Ni siquiera cuando se quedaba dormido, perdía Morgan realmente la conciencia. Una parte de él dormía, mientras el resto permanecía alerta e inquieto, contando cosas: chinchetas, botones de colchón, flores del vestido de alguna de sus hijas, agujeros de los muestrarios de herramientas eléctricas. Entraba un fontanero y pedía unas cañerías: seis codos y doce manguitos. «De acuerdo», le decía Morgan, pero no podía evitar reírse. Después participaba en un concurso de canto y baile. Cantaba una canción de los cincuenta llamada Momentos para recordar. Se sabía la letra, pero era incapaz de pronunciar correctamente las palabras. «El premio de baile que casi ganamos…» se convertía en «El predio en el aire que casi pagamos…» En todo caso, su pareja no era buena bailarina y no iban a ganar de ninguna manera. ¡Vaya!, su pareja era Laura Lee Keller, su primerísimo primer amor, alguien a quien había perdido de vista mucho antes de la época de Momentos para recordar. Después del baile de fin de curso, él y Laura Lee, y la mitad de la clase, iban en coche a la playa y se besaban sobre una manta junto al mar. Incluso ahora, después de todos aquellos años, el ruido de las olas le recordaba el descubrimiento de un abanico de posibilidades: todo lo nuevo y sin explorar, a la vuelta de la esquina. Abrió los ojos y oyó el mar a pocas manzanas de distancia, el mismo mar a cuyas orillas se había tendido con Laura Lee; pero él era un hombre de mediana edad e irritable y Laura Lee, dondequiera que estuviese, era de suponer que también. Además, debido a que la noche anterior había fumado demasiado, la boca le sabía a quemado.
Eran las seis de la mañana en Bethany Beach, Delaware, en el chalet redondeado que cada julio le alquilaban a tío Ollie. Las paredes de listones machihembrados, pintadas años atrás de un azul apagado, se elevaban por encima de la cama de somier hundido. Una persiana amarilla, rota toda ella, crujía en la ventana. (¿En qué otra parte, sino cerca del mar, iba a verse este tipo de ventanas: un marco de aluminio ordinario picado por el salitre y una tupida tela metálica, abombada, tan fina y gastada como una tela sintética? ¿Dónde más iban a tener las puertas tela metálica y los porches aquellos listones de madera insertados en diagonal, de modo que los ángulos rectos parecían inexistentes en el Atlántico?) La habitación estaba llena de trastos: un voluminoso ropero frente por frente de un espejo metálico manchado; una cómoda abombada cubierta con un tapete remendado (todos los cajones estaban trabados y faltaban varios tiradores de vidrio facetado); una alfombra de felpa rosada tan delgada y arrugada como una alfombrilla de baño; y, junto a la cama, una mesilla enclenque con un radio reloj de plástico marrón rajado sobre un tapete pequeño; Guy y Ralna cantaban Qué gran amigo es Jesús. Bonny se revolvió a su lado y dijo:
—¿Morgan? ¿Qué demonios…?
Morgan bajó un poco más el volumen. Salió de la cama despacio, cogió del armario un sombrero mexicano y se lo puso sin mirarse en el espejo. Descalzo y en calzoncillos, cruzó penosamente en dirección a la cocina. El aire estaba ya tan pesado y caliente que se sentía agotado.
El chalet tenía cuatro habitaciones, pero sólo tres se hallaban ocupadas. Su madre dormía en una, y Kate, la única niña que les quedaba, en otra. En otros tiempos solían estar llenas. Las niñas tenían que compartir camas y sofás; Brindle dormía con Louisa; algunos novios se alineaban en sacos de dormir en el porche. En aquel entonces, Morgan se quejaba de la confusión, pero ahora la echaba de menos. Se preguntaba qué sentido tenía seguir viniendo. Kate apenas estaba —ahora tenía dieciocho años— y se pasaba la vida ocupada en sus cosas, siempre fuera de casa, visitando amigos en la urbanización nueva y horrible del sur de la ciudad. Y en cuanto a Louisa, parecía que el viaje zarandeara su frágil memoria; estaba más trastornada de lo normal. Sólo Bonny daba la impresión de disfrutar. Caminaba por la orilla del mar y recogía conchas en un cubo. El caballete de su nariz lucía un color rosado permanente, que iba despellejándose. A veces se sentaba donde rompían las olas y chapoteaba como una niña, con las piernas abiertas en «V», quemadas por encima y pálidas por debajo. Entonces Morgan se paseaba por la arena, inmediatamente detrás de ella, con los pulgares metidos en el elástico de su bañador, desafiando al sol y el pegajoso rocío, porque, cuando un miembro de su familia se bañaba, nunca estaba tranquilo. Nadar (como navegar o esquiar) le parecía algo anormal, una invención de los ricos para llenar las horas vacías. Aunque sabía nadar (una tensa braza de pecho con la boca bien cerrada y mojándose tan sólo la punta de la barba), nunca se le hubiera ocurrido hacerlo sólo por placer, y menos en el océano. Sentía que su desconfianza del mar era lógica e inteligente. Se mantenía a considerable distancia de la orilla, siempre con zapatos gruesos y calcetines de lana. Se limitaba a oír el ruido de las olas y se sumía en un trance lento y profundo en el que, una vez más, volvía a echarse con Laura Lee Keller sobre una manta bajo las estrellas.
Hacía demasiado calor para tomar café, pero si no lo tomaba le dolería la cabeza. Así que se preparó un café instantáneo directamente con agua del grifo. Por detrás del gusto a café Maxwell House y a azúcar, percibió el sabor denso del agua de la costa, pero de todos modos se lo bebió, en un tarro de mermelada con payasos pintados. Después aclaró el vaso, cogió el bolso de Bonny de la mesa de la cocina y lo metió en el congelador de la nevera. (Otra locura de los ricos era creer que en los pueblos de veraneo no había delincuencia. Morgan lo sabía muy bien. Percibía el peligro que lo rodeaba y se hubiera sentido más seguro en pleno centro de Baltimore.)
Volvió al dormitorio y se encontró a Bonny sentada contra la almohada.
—¿Por qué te has levantado tan temprano? —le preguntó ella.
—Quería escuchar las noticias.
No era verdad; siempre había creído que las noticias no tenían nada que ver con él. Lo que quería era olvidar el ruido del mar. Era martes. Hacía tres días que habían llegado. Todavía le quedaban once días. Suspiró y se sentó en el borde de la cama para ponerse los calcetines.
—Voy a la pastelería a comprar alguna cosa para desayunar. ¿Quieres algo del pueblo?
—La pastelería todavía estará cerrada.
—Esperaré allí. Compraré el periódico. Aquí hay demasiada tranquilidad.
—Bueno, entonces trae algunos de esos lacitos con cerezas.
Bonny bostezó y se arregló el pelo.
Tenía la marca de la almohada en la mejilla izquierda.
—Qué suerte tienes —dijo ella—, anoche te quedaste dormido enseguida.
—He dormido muy mal.
—Te dormiste inmediatamente.
—Pero me he pasado la noche soñando —dijo Morgan—, y me he despertado y he mirado el reloj. Ahora no me acuerdo de lo que he soñado. Del armario salía un hombre con frac. Bonny, creo que esta casa está embrujada.
—Cada año dices lo mismo.
—Es que está embrujada cada año —se metió por la cabeza una camiseta rayada y, cuando emergió, dijo—: Todas las noches en vela, con extraños pensamientos… Lo único que puedo esperar de las vacaciones es la oportunidad de descansar cuando hayan terminado.
—Hoy viene mi hermano —dijo Bonny saltando de la cama.
Morgan se subió la cremallera de sus shorts de explorador, nuevos y llenos de bolsillos y carteras que todavía no había investigado. En uno de los bolsillos había un gancho de metal, probablemente para la brújula.
—Supongo que no habrás traído una brújula —le dijo a Bonny.
—¿Una brújula?
Morgan le echó una mirada. Bonny se hallaba delante del ropero, con un sencillo camisón corto con el que él, curiosamente, estaba encariñado. También estaba encariñado con el racimo de venas de sus muslos y con los pliegues de sus rodillas. Pensó en deslizarse para besarle el pulso en la garganta, pero de repente se sintió abrumado por el calor, las olas y las paredes machihembradas.
—Dios mío. Tengo que hacer algo con esta vida mía —dijo.
—¿Hacer qué? —preguntó Bonny, descolgando una blusa de una percha.
—Es un fracaso. Es un fracaso.
Bonny lo miró detenidamente y abrió los labios como si fuera a preguntarle algo. Pero él añadió enseguida:
—Lacitos, ¿no? Con cerezas.
Y se marchó antes de que ella pudiera preguntarle nada.
Morgan llevaba a su madre por el paseo, cogiéndola del brazo. Era casi mediodía y ella, para protegerse del sol, llevaba un enorme sombrero negro semejante a una rueda de carreta. El albornoz rayado de manga larga, que le llegaba hasta los tobillos, no ocultaba un traje de baño, sino un vestido corriente de calle, porque, como ella decía siempre, ahora nadar le resultaba tan difícil como volar. Tenía el rostro pálido y arrugado y las yemas de los dedos frías, incluso con el calor que hacía. Louisa le tocó el brazo para decirle que se detuvieran un instante. Quería ver una casa que estaban construyendo.
—Qué forma tan rara —dijo.
—Lo llaman estilo alpino —dijo Morgan.
—Vaya, es prácticamente todo buhardilla.
Morgan ordenó sus pensamientos. En momentos como aquél, cuando Louisa parecía por completo atenta a lo que la rodeaba, él siempre se esforzaba en mantener con ella una conversación normal.
—El coste —dijo él— es considerablemente menor que el de las otras casas.
—Sí, supongo que sí —dijo su madre, y volvió a darle un golpecito en el brazo para que continuaran—: Vamos a ver, ¿cuánto hace que estamos aquí?
—Tres días, madre.
—Faltan once para que nos vayamos.
—Sí.
—¡Santo cielo! —exclamó ella.
—A lo mejor nuestra familia no está hecha para salir de vacaciones.
—Es posible.
—Debe de ser la ética del trabajo.
—No sé qué es eso. Más bien creo que estamos todo el año de vacaciones.
—¿Cómo puedes decir una cosa así? —preguntó Morgan—. Y mi trabajo en la ferretería, ¿qué?
Louisa no contestó.
—Somos gente de ciudad —dijo Morgan—, tenemos nuestras pautas urbanas, cosas que nos mantienen ocupados… Es peligroso pasarse el día así, sin hacer nada. Estar inactivo y pensar nunca ha sido bueno. Dime, papá y tú nunca fuisteis de vacaciones, ¿verdad?
—No recuerdo —respondió ella.
Nunca recordaba nada acerca de su marido. A veces Morgan se preguntaba si su mala memoria respecto a los hechos recientes no procedería de su falta de memoria respecto a su marido; quizás el olvido selectivo era imposible y, al haber optado por olvidarse de un aspecto de su vida, había tenido que olvidarse también de todo lo demás. Sintió el súbito impulso de sacudirla. Quería preguntarle: «¿Estoy envejeciendo en la misma dirección que mi padre? ¿He seguido el mismo camino o no? No tengo puntos de referencia. Estoy avanzando a ciegas; ¿soy más viejo de lo que jamás llegó a ser mi padre?» Pero en cambio le preguntó:
—¿No fuisteis una vez a Ocean City?
—No lo sé, de verdad —respondió ella, severamente.
—¡Dios mío! ¡Eres tan terca! —gritó él, golpeándose el muslo.
Su madre permaneció impasible, pero dos chicas en bikini se volvieron a mirarlo.
—¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar cómo me siento? —le preguntó a su madre—. A veces me parece que me dejaron caer aquí de golpe. No tengo a nadie de los viejos tiempos; soy un extranjero para mí mismo. Y no puedes contar con Brindle: es mucho más joven y, además, siempre estuvo tan protegida por su marido…
—Pero estoy yo —dijo su madre, esquivando a un crío con un cubo.
—Sí, pero a menudo eres… nula, en cierto modo. Madre, en realidad tú no estás.
La había herido y, durante un instante, se sintió satisfecho de haberlo hecho, pero enseguida se llenó de profundos remordimientos. Su madre alzó la cabeza y miró hacia un chalet alpino en cuyo balcón ondeaban unas toallas de playa.
—¡Vaya! —dijo—. ¡Qué velocidad!
—¿En qué, madre?
—Ya han terminado de construir el chalet alpino —dijo ella—. Lo han hecho rapidísimo.
Y levantó la barbilla hacia él, con una mirada amarga y triunfante.
—Sí, así parece, mamaíta —dijo Morgan.
Morgan salió a comprar una pizza para la cena y, cuando regresó, el hermano de Bonny ya había llegado. Había traído a su nueva mujer, Priscilla, una muchacha bonita de pelo rubio, liso y corto, echado hacia atrás, con un pasador plateado. Hacía pocas semanas que estaban casados. Los dos llevaban modernos pantalones blancos y camisas color pastel, como si estuvieran de luna de miel. Morgan todavía no conocía a Priscilla, o por lo menos así lo suponían los otros, porque Billy se la presentó y ella le estrechó la mano formalmente.
—Morgan, Priscilla fue a la Roland Park Country School con las chicas Semple-Pearce —dijo Bonny.
—Ah, sí —dijo Morgan, pero la verdad es que hubiera jurado que Billy ya había estado casado con Priscilla.
Tenía la sensación de conocerla. Pensó incluso que ya había estado en la casa de la playa, aunque la chica se comportaba como si lo viera todo por primera vez.
—Qué sitio tan agradable —dijo Priscilla—. Tiene mucho… carácter.
Dio una vuelta por la sala de estar, tocando las conchas marinas que servían de ceniceros, mientras echaba un vistazo a la foto del equipo de lacrosse de tío Ollie, de 1934, y leía todos los títulos de los resúmenes de libros del Reader’s Digest.
Morgan estaba receloso, pero no dijo nada. Más tarde, en cuanto pudo, arrinconó a Bonny, que había ido a buscar la pizza a la cocina.
—Bonny —dijo en voz baja—, ¿esta chica no es una de sus ex esposas?
—No, cariño, es su esposa actual.
—Pero ¿no estuvo casado con ella antes?
—¿De qué estás hablando?
—Estoy seguro. Se casó con ella y la trajo aquí. Fue por la misma época del año.
Bonny, agachada ante el horno, se enderezó. Parecía acalorada, tenía húmedo el pelo junto a las sienes.
—Morgan, no estoy de humor para oír tus tonterías contra mi hermano.
—¿Tonterías? ¿Qué tonterías?
—Sólo porque quizá tiene preferencia por un tipo de chica en particular.
—No estoy hablando de tipos, Bonny. Me refiero a ella, la trajo hace años y tenía un perrito, Kelty, Kilty… ¿Por qué negarlo? No tiene nada de malo que se haya casado con ella dos veces. Mucha gente se vuelve atrás, retrocede tratando de hacerlo bien la segunda vez. ¿Por qué ocultarlo?
Bonny suspiró y regresó a la sala. Morgan la siguió. Se encontró con Billy y Priscilla sentados en el sofá de mimbre charlando con su madre. Con su ropa chillona, su calva sonrosada y su pelo claro alborotado detrás de las orejas, Billy parecía un viejo tonto. Había cogido la mano de Priscilla y se la acariciaba sobre las rodillas como si le perteneciera. Priscilla hacía como si la mano no fuera suya. Se inclinaba para escuchar con atención las explicaciones de Louisa referentes al viaje a Bethany:
—Traía un termo de té Lipton, dos nectarinas jugosas y una caja de galletas de arrurruz, que me compra a veces Bonny para la digestión.
Priscilla asentía con el rostro lleno de interés y entusiasmo. Era muy joven; imposible que hubiera estado casada varios años atrás. Varios años atrás seguramente sería una colegiala con el uniforme azul cobalto de la Roland Park Country School. Morgan se sentía confundido y se sentó en la mecedora.
—En el puente, el tráfico estaba colapsado —dijo Louisa—, así que paramos y bajamos para sentarnos en el césped, al lado de la carretera. Había un niño, un chiquillo, y yo le di una nectarina y él una pera mosquetera.
—Mosqueruela —corrigió Morgan, que no soportaba que los demás se rieran de ella.
—Ésta era una pera mosquetera. Me comí la mitad y guardé la otra en una bolsita. Después volvimos al coche y cruzamos el puente, pero en Delaware volvimos a pararnos, en el Kiwanis Club, donde hacen pollos a la parrilla, y yo me comí medio, una bolsa de patatas fritas, y me tomé una Tab. El pan con mantequilla y los encurtidos se habían acabado. En el puesto de verduras de la Granja de John…
Priscilla tenía un bolso de esos con botones y asas de madera. Morgan creía que se llamaban Bermuda y que se les podía poner infinidad de fundas diferentes para que combinaran con cualquier prenda. Hubiera apostado que Priscilla tenía una maleta llena de fundas: de algodón con rayas rosas, azul marino… Perdió el hilo de sus pensamientos. Se preguntó qué le había obligado a dejarse en casa su cámara, colgada de la tira de cuero en el armario de abajo. Por primera vez en veinte años, no tendría fotos de las vacaciones. Por otro lado, ¿para qué servían esas fotos? Año tras año eran iguales. Las mismas olas, las mismas quemaduras de sol, las mismas sonrisas…
—Cuando llegamos a Bethany me entraron ganas de picar algo, así que fui con Kate al mercado y compré una sandía. Una sandía preciosa, grande, lo único que había que hacer al volver era clavarle la punta de un cuchillo y abrirla. Pero no tenía gusto a nada. Será posible, a nada. Un color tan bonito y ni asomos de sabor. No lo comprendo —dijo la madre de Morgan.
De repente Morgan recordó otro de los sueños de la noche anterior. Se encontraba en un prado, al lado de una agraciada mujer a la que no había visto nunca. Ella lo llevaba hacia un columpio para niños que pendía de la rama de un árbol. La mujer se sentaba en el columpio y Morgan se subía de pie en él, encerrándola entre sus piernas. Empezaban a columpiarse sobre un acantilado. A lo lejos, debajo de ellos, veían unas diminutas flores amarillas que salpicaban el terreno. Morgan sabía que si subían muy alto se caerían y él moriría, pero no le importaba. Después la mujer se echó hacia atrás y él sintió el torso de ella entre sus piernas: la curva de su caja torácica, la frialdad satinada de su ropa. Temblaba y volvía a sentirse como un niño. Comprendió que, mientras se sintiera así, querría seguir viviendo y, de pronto, tuvo miedo de caerse. Se despertó de golpe; el corazón le latía con tanta fuerza que todo su cuerpo parecía vibrar.
En los últimos años, Morgan se había aficionado a escribir cartas. No sabía exactamente por qué. Sencillamente, a veces empezaba a ponerse nervioso y no podía contenerse ni estarse quieto; quería decirle algo a alguien, pero no sabía qué ni a quién en particular. Entonces se sentaba y se ponía a escribir cartas; aunque no era lo ideal, le servía. En el trabajo utilizaba una máquina de escribir Woodstock que tenía unos caracteres desparejos y empastados que bailaban por toda la hoja. Se afanaba con los dos dedos índices y paraba más o menos a cada palabra para levantar la tecla de la «a» que no retrocedía sola. En casa escribía con una estilográfica defectuosa, cuyo cartucho rellenaba con una jeringuilla hipodérmica desechable. (La había recogido del cubo de la basura de una sala de urgencias, durante algún accidente de una de sus hijas. Comprar recargas llenas le parecía una extravagancia.) Escribía a todas sus hijas, incluso a las que vivían en Baltimore. Escribía a los viajantes de comercio que iban a la tienda y a sus amigos: Kazari y el tabernero griego. Como no tenía mucho que decir, generalmente hacía recomendaciones. He descubierto que los pulverizadores para plantas de su compañía van estupendamente bien para apagar el fuego de la chimenea a la hora de irse a acostar. Simplemente hay que llenar la botella con agua, poner la boquilla en el número 4…
O:
Querida Amy:
He notado que tienes algunas dificultades con el orden doméstico.
Quiero que entiendas que no te culpo por ello. Tu madre tiene el mismo problema. Pero, como llevo diciéndole a ella durante años, existe una solución.
Sencillamente, coge una caja de cartón, llévala por todas las habitaciones, cárgala con los juguetes de unos y otros, ropa sucia y cosas así, y escóndela en el armario. Cuando te pregunten por algún objeto, puedes decirles dónde está. Si no te preguntan (y he aquí la parte importante), si pasa una semana y no notan que ha desaparecido determinado objeto, entonces puedes tener la certeza de que no es esencial y tirarlo a la basura. Te sorprenderás al ver la de cosas que no son esenciales. Tíralas todas. ¡Simplifica! ¡No dudes!
Con todo mi amor,
Papá.
Aquella noche, cuando los demás ya estaban en la cama, Morgan se sentó a la mesa de la cocina y escribió una postal a Potter, el hombre de la tienda de instrumentos musicales: … El tiempo ha sido agradable y templado, unos 26° los tres días… debo dar gracias al Señor, porque me he enterado de que en Rehoboth han tenido 44 mm de lluvia en 47 minutos… Suyo en Cristo, Gower Morgan, S. J. Escribió a Todd, su nieto de tres años, una carta agradable y masculina: La camioneta nueva funciona muy bien y créeme que el espacio para carga resulta muy útil. Cupo la colección completa de la Enciclopedia Británica y pudimos llevárnosla a la playa. Ahora tiene 25.510 km en el cuentakilómetros con el combustible a un precio de 2,1 céntimos por kilómetro y un coste total de funcionamiento de 4,76 céntimos por kilómetro. Si suponemos una depreciación anual del 30%…
Escribió el sobre dirigido a Todd y lo puso sobre la postal para Potter. Se quedó en blanco durante un momento y luego cogió otra hoja. Queridos Emily, Leon y Gina, escribió. Hemos tenido un tiempo agradable con temperaturas del orden de los 26°…
Pero volver a escribir las mismas cosas no servía. Tachó la frase y puso: ¿Por qué no venís el viernes a pasar el fin de semana? Hay que coger por el Bay Bridgey continuar hacia Wye Mills, desviarse allí por la carretera 404 y luego por la 18…
El jueves por la mañana a última hora apareció Brindle. Nadie la esperaba. Morgan estaba en el porche, repantingado en la mecedora, hojeando un tomo de la enciclopedia. Se le ocurrió mirar hacia la calle y allí estaba el pequeño deportivo rojo que Robert Roberts le había regalado para la boda. Brindle dio un tirón al freno de mano y salió del coche con lágrimas en los ojos. Llevaba la cabeza envuelta en el pañuelo de gasa blanca con el que dormía siempre para no despeinarse y una especie de gabardina blanca que le llegaba hasta los tobillos, varias tallas más grande. En realidad, le recordó a un conductor de automóviles antiguos.
—Ah, me gusta mucho eso que llevas —dijo, mientras su hermana subía los escalones del porche—: el velo, el guardapolvo…
—No es un guardapolvo, es un albornoz —dijo Brindle.
Se sonó la nariz con un kleenex empapado. Llorar la había vuelto más suave y rolliza, casi bonita. Se hundió en la silla próxima a la de Morgan y plegó su kleenex en busca de una parte seca.
—Lo compré la semana pasada en Stewart’s —dijo—. Dieciséis con cuarenta y nueve, rebajado; valía treinta y dos con noventa y ocho.
—A mitad de precio; no está nada mal —dijo Morgan—. Toma, un cigarrillo.
—No fumo.
—Coge uno, cariño, te irá bien.
Le tendió el paquete y lo agitó tentadoramente.
Brindle se limitó a restregarse los ojos.
—No puedo soportarlo más… He debido estar loca para casarme con ese… alcornoque, con ese tocho. Lo único que hace es estarse allí sentado y lloriquear. No lo soporto.
—Toma un Rolaid. Toma una pastilla para la tos. Toma un chicle de menta Wrigley —dijo Morgan, registrándose los bolsillos a toda prisa.
—Tiene mi foto de graduación sobre el televisor. La mitad del tiempo hace que mira la tele, pero en realidad está mirando mi foto. Cuando entro en la habitación, le veo dirigir de nuevo la vista al programa. Cuando cree que estoy ocupada en algo, se acerca a la foto, la coge y la estudia. Después menea la cabeza y vuelve a sentarse.
Se le descompuso el rostro y empezó a sollozar. Morgan miró hacia la calle. No tarareaba exactamente, pero de vez en cuando lanzaba un «mm, mm, mm» y tamborileaba sobre el libro abierto. Pasó un chiquillo en bicicleta tocando el timbre. Dos señoras en bañador con falda llevaban entre ambas una canasta con ropa de la lavandería.
—Desde luego toda situación tiene sus momentos difíciles —dijo Morgan, y se aclaró la garganta.
En aquel momento apareció Bonny en el porche.
—¡Brindle! —dijo—. ¿Qué haces aquí?
—Bonny, sencillamente ya no lo soporto más —dijo Brindle.
Extendió sus brazos y Bonny se acercó, la abrazó y le dijo:
—Bueno, bueno, Brindle, no te preocupes. —Siempre sabía, mejor que Morgan, lo que tenía que decir—. Vamos, no te preocupes, Brindle.
—Estoy empezando a ponerme celosa de mí misma —dijo Brindle, en sordina—. Estoy celosa de mi propia foto y de la pulsera con baño de plata y el nombre grabado que le di cuando tenía trece años. Nunca se la quita. Duerme con ella, se baña con ella. Tengo ganas de decirle: «Quítatela. ¿No puedes olvidarte de ella ni por un instante?» Se sienta delante del televisor y mira fijamente mi foto… a veces incluso he visto lágrimas en sus ojos. «Robert, dime algo, por favor», le digo, y él me dice: «Sí, sí, enseguida.»
Bonny le acomodó un mechón de pelo debajo del pañuelo. Morgan dijo:
—Bueno, seguramente se le pasará.
—No se le pasará nunca —dijo Brindle, incorporándose y clavándole la mirada—. Si no se le ha pasado en dos años, ¿cómo se te ocurre que se le pasará? A fin de cuentas, te lo digo yo, no hay nada peor que dos personas juntas soñando despiertas lo mismo. Esta mañana al despertarme he visto que no había dormido en la cama. He ido a la habitación de la tele y allí estaba, profundamente dormido con mi foto debajo del brazo. Así que he cogido mis llaves y me he ido. Ni me he molestado en vestirme. Ay, estaba medio loca, demente. He conducido hasta vuestra casa y he aparcado y me he bajado sin acordarme de que estabais en Bethany. ¿Sabes que el idiota del repartidor sigue dejándote el periódico cada día? Estaban esparcidos por el jardín. El del domingo está tan viejo y amarillento que cualquiera creería que es una mancha de pipí, y a lo mejor lo es. Mira, Morgan, si mientras estás de vacaciones te roban, tienes todo el derecho de ponerle un pleito al chico de los periódicos. Recuerda lo que te digo. Es como una invitación para cualquier delincuente que pase.
—Pero las cosas empezaron tan bien —dijo Morgan—. Me hice tantas esperanzas la primera vez que Robert Roberts llamó. Tocó el timbre, te traía rosas…
—¿Qué rosas? Nunca me trajo rosas.
—Claro que sí.
—No, no me las trajo.
—Yo me acuerdo.
—Morgan, por favor —dijo Bonny—, ¿quieres dejarlo ya?
—De acuerdo. Pero te rodeó con sus brazos… ¿Te acuerdas?
—Puro teatro —dijo Brindle.
—¿Teatro?
—Si hubiera sido mínimamente honesto, habría abrazado mi foto de graduación, la habría besado en los labios y le habría regalado un coche deportivo.
Volvió a fruncir la barbilla y se apretó el estrujado kleenex contra la boca. Bonny miró a Morgan por encima del hombro de su hermana, como si esperara que él hiciera algo. Pero ¿qué podía hacer? Nunca se había sentido muy unido a Brindle, nunca la había comprendido, a pesar de que, por supuesto, la quería. La diferencia de edad era tan grande que apenas eran hermano y hermana. Cuando ella nació, Morgan ya tenía una vida hecha, escuela, amigos, y la muerte del padre en lugar de acercarlos había puesto de manifiesto lo diferentes que eran. Habían llorado su muerte de modos muy distintos: Brindle aferrándose con desespero a su madre, mientras Morgan se retiraba obstinada y laboriosamente al mundo exterior. Cualquiera diría que habían llorado a personas por completo diferentes.
Morgan se inclinó con lentitud hacia adelante, mientras rascaba la copa de su sombrero mejicano.
—¿Sabes? —dijo—, estoy seguro de que te trajo rosas.
—Nunca me trajo rosas.
—Juraría que lo hizo: rosas rojas. Un ramo enorme.
—Esas rosas te las has inventado tú —dijo Brindle.
Se metió el kleenex en el bolsillo del albornoz.
—Qué lástima —dijo Morgan con tristeza—. Era lo que más me gustaba de todo.
Morgan preparó espaguetis para comer, el plato preferido de Brindle. Se puso sus ropas de cocinero de comidas rápidas —un sucio delantal blanco y un gorro de marinero— y, mientras Bonny y Brindle tomaban café sentadas a la mesa, se hizo cargo de la cocina.
—¡Espaguetis a la Morgan! —dijo blandiendo un paquete de fideos.
Las mujeres, con expresión neutra y los pensamientos en otra parte, apenas lo miraron.
—Tuve indicios desde el principio —dijo Brindle—, pero no quería verlos. Ya sabes lo que pasa. Casi lo primero que me dijo el día que se presentó fue… Se apartó un poco, me cogió de las manos y me miró fijamente: «No lo comprendo, no sé por qué no he podido dejar de pensar en ti», dijo. «No es que seas una belleza, ni que lo hayas sido antes», dijo. «Además, estoy envejeciendo», le respondí yo, «y el dentista dice que cada vez tengo los dientes más torcidos.» Nunca le he ocultado nada. Nunca he intentado ser lo que no soy.
Bonny chasqueó la lengua.
—No te valora como es debido —le dijo—. Es una persona de esas que necesita ver a distancia para saber lo que ha de sentir, tiene que ver desde el pasado, a través de los ojos de otras personas o encasillar a la gente en un libro o en una foto. Has hecho bien en dejarlo.
Morgan sintió una picazón de inquietud en las sienes:
—Pero no le ha dejado; sólo se ha tomado unas pequeñas vacaciones —le comentó a Bonny.
La primavera pasada, la antigua compañera de cuarto de Bonny en la universidad se había divorciado de su marido después de veintisiete años. Y por supuesto también estaban las esposas de Billy (todas ellas abandonadas, algunas con poco más que una nota) y la propia hija de Morgan, Carol, que a la semana de haberse casado volvía, de muy buen humor por cierto, a instalarse en la casa que compartía con su hermana gemela. Además, Morgan sabía a ciencia cierta que dos de las mejores amigas de Bonny estaban pensando en separarse y que una de ellas ya había hablado en realidad con un abogado. Le preocupaba que fuera algo contagioso. Temía que Bonny cogiera la enfermedad o, mejor dicho, que todo aquello se convirtiera en moda. Entonces ella abriría los ojos y le abandonaría. ¿Qué se llevaría?… En el fondo de su mente había algo que no conseguía determinar. Bonny se llevaría algo así como la combinación de la cerradura, secreto que él necesitaba saber y que ella sabía desde siempre aun sin habérselo propuesto. Cada vez que Bonny regresaba de comer con alguna amiga, Morgan se apresuraba a señalar los defectos de ésta y las razones ocultas. «Es una insatisfecha por naturaleza, cualquier tonto lo vería. ¿Cómo pudo el tonto de su marido enamorarse de ella?… No creo ni una palabra de lo que te ha dicho», solía decir. Ay, uno tenía que llevar cuidado con las amistades de su mujer, no con los hombres, sino con las mujeres.
Golpeó la sartén con la espátula tratando de llamar la atención de Bonny. Dio unos pasitos de baile de cocinero de comidas rápidas.
—¡Pollo frito para cuatro! —gritó—. ¡Uno de bacon, lechuga y tomate sin mayonesa!
Bonny y Brindle le lanzaron idénticas miradas huecas y pensativas, sin parpadear, como los gatos.
—Bonny, no veo los dientes de ajo —dijo, cambiando de táctica.
—Usa ajo en polvo.
—¡Ajo en polvo! ¡Deshidratado! ¡Inconcebible!
—Nadie notará la diferencia.
—¡Ojalá aprendieras a hacer listas para la compra! —dijo Morgan—. Si quieres ser organizada, ten una lista en la puerta de la nevera y ve apuntando todo lo que se te acabe.
Bonny se pasó la mano por los cabellos. Llevaba un peinado que parecía una especie de tejido, una trenza anudada a otra detrás de las orejas.
—Mira, haremos lo siguiente —le dijo él—: la semana que viene, cuando volvamos a Baltimore, iré al supermercado con un bloc de notas. Trazaré un plano con todos los pasillos. Pasillo uno: aceitunas, encurtidos, mostazas. Pasillo dos: té, café… Figurará todo. Luego puedes sacar doscientas sesenta fotocopias.
—¿Cuántas? —sus dedos se inmovilizaron.
—Cinco veces cincuenta y dos. Servirá para cinco años.
Ella lo miró a la cara.
—Dentro de cinco años te haré uno nuevo —dijo Morgan—. Es posible que para entonces hayan cambiado de sitio las cosas.
—Sí, es muy probable —dijo Bonny, echándole a Brindle una mirada rápida y disimulada, y ambas se sonrieron mutuamente.
Era una sonrisa tan suave y alegre, tan obviamente cómplice, que toda la intranquilidad de Morgan reapareció. Se le ocurrió que a menudo hablarían de él a sus espaldas. «Ah, ya conoces a Morgan», dirían poniendo los ojos en blanco. «Ya sabes cómo es.»
—Bueno —dijo—, lo único que intentaba era… Fíjate, si marcáramos los artículos en esa lista, la compra sería muy fácil. Todo funcionaría como es debido. ¿No estás de acuerdo?
—Sí, sí.
—¿Quieres que haga yo las fotocopias?
—No, cariño, ya las haré yo —dijo Bonny.
Luego suspiró y se rió de aquella forma tan suya y se bebió el resto de su café.
—Pero de momento —le dijo a Brindle—, vayamos tú y yo al pueblo a comprar ajos.
—Ni hablar. Usaré el deshidratado —dijo Morgan, rápidamente.
Pero ella insistió:
—Un paseo nos sentará bien. Nos llevaremos a tu madre.
Se levantó y miró debajo de un montón de revistas. Después abrió el horno y por último la nevera. Cogió su bolso y le dio un beso a Morgan.
—¿Quieres algo más? —le preguntó.
—Podrías traer crema de leche.
—Tenemos.
—Sí, pero viniendo mañana más gente, que tal vez llegue antes del desayuno…
—¿Quién?
—Los Meredith.
—¿Los Meredith?
—Bueno, es posible que vengan. Les escribí unas líneas, ¿sabes?, no sabía que Brindle iba a venir y que Billy se quedaría a pasar el fin de semana. Creía que habría espacio suficiente. Y lo habrá, ¡claro que lo habrá, vaya! ¿Dónde pusimos aquellos sacos de dormir?
—Morgan, me gustaría que antes de hacer una cosa así me consultaras —dijo Bonny.
—¡Pero si te caen bien! ¡Siempre has dicho que te caían bien!
—¿Quiénes te caen bien? —preguntó Brindle—. ¿De quién estáis hablando?
—Oh, de los… Meredith —dijo Bonny—. ¿Te acuerdas de ellos, Brindle? Los has visto en casa un par de veces. Leon y Emily Meredith. Sí, me caen bien. Les tengo afecto a los dos, lo sabes, pero aun así…
—Yo, personalmente, los encuentro un poco secos —dijo Brindle—. Por lo menos a ella. No creo que resulte muy divertida en la playa.
—No, Emily no es nada seca, simplemente…
—Y, de todos modos —le dijo Morgan a Brindle—, no recuerdo haber pedido tu opinión. Tampoco recuerdo haberte invitado a venir a Bethany, así que no estás en situación de criticar mi lista de invitados.
—¡Morgan, por favor! —dijo Bonny.
—Mira —dijo Brindle—, no vendrán. No te preocupes, Bonny. Seguro que a Emily no le gusta la arena, ni el desorden. Además, no creo que tenga ningún interés en meterse en ese mar pegajoso y revuelto. Conozco a las de su tipo: nunca pueden ir a las fiestas.
Acto seguido, salió con Bonny, tan satisfecha de su propia capacidad de observación que el rostro se le iluminó de placer como si Robert Roberts nunca hubiera existido.
Pero fueron. Llegaron al día siguiente a media mañana en un Volkswagen negro que Leon había comprado de segunda mano. Morgan todavía no se había hecho a la idea de que tuvieran coche. (Aunque supuso que, si no les quedaba más remedio que tenerlo, aquel diminuto vehículo campaniforme era el más apropiado. Y negro; era el toque estético. Sí, y además, ¿qué tenía de malo, a fin de cuentas, que unos artistas ambulantes tuvieran algún medio de transporte? Quizá deberían comprarse también una caravana.) Morgan, de pie en el jardín, meciéndose sobre las puntas y los talones, observaba cómo aparcaban. Emily fue la primera en bajar y echó un asiento hacia adelante para que bajara Gina. Llevaba unos zapatos nada adecuados, unos Docksiders. Morgan casi no podía creer lo que veían sus ojos. Aquellos mocasines marrones, sólidos y rígidos, con suela de goma blanca, chocaban con la falda acampanada y el body negro. Y Gina, cuando hubo bajado, mostró la malhumorada expresión de ojos bizcos de quien ha sido arrancado del sueño. Leon tenía el rostro tenso y, en el hoyuelo de la barbilla, llevaba un trocito de papel higiénico tapando un corte del afeitado. No, decididamente no estaban en su mejor momento. Era como si Morgan sólo tuviera que ausentarse de la ciudad para que ellos se desmoronaran; sin él iban a la deriva, perdían todo su antiguo encanto y se compraban una ropa imposible. (Leon llevaba un polo nuevo azul eléctrico que casi hacía daño a la vista.) Con todo, Morgan avanzó con una sonrisa de bienvenida.
—¡Vaya, qué alegría volver a veros! —dijo, besando a Emily en la mejilla.
Luego abrazó a Gina y estrechó la mano de Leon.
—¿Habéis tenido buen viaje? ¿Mucho tráfico? ¿Qué tal en el puente?
Leon murmuró algo acerca de los jubilados que todavía conducían y abrió de un tirón la puerta del maletero.
—Hemos tenido un viaje tranquilo; pero no me preguntes por el paisaje, porque Leon ha conducido tan aprisa que me ha parecido una mancha borrosa —dijo Emily.
—Emily, si no puede leer las letras pequeñas de cada valla de anuncios, de cada señal indicadora y cartel de circo —dijo Leon— y si no puede contar las frutas de cada puesto, considera que es un exceso de velocidad.
—Bueno, no me ha parecido que la policía estuviera muy en desacuerdo conmigo.
—El radar de aquel tipo funciona mal —replicó Leon—, y pienso decirlo cuando vaya al juzgado.
Sacó una maleta pequeña y cerró el maletero.
—Esa gente tiene que llenar un cupo —siguió diciendo—, y, si no han puesto las multas suficientes, cogen a cualquiera.
—Bueno —dijo Morgan, contemporizador—, habéis llegado sanos y salvos y eso es lo importante —cogió la maleta de Leon; pesaba más de lo que esperaba—. Adelante, pasad. ¡Bonny, han llegado los Meredith!
Subieron los peldaños del porche y entraron en la sala. A Morgan, el olor de la casa —a moho y keroseno— le resultó por primera vez poco hospitalario. Se dio cuenta de que los cojines de las sillas de mimbre estaban chafados, apelmazados, y de que el mimbre de los brazos se había aflojado y formaba espirales. Quizá no había sido muy buena idea invitarlos. Emily y Leon miraban vacilantes a su alrededor. Gina vagaba cerca de la puerta mordisqueándose la uña del pulgar. Parecía que aquel verano le tocara adelgazar. La camiseta de tirantes se hundía patéticamente alrededor de su pecho plano. Morgan se dio cuenta de que, de pronto, estaba examinando a todo el mundo, incluido él, en términos geométricos: una serie mal diferenciada de bultos y de protuberancias estacionados en sitios absurdos. En aquel momento Emily dijo:
—He traído una cámara.
—¿Qué? —dijo Morgan—. ¡Ah, una cámara!
—Una Kodak, exactamente.
—¡Es estupendo! —dijo él—. Este año me he olvidado la mía en casa. ¡Es maravilloso que hayas pensado en traerla!
En ese preciso momento, Bonny salió de la cocina sonriendo y frotándose las manos en la falda. Morgan vio que a fin de cuentas todo iba a salir bien. (La vida estaba llena de pequeños instantes de desaliento que aparecían y desaparecían; no significaban nada.) Rebosaba alegría mientras Bonny abrazaba a los recién llegados. Detrás de ella apareció su madre, también con una sonrisa.
—Mamá, ¿te acuerdas de los Meredith? —le dijo Morgan.
—Claro —dijo ella.
Le tendió la mano primero a Leon y luego a Emily.
—Tú me trajiste aquel pastel de fruta la Navidad pasada —le dijo a Emily.
—Sí.
—Tenía por encima la capa de caramelo más maravillosa que he probado en mi vida.
—Vaya, gracias —dijo Emily.
—¿Y su marido ya se ha recuperado de aquel ataque de apoplejía?
—¿Cómo?
Morgan enseguida cayó en la cuenta de lo que pasaba. Su madre había confundido a Emily con Natalie Czernov, la vecina de al lado de su infancia. La señora Czernov también le había hecho para Navidad un pastel de fruta. Estaba tan fascinado por aquel resbalón en el tiempo (como si el pastel de fruta hubiera sido una llave que abriera al mismo tiempo varias puertas de diferentes niveles históricos) que se olvidó de acudir en ayuda de Emily. Emily dijo:
—Aquí está mi marido, señora Gower.
—Ah, muy bien, veo que está mejor que entonces —dijo Louisa.
Emily miró a Morgan.
—Quizá debería enseñaros vuestra habitación —dijo él.
Volvió a coger la maleta y los condujo a través de la entrada hasta el cuarto de Kate. La cama estaba recién hecha y en el suelo había un saco de dormir para Gina.
—El cuarto de baño está al lado —dijo—. Hay toallas encima del lavabo. Si necesitáis algo más…
—Estoy segura de que estaremos perfectamente —dijo Emily, y abrió la maleta.
Morgan consiguió entrever unos cuadrados nuevos de ropa doblada, mientras Leon cruzaba bruscamente la habitación y echaba un vistazo por la ventana. (Lo único que vería serían unos cubos de basura abollados.) Después se acercó al cuadro que colgaba sobre la cama: un mar azul oscuro, liso como el vidrio, con una barca hecha con conchas auténticas.
—No tendríamos que haber venido —dijo, observando la vela de conchas de almeja.
—Leon, necesitábamos descansar —le dijo Emily.
—Tenemos una función de títeres el lunes por la mañana. Eso significa que, una de dos, o nos metemos en el tráfico del puente del domingo, o el lunes al amanecer salimos como locos para llegar a tiempo. Y que Dios nos ampare si tenemos un pinchazo o el más mínimo embotellamiento por el camino.
—Está bien salir de la ciudad —le dijo Emily a Morgan. Sacó la cámara de la maleta y volvió a cerrarla—. Leon opinaba que no teníamos tiempo, pero yo le dije: «Estoy cansada, quiero ir. Estoy cansada de los títeres.»
—Está cansada de los títeres —dijo Leon—. Me gustaría saber de quién fue la idea. ¿Quién se metió primero en esto? Yo sólo hago lo que tú dijiste. Tú empezaste con los títeres.
—Bueno, Leon, no hay ninguna razón de peso para que no dejemos los títeres un fin de semana.
—Ella cree que podemos dejarlos cada vez que nos dé la gana —le dijo Leon a Morgan.
Morgan se pasó la mano por la frente.
—Por favor. Estoy seguro de que todo saldrá bien —dijo—. ¿No queréis ir a ver el mar?
Ni Leon ni Emily le contestaron. Se quedaron de pie frente a frente, cada uno a un lado de la cama, con la espalda tiesa como si se prepararan para algo serio. Ni siquiera parecieron notar que Morgan abandonaba la habitación.
No, no había sido muy buena idea pedirles que fueran. El fin de semana transcurrió tan despacio que el tiempo, más que pasar, se arrastraba. Se pulverizaba hasta detenerse y volvía a empezar, cosa que exacerbaba los nervios de Morgan. En realidad, no todo fue culpa de los Meredith, sino más bien de Brindle, que se echaba a llorar doce veces al día; o de Bonny, que abusó de los baños de sol y tuvo fiebre y escalofríos; o de Kate, a la que detuvieron en Ocean City y acusaron de tenencia de media onza de marihuana. Pero, de todos modos, Morgan les echó la culpa a los Meredith. No podía evitar sentir que el mal humor de Leon había obrado como un maleficio y estaba irritado por cómo Emily daba vueltas alrededor de Bonny todo el tiempo. (A fin de cuentas, ¿quién se había hecho amigo el primero?) Emily había cambiado; el simple hecho de llevar otro tipo de zapatos la había en cierto modo transformado. Morgan empezó a evitarla y a dedicarse por completo a Gina, una niña triste y espigada, en una edad patosa, la edad que precisamente le partía el corazón. Morgan le hizo una cometa con una bolsa gigante y ella se lo agradeció de verdad, pero al mirarla a la cara vio que la niña en realidad observaba a sus padres, que discutían en voz baja en la otra punta del porche.
Morgan se puso a pensar en Joshua Bennett, un nuevo vecino de Baltimore. El tal Bennett era un anticuario. (Vaya, eso sí que era una ocupación.) Se parecía a Enrique VIII y llevaba una vida elegante: cenaba pequeños manjares caros y, luego, mientras le daba vueltas a una copa de coñac, leía libros de historia encuadernados en piel. A principios de primavera, cuando Bennett acababa de mudarse, Morgan le había hecho una visita. Se lo encontró con un batín de terciopelo granate con solapas acolchadas de raso. (¿A dónde podría ir uno para comprar un batín así?) De algún modo, Bennett se quedó con la impresión de que Morgan descendía de una vieja familia naviera de Baltimore y de que poseía un desván lleno de bronces antiguos. Había estado de lo más amable, ofreciéndole un poco de coñac y un cigarro con boquilla de marfil. Morgan se preguntó si Bennett hubiera aceptado una invitación a la playa. Empezó a planear su regreso a Baltimore; la amistad que establecerían, las conversaciones que sostendrían. Casi no podía esperar el regreso.
Mientras tanto, el fin de semana se prolongaba tediosamente.
Kate había deshonrado a la familia, decía Bonny. Ahora figuraría en los archivos policiales, marcada de por vida. Bonny se lo había tomado muy a pecho. (Las quemaduras de sol le daban un rubor hético, intenso.) Como el chalet no tenía teléfono, la policía de Ocean City había tenido que llamar a la policía de Baltimore para que avisasen a los Gower. Desde luego, ahora lo sabría todo el mundo. El sábado, durante el desayuno, Bonny apoyó una mano al rojo vivo en el brazo de Louisa y le preguntó a Kate:
—¿Cómo crees que se siente tu abuela? El apellido de su difunto marido había permanecido hasta ahora sin mácula.
Morgan nunca le había oído usar la palabra «mácula», ni siquiera estaba seguro de que existiera. Louisa, entre tanto, siguió comiéndose tranquilamente un pomelo.
—¿Qué piensas, madre? —le preguntó Bonny.
Louisa levantó sus ojos hundidos.
—Bueno, no sé a qué viene tanto jaleo. En mis tiempos solíamos darles un poco de marihuana a los bebés. Los calmaba durante la dentición.
—No, no, madre, era belladona —dijo Bonny.
Kate parecía simplemente aburrida. Brindle se sonaba la nariz. Los Meredith, sentados en fila, observaban como los miembros de un jurado.
Y en la playa —donde el océano se agitaba bajo el profundo azul del cielo y las gaviotas flotaban en el aire, lentas como los veleros— el grupo era una abigarrada mezcla de esteras, termos, toallas llenas de arena, una sombrilla que, cada vez que soplaba el viento, descubría la mitad de sus varillas, una radio que chillaba y unas cuantas hojas de periódicos desparramadas. Kate, que no tenía permiso para salir durante el resto de las vacaciones, hojeaba enfadada un ejemplar de Diecisiete. Bonny sudaba y tiritaba envuelta en un montón de prendas protectoras. El blanco de óxido de cinc en la nariz y en el labio superior le daba, junto con las enormes gafas negras de sol, el aspecto de una especie de insecto escapado de una película de ciencia ficción. Gina hizo un agujero en la arena y se metió dentro. Billy y Priscilla dieron el espectáculo, tendiéndose muy juntos sobre la misma lona.
Y Emily, con un bañador horrible de color azul celeste, que dejaba a la vista unas piernas blancas y fofas, sacó fotos que seguramente resultarían muy deficientes, pero no quiso dejarle la cámara a Morgan. Temía que él la sacara a ella, dijo, a pesar de que Morgan había jurado que no lo haría. (Ya la había retratado en su mente como le hubiera gustado que fuera siempre; con su falda negra y sus zapatillas de ballet. Sin duda no le interesaba perpetuar a este otro ser en el que se había convertido.)
—Lo único que deseo —le dijo Morgan— es tomar fotos de algunos grupos. Un poco de acción, ¿comprendes?
No podía soportar sus remilgadas demoras, las poses estilizadas en las que insistía. Morgan era un fotógrafo de gran velocidad; retrataba a la gente en grupo, a mitad de sus movimientos, en medio de una risa. Emily, en cambio, avanzaba por la arena colocándose delante de una persona cada vez y se detenía a cada paso para sacudirse con fastidio la arena de aquellos pies tan blancos que tenía. Después tardaba una eternidad en tenerlo todo dispuesto, cerraba un ojo para mirar a través del visor y miraba al cielo, como si con una Kodak instamatic pudiera graduar algo. «Ahora quieta», le decía a la persona en cuestión, pero tardaba tanto que quien fuera se ponía cada vez más rígido y con expresión más forzada cada vez. En varias ocasiones, Morgan le había gritado: «¡Dispara ya!» Entonces Emily bajaba la cámara, se volvía con los ojos abiertos de par en par, los labios separados y todo tenía que empezar de nuevo.
El domingo por la tarde, los Meredith se pelearon por el regreso. Emily quería esperar hasta el lunes, pero Leon quería salir aquella misma noche. Morgan ansiaba gritar «¡Por Dios, sí, marchaos!», no sólo a los Meredith, sino también a todos los demás. Podían abandonarlo en la playa y, al atardecer, la arena y algunas hojas marchitas que volaban hacia el mar lo enterrarían. Se imaginó lo tranquilo que estaría al fin. Se tendería inmóvil y las olas bramarían para él. Era la gente lo que perturbaba su vida: Louisa con su vestido de playa rayado semejante a un beduino de nariz aguileña, Brindle con un viejo bañador elástico de Bonny que colgaba vacío alrededor de su encorvado cuerpo. Morgan se sentó debajo de la sombrilla con su sombrero mexicano, bañador, zapatos y calcetines de lana. Sentía humedad y picor en su pecho desnudo. Mientras escuchaba la discusión de los Meredith, mordisqueaba una cerilla.
Leon dijo que si salían el lunes por la mañana era muy posible que no llegaran para la función. Emily replicó que sólo se trataba de una función de títeres. Leon le preguntó cómo podía decir sólo. ¿Acaso no había puesto su alma en ello? ¿No le había arrastrado, durante todos aquellos años, a entregarse de lleno a los malditos muñecos con sus risitas tontas? Emily dijo que él nunca se había entregado de lleno a nada y que además lo que él hacía con su vida no era problema suyo. Ella no le había obligado a meterse en eso. Leon se puso de pie de un salto y echó a caminar a grandes zancadas hacia el pueblo. Morgan lo siguió con la mirada, mientras observaba con indolencia que a Leon se le habían formado a la altura de la cintura del bañador unos rollos de grasa. Se había convertido en un hombre sólido, robusto, que se apoyaba pesadamente sobre sus talones. Un enjambre de muchachas se apartó para dejarlo pasar. Leon siguió su camino sin molestarse siquiera en echarles una mirada.
Seguramente Billy y Priscilla también se habían peleado, porque él, apartado de su mujer, dibujaba entre sus pies profundos círculos de arena. Las mujeres se juntaron, mientras los hombres quedaron alrededor, cada uno por su lado, con los cuellos tiesos. El murmullo de las voces femeninas se confundía con el rumor del mar.
—Mira los pájaros —le dijo Emily a Gina—. Mira cómo vuelan en círculo. Mira cómo buscan peces.
—A lo mejor sólo están aireándose las alas por debajo —dijo Louisa.
Bonny, que miraba el horizonte a través de sus gafas oscuras, hablaba en tono tranquilo y distante.
—Fue en esta misma playa —dijo— donde me di cuenta por primera vez de que ya era una mujer mayor. Durante mucho tiempo, incluso después de casada, me había considerado una chica joven. Tenía veintinueve años y estaba embarazada de las gemelas. Había traído a Amy y a Jeanne a jugar a la playa. Vi que el socorrista posaba su mirada en mí y, acto seguido, en algún punto situado más allá. Me di cuenta de que en realidad ni me había visto. Su mente le había dicho: «Señora, niños, juguetes de playa» y él había pasado a otra cosa. No es que yo fuera el tipo de mujer a la que silban los muchachos, ni que estuviera acostumbrada a tener un tropel de hombres mirándome, ni siquiera de jovencita. Pero en una época había contado y ya no: me habían reclasificado. Me sentí muy triste. Caí en la cuenta de que me habían arrebatado algo que yo estaba tan segura de tener que ni siquiera lo había notado. No sabía que aquello podía pasarme a mí como a cualquier otra.
Morgan vio que alguien se dirigía hacia ellos: un hombre con un traje gris oscuro metalizado. Conforme pasaba, todos se quedaban mirándolo un momento, cambiaban de cara y, luego, apartaban la vista. Era Robert Roberts.
—¡Brindle! —dijo Morgan.
Sólo por la entonación dada a su nombre, su hermana pareció comprenderlo todo. Se sentó rígida sobre la esterilla, abrazándose las rodillas, con el ceño fruncido, sin mirar. Lo dejaba a criterio de Morgan, quien se levantó y escupió la cerilla.
—¡Vaya, Robert Roberts! —dijo, tendiéndole la mano demasiado pronto.
Robert todavía no había llegado. Se apresuró por la arena con torpeza para no tener a Morgan esperando. Tenía la palma húmeda. El rostro brillante. Era un hombre sin rasgos ni ángulos visibles y llevaba el fino cabello castaño con raya en medio y aplastado a los lados. Parecía que estuviera hundiéndose en la playa. Tenía arena en las arrugas de los zapatos y en las vueltas de los pantalones. Estrechó la mano de Morgan como un ahogado y lo miró a los ojos, cosa que sin duda se debía a su experiencia como vendedor.
—Soy Bob —dijo jadeando.
—¿Cómo? —preguntó Morgan.
—Que me llamo Bob. Siempre me llamas Robert Roberts, como si fuera un chiste.
—¿De verdad?
—He venido a buscar a Brindle.
Morgan se volvió hacia su hermana. Ésta se abrazó las rodillas con más fuerza y se meció con la vista clavada en el mar.
—Es la historia de siempre, ¿no? —le dijo Robert a Morgan—. Exactamente la misma historia. Me deja una vez más.
—Ah, bueno… Siéntate, Robert, Bob. Estás en familia.
Robert lo ignoró.
—Brindle —dijo—, el martes por la mañana cuando me desperté, te habías marchado. Pensé que te habías disgustado por algo, pero ya han pasado cuatro días y no has vuelto. ¿Vamos a seguir haciendo lo mismo toda la vida? Estamos juntos, me dejas, estamos juntos, me dejas.
—Todavía te queda mi foto —le dijo Brindle al océano.
—¿Qué quieres decir con eso?
Brindle se puso en pie. Se sacudió la arena del trasero y se ajustó un tirante. Después se dirigió hacia Robert Roberts y acercó tanto su cara a la suya, que el hombre retrocedió.
—Mira —dijo ella, golpeándose el pómulo amarillento—, ésta soy yo. Soy Brindle Gower Teague Roberts. Toda esa sarta de nombres.
—Sí, Brindle, por supuesto.
—¡Sí, te es muy fácil decirlo! Pero desde que tú y yo éramos niños, he estado casada y luego viuda. Me casé con el viejo vecino de al lado, Horace Teague, y me mudé a su casa; compraba latas de jamón en la sección de alimentación de los grandes almacenes…
—Todo eso ya me lo has contado, Brindle.
—No soy la chica de la foto.
No lo era. La piel de debajo de los ojos tenía el mismo color mate que la de Morgan. El hoyuelo de una de las mejillas se había convertido en una grieta seca; cosa que Morgan no había notado. Tenía treinta y ocho años. Morgan se mesó la barba.
—Brindle, ¿qué estás diciendo? —preguntó Robert Roberts—. ¿Estás diciendo que ya no me quieres?
Del grupo de las mujeres (mirando todas muy educadamente hacia otro lado) se elevó un murmullo de lo más suave, como una risa o un suspiro. Robert las miró y luego se volvió hacia Morgan.
—¿Qué está diciendo? —le preguntó.
—No lo sé —dijo Morgan.
Louisa dijo:
—Si se casan, espero que no me mandéis a vivir con ellos.
—Ya están casados, madre —le explicó Morgan.
—No tenéis ni idea de lo duro que es no saber a dónde van a despacharte la próxima vez —dijo Louisa.
—Mamá, ¿te hemos despachado alguna vez a parte alguna? —inquirió Morgan—. ¿Alguna vez en tu vida?
—¿No lo habéis hecho? —preguntó. Permaneció reflexionando bajo la capucha del albornoz—. Bueno, pero en cualquier caso parece que lo hayáis hecho. No, prefiero quedarme con vosotros. Bonny, no le dejarás que me mande a vivir con Brindle, ¿verdad? Vivir con Morgan es difícil, pero… es un hombre todo sorpresas, como dirías tú.
—Sí, sí —dijo Bonny, fríamente.
—¿Me lo prometes?
—Madre —dijo Morgan—, están casados. Ya están casados y nadie va a enviarte a ninguna parte. Brindle, díselo. Díselo, Robert, Bob…
Pero Robert miraba el mar sin escuchar. El viento le levantaba el cabello; los pelos en punta le daban un aspecto desesperado. Mientras los demás le miraban, se agachó para sacudirse la arena de los pantalones. Se estiró los puños de la camisa, para que asomaran adecuadamente por las bocamangas de la chaqueta, y echó a andar hacia el mar.
Sorteó a un niño con una pala y pisó el foso y el muro almenado de un castillo. Pero a medida que se acercaba al mar, su capacidad de observación parecía debilitarse y se metió en un hoyo que estaban cavando tres niños. Volvió a salir ignorando sus gritos. Ahora las perneras de sus pantalones estaban oscuras y húmedas. Con el tacón aplastó sin querer un vaso de papel. Llegó a la orilla y siguió avanzando. Un joven, que levantaba en vilo a una chica, disponiéndose a zambullirla, la bajó de repente y se quedó boquiabierto. El agua, cubierta de espuma blanca, le llegaba a Robert a las rodillas. Robert continuó y se hundió hasta la cintura. Cuando las olas, disponiéndose a un nuevo asalto, retrocedieron, pudieron verlo con sus ropas empapadas, pesadas: una imagen casi bíblica.
Hasta aquel momento nadie se había movido. Se dirían bañistas diminutos de una tarjeta postal. Pero entonces Brindle gritó: «¡Detenedle!» y todas las mujeres se pusieron en pie. El socorrista se incorporó en su silla alta, con el silbato levantado a medio camino de la boca. Billy pasó a toda carrera. Morgan arrojó su sombrero en el regazo de Bonny y lo siguió, pero el socorrista era más rápido que ellos dos. Cuando llegaron al agua, ya estaba metido hasta la cintura arrojándole a Robert una especie de torpedo de plástico naranja. Robert lo rechazó y se sumergió.
Una ola, más fría de lo que esperaba, rompió contra las rodillas de Morgan. Odiaba notar los calcetines mojados; sin embargo, continuó avanzando. Lo que tenía en mente no era tanto salvar a Robert como derrotarlo. No, Robert no se saldría con la suya, no escaparía tan fácilmente; no debían permitírselo. Morgan se debatió en el agua, moviendo brazos y piernas a tontas y a locas. Una mujer con cara de sorpresa se levantó las orejeras del gorro de baño y clavó su mirada en él. El socorrista cogió por detrás con una llave a Robert y éste (que ni siquiera se había mojado aún el pelo) cayó hacia atrás. Una ola lo cubrió, y emergió tosiendo, todavía en las garras del socorrista. Morgan los siguió con los brazos extendidos y la cabeza desesperadamente tendida hacia delante. El socorrista arrastró a Robert por la arena y lo depositó como un fardo de ropa mojada. Lo aguijoneó con un pie largo y bronceado.
—Ay, Dios —dijo Morgan, agotado, y se sentó junto a Robert mirándose los zapatos estropeados.
Billy se dejó caer a su lado sin aliento. Robert continuaba tosiendo, ignorante de la gente que se había agolpado alrededor.
—Apártense, apártense —dijo el socorrista. Y se volvió hacia Morgan—: ¿Qué, estaba borracho?
—No tengo la menor idea —dijo Morgan.
—Bueno, he de dar parte de todo esto.
—No es necesario, de veras —dijo Morgan, levantándose—. Soy del departamento.
—¿Del qué?
—Del departamento de Parques y Seguridad. ¿Cómo te llamas, hijo? Naturalmente pienso mencionar tu nombre en la junta.
—Hendrix —dijo el socorrista—. Danny Hendrix, con «x».
—Buen trabajo, Hendrix —dijo Morgan, estrechando con fuerza la mano del joven.
Éste se quedó un minuto rascándose la cabeza y luego volvió a la orilla en busca del torpedo de plástico naranja que iba a la deriva.
Morgan y Billy sostuvieron a Robert pasándose cada uno un brazo de éste por el cuello. No parecía herido, pero era un peso muerto en estado letárgico, que se dejaba arrastrar con los pies hacia atrás.
—Venga, compañero —dijo Billy, animosamente.
Robert parecía contento; quizá recordara los tiempos de la fraternidad estudiantil que, como le había dicho una vez a Morgan, fueron los más felices de su vida. Morgan, por su parte, permaneció en absoluto silencio. Ojalá tuviera un cigarrillo.
Arrastraron a Robert hasta más allá de las esteras. Las mujeres se quedaron guardando las cosas. Brindle alisaba y plegaba las toallas. Ni se molestó en mirar a Robert. Morgan se sintió orgulloso de ella. ¡Ya vería Robert con quién estaba tratando! Que viera cómo arreglaban aquello entre todos juntos. Porque, en realidad, no era una simple pelea matrimonial, un altercado romántico. No, evidentemente se trataba de una crítica a toda la familia, al desorden de la vida familiar. En el momento en que había decidido huir, escapar, Robert se hallaba justamente al lado de las esteras, viendo cómo Louisa perdía la noción del tiempo, cómo Morgan discutía con ella, cómo todos los demás formaban grupos antagónicos… El muy sinvergüenza. Los había insultado a todos, a todos y a cada uno de ellos. Morgan sintió que la ira lo invadía. Se detuvo sin decir nada, fingiendo estar preocupado por Hendrix, agachó la cabeza para librarse del brazo de Robert y se alejó hacia el mar. Robert se tambaleó y por poco se cae. Morgan se puso la mano a modo de visera y vio a Hendrix haciendo señales al socorrista de la playa de al lado.
Morgan no sabía leer las señales de banderas, ¡pero podía imaginarse la conversación que sostenían! ¿QUÉ HA PASADO?, preguntaría el vecino y Hendrix respondería: UN FOLLÓN DE LOCOS…
Kate también miraba. (Sin duda Hendrix le parecía guapo.)
—¿Sabes lo que están diciendo? —le preguntó Morgan.
Ella se encogió de hombros.
—Es la señal de solucionado —dijo.
—¿De qué?
—Ya sabes, todo solucionado, todo en orden.
—Pues no tiene ni idea —dijo Morgan.
Bonny le dijo a Morgan que faltaban camas. ¿Los Meredith se iban hoy o mañana? La conversación tuvo lugar en la cocina, a última hora de la tarde, mientras Bonny vaciaba las cajuelas de cubitos de hielo en una jarra. Por encima del crujido y tintineo del hielo, le explicó en voz baja que sería una gran solución que se fueran antes de que llegara la hora de acostarse, así podría instalar a Brindle y a Robert en aquel cuarto. Pero Morgan no creía que su hermana quisiera en modo alguno compartir el dormitorio con Robert.
—Déjalo, Bonny. Manda a Robert al porche con un saco de dormir.
—Pero, Morgan, están casados.
—Ese hombre es un chiflado. Brindle está mejor sin él.
—Eras tú el que estaba en contra de que ella lo dejara —dijo Bonny—, y ahora, sólo porque caminó un poco entre las olas…
—Sí, completamente vestido. Con traje y corbata. Nos ha hecho quedar como un manicomio de excursión, nos ha convertido en el hazmerreír…
—Nadie se ha reído —dijo Bonny.
—Es una muestra de lo mal que están saliendo estas vacaciones. Últimamente me he estado preguntando cómo irán las cosas en la ferretería.
—Lo ha hecho para demostrarle cuánto le importa —dijo Bonny.
—Esta mañana he estado a punto de telefonear a Butkins para saber si ya ha repuesto las bolsas de papel. Con el otoño en puertas…
—¿De qué estás hablando? Estamos en julio.
Morgan se tiró de la nariz.
—Ve a preguntarle a Emily qué han decidido —dijo Bonny.
—¿Quieres que les diga que se vayan?
—No, no, sólo pregúntales. Si han decidido quedarse ya buscaremos otra solución.
—¿Y si nos fuéramos nosotros? —dijo él, esperanzado—. Podríamos irnos y que se quedaran todos los demás.
Bonny le echó una mirada.
Morgan dio una vuelta por la sala. Su madre y Priscilla jugaban al scrabble y Kate se pintaba las uñas en la mesita de mimbre. El olor a laca impregnaba la habitación, un olor penetrante y urbano que a Morgan le gustaba. Hubiera preferido quedarse allí, pero dijo:
—¿Alguien ha visto a Emily?
—Está fuera —respondió Priscilla.
Morgan salió al porche, dejando que a sus espaldas la puerta de mosquitera se cerrara de golpe. Emily estaba otra vez haciendo fotos. Retrató a Gina amontonando unas conchas de ostras sobre la cerca. Retrató a Robert sentado en la mecedora, tieso y humillado, con ropa prestada: los pantalones blancos de luna de miel de Billy y una camisa a rayas chillonas. Después retrató a Morgan, que tuvo que quedarse inmóvil durante un buen rato, mientras ella guiñaba un ojo para enfocarlo a través del visor. Morgan hizo todo lo posible para no demostrar su irritación, por lo menos se alegraba de ver que Emily se había quitado el bañador. Llevaba un conjunto negro e iba descalza. Volvía a tener su antiguo y gracioso aspecto de hada bailarina.
—Ahora voy a sacarte yo una foto a ti, porque estás muy guapa —le dijo en cuanto oyó el clic del disparador.
Bajó los peldaños y cogió la cámara de sus manos. Por una vez, Emily no opuso resistencia. Parecía cansada. Cuando Morgan se alejó y la apuntó con la cámara, ella ni siquiera se arregló el pelo para suavizar su expresión. Morgan sacó la foto y le devolvió la cámara.
—Ah…, Bonny se preguntaba —dijo— si os quedaríais esta noche.
—No lo sé —dijo ella.
Hizo avanzar la película con un zumbido.
—Tendría que preguntárselo a Leon —añadió tras una pausa.
—Ah. ¿Dónde está Leon?
—No sé, no ha vuelto de su paseo. Estaba pensando en ir al pueblo a buscarlo.
—Iré contigo —dijo Morgan—. Gina, ¿quieres dar un paseo?
—Estoy ocupada —dijo Gina, colocando otra capa de conchas.
—¿Robert?
—Estoy esperando a Brindle.
Morgan y Emily echaron a andar por la calle. La calzada era estrecha e irregular y anduvieron por el centro sin temor al tráfico. Pasaron junto a una mujer que estaba tendiendo las toallas de la playa y junto a una niña que hacía pompas de jabón en la escalinata del porche. Las casas estaban tan pegadas que tenían la sensación de avanzar a través de las habitaciones. Primero oyeron a Neil Diamond por la radio, luego un concierto de oboe, percibieron olor a café y a pastelillos de cangrejo fritos, vieron a un hombre y a un niño arreglar sus aparejos de pesca sobre el sofá-columpio verde del porche.
—Tendrá que esperar mucho —dijo Emily.
—¿Quién?
—Robert Roberts. Brindle se ha vuelto a Baltimore.
—¿De veras?
—Billy la ha llevado a Ocean City para que cogiera el autobús.
—¡Pero si tiene el coche aparcado a la puerta!
—Ha dicho que ya no lo quería.
—Ah —dijo Morgan; lo pensó mejor—: Así que se ha ido a mi casa.
—No se lo he preguntado —dijo Emily.
—¡Robert se lo merece! —dijo Morgan—. Sí, hasta ahora yo estaba de su parte: su modo de llamar a la puerta, las rosas… Pero eso de meterse en el mar. No, la gente se imagina que puede retenerte con cosas así. Se hacen daño a sí mismos y piensan que asumiremos la responsabilidad, pero nos subestiman, no se dan cuenta. No, Brindle no le perdonará nunca.
Emily no dijo nada. Morgan le echó una mirada y la vio pálida y ojerosa, apretando la cámara con una mano azulada. ¿Cómo se las había arreglado para no quemarse? Había estado en la playa el mismo tiempo que los demás.
—Bueno —dijo Morgan, secándose con la manga el sudor de la frente—, supongo que debemos de parecerte agotadores, ¿no?
—Lo he pasado muy bien —le dijo ella.
—¿Cómo?
—Lo he pasado muy bien.
—Sí, bueno, es muy amable por tu parte, pero… no te preocupes, sé que no estás acostumbrada a estas cosas. Nuestra vida carece de organización. No creas que no me doy cuenta.
—Pero ha estado muy bien. Han sido unas vacaciones de verdad. La idea me entusiasmó nada más recibir su carta y fui a comprar ropa nueva para todos. Hacía años que no iba a la playa, desde el colegio.
—Ah, sí, el colegio —dijo Morgan, suspirando.
—A Leon nunca se le ocurre que podemos tomarnos un descanso. Prefiere quedarse en casa. O damos una función o nos quedamos en casa. A veces creo que lo hace por despecho, como si dijera: «Querías casarte y sentar la cabeza, ¿no? Pues ya lo has conseguido. Nunca más iremos a ninguna parte.» Es extraño, yo esperaba que con el tiempo iría pareciéndome más a él, que me volvería más… pues… activa; y en cambio parece que es él el que se está volviendo como yo. Simplemente nos quedamos en casa, sentados. Sentados en aquel cuarto con la máquina de coser. Me siento como un personaje de cuento, como una esclava. Como la hija del molinero, a la que permiten que con la paja haga hilos de oro. Venir aquí era algo que necesitábamos, un poco de animación, que pasaran cosas…
—Ay, Emily, Emily —dijo Morgan.
Se sentía muy incómodo y se había olvidado los cigarrillos. Pasaron junto a un hombre que, sentado en una escalinata, fumaba, y Morgan aspiró una bocanada de aire gris.
—Aquí la puesta de sol es diferente —dijo—, más lenta y uniforme; la luz es tan opaca…
Morgan apretó el paso y Emily se mantuvo a su ritmo. Giraron hacia el este y pasaron ante la primera de una serie de tiendas.
—¡Me pone en una situación! —dijo Emily—. Leon siempre hace que todo parezca idea mía, que sea yo la que organiza la vida, pero no es verdad. Quiero decir que, si él se queda sencillamente sentado, ¿qué voy a hacer? ¡Dígamelo!
—Honestamente, no creo que yo aguante un día más aquí.
—¿En Bethany? —preguntó Emily. Miró a su alrededor—: Pero es bonito.
—Huele a pescado muerto.
—Por favor, Morgan.
Pasaron ante el escaparate de una tienda de recuerdos del que colgaban unas redes amarillas y que estaba lleno de caracolas barnizadas de Florida, monedas de peltre, pisapapeles transparentes con un caballito de mar dentro, pendientes en forma de estrella de mar y de delfines. Subieron unos húmedos peldaños de madera y, mientras avanzaban por la rampa hacia el paseo, Morgan se miró en la cristalería oscura del restaurante Holiday House.
—¡Dios mío! —dijo.
Emily se volvió hacia él.
—¡Mira! —dijo él, observando sus mejillas en la vidriera—. ¡Qué viejo estoy! ¡Qué estropeado! Parece que… que me esté desintegrando.
Ella se rió.
—Pues no le veo la gracia —le dijo él.
—No se preocupe, Morgan. Está usted muy bien. Si uno no pone antes la cara tensa, siempre pasa lo mismo.
—Sí, pero ahora la estoy estirando. ¡Y mira: sigue igual!
Emily dejó de reírse y lo miró compasiva. Pero, por descontado, él no esperaba que ella comprendiera. El cutis de la muchacha parecía recubierto de una película dorada, las hebras metalizadas de su cabello brillaban a la luz del sol. Ella reemprendió la marcha y él la siguió al cabo de un instante, sin parar de palparse la cara con las puntas de los dedos.
—Creía que Leon andaría por aquí —dijo Emily, mirando a uno y otro lado del paseo marítimo.
—Quizá se ha metido en una cafetería —dijo.
—¿Solo? No, imposible.
—¿Por qué no? —preguntó Morgan, visiblemente interesado—. ¿Qué puede tener en contra?
Ella no contestó. Apoyó las manos sobre la baranda del paseo y miró el océano. Por lo menos eran las cinco, quizá más tarde, y quedaban sólo uno o dos bañistas. Una tabla blanca de porexpán se deslizaba alejándose sobre las olas. Las parejas que paseaban por la orilla, con ropa limpia y recién puesta, tenían el aspecto de criaturas bien cuidadas que acabaran de despertar de una siesta. Se veían cuadrados de arena lisa donde las familias habían tendido antes sus esteras, húmedos castillos abandonados y torres con la forma de cubos de playa. Pero no se veía a Leon.
—Quizá haya vuelto a casa —dijo Morgan—. ¿Emily?
Emily lloraba. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras ella, con los ojos muy abiertos, miraba a lo lejos.
—Vamos, Emily —dijo Morgan. Ojalá Bonny estuviera allí. Rodeó a Emily torpemente con el brazo y le dijo lo que suponía que habría dicho Bonny—: Vamos, vamos, no te preocupes.
Y en el momento en que ella se volvió, la abrazó:
—No te preocupes, Emily.
Su cabello olía a ropa blanca lavada y tendida todo el día al sol. La cámara, que sostenía contra su pecho, era el único volumen anguloso entre ambos; el resto de su cuerpo era blando, sin huesos, sorprendentemente delgado; era tan poca cosa. Se apoderó de él un súbito dolor que le obligó a estrecharla entre sus brazos con más fuerza y a atraerla hacia sí. La cabeza le daba vueltas. Emily lanzó una especie de resuello y se apartó con brusquedad.
—¡Emily! ¡Espera! —dijo él.
Le resultaba difícil recuperar el aliento.
—¡Emily, deja que te lo explique! —dijo.
Pero ella ya se había marchado y Morgan quedó aturdido, con el rostro rojo de vergüenza, y, antes de que pudiera ordenar en su mente esta nueva catástrofe, miró hacia abajo y vio pasar a Leon absorto en la lectura del periódico de la tarde.
El lunes empezó el mal tiempo y no volvieron a ver el sol hasta el jueves. Para entonces ya era demasiado tarde: todos los que se habían quedado estaban molestos los unos con los otros. Billy y Priscilla se fueron temprano y enfadados entre sí: ella conduciendo el coche de Brindle. Louisa se peleó con Kate por unas pastas de arándano y Bonny le dijo a Morgan que a él le tocaba llevarse a Louisa de regreso a casa en la camioneta. Desde luego ella no podía viajar yendo las dos juntas. Pero Morgan no quería llevarla, deseaba hacer el viaje solo, salir tempranísimo y no parar en todo el camino. Luego, en cuanto llegara, se imaginaba Morgan, llamaría a Joshua Bennett, el anticuario, y quizás más tarde se daría una vuelta por el centro sólo para ver cuánto lo había echado de menos. No, no había sitio para Louisa en sus planes. Así que, el sábado por la mañana, mientras los demás hacían las maletas, Morgan metió en la camioneta su enciclopedia, dijo «adiós a todo el mundo» y se marchó. Mientras se alejaba calle abajo, antes de girar hacia la carretera, vio por el retrovisor a Kate, que lo seguía corriendo, a Bonny, que bajaba los peldaños del porche gritándole algo, y a su madre ante la puerta, con la mano en la frente, para protegerse de la luz. En aquella familia, uno nunca podía despedirse y listo. Siempre surgían detrás amenazas y embrollos.
Condujo a una velocidad ligeramente superior a la permitida y en una ocasión se metió por el arcén para adelantar a una fila de coches. En Kent Narrows sólo perdió unos minutos y en el puente no había caravana. Mientras lo cruzaba, le pareció que alzaba el vuelo. A las once llegó a las afueras de la ciudad y a las once y veinte, a casa. Mucho antes que Bonny y los demás.
El jardín estaba cubierto de hierbas y de periódicos enrollados. Tras las persianas bajadas, la casa estaba fría y olía a humedad, y en el vestíbulo, debajo de la ranura de la puerta, había un montón de correspondencia.
Brindle, sentada en el comedor, hacía un solitario. En el momento en que Morgan entró, agitaba ausente los dedos y ponía una jota de diamantes sobre la reina de pie.
—Perdona que no haya entrado los periódicos —dijo Brindle—, pero no quería salir, porque Robert se ha pasado casi toda la semana aparcado con el coche enfrente de casa.
—Insistente, ¿eh? —dijo Morgan.
Se sentó junto a Brindle para abrir el correo.
—No he podido salir ni a comprar leche, ni tan siquiera una barra de pan. Así que me las he arreglado con lo que había. Sobre todo sardinas y corned-beef; me muero por una lechuga. Pero bueno, no ha estado tan mal. La verdad es que no me ha importado demasiado. Me ha recordado nuestra niñez, cuando éramos pobres. Morgan —dijo, deteniéndose con un diez de trébol en el aire—, en cierto modo, ¿no éramos más felices cuando pasábamos apuros?
—Por lo que a mí respecta, todavía estamos en apuros —dijo Morgan.
Había un cursi sobre azul de Priscilla, seguramente con una nota de agradecimiento. Morgan, sólo de pensarlo, se cansaba. Pasó a otro más grueso que parecía más prometedor y lo rasgó. Dentro había un montón de fotos envueltas en una carta. Morgan buscó la firma: Emily. ¿Y ahora, qué? Queridos Morgan y Bonny, escribía con una pulcra letra cursiva que lo estremeció y alarmó. Gracias otra vez por el agradable fin de semana. Espero que no les causáramos demasiadas molestias. Nos fuimos tan deprisa para llegar aquí antes de que oscureciera que tengo la sensación de no haberme despedido como corresponde. Fue muy amable por su parte el invitarnos y todo estuvo tan…
Morgan hizo una mueca y pasó las fotos. Fue mirándolas con indolencia, pero al cabo de un instante se sentó mejor y volvió a mirarlas. Puso una sobre la mesa del comedor, otra al lado y luego otra. Bonny, Robert, Brindle, Kate…
Cada uno de ellos sentado a solas, suspendido bajo una luz ámbar que sin duda no existía en Bethany Beach, Delaware. Bonny con los brazos cruzados sobre el estómago y una sonrisa radiante. Robert Roberts resplandeciente como un novio en luna de miel con su camisa prestada, y Brindle con la piel de un tono tan suave como una pintura de inapreciable valor. Kate, terca y enfurruñada, resultaba tan sensual y misteriosa como una fruta exótica. El sombrero mexicano de Morgan echado hacia atrás constituía un halo y las hebras blancas de su barba le daban la profundidad y la textura de una talla. Bueno, sólo efecto de la película. Sería un rollo rebajado, caducado o sometido a un exceso de exposición.
Pero todos y cada uno de ellos miraban con tanta firmeza, con tanta confianza y concentración… Incluso Emily, con su palidez marmórea cubierta de pliegues negros, ofrecía, bajo la escrutadora mirada de Morgan, unos ojos tan claros que imaginó que podía ver a través de ellos, detrás de ellos. Que podía ver lo que ella veía y cómo, cómo veía ella el propio mundo de Morgan. Una optimista burbuja de esperanza empezó a aflorar en su interior. Ordenó y volvió a ordenar las fotos una y otra vez, las alineó y las echó sobre la mesa, mientras sonreía, suspiraba y reía, ajeno a la mirada sorprendida de su hermana: un hombre enamorado.