», lee. «Suena a algo que podrías hacer tú», le digo yo, pero él continúa leyendo. Creo que piensa que Liz es todavía una niña pequeña y que necesita que le lean cuentos en la cama; o quizá sólo es una excusa para poder leerlos él. Pero para las cosas cotidianas, ¡Dios mío! ¡Para llevarle una bandeja o vaciar un orinal!
Emily asentía con seriedad. Bonny le caía bien. Debía de ser exasperante vivir con él, pero a fin de cuentas no era Emily quien tenía que hacerlo.
Recordó lo extraño que les había parecido cuando lo conocieron: sus sombreros y trajes, aquella forma pedante de hablar, de persona mayor. Ahora en cambio no les parecía… normal y corriente, pero sí comprensible. Emily empezaba a querer creer en la hipótesis de Morgan según la cual los acontecimientos no respondían necesariamente a una causa. El mes anterior, por ejemplo, ella y Leon estaban sentados con él en el restaurante Eunola cuando, de repente, Morgan miró hacia afuera y dijo:
—Qué curioso, ahí está Lamont. Creía que había muerto.
No parecía sorprendido.
—Es algo que me pasa con mayor frecuencia cada vez —continuó alegremente—. A menudo creo ver al padre de mi madre, por ejemplo, al abuelo de Brindle, caminando por la calle, y hace cuarenta años que está muerto. Entonces me digo que puede que no haya muerto de verdad, sino que, cansado de su vieja existencia, se ha marchado, sencillamente, para empezar una nueva sin nosotros. ¿Quién me negará que eso es posible? Puede que en alguna parte haya un pequeño poblado, o una ciudad tal vez, lleno de gente supuestamente muerta, pero que en realidad no lo está. ¿Lo habéis pensado alguna vez?
Leon lanzó un suspiro de cansancio, al igual que cuando Emily decía alguna tontería. Bueno, ¿por qué no podía existir una ciudad así? ¿Por qué era tan imposible? Emily se sentó más tiesa y bajó la mirada, con culpabilidad.
—El mundo es un sitio extraño —dijo Morgan—. Ancianas decrépitas, gente de la que uno no se fiaría ni para que llevaran el carrito de la compra, conducen hacia ti vehículos de dos toneladas, a ciento veinte por hora. Nuestra vida depende de completos desconocidos. O carece de toda lógica o tiene un orden coherente.
—Dios mío —dijo Leon.
Pero Emily se sentía animada; todo le parecía más brillante. (Hacía poco que había vuelto de Taney. Aquella capacidad expresiva de Morgan le sonaba de maravilla.) Le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Ahora que el tiempo había cambiado, llevaba un sombrero ruso de piel que parecía un osito sentado en su cabeza. Se inclinó sobre la mesa dirigiéndose a Leon:
—A menudo me desespero. Te resultará extraño. Yo parezco ser una de esas personas en las que la melancolía resulta cómica. Pero para mí es muy seria. Me pregunto, ¿a dónde iremos a parar dentro de diez mil años? Para entonces nuestro planeta habrá desaparecido. ¿Qué sentido tiene todo esto? Y pensando, me subo a un autobús equivocado. Pero cuando estoy contento, las razones no son más claras. Me imagino que soy muy ingenioso y que todo el mundo está de mi parte, lo que probablemente no es el caso.
Leon lanzó otro suspiro y observó a la camarera que volvía a llenar sus tazas.
—Te estoy aburriendo —dijo Morgan.
—No, no —le dijo Emily.
—Sí, me parece que sí. ¿Te estoy aburriendo, Leon?
—No, en absoluto —dijo Leon, con el ceño fruncido.
—Tengo tendencia a pensar —dijo Morgan— que nunca me ha ocurrido nada real, pero cuando miro hacia atrás veo que estoy equivocado. Murió mi padre, me casé, mi mujer y yo hemos criado a siete seres humanos. Mis hijas han tenido el número acostumbrado de accidentes y tragedias; han crecido, se han casado y han dado a luz; algunas se han divorciado. Mi hermana ha pasado por dos divorcios o, mejor dicho, por dos rupturas matrimoniales, y mi madre está envejeciendo y su memoria no es lo que debería ser… Sin embargo, en cierto modo, todo esto es como un cuento, algo que le ha sucedido a otro. Es como si yo lo viera desde fuera, con apacible curiosidad, pensando. Así es la vida, ¿no? Cualquiera pensaría que no es realmente mi vida, que yo había planeado tener otras oportunidades, poder probar una segunda o una tercera vez y quedarme las dos mejores. No me veo tomándomelo tan en serio.
—Bueno, yo por lo menos he de irme a trabajar —dijo Leon, levantándose.
—Comprendo lo que quiere usted decir —dijo Emily.
Pero en realidad tendría que haber dicho: Ojalá lo comprendiera.
Morgan tenía unos modales terribles (pensaba ella a menudo); fumaba demasiado y padecía una tos crónica que seguramente acabaría con él, comía demasiados dulces (y cada vez que abría la boca enseñaba una colección de empastes negros), tiraba ceniza por todas partes, se mordía las cutículas, se mondaba los dientes, se toqueteaba la barba, se movía de un lado a otro, se manoseaba y rascaba el estómago, tarareaba distraído cuando le correspondía hablar a otro. No era una persona morigerada. Llevaba ropa cara, pero de segunda mano, manchada, arrugada y mal cuidada, y, encima, un anorak de nilón apelotonado, verde grisáceo, con una capucha ribeteada con algo enmarañado que bien pudiera ser piel de mono. Olía permanentemente a tabaco rancio. Cuando se ponía gafas, los cristales estaban tan sucios y llenos de huellas de dedos que ni se le veían los ojos. Era excitable, imprevisible, a veces casi maníaco; y, si por un lado tenía la amabilidad de ocuparse de los asuntos de los Meredith, por el otro resultaba… bueno, presuntuoso era la palabra, insistente, mandón. Procuraba forzarlos a que obedecieran a la idea que él tenía de ellos, que no estaba ni remotamente basada en la realidad, dando muchas cosas por sentado, presumiendo lo que no debía de presumir. Hablaba demasiado y demasiado caprichosamente; se hacía pesado y los aburría con interminables relatos sobre asuntos de interés humano extraídos del periódico, de los ingeniosos comentarios de sus nietos o de los Boletines del Consumidor; pero, en cambio, cuando tenía que ser sociable —cuando los Meredith tenían otros invitados, pongamos en la fiesta de Halloween—, lo más probable era que no abriese la boca en toda la noche y que se quedara en algún rincón con las manos en los bolsillos y una expresión sombría. Ah, y sus fiestas; bueno, ¡mejor no hablar! Una mezcla de basureros y profesores de filosofía, sacerdotes con aparatos para la sordera sentados junto a niños pequeños…
Pero una vez, Emily pasó por delante de una librería y vio, por casualidad, una foto ampliada del primer vuelo triunfal de un aeroplano a motor, la imagen de Wilbur Wright sobre la arena en Kitty Hawk —con un gorro y un traje extrañamente elegantes, inmovilizado para siempre en una postura tensa, orgullosa y ágil— que, por alguna razón, le recordó a Morgan. De pronto descubrió que nunca había confiado enteramente en él. Otra vez puso una cassette para ver si estaba la música de Hansel y Gretel y se encontró con que Morgan había estado jugando con la cinta, porque de pronto surgió su voz ronca y barbuda disfrazada de acento alemán. «¿Dónde estarrr el botón?», decía, y luego añadía como en japonés: «¡Ah, Clalo!», y dos clic, momento en que seguramente apretaba otra vez el botón de stop y play. «Tum, te tum», cantaba desafinando mientras arrugaba un papel de celofán. Después se oía el ruido de una caja de cerillas y una larga exhalación. «¡Pinocho, eres muy desobediente!», decía con voz chillona. «Veo que has vuelto a mentir, ¡tu nariz ha crecido unos centímetros!» A continuación lanzaba aquella risa de fumador, ronca y metálica: «je, je», que se transformaba en tos. Pero Emily no se rió con él, sino que escuchó atentamente, con la frente fruncida, y se acercó más al aparato, muy seria, tratando de imaginárselo.
Ella y Leon habían sido invitados al Festival de Acción de Gracias de la Percy School, donde nunca habían estado. Emily no sabía muy bien qué obra poner: ¿Rapunzel? ¿Thumbelina? Una tarde, pocos días antes del festival, sacó a Rapunzel de la bolsa de muselina y la puso sobre la mesa de la cocina. Hacía tiempo que no usaban a Rapunzel y estaba desgreñada y descuidada. Sus larguísimas trenzas se habían deshilachado.
—Creo que tendré que hacerle otra peluca —le dijo a Gina, que hacía los deberes.
—Mmm —fue todo lo que respondió la niña.
Pero en aquel momento entró Leon y dijo:
—¿Rapunzel? ¿Qué hace aquí?
—He pensado que podríamos llevarla al festival.
—Anoche me dijiste que haríamos La bella durmiente.
—¿Sí?
—Yo sugerí La bella durmiente y me dijiste que te parecía bien.
—¿Cómo iba a decir una cosa así? —preguntó Emily—. No podemos poner La bella durmiente. Tiene trece hadas, sin contar al rey, la reina, la princesa…
—Te dije: «Emily, ¿por qué no hacemos algo diferente, para variar?» y tú me contestaste: «De acuerdo, Leon.»
—Pero no dije nada de La bella durmiente.
—Yo dije: «¿Qué tal La bella durmiente?», y tú dijiste: «De acuerdo, Leon.»
Se lo estaba inventando. Era imposible que ella hubiera dicho eso, ni siquiera medio dormida. Vaya, contando a la vieja de la rueca, al príncipe azul… Imposible. No podían ponerse a preparar un elenco de semejante extensión. Emily consideró la posibilidad de que él se hubiera equivocado y hubiese hablado del tema con otra persona. Últimamente, siempre fallaba entre ellos la conexión. Todas las mañanas empezaban con tanta amabilidad, tan llenos de esperanza…, pero las relaciones se deterioraban con tanta rapidez que, por la noche, acababan durmiéndose de espaldas, cada uno en un extremo de la cama.
Emily observó que en las mejillas de Leon habían comenzado a aparecer dos surcos verticales. No eran dos líneas, sino más bien dos hendiduras, como las que se ven en los hombres que habitualmente mantienen la mandíbula hacia adelante.
—¿Y si nos llevamos a Gina? —dijo entonces él—. Podría hacer alguna de las hadas.
—Pero la función es el miércoles por la tarde —dijo Emily—. Gina estará todavía en la escuela.
—A mí no me importaría faltar —dijo Gina.
Emily pensó que Gina sólo trataba de apaciguar los ánimos. Le encantaba ir a la escuela.
—Pues a mí sí que me importa —le dijo.
—Pero mamá…
—¡Trece hadas! Aunque las tuviéramos, ¿cómo íbamos a arreglarnos para que salieran todas con sólo un par de manos más?
—Podríamos hacer que salieran en grupos más pequeños, tal vez —dijo Leon.
Emily comenzó a dar vueltas alrededor de la mesa. Gina y Leon la miraban. Gina mordía un lápiz y balanceaba una pierna, pero él permanecía inmóvil.
Entonces Emily se volvió hacia él y dijo:
—¿Lo estás haciendo a propósito?
—¿Cómo?
—Digo que si con todo esto pretendes demostrar algo, Leon. Estás procurando demostrar que estoy… ¿empeñada en salirme con la mía? ¿Intentas decirme que negarme a representar una obra con dieciocho títeres y a que mi hija haga novillos para ayudarnos, significa que soy intransigente y de mente estrecha?
—Lo único que sé es que yo te pregunté: «¿Qué tal La bella durmiente, Emily?»…
—No me lo preguntaste.
Leon cerró la boca, se encogió de hombros y salió de la habitación. Emily miró a Gina, que había observado la escena, pero la niña dejó de repente de mordisquear el lápiz y se refugió en los deberes.
Emily cogió su abrigo del perchero de la entrada y salió del piso, poniéndoselo mientras bajaba las escaleras. Era bastante tarde y el olor de las diferentes cenas del vecindario había empezado a inundar los rellanos: col, pimientos, aceite, olores fuertes. Artesanías Diversas ya estaba a oscuras, muerta. El crepúsculo había borrado el color de los edificios. Una anciana se paró en una esquina para apoyar sus bultos y reacomodarlos. Emily la esquivó con los puños apretados en los bolsillos del abrigo. Cruzó con el semáforo en rojo y echó a andar aprisa.
Leon era imposible. No había esperanza para ninguno de los dos. Se sentía encerrada a perpetuidad con alguien a quien no soportaba.
Pasó junto a un chico y una chica cogidos de la mano en mitad de la acera; la chica giró sobre sus talones y sonrió tímidamente a su acompañante. Una escena que partía el corazón. Emily hubiera podido pararse y explicarles cómo eran las cosas en realidad, pero por supuesto no lo hizo; ellos se imaginaban que eran diferentes. Se encontró a una niña, una amiga de Gina.
—Hola, señora Meredith.
—Hola, eh… Polly —dijo maternalmente, matronalmente, como cualquier otra mujer.
A veces pensaba que el problema estaba en que Leon y ella se conocían demasiado bien. El comentario más inocente podía despertar una cadena de asociaciones, muchos desaires e insultos pasados que nunca habían acabado de aclarar ni de olvidar, sino que, simplemente, habían suavizado. Ya no podía volver a tener sentimientos sin complicaciones.
Al cabo de un rato, oyó detrás unos pasos que iban acercándose. Aflojó la marcha y las comisuras de su boca comenzaron a curvarse, involuntariamente, hacia arriba; pero, cuando se volvió a mirar, descubrió que no era nadie conocido, sino un hombre que caminaba deprisa hacia alguna parte. Llevaba el rostro hundido en el cuello del abrigo. Emily dejó que la adelantara y volvió a mirar hacia atrás. Pero, aunque permaneció un rato mirando, la acera siguió vacía.
Giró a la derecha, por Meller Street, y anduvo con mayor determinación. Cruzó otra calle y esta vez giró hacia la izquierda. Ahora sí vio un montón de gente, apresurándose por llegar a casa para cenar. Pensó que la Ferretería Cullen ya estaría cerrada y aflojó el paso y frunció el ceño; pero no, los escaparates seguían iluminados con aquella débil luz que parecía brillar tras una capa de polvo. Empujó la puerta y se encontró a Butkins inclinado sobre el mostrador ante una hoja de papel.
—¿Ya se ha marchado Morgan? —le preguntó.
Butkins se enderezó y se pasó una mano por la frente.
—Oh, señora Meredith —dijo. (Era tan decididamente ceremonioso, aunque hacía años que le conocía.)—. No, está arriba, en la oficina.
Emily se dirigió a la escalera del fondo por un pasillo lleno a ambos lados de palas para la nieve y sal. Los peldaños crujieron bajo sus pies. La oficina de Morgan en el altillo parecía desacostumbradamente tranquila: no se oían ruidos de serruchos, martillos ni taladros y el suelo no estaba cubierto todo él de trocitos de madera. Morgan estaba tumbado en el sofá de felpa granate. Por una vez no llevaba sombrero y tenía puesto un batín de solapas de raso que hacían juego con el sofá. Tenía el pelo aplastado, como sin vida. Su rostro era un resplandor pálido en la penumbra.
—¿Morgan? ¿Está enfermo? —preguntó Emily.
—Tengo un resfriado —dijo él.
—Ah, sólo un resfriado —dijo ella, aliviada.
Se quitó el abrigo y lo dejó sobre el escritorio.
—¡Sólo un resfriado! ¿Cómo puedes decir algo así? —le preguntó él. Parecía haber recuperado sus energías. Se levantó, indignado—. ¿Tienes una ligera idea de cómo me siento? Mi cabeza es como un balón de playa. Esta mañana tenía fiebre: treinta y siete cuatro, y, anoche, treinta y siete nueve. Me he pasado toda la noche en vela, con sueños febriles.
—No se puede estar en vela y soñar a la vez —dijo Emily.
—¿Por qué no? —preguntó él.
Siempre tenía que entregarse en cuerpo y alma a todo, incluso cuando estaba enfermo. La oficina parecía la habitación de un hospital. Sobre el archivador había un Manual Merck abierto y el escritorio era un revoltijo de medicinas y de vasos turbios. En el suelo, junto al sofá, había un frasco de jarabe para la tos, una cucharilla pegajosa y una caja de cartón rebosante de papeles. Emily se agachó y cogió uno; era una foto de la lavadora doméstica más anticuada que había visto en su vida. Modelo 504 A, leyó, puede conectarse fácilmente a cualquier… Volvió a dejar el papel y se sentó en el sillón giratorio del escritorio. Morgan estornudó.
—Debería irse a casa y meterse en la cama —le dijo.
—En casa no puedo reposar, es un manicomio. Liz sigue acostada tratando de que el bebé no se le escape. A ella le toca la bandeja de mimbre del desayuno y a mí me queda la fuente de aluminio de la carne. Y los demás ya han empezado a llegar para el día de Acción de Gracias.
Butkins dijo algo.
—¿Eh? —preguntó Morgan.
—Me voy, señor Gower.
—Tendría que darse cuenta de que con este resfriado no oigo nada —le dijo Morgan a Emily.
—Dice que se va —dijo Emily—. ¿Quiere que le ayude a cerrar?
—Ah, gracias. La verdad es que hoy no estoy muy fino.
Pero continuó sentado, sonándose la nariz con un pañuelo. Emily oyó cerrarse la puerta detrás de Butkins.
—Cuando Butkins sale de la tienda —dijo Morgan—, a veces me pregunto si no se «desmaterializa». ¿Lo has pensado alguna vez?
Emily sonrió. Morgan la observaba serio, sin sonreír.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—¿Qué? Nada —dijo Emily.
—Tienes blanca la punta de la nariz.
—No es nada.
—No me mientas. Hace nueve años que te conozco; cuando tienes blanca la punta de la nariz es que algo va mal. Supongo que se trata de Leon.
—Leon cree que soy una persona de mente estrecha.
Morgan volvió a estornudar.
—Cree que soy intransigente, pero en realidad el intransigente es él. Ahora ya ni siquiera intenta encontrar trabajo en alguna obra teatral y aquel hombre de la compañía de gospel todavía nos va detrás, pero Leon ni tan sólo quiere hablar con él. Me estoy volviendo claustrofóbica. Una vez ha oscurecido, ya no puedo conducir porque el espacio es demasiado pequeño… el espacio iluminado por el que circulan los coches, ¿sabe? Creo que me estoy volviendo loca de irritación, por culpa de esos irritantes enfados indefinibles. Y encima dice que la estrecha soy yo.
Morgan sacó un cigarrillo de un desacostumbrado paquete verde.
—¿Ves? Tendríamos que escaparnos juntos —dijo.
—¿No cree que no debería fumar?
—Oh, con éstos no hay problema. Son mentolados.
Lo encendió y empezó a toser. Se puso en pie de un brinco, como si necesitara más aire, y dio unas vueltas por la oficina tosiendo y golpeándose el pecho. Entre accesos de tos, dijo:
—Emily, tú sabes que siempre estoy a tu disposición.
—¿Quiere un poco de Robitussin, Morgan?
Morgan negó con la cabeza, lanzó una tos final y se sentó encima del escritorio. Los frascos de medicina tintinearon a su alrededor. Emily apartó ligeramente el sillón para dejarle más espacio y vio que llevaba calcetines negros de seda transparente y unas puntiagudas zapatillas de cuero, negras también, que le recordaron a Fred Astaire. Se había sentado sobre su abrigo, arrugándolo todo, pero Emily decidió no decir nada.
—Sé que debo de parecerte cómico —dijo Morgan.
—Pues yo no diría cómico, de verdad…
—Pero hablo en serio. Dejémonos de tonterías, Emily. Te quiero.
Morgan se bajó del escritorio zafándose con dificultad del abrigo que, de algún modo, se le había enrollado en una pierna. Emily se puso de pie. (¿Qué se proponía Morgan?) A fin de cuentas, era un hombre de edad, de verdad, casi encorvado. El afán con que chupó su cigarrillo, la hizo ponerse detrás del sillón. Pero Morgan pasó de largo junto a ella. Simplemente caminaba por la habitación. Se dirigió hasta la barandilla, se asomó para mirar a sus pies la tienda a oscuras y regresó.
—Naturalmente —dijo—, no deseo hacerle ningún daño a tu matrimonio. Os admiro mucho como pareja. Y en cierto modo también quiero mucho a Leon y a Gina: a la unidad en conjunto, de hecho… ¿A quién quiero? Pero tú, Emily… —tiró la ceniza en el suelo—. Tengo cincuenta y un años, y tú tienes, ¿cuántos?, veintinueve o treinta. Podría fácilmente ser tu padre. Qué gracioso, ¿no? Debo de parecer ridículo.
Pero no, parecía triste y bondadoso, y además agotado. Emily dio un paso hacia él. Morgan dio una vuelta a su alrededor murmurando:
—Pienso en ti como en una enfermedad. Una enfermedad recurrente, como la malaria. Te aparto de mis pensamientos, ¿comprendes? Pasan semanas enteras… y, en cierto modo, me considero una persona más profunda cuando consigo vencerme. Me siento más fuerte y más sensato. Entonces disfruto haciendo lo que se supone que debo hacer. Saco la basura, llego puntual al trabajo…
Emily le tocó un brazo. Morgan la esquivó y continuó andando, cabizbajo, y lanzando nubes de humo.
—Me convenzo a mí mismo de que las trivialidades y las cosas pequeñas tienen algo virtuoso. ¡Ja! ¡Qué idea! Pienso en cosas como esas que dan por televisión, esos programas sobre el hombre de la calle en los que triunfa lo corriente. Paran a algunas personas corrientes y les piden que canten una canción o reciten un poema… paran a una pandilla de motoristas. ¡Lo he visto! Unos tíos vestidos de cuero negro y les piden que canten Una noche encantada. Y todos ellos, mortalmente serios, se ponen a hacerlo allí mismo. Me refiero a tíos de los que uno jamás supondría que hubieran oído hablar de esa canción. Y allí están, de pie, cogidos por los hombros, con navajas asomando por sus bolsillos, nudillos de bronce en los tejanos, cantando dulce y apasionadamente…
Se había olvidado de ella por completo. Se había perdido tras sus propias huellas, yendo de un lado a otro de la oficina. Emily se sentó en el sofá y miró a su alrededor. En la pared, encima del archivador, había un tablero cubierto de recortes y de objetos diversos. Una pluma roja despeinada, una instantánea de una novia, una rosa de seda azul… Se imaginó a Morgan entrando a la carrera con todas esas cosas, botín de alguna guerra privada y misteriosa, para clavarlas en el tablero, reír entre dientes y volver a salir deprisa. Emily, de repente, se sintió impresionada por la privacidad de Morgan. Se hallaba en una galaxia completamente diferente a la suya. Ella nunca acabaría de entenderlo.
—Paran a una vieja gorda —estaba diciendo—, ¡qué horror!, ¡qué desastre! Una mujer canosa y desinflada como un pastel mal hecho, con capas de ropa como fusionadas. «¿Puede cantar Junio irrumpe en todas partes?», le preguntan. Y ella contesta: «Por supuesto», y empieza allí mismo, la mar de servicial, con aquella sonrisita radiante, y acaba con los brazos abiertos y dos golpes dados con el pie…
Morgan se puso el cigarrillo entre los dientes y dejó de caminar para hacer una demostración práctica: los brazos extendidos y un pie en el aire preparado para marcar el ritmo.
—«¡Sólo… porque… ha llegado JUNIO!» —cantó y dio un golpe con el pie.
—Yo también te quiero —le dijo Emily.
—«¡JUNIO!» —cantó él.
Se detuvo y se quitó el cigarrillo de la boca.
—¿Qué? —preguntó.
Emily le sonrió.
Morgan se tiró de la barba y, desde debajo de las cejas, le lanzó una mirada prolongada. Después arrojó el cigarrillo y lo pisó con el tacón lenta y pensativamente. Cuando se sentó en el sofá junto a ella, todavía parecía estar pensando. Cuando se inclinó para besarla, despedía una especie de tibieza blanda, como la de un animal de pelaje espeso, y olía a ceniza y cigarrillos mentolados.