1973

1

El periódico decía: ¿Renacimiento de la artesanía en Baltimore? El festival comienza el 2 de junio. Había una foto de Henry Prescott, con los tobillos hundidos en serrín, mientras tallaba uno de sus señuelos. También había una foto de Leon sosteniendo un títere, con su mujer a un lado y la niña a sus pies. Era un hombre anguloso, torvo y guapo, con la boca pronunciadamente hendida en los extremos. Ya no era un muchacho. Hizo falta una foto para que Emily se diera cuenta. Puso el periódico sobre la mesa de la cocina, apartó algunos de los platos del desayuno y se apoyó en los codos para estudiarlo más detenidamente. La textura porosa del papel de diario daba a Leon un aspecto dramático: todo hoyos y planos escarpados. A su lado, Emily parecía carecer de rasgos. Ni siquiera Gina llegaba a demostrar lo especial que era.

«La idea general», el periódico citaba las palabras de Leon, «es la improvisación. Improvisamos a cada momento, nos adaptamos conforme avanzamos. Me refiero a las obras, no a los títeres. Los muñecos son obra de mi esposa; los hace según un modelo fijo. No son improvisados.»

En cierto modo era y no era verdad. Para dar forma a los títeres, Emily había hecho un patrón con papel de embalar, pero la forma era lo de menos; lo importante eran las caras, las hondonadas y las prominencias de sus expresiones, que tenían tendencia a producir sus propios e inesperados efectos, independientemente de que ella guiara con mano férrea la tela en la máquina de coser. Sí, definitivamente los títeres también constituían una improvisación. Ojalá ella hubiera dicho algo cuando los entrevistó aquel periodista, ojalá se le hubiera ocurrido algo para defenderse.

«Las cabezas están rellenas», había dicho Leon, «y se endurecen con una especie de cola que prepara mi mujer. Tiene su propia fórmula, su propia manera de hacer las cosas. A veces me permite ayudarla con la utillería, pero insiste en hacer ella sola los títeres íntegramente.»

Emily dobló el periódico y lo dejó a un lado. Cruzó el pasillo y fue hasta la habitación del fondo, ahora el cuarto de Gina. La máquina de coser y las bolsas de muselina habían sido trasladadas a la habitación que compartía con Leon; Gina tenía tantas cosas que ya no cabían en un rinconcito. La cama deshecha de la niña estaba llena de animales de peluche, libros y ropa. En la mecedora, al lado de la ventana, había un Snoopy más grande que Gina. El abuelo y la abuela Meredith se lo habían regalado para su sexto cumpleaños. Emily consideraba que hacerle a una niña un regalo de semejante tamaño era ridículo, por no mencionar el precio. ¿En qué estarían pensando? «Mira, son así», le había dicho Leon. « sabes cómo son.»

Gina estaba debajo de la cama. Salió toda despeinada, con una zapatilla deportiva en la mano.

—¿Todavía no estás lista? —preguntó Emily—. Ya es hora de salir.

—Estaba buscando esto.

Emily le quitó la zapatilla de la mano y deshizo el nudo.

—Gina, ahora escúchame. Hoy tenemos que dar una función en el campo y nos iremos antes de que vuelvas. Cuando termine el parvulario, vuelve a casa con las niñas Berger y espéranos en la tienda hasta que regresemos. La señora Apple me ha dicho que cuidará de ti.

—¿No puedo quedarme en casa e ir con vosotros?

—Pronto llegará el verano. El verano que viene te quedarás en casa todo el tiempo —respondió Emily.

Le puso la zapatilla y se la ató. Los calcetines ya estaban sucios, arrugados y le caían hasta los tobillos. La blusa tenía huevo en la pechera. Emily, de pequeña, había conocido criaturas como Gina; tenían una especie de suciedad extravagante; había algo exuberante en el desaliño de sus ropas. Siempre había pensado que la culpa era de sus madres, pero ahora sabía cómo iban las cosas. Media hora antes, Gina estaba limpia como la nieve; Emily se había encargado de que lo estuviera.

—Vamos —dijo—, llegarás tarde.

Y le sacudió el polvo de la mata de pelo, abundante y gruesa como la de Leon.

Se colgó el bolso del hombro y salieron del piso. Cerraron la puerta con suavidad, porque Leon todavía dormía. El aire de la escalera olía a los desayunos de todos los vecinos: tocino, mantequilla frita, arenques ahumados. Pasaron junto a la puerta que daba a la tienda, todavía a oscuras, y salieron a la calle. Era una mañana tibia y soleada. La ciudad parecía recién lavada: a lo lejos se elevaban brumosos unos edificios blancos iluminados por una luz dorada, mujeres con vestidos de primavera barrían los umbrales, la hiedra verde colgaba de las ventanas de una casa abandonada. Gina se cogió de la mano de Emily y se puso a cantar, dando saltitos:

Lucy tiene un pequeñín

que se llama Tiny Tim,

y lo baña sin cesar

para que aprenda a nadar…

Emily saludó a la señora Ellery, que sacudía el trapo del polvo, y al anciano ciego al que su hija, ¿o sería quizá su nieta?, instalaba en la escalinata de la entrada, cuando hacía buen tiempo, con una colcha grisácea sobre las piernas.

—Bonito día —dijo Emily, y el anciano asintió, volviendo hacia el sol sus párpados muertos, como la planta de una ventana.

Madre e hija se detuvieron en la próxima esquina para esperar a las niñas Berger. Helena Berger las despidió en el portal: dos pelirrojas pecosas con vestidos escoceses que corrieron con Gina hasta la otra esquina.

—¡Un momento! ¡Esperad! —tuvo que advertir Emily y precipitarse, jadeando, mientras las niñas se mecían y balanceaban en el bordillo.

Extendió las manos, la más pequeña de las Berger se cogió de una y Gina de la otra. Las pelirrojas eran puro hueso; Emily sintió una oleada de cariño por la manita tibia y regordeta de Gina, ligeramente pegajosa en los pliegues. Cruzó la calle rodeada de niñas y las soltó en el otro lado. Las chiquillas volvieron a dispersarse saltando desacompasadamente.

Lucy ha llamado al doctor,

Lucy llamó a la enfermera,

Lucy llamó a la mujer

del abrigo de pantera…

Emily percibió a su lado la presencia de una figura familiar. Se volvió y vio a Morgan Gower caminando a zancadas junto a ella. La saludó tocándose el abollado casco verde del ejército y sonrió.

—Morgan, ¿cómo está usted en la calle tan temprano? —le preguntó ella.

—A las cinco de la mañana ya no podía dormir —respondió él—, en casa había demasiado jaleo.

En casa de Morgan siempre había mucho jaleo. Ella no había estado nunca, pero se la imaginaba como una caja repleta a punto de reventar, con el techo abombado y los ángulos de las paredes agrietados por culpa de la presión.

—¿Qué ha pasado ahora?

—Se trata de Brindle. Mi hermana. Ha vuelto su novio.

Emily no sabía que la hermana tuviera novio. Se protegió los ojos con la mano, y llamó:

—¡Niñas! ¡Esperadme! —y añadió—: ¿Ya le han quitado el yeso de la pierna a Kate?

—¿A quién? —preguntó Morgan—. Ah, sí. Sí, ya está… Pero mira, anoche, a eso de las siete, cuando terminábamos de cenar, sonó el timbre y Bonny dijo: «Brindle, ve a ver quién llama, ¿quieres?», porque estaba cerca de la puerta. Así que se levantó y entonces…

Habían llegado a la esquina. Emily volvió a extender sus manos y las niñas se apiñaron a su alrededor, empujando a Morgan hacia atrás. Cuando hubieron cruzado, Emily se volvió para buscarlo y lo vio recogiendo el casco de la cuneta. Lo limpió tristemente con la manga y se lo puso en la cabeza. Hacía juego con la chaqueta de camuflaje y los pantalones de campaña verde oliva. Siempre va vestido para catástrofes bastante improbables, pensó Emily.

—Son botas certificadas y garantizadas a prueba de serpientes —le dijo él entonces—. Las compré en Saldos Sunny.

—Son muy bonitas —comentó ella—. ¡Niñas, más despacio, por favor!

—¿Cómo es que tienes dos niñas más? —preguntó Morgan—. No recuerdo haberlas visto.

—He llegado a un acuerdo con la madre. Hoy ella llevará a Gina a casa. Así yo puedo ir a hacer la función.

—Vaya, qué desorden —dijo Morgan—. Vengo a veros en busca de un poco de paz y tranquilidad y me encuentro con este lío. Fíjate, Gina ni siquiera me ha dicho hola.

—Lo hará, usted sabe que le encanta hacerlo; pero está con unas amigas.

—Me gusta más cuando vais los dos solos, y Gina caminando entre ambos, sólita. ¿Dónde está Leon? ¿Por qué no ha venido?

—Está durmiendo. Anoche fue a ver si conseguía un papel en una obra.

—Demasiado desorden —refunfuñó Morgan.

Se detuvo, se miró la chaqueta y sacó un paquete de cigarrillos.

—Así que Brindle fue a abrir la puerta —dijo— y luego, nada, sólo un profundo silencio. Pensamos que se había desmayado, olvidado a lo que iba, o perdido o algo así. Ya conoces a Brindle, o, por lo menos, has oído cosas de ella: siempre apática y con ese albornoz. Si le preguntas: «¿Qué tal has pasado el día?», ella dice: «¿Qué día?» Se asombra de que haya pasado un día. «Ve a ver adónde ha ido», me dijo Bonny. «Es tu hermana, ve a ver qué hace.» Así que me levanté de la mesa y me la encontré en el vestíbulo besándose con un perfecto desconocido. Lino de esos besos largos, intensos y envolventes, como en las películas. Yo no sabía muy bien qué hacer. Interrumpirles me parecía una grosería, pero si daba media vuelta y me marchaba, sin duda oirían el crujido del parqué, así que me quedé allí limpiándome los dientes mientras ellos continuaban besándose. Un hombre grueso, de pelo castaño y liso, y Brindle con su albornoz. Al final pregunté: «¿En qué puedo servirle?» Se separaron y Brindle dijo: «Es Robert Roberts, mi novio de la infancia. ¿Lo conoces?»

—¡Niñas! —gritó Emily. Habían llegado a otro cruce y ella corrió para cogerlas de la mano.

Morgan las siguió, murmurando algo parecido a:

—Lo conozco de toda la vida. Lo conocí cuando no levantaba ni un palmo del suelo y venía a jugar con Brindle en el callejón. La llamaba idiota, tonta, retrasada, de esa manera cariñosa e insultante propia de los novios de la infancia…

De pronto apareció la escuela, un brillante edificio de cemento cuarteado, lleno de criaturas desparramadas. Emily se agachó para darle a Gina un beso de despedida.

—Que tengas un buen día, cariño —le dijo.

—¿Y el viejo Morgan qué? ¿No hay beso para tío Morgan? —preguntó éste agachándose.

Gina le rodeó el cuello con los brazos y lo besó en la mejilla.

—Ven después de la escuela a ayudarme con el yo-yo —dijo la niña.

—De acuerdo, corazón.

—¿Me lo prometes?

—Del todo. ¿Te he fallado alguna vez?

La niña se alejó corriendo y Morgan se quedó mirándola mientras tiraba la ceniza del cigarrillo sobre la punta de sus botas.

—Ah, sí, sí —comentó—. Qué encantadora, ¿no? Ojalá no creciera nunca.

—Odio esta escuela —dijo Emily.

—¡Vaya! ¿Qué tiene de malo?

—Hay tantos niños; las clases son tan grandes. Nunca me sentiré tranquila dejándola venir aquí sola. Me gustaría mandarla a un colegio privado. Los padres de Leon se han ofrecido a pagarlo, pero no sé. Tendría que pensar cómo se lo digo a él.

—No, no, déjala aquí. No abandones tus principios —la cogió por el codo y dieron la vuelta para regresar—. Nunca se me ocurrió que quisieras mandar a tu hija a una escuela privada.

—¿Por qué no? ¿Qué principios? —replicó Emily—. Usted mandó a las suyas a escuelas privadas.

—Eso fue cosa de Bonny. Ella tiene dinero. Nunca lo vemos y no compramos nada con el propósito de hacernos ricos, pero de acuerdo, el dinero está allí para cosas que no se ven: tejas nuevas para el tejado y la educación de las niñas. ¡Su dinero se porta muy bien! Yo, personalmente, hubiera preferido una escuela pública. Vaya, sin duda. No querrás enviarla a un sitio lejano, con todos esos autocares escolares tan complicados.

—El abuelo Meredith lo dijo en un momento en que Leon había salido de la habitación —dijo Emily—, supongo que a propósito. Debe de esperar que yo vaya convenciendo a Leon, así, cuando el tema salga de nuevo a relucir, su hijo ya se habrá hecho a la idea. Pero yo no le he comentado nada a Leon, porque es muy orgulloso en cuestiones de dinero. Y usted ya sabe el carácter que tiene.

—¿Carácter? —dijo Morgan.

—Sencillamente, podría darle un ataque.

—Sí, me lo imagino —dijo Morgan, deteniéndose y mirando a su alrededor—. Me gustaría llevarte en coche, sólo para celebrar el regreso de Robert Roberts. Hoy estoy demasiado excitado para ir a trabajar; pero por desgracia me lo han robado.

—Oh, es terrible —dijo Emily—. ¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—¿Ahora? ¿Esta mañana?

—En este instante —respondió Morgan, mientras señalaba un espacio vacío en la esquina, junto al buzón—. Lo había estacionado ahí porque pensé que pasarías por su lado, pero ha desaparecido.

Emily abrió la boca, sorprendida.

—Vaya, vaya, no me importa —siguió él—. Como dirías tú: ¿Qué es un coche a fin de cuentas? —Morgan abrió los brazos, sonriendo—. Sólo un estorbo, una carga más, ¿no? Estaré mejor sin él.

Emily no comprendía cómo Morgan podía hablar de aquella manera. Un coche era importante. Leon y ella hacía años que ahorraban para comprarse uno.

—Tiene que llamar enseguida a la policía —le dijo—. Venga conmigo y llamará desde casa. Cuanto antes, mejor.

—Es inútil, nunca he tenido mucha confianza en la policía.

Volvió a cogerla del codo para hacerla seguir adelante. La presión de los tibios y tensos dedos de Morgan le recordó a Gina.

—El verano pasado —dijo él—, cuando íbamos en coche a la playa, un policía del Estado nos paró y nos pidió que lo lleváramos. Nos dijo que le habían robado el coche patrulla. ¿Te imaginas? Se sentó atrás, con Molly, Kate y mi madre… con esas botas enormes y brillantes, la pistola en su funda… Se inclinó hacia adelante y vio que Bonny se comía el corazón de una manzana y le dijo: «Lleve cuidado con las semillas, a mi prima Donna le encantaban las semillas de manzana. Lo mejor de la fruta, afirmaba ella. Un año, mi hermano y yo guardamos todas las semillas de las manzanas que nos comimos en la caja de un despertador Baby Ben y se las regalamos por Navidad. Se emocionó mucho y se las comió todas. Por la noche había muerto. Me bajo aquí.» Yo detuve el coche, él se bajó y aquélla fue la última vez que le vimos. Era como si hubiera irrumpido en nuestras vidas para pasarnos un mensaje, ¿comprendes?, y luego desaparecer. Yo le dije a Bonny: «Piensa en la vida de los ciudadanos corrientes en manos de un hombre así, que va por ahí con una pistola, sin duda cargada, montada o como se diga.»

—Sí, pero… —dijo Emily.

Estuvo a punto de decirle que seguramente el próximo policía no sería tan peculiar, pero dudó. Había gente que, al parecer, atraía durante toda su vida lo peculiar.

—Bueno, de todos modos —dijo—, llamar a la policía no nos hará ningún daño.

—Tal vez sí, tal vez no —dijo Morgan. Estaba leyendo un viejo y despintado rótulo: EUNOLA’S RESTAURANTE.

—¿Es bueno este restaurante? —preguntó.

—No he entrado nunca.

—¿Vives en este barrio y nunca has estado en Eunola’s?

—Es cuestión de dinero.

—Entremos a tomar un café —sugirió Morgan.

—Creí que tenía usted que abrir la tienda.

—Ah, Butkins la abrirá. Para ser sincero, está mejor sin mí; yo le estorbo.

Morgan empujó la puerta e hizo entrar a Emily la primera. Había cuatro mesas pequeñas y, en la barra, una hilera de hombres con casco de operario que tomaban café envueltos en el humo de sus cigarrillos.

—Siéntate —le dijo, llevándola hasta una mesa; él se sentó enfrente de ella—. ¿Sabes qué significa todo ese asunto de Robert Roberts? ¿Te das cuenta de todo su alcance? Mira, ¡es maravilloso! Primero los años pasan y Brindle siempre apática con su albornoz, arrastrando las chancletas por ahí, preguntando a qué hora se come. «Si tienes hambre, prepárate algo», le he dicho muchas veces; pero ella respondía: «Sí, es que no sé dónde está nada, la comida, los cacharros.» Mira, vive en casa desde mil novecientos… ¿sesenta y cuatro? ¿O quizá se instaló en el sesenta y cinco? Recuerdo que Kate ya iba a la escuela. Sue había empezado las clases de flautín… Y ahora, hete aquí que aparece Robert Roberts. ¡Nada menos que Robert Roberts caído del cielo! Dice que su esposa ha muerto y que, de cualquier modo, su corazón siempre estuvo junto a Brindle. No puedo imaginarme por qué. Es muy fea y tiene muy mal carácter. Pero él dice que su corazón siempre ha estado junto a ella, y además es el hombre del que hemos tenido que aguantar que Brindle nos haya hablado todas las noches de nuestras vidas durante la cena. ¡Vaya, las niñas aprendieron a decir Robert Roberts antes que sus propios nombres! Conocían sus juegos de mesa favoritos y su promedio como bateador de béisbol. Y de pronto aparece cargado de rosas, con el ramo más colosal que he visto. Todo el vestíbulo olía a lluvia, a ese perfume de fiesta que tienen las rosas… ¡y le pide que se case con él! ¿No es… simétrica la vida? En realidad la había subestimado.

Una camarera esperaba junto a la mesa, dando golpecitos con el lápiz. Emily se aclaró la garganta.

—Un café, por favor —dijo.

—Para mí también. Sí, se pasaron toda la noche sentados, casi hasta el amanecer, haciendo planes. Yo me quedé con ellos. Dicen que quieren casarse en junio.

—Sin duda hay muchas bodas en su familia —dijo Emily.

—No, no tantas.

Morgan estiró el brazo a través de la mesa y cogió el bolso de Emily. Lo abrió y miró dentro.

—La de Amy, claro, y después la de Jean. Y no cuento la de Carol, porque se divorció antes de acabar de escribir las cartas de agradecimiento por los regalos.

Dio vuelta al bolso y lo sacudió. El billetero cayó sobre la mesa seguido de un llavero. Volvió a sacudirlo, pero estaba vacío.

—¡Mira esto! —exclamó—. Qué ordenada eres.

Emily recogió sus cosas y volvió a guardarlas en el bolso. Morgan la observaba con la cabeza inclinada hacia un lado.

—Yo también soy muy ordenado —le dijo.

—¿Ah sí?

—Bueno, por lo menos me interesa el orden. Quiero decir que el orden siempre me ha intrigado. Cuando era niño creía que el orden me llegaría con el cambio de voz. Luego pensé, no, quizá al terminar mis estudios. En un momento dado pensé que sería ordenado cuando alguna vez me fuera a la cama con una mujer.

Morgan cogió una servilleta, la desplegó y la alisó sobre sus rodillas.

—¿Y? —preguntó Emily.

—Y ¿qué?

—¿Irse a la cama con una mujer lo convirtió en un hombre ordenado?

—¿Cómo puedes hacerme semejante pregunta? —dijo él, y suspiró.

Llegaron los cafés y Morgan cogió el azucarero y empezó a servirse. Cuatro cucharadas, cinco… revolvía después de cada cucharada y salpicaba de café la mesa y el azucarero. Unas bolitas de color caramelo cubrieron la superficie del azúcar. Emily las miró y luego miró a Morgan. Éste le sonrió animoso y ella volvió a desviar la mirada.

¿Por qué lo soportaba? De hecho era tan raro que, a veces, en público, sentía el impulso de caminar unos pasos delante para que nadie creyera que se conocían. O cuando iban los tres juntos, ella se apresuraba a coger a Leon del brazo. Pero resultaba extraño cómo Morgan iba apoderándose de su persona. Tenía algo, aunque Emily no podía decir qué. Tenía el poder de hacer que las cosas parecieran más interesantes de lo que en realidad eran. De vez en cuando acompañaba a los Meredith a una función y la atención que con su cara de ardilla dispensaba a cuanto hacían le revelaba de repente lo exótica que era su ocupación: ¡titiriteros ambulantes! Bueno, ambulantes exactamente no, pero a pesar de todo… Entonces ella miraba a Leon y se daba cuenta del estilo que tenía, con esos ojos oscuros y profundos y aquella rapidez de movimientos. Entonces ni siquiera se sentía tan sosa, y Gina, que muchas veces le parecía un cachorro desgreñado, resultaba igual que uno de esos querubines de las cajas de bombones del siglo XVIII.

—Ha salido la foto de Leon en el periódico —le comentó a Morgan.

—¿Ah, sí?

Emily se inclinó hacia adelante. Se dio cuenta de que seguramente había aceptado tomar un café con él por esta razón.

—Ha salido en un artículo del periódico de la mañana sobre nuestros títeres.

—Ay, me lo he perdido —dijo Morgan—. Es que he salido de casa muy temprano.

—La foto era de los tres, pero en realidad se trataba del artículo de Leon.

Morgan encendió un cigarrillo e inclinó hacia atrás su silla, para estudiar a Emily.

—Habla de los títeres, explica que no son… improvisados, que se hacen según un patrón —cruzó las manos y se miró los nudillos—. Con eso quiere decir algo. Es muy difícil de explicar. Si le digo lo que quiere decir, creerá usted que me imagino cosas.

—Probablemente te las imaginas —dijo Morgan.

—Y anoche, con la prueba que fue a hacer para esa obra… Antes, cuando iba a una prueba, solía memorizar el papel. No le gustaba leerlo simplemente, como hacen los demás. Tenía una memoria muy rápida, siempre causaba impresión. Así que ayer tarde empezó a estudiarse el fragmento que había escogido y resultó que no le salía. Memorizaba una línea y pasaba a la siguiente, pero cuando quería repetir las dos juntas se había olvidado de la primera y tenía que empezar de nuevo. Y así sin parar, un misterio. Al final, yo me sabía ya todo el texto sólo de oírlo, pero él todavía no. Me echó la culpa de lo ocurrido. No lo dijo tan abiertamente, pero yo sé que es así.

—Estás imaginando cosas —dijo Morgan.

—Es verdad, desde que me conoció ha cambiado.

Morgan fumaba con el ceño fruncido y se balanceaba sobre las patas de la silla.

—¿Te he contado alguna vez que yo estuve casado antes?

—¿Qué? No, creo que no. Y ahora Leon está tan amigo con sus padres. Claro que, por supuesto, puede decir que todo ha sido obra mía. Yo era la única que les hablaba. Pero ahora parece… Bueno, para ser sincera, nos visitan casi demasiado. Se lleva demasiado bien con ellos.

—Me casé durante mi último año de universidad —dijo Morgan—. Se llamaba Leticia. Nos fugamos para casarnos y nunca se lo dijimos a nadie. Pero en cuanto estuvimos casados perdimos mutuamente el interés. Fue de lo más extraño. Empezamos a tratar a distintos tipos de gente. Leticia se metió en un grupo de música antigua y, en las vacaciones de Navidad, se fue a Nueva York… Fuimos alejándonos, como se dice. Seguimos rumbos diferentes.

Emily no comprendía por qué le contaba aquello. Hizo un esfuerzo y se enderezó en la silla.

—¿Es verdad? —dijo—. ¿Así que se divorció?

—Pues no.

—Entonces, ¿qué pasó?

—No pasó nada —respondió Morgan—. Simplemente, cada uno siguió su camino. A fin de cuentas, nadie estaba enterado de la fuga.

Emily volvió a pensar en lo que acababa de contarle Morgan.

—Pero entonces usted es bígamo.

—Técnicamente hablando, supongo que sí —dijo él alegremente.

—¡Pero eso es ilegal!

—Sí, creo que en cierto modo lo es.

Emily lo miró fijamente.

—Aunque en realidad es muy natural —continuó Morgan—. Cuando uno se para a pensarlo resulta bastante lógico. ¿Acaso no estamos asentados sobre estratos de acontecimientos pasados? Y no todos los niveles tienen un acabado perfecto, ¿verdad? A veces un nivel inferior se filtra en un nivel superior. ¿No es así?

—Por favor —dijo Emily—, ¿qué tiene esto que ver con nada?

Cogió su bolso y se levantó. Morgan también se puso en pie y corrió a dar la vuelta a la mesa para retirarle la silla; pero ella era demasiado rápida para él. Ni siquiera esperó a que pagara la cuenta. Salió a la calle y lo dejó en caja. Morgan tuvo que correr para alcanzarla.

—¿Emily? —la llamó.

—He de volver a casa.

—Creo que me he apartado del tema que me interesaba. Toda la charla sobre bigamia y legalidad me ha hecho olvidar lo que quería decirte.

—Morgan —dijo Emily—, creo que se pasa usted la mitad del tiempo contándome mentiras y más mentiras. Supongo que acaba de contarme otra. ¿Es así? ¿Sí o no?

—Mira, Emily —dijo Morgan—, claro que Leon ha cambiado. Todo el mundo cambia, todo el mundo navega a bandazos, entra y sale de las ensenadas, tropieza con obstáculos, se desliza sobre rápidos… Bueno, no debo dejarme llevar por el entusiasmo. Pero Emily, vosotros todavía estáis muy unidos. Vuestros caminos no se han separado. Todavía os parecéis mucho.

—¡Parecernos! —exclamó Emily. Se detuvo frente a un kiosco de periódicos—. ¿Cómo puede usted decir una cosa así? Somos completamente diferentes. Venimos de medios del todo distintos, ni siquiera tenemos la misma religión.

—¿De veras? —dijo Morgan—. ¿Qué religión tiene Leon?

—Es presbiteriano, metodista… —Comenzó de nuevo a caminar—. No nos parecemos en nada.

—Para mí, sí —replicó Morgan—, y congeniáis muy bien.

—Ja —exclamó Emily, con amargura.

—Sois el matrimonio más feliz que conozco, Emily. ¡Sois una pareja que me encanta!

—Pues no sé por qué —respondió ella, pero le permitió caminar a su lado.

Pasaron junto a una mujer que estaba pintando la puerta de verde brillante.

—¡Verde manzana, mi color favorito! —gritó Morgan, y la mujer se rió e hizo una reverencia, como si estuviera en un escenario.

Después pasaron junto a una ventana a través de la cual se oía a Fats Domino cantar I’m Walkin. Morgan abrió los brazos y se puso a bailar. El cigarrillo que sostenía entre los dientes parecía a punto de caerse e hizo que Emily se acordara de aquellos rusos que bailan con una copa de vodka sobre la cabeza. Se apartó con torpeza mientras balanceaba su bolso y sonreía. Entonces Morgan se detuvo y se quitó el cigarrillo de la boca.

—Vaya, mira esto —dijo.

Tenía la vista fija en algo que estaba detrás de ella. Emily se volvió; sólo era un coche estacionado junto al buzón.

—¡Mi coche! —exclamó Morgan.

—¿Su qué?

—¡Es mi coche!

—¿Está seguro?

Pero era una pregunta tonta; incluso Emily estaba segura. (De no ser así, ¿por qué iba a afirmar ser el dueño de un objeto tan destartalado?) Morgan dio una vuelta alrededor del vehículo, lanzando rápidas bocanadas de humo.

—¿Ves? Ahí está la raqueta de tenis de Lizzie, mi turbante, el traje de marinero que llevé a casa de… ¿Ves esa botella? Ha estado rodando por la repisa trasera durante los últimos seis meses. ¿Es posible —dijo haciendo una pausa— que haya alguien que tenga un coche exactamente igual a éste?

—Por favor, Morgan —dijo Emily—. Por descontado que es el suyo. Vaya a llamar a la policía.

—¿Para qué? ¿Por qué no lo robamos una vez más?

—Pero ¿no quiere que detengan al ladrón?

—Sí —respondió él—; pero está aparcado en zona prohibida y pueden ponerme una multa.

—¿Aunque no lo haya aparcado usted?

—En este mundo puede pasar cualquier cosa. Le he prometido a Bonny que no acumularía más multas.

Mientras tanto, probaba todas las puertas, pero estaban cerradas. Dio la vuelta por delante del coche y se agachó ante el radiador.

—Supongo que no llevas la navaja del ejército suizo —dijo.

—¿La qué? No.

Morgan tiró de una cuerda atada a la rejilla del radiador. Luego acercó su cara y empezó a mordisquearla. La mujer que pintaba bajó la brocha y se puso a mirar.

—¿Qué es lo que busca? —le preguntó a Emily.

—La llave.

Algo cayó al suelo con un tintineo y Morgan buscó a tientas debajo del automóvil.

—A la derecha —le guió Emily—, más cerca de la rueda.

Morgan se echó boca abajo, arrastrando las piernas. (Las suelas de sus botas a prueba de serpientes tenían unos surcos tan profundos como los neumáticos para nieve.) Se internó un poco más debajo del coche.

—Ya la tengo —dijo.

Un pequeño triciclo de correos del tamaño de un carrito de golf apareció de golpe y se detuvo.

—¡Socorro! —gritó Morgan, y levantó la cabeza.

Emily oyó el ruido del casco al chocar contra la parte inferior del parachoques.

—¡Me ha dado! —gritó Morgan.

—¿Morgan?

—¡Me han atropellado! ¡Mi pierna!

Un cartero descendió del vehículo silbando y enfiló el buzón. Emily lo cogió de una manga y le dijo:

—¡Muévase!

—¿Eh?

—¡Mueva la camioneta! Ha pasado usted por encima de un hombre.

—Jo, ¿y no ha visto la señal de prohibido aparcar? —preguntó el cartero.

—¡Le digo que mueva el triciclo inmediatamente!

—Vale, de acuerdo —respondió el hombre.

Mientras regresaba al vehículo, le echó una mirada a Morgan al pasar junto a él. Éste le mostró una cara que era todo dientes.

—Deprisa —ordenó Emily, estrujándose la falda.

Entretanto, la mujer con la brocha de pintura se había aproximado, dejando un reguero verde manzana.

—¡Ay, ese pobre hombre! —exclamó.

Emily se arrodilló junto a Morgan. Tenía el estómago encogido. Pero por lo menos no había sangre. La pierna de Morgan, inmovilizada bajo la rueda del triciclo, parecía más plana pero todavía estaba entera. Él respiraba agitadamente.

—¿Le duele? —preguntó Emily, poniéndole una mano en la espalda.

—No tanto como sería de esperar.

—Ahora va a mover el triciclo.

—De todos los condenados y ridículos idiotas…

—No se preocupe, le puede pasar a cualquiera —dijo Emily, palmeándole la espalda.

—Me refería al cartero.

—Ah.

El hombre soltó el freno. El vehículo chirrió y retrocedió unos centímetros.

—¡Uf! —suspiró Morgan y rodó libremente.

Se sentó y se examinó la pierna. La tela verde tenía la marca embarrada del neumático.

—¿La tiene rota? —le preguntó Emily.

—No lo sé.

—Rómpale los pantalones —sugirió la mujer de la brocha.

—¡No, los pantalones no! —exclamó Morgan—. Son de la Segunda Guerra Mundial.

Emily comenzó a arremangar cuidadosamente la pernera, nerviosa por lo que pudiera encontrar. Se habían acercado dos ancianas con la bolsa de la compra y el cartero les explicaba:

—Si yo fuera un mal tipo podría denunciarlo por aparcar en zona prohibida.

—Aquí no tiene nada —dijo Emily, examinando la pantorrilla pálida y peluda de Morgan—. ¿Puede mover los dedos de los pies?

—Sí.

—¿Y ponerse de pie?

Morgan intentó incorporarse, apoyándose en Emily. Era más pesado de lo que parecía, tenía un cuerpo tibio y musculoso y despedía el olor áspero y denso de los viejos fumadores.

—Sí —dijo—, sí que puedo.

—Quizá la rueda sólo pasó por encima de los pantalones.

Morgan se apartó.

—Eso no es cierto.

—Pero no hay sangre, el hueso no está roto…

—La noté. Noté la presión, un pellizco, por así decirlo, en un lado de la pantorrilla. ¿Crees que cuando algo me duele no me entero? No todos los golpes se ven por fuera. Desde fuera no puedes juzgar si me han hecho daño o no. ¿Crees que no sé cuando una camioneta de Correos me aplasta contra el pavimento?

—Dios mío —dijo el cartero.

Las ancianas continuaron su camino y la mujer volvió a su pintura. El cartero abrió el buzón y Morgan levantó una mano: algo brillaba en su palma.

—Por lo menos tengo la llave —dijo.

—Ah, sí, la llave.

Abrió la puerta del lado del acompañante.

—Aprisa, sube —dijo.

—¿Yo?

—Sube al coche. ¿Y si vuelve el ladrón? Con todo este escándalo, este alboroto…

Esperó hasta que Emily hubo subido, cerró la puerta y dio la vuelta hasta el lado del conductor.

—Últimamente he tenido muchos jaleos, no sé por qué las cosas no pueden ser un poco más tranquilas.

Se acomodó con un gruñido y se inclinó para meter la llave en el arranque.

—Mira —dijo—, otro problema.

La llave no entraba, porque ya había otra puesta, con una funda de cuero colgando.

—¿Qué es esto? —le preguntó a Emily.

—Seguramente se quedó dentro del coche —dijo ella.

—Siempre me sorprende lo incompetentes que son los delincuentes que tenemos.

—Tal vez no se lo ha robado nadie.

—¿Cómo que no?

—A lo mejor usted ha creído que lo había aparcado en la otra manzana.

—No, no —replicó Morgan, impaciente—; eso es ridículo.

Arrancó el coche, esquivó el triciclo de Correos y enfiló calle arriba. El motor sonaba como si no llevara la marcha adecuada.

—Ven conmigo, así conocerás a Bonny —dijo.

—Leon se preguntará dónde estoy. Además, ¿no tiene usted que ir a trabajar?

—Hoy no puedo trabajar. Esta noche sólo he dormido una hora. Todo ese asunto de Brindle. ¿Habías oído alguna vez una cosa así? ¡Robert Roberts al cabo de todos estos años!

Emily esperaba que no volviera a empezar con lo de Robert Roberts. Estaba agotada. Tenía la sensación de que había tardado horas, días en recorrer las pocas manzanas desde la escuela de Gina; había gastado años de valiosa energía. La presencia de Morgan a su lado (tarareando I’m Walkin y marcando el ritmo sobre el volante, fresco como una lechuga, sin ninguna preocupación en este mundo) le producía dolor de cabeza.

Pero entonces apareció el edificio en que ella vivía. Artesanías Diversas abría en aquel preciso momento y los tubos fluorescentes parpadeaban como si no acabaran de reunir fuerzas. Los escaparates de abajo todavía estaban a oscuras. Cualquiera pensaría que el edificio sólo era una cáscara vacía. Morgan pasó de largo sin dejar de tararear y ella no hizo nada para detenerlo.

2

Emily y Leon habían pensado mucho en la mujer de Morgan: ¿cómo sería?, teniendo en cuenta la cantidad de tiempo que él pasaba fuera. Morgan visitaba a los Meredith sin cesar y mencionaba los sitios donde acababa de estar y los lugares a los que todavía tenía que ir. ¿No se quedaba nunca en casa? ¿Ni siquiera los fines de semana? Porque los sábados, con su peculiar estilo, se ocupaba de la compra. Se internaba en las profundidades de Baltimore y regresaba con artículos inverosímiles: latas de conserva abolladas o abultados paquetes envueltos en papel marrón y atados con un cordel con docenas de nudos mal hechos. (Cualquiera se diría que donde compraba Morgan todavía no habían oído hablar del embalaje.) Los domingos acudía a ferias y festivales. Allí donde ellos llevaran sus títeres, allí se lo encontraban como por arte de magia. Sólo tenían que mirar a través del telón al público sentado en una suave colina para verlo de pie, al fondo, en lo alto del promontorio, debajo de algún sombrero estrafalario, siempre solo, siempre cavilando sobre algo y fumando. (Pero cuando, después de la función, salían a saludar, seguía allí, rebosante de alegría, mientras aplaudía como un padre orgulloso.) En invierno, cuando se acababan las ferias, iba a las tómbolas de las iglesias y a las fiestas escolares para recaudación de fondos. No había ocasión insignificante para él. Nunca estaba demasiado ocupado para pararse a contemplar los árboles de Navidad con volantes de felpa cubriendo las macetas o los muñecos de porexpán con ojos de lentejuelas. Así pues, ¿quién sería aquella Bonny a la que siempre estaba tan ansioso de dejar? Quizá lo reñía, decía Leon. Quizá era una de esas mujeres tiesas y herméticas que, entre estatuitas bruñidas, que Morgan no debía tocar, y ceniceros de cristal, en los que él no podía echar ceniza, presidía sola su inmaculada sala de estar. Emily, en cambio, no pensaba igual. Recopilando todo lo que Morgan le había dicho (sus continuos accidentes y desastres, su admiración por la desmantelada casa de los Meredith), se imaginaba a Bonny desarreglada, con una bata de estar por casa y la cabeza llena de rulos. No le llamó la atención que Morgan aparcara frente a una casa colonial de ladrillos, bien conservada —después de todo, sabía que tenían dinero— y con tejas de pizarra en el tejado; pero parpadeó cuando, al bajar del coche, se encontró con una mujer de pelo castaño que, con una falda y una blusa impolutas, escarbaba las petunias junto a la pared de la entrada. Bueno, quizá sea la hermana. Pero en aquel momento, Morgan dijo:

—Bonny.

La mujer se enderezó y se enjugó la frente con el dorso de la muñeca. Tenía unas finas líneas alrededor de los ojos y llevaba un carmín de labios barato y cuarteado, de un rojo sin brillo. Parecía agradable, pero reservada, a la espera de que Morgan le diera alguna explicación.

—Bonny, ésta es Emily Meredith —dijo él.

Bonny continuó esperando.

—Su marido y ella son titiriteros —dijo Morgan.

—Ah, ¿de veras?

A Emily no se le había ocurrido que Bonny pudiera no saber nada de ella. (Después de todo, ella había oído hablar de Bonny.) Se sintió un poco dolida.

—¿Cómo está usted, señora Gower? —dijo, tendiéndole la mano.

—Hola, ¿ha… venido a ver a Morgan? ¿O qué?

—Ha venido a verte a ti —le dijo Morgan.

—¿A mí?

—Lo que ha pasado —explicó Morgan— es que me robaron el coche, pero luego, más tarde, yo lo volví a robar, pero con tanto jaleo y lo de Robert Roberts y todo…

—¿Quieres decir que le has pedido que venga a casa?

—Bueno —intervino Emily—, en realidad no quiero interrumpir su trabajo.

—Está bien —dijo Bonny—. Morgan, ¿por qué no te bajas la pernera del pantalón?

Y se volvió para guiarlos hasta la casa.

—Pero, señora Gower…

—Quédate, quédate —le pidió Morgan, que estaba agachado alisándose el pantalón a la altura del tobillo—. Está sorprendida, simplemente. Ya que has venido hasta aquí, ¡quédate!

Emily siguió a Bonny por la escalinata de entrada. No tenía alternativa, aunque hubiera preferido estar en cualquier otra parte. Pasaron junto a una maceta en la que crecían hierbas aromáticas: cebollino y mejorana o, quizá, tomillo. Emily las miró pensativa. En otras circunstancias, Bonny le hubiera caído bien, pero habían empezado mal. La culpa era de Morgan. Era tan irreflexivo y atolondrado y, además, se sentía molesta por aquel casco en forma de palangana que daba saltos a su lado.

—Mira las rosas de Bonny —le dijo él.

Tal vez trataba de darle un indicio, una pista respecto al punto débil de Bonny. Pero ésta, sin volverse, comentó:

—¿Y cómo va a verlas si todavía no han florecido?

Entraron en el vestíbulo. Sobre el radiador había una pila de libros de la biblioteca, con sucios forros de plástico, una regadera y una caja de galletas. Emily, en medio de una confusión de zapatillas y zapatos, tuvo que mirar dónde pisaba hasta llegar a la sala.

—¡Mira! —dijo Morgan, abalanzándose sobre un florero—. Lo hizo Amy el verano que estuvo en el campamento.

—Muy bonito —dijo Emily. Estaba torcido y tenía una raja de arriba abajo.

—Me gustaría presentártela. Pero ahora vive en Roland Park. Sin embargo, puedes conocer a mi madre y a Brindle.

—Brindle ha salido a comprar un anillo de boda —dijo Bonny.

—¡Un anillo! Sí, ya se lo he contado todo a Emily. Mira, sobre la repisa de la chimenea está la foto de Molly. ¿A que es guapa? Se la hicieron en una función escolar; dicen que tiene talento para el teatro. No sé de dónde lo habrá sacado. En la familia nunca ha habido actores. ¿Qué opinas de ella? Bonny, ¿todavía tenemos el álbum de fotos de la boda de Jeannie?

Emily se dijo que en su actitud había cierta intensidad febril. Iba de un lado a otro de la habitación rebuscando en diferentes estantes abarrotados. Emily y Bonny lo observaban desde la puerta. En un momento dado, ambas se miraron, pero cuando Emily vio la expresión de Bonny, extrañamente hermética, apartó la vista.

—Por favor —le dijo a Morgan—, tengo que irme. No hace falta que me acompañe, cogeré el autobús.

—Pero todavía no te he presentado a mi madre —dijo él deteniéndose bruscamente—, y yo quería que Bonny te conociera, quería que las dos… Bonny, Emily ha salido hoy en el periódico.

—¿Ah sí? —dijo Bonny.

—¿Dónde está el periódico? ¿Lo has tirado?

—Está en la cocina, creo.

—Ven a la cocina. ¡Vayamos todos! Podemos tomar un café.

Salió a toda prisa. Bonny se apartó del marco de la puerta y lo siguió. Emily fue detrás. Lo único que deseaba era desaparecer. Pensó en escaparse silenciosamente y escabullirse antes de que lo notaran. Esquivó un móvil casero de barcos de papel y entró en la cocina.

Los mármoles estaban llenos de platos sucios y en el suelo se amontonaban unos cuencos de comida para animales. Una de las paredes estaba cubierta de tiras cómicas amarillas, recortes de periódico, horarios de hockey, recetas, calendarios, fotos, números de teléfono en trozos de papel, tarjetas de visita del dentista, invitaciones e incluso un diploma de bachillerato de alguien. Emily se sentía cercada, desbordada. Junto a la puerta de atrás, Morgan rebuscaba en un montón de periódicos.

—¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Lo han traído? —preguntó—. ¡Ajá! —Enseñó un periódico. Lo alisó sobre el suelo, se mojó el pulgar y empezó a pasar las páginas—. Noticias… Editoriales… ¡Renacimiento de la artesanía en Baltimore!

Emily miró por encima de su hombro y vio el rostro sobrio de Leon. Parecía observarla desde otro mundo.

—Bonny, aquí está Leon, el marido de Emily —dijo Morgan—, y ésta es la niña, Gina. Mira.

—Muy bonita —dijo Bonny, mientras servía unas tazas de café.

—¿Sabes? —dijo Morgan, pensativo—, hubo un tiempo en que me parecía un poco a Leon.

Bonny echó una mirada a la foto.

—¿Que tú te parecías a ese hombre? Nunca. Sois completamente diferentes —afirmó.

—Sí, pero quizás en los ojos hay algo, no sé, o alrededor de la boca. A lo mejor es la frente. No sé —dijo él.

Abandonó el periódico y se puso en pie.

—Siéntate, siéntate —le dijo a Emily, apartando una silla de la mesa.

Él se sentó frente a ella, como si le enseñara a hacerlo, y le clavó una mirada apremiante hasta que se sentó por fin. Se sentía atrapada. Imaginó que los platos que se apilaban sobre el mármol hasta la altura de su cabeza empezarían a tambalearse en cualquier momento y se caerían enterrándola debajo. En la mesa, sobre un charco de zumo de naranja, descansaba una máquina de escribir, con una hoja en el carro… La resolución fue aprobada a mano alzada, leyó, y Matilda Grayson solicitó que… Bonny puso delante de Emily un cartón de crema de leche y un paquete arrugado de azúcar El Orgullo de la Despensa.

—¿Estaba usted trabajando en algo especial? —preguntó Emily, y se inclinó sobre la máquina de escribir.

—Sí —contestó Bonny, dándole una taza de café mientras se sentaba a su lado.

—¿De qué… trabaja, señora Gower?

—Trabajo de esposa de Morgan.

—Ah, comprendo.

—Sí —dijo Bonny—, pero ¿sabe usted que es un trabajo de jornada completa? Mire, me ocupa cada minuto. Sí, desde fuera parece muy divertido y despreocupado, todo un personaje, muy pintoresco, pero imagínese tener que tratar con él. Me refiero a los detalles, a lidiar con las dificultades, encerrada en esta casa mientras él anda por ahí preguntándose quién cree ser en aquel momento. ¿No le parece que todos podríamos portarnos así? ¿Ir por ahí con una capa de terciopelo forrada de seda roja y un sombrero con plumas? Ése es el papel fácil. Pero suponga que es usted su esposa y que tiene que encontrar una tintorería donde limpien plumas de avestruz. Guardarle la comida caliente y esperarlo para cenar, mientras él anda por ahí vaya usted a saber con qué compinches: vagabundos del Ejército de Salvación, astrólogos o el primer desgraciado memo que desentierra.

Emily apoyó la taza sobre la mesa.

—Usted cree que no le aprecio, se preguntará por qué se casó conmigo —continuó Bonny.

—No, no —dijo Emily.

Echó una ojeada a Morgan, que permanecía imperturbable, mientras se balanceaba tranquilamente en su silla, como un niño que sabe que es el centro de la atención. Fumaba sin parar y retorcidas volutas de humo flotaban alrededor de su cabeza.

—Emily —dijo Bonny.

Emily se volvió hacia ella.

—Emily, Morgan es el encargado de una ferretería.

Emily siguió esperando, pero la frase terminó ahí. Bonny parecía aguardar a que ella dijera algo.

—Sí —respondió al cabo de un minuto.

—Ferretería Cullen —añadió Bonny.

—Ya lo sabe, Bonny —intervino Morgan.

—¿Lo sabe? —Bonny miró a Morgan y después le preguntó a Emily—: ¿No creerá usted que es un… rabino o un magnate griego dueño de astilleros?

—No —dijo Emily.

Pero decidió no mencionar cómo lo había conocido.

Bonny se apretó los dedos con los labios. Emily vio unas pecas que salpicaban el dorso de su mano. Después de todo era una mujer agradable.

—Creerá que estoy loca —dijo Bonny, lanzando una carcajada—. Bonny la loca, ¿verdad? Bonny, la esposa loca de Morgan.

—Oh, no.

—Temía que, sencillamente, la hubiera… engañado. Morgan es un, bueno, bromista en cierto modo.

—Sí, lo sé.

—¿Lo sabe?

Bonny echó un vistazo a Morgan, que sonreía seráficamente mientras lanzaba un chorro de humo.

—Pero creo que está intentando cambiar —dijo Emily.

—¡Eso espero! —exclamó Bonny—. Vaya, hace falta tanta ingenuidad para organizar algunas de esas tonterías… ¡Imagínese hasta dónde podría llegar si usara ese cerebro para cosas sensatas! Si se corrigiera. Si decidiera enmendarse.

—No muy lejos —dijo Morgan, alegremente.

—¿Cómo dices, querido?

—Que no llegaría muy lejos. ¿Qué imaginas que podría hacer?

—Pues… ocuparte de todo. Quiero decir, ocuparte de lo tuyo —Bonny se volvió hacia Emily—. No hay nada malo en una ferretería, ¿no? A mi familia siempre le ha ido muy bien con las ferreterías; es un negocio de lo más digno. Pero tío Ollie dice que el corazón de Morgan no está allí. ¿Para qué sirve una tienda, dice, si el cliente tiene que arrancarle literalmente de las manos la mercancía al encargado? Suponiendo, claro está, que encuentre al encargado. «Déjalo en paz», le digo yo, «la Ferretería Cullen no es lo más importante del mundo.» Se lo digo, pero la verdad es que Morgan podría dedicarse un poco más a su trabajo. No sabe decir que no. Siempre se deja llevar por sus impulsos.

—Sobre todo es una cuestión de músculos —dijo Morgan.

Debía de referirse a algo que Morgan le hubiera dicho antes; Bonny miró a Emily. También Morgan se volvió hacia ella.

—Sobre todo es una cuestión de músculos —repitió.

—No comprendo.

—Se trata de ir a donde ellos me llevan. ¿Nunca te ha ocurrido, digamos, dirigirte a la cocina y luego olvidarte de para qué has ido? Te quedas allí y tratas de recordar lo que querías. Después tu muñeca traza un pequeño movimiento, un pequeño gesto circular. ¡Ah, claro!, dices, es el gesto que sueles hacer al abrir el grifo. ¡Seguramente entraste porque querías agua! Yo simplemente confío en que mis músculos me digan para qué estoy aquí, ¿comprendes? Que un día me conduzcan a mi auténtica actividad. Dejo que ellos me guíen.

—Deja que le guíen para decir que es soplador de vidrio —dijo Bonny— y capitán de un remolcador de la Compañía de Remolques de la Bahía Curtís y miembro de la tribu de indios mohawk que trabaja de albañil de rascacielos. Y esto sólo es lo que he oído por casualidad. Sabe Dios qué más habrá dicho —sus labios se curvaron como si ocultaran algo divertido—. Vas con él por la calle y un perfecto desconocido le pregunta cuándo será la próxima reunión de la Hermandad Internacional de Magos. Asistes al discurso de algún político y, de repente, lo ves en el estrado, sentado junto a la esposa de algún senador, con un clavel en el ojal. Estás esperando para comprar unos cangrejos en el mercado de Lexington y ¿quién está detrás del mostrador?: Morgan, con un delantal de plástico, explicando a los otros clientes dónde había cogido aquellas ostras tan buenas. Parece ser que tiene una barca que heredó de un tío materno, una pequeña embarcación, sin motor…

—Los motores estropean los fondos —dijo Morgan— y, además, tampoco me gustan los aparejos mecánicos de pesca. Si esa barca era suficiente para mi tío materno, también lo es para mí.

Bonny le sonrió y meneó la cabeza.

—Sales dos minutos a comprar leche. Lo dejas en casa, tan tranquilo, en pijama, y cuando vuelves te lo cruzas en la esquina con una gorra y una camisa de satén rojos, explicando a cuatro chiquillos el secreto que lo ha convertido en el único jockey invencible de la historia de Pimlico. ¡Un jockey de metro ochenta de estatura! ¿Qué le parece? ¿Por qué todo el mundo le cree? En su vida ha usado la fusta, ¿sabe?, simplemente le habla al caballo al oído. Un cuchicheo que parece un latigazo. ¿Cuál era la palabra?

—Chispear —dijo Morgan.

—Ah, sí —se rió Bonny.

Morgan trotó sobre la silla sosteniendo unas riendas imaginarias.

—Chispear, chispear —cuchicheó, y Bonny se rió a carcajadas mientras se secaba las lágrimas.

—Es un hombre imposible —le dijo a Emily—, imposible de predecir.

—Supongo —dijo Emily educadamente.

Bonny empezaba a gustarle (su rostro rosado y alegre y la forma desvalida que tenía de hundirse en la silla), pero su opinión de Morgan empeoró. Nunca se le había ocurrido que él supiera con toda exactitud cómo le veía la gente y que disfrutara con su sorpresa e incluso la provocara. Lo miró con el ceño fruncido. Él se tironeaba de la nariz.

—Mi mujer tiene razón —dijo—, hago las cosas muy difíciles. Pero quiero cambiar. ¿Has oído, Bonny?

—¿De verdad? ¿A estas alturas?

Bonny se puso en pie para subir la ventana de la cocina.

—No sé qué hacer con mi jardín —dijo, mirando hacia afuera—. Estaba segura de haber plantado hortalizas en alguna parte, pero al parecer sólo están brotando flores.

—Tengo intención de hacerlo —dijo Morgan. Y a Emily—: Pero ella no me cree. Bonny, ¿no estás viendo lo que tienes ante ti? Tienes a Emily Meredith; la he traído a casa. La he traído a casa. Les he explicado a los dos, a ella y a Leon, quién soy en realidad. Les he hablado de ti y de las niñas. Saben que Amy tiene un recién nacido y que Kate chocó una vez con el coche.

—¿Es cierto? —le preguntó Bonny a Emily.

Emily asintió.

—Bueno, la verdad es que no sé para qué —dijo Bonny—. No sé para qué los aburre con todo eso.

—¡Estoy combinando mis mundos! —exclamó Morgan.

Le tendió a Bonny su taza de café.

Pero Bonny dijo:

—Aquí hay alguna trampa, falta algo. No comprendo qué es lo que quiere.

Emily tampoco lo comprendía. Ambas menearon la cabeza. En realidad, eran ellas las que parecían viejas amigas y Morgan el recién llegado. Se apartó un poco, agazapado debajo de su casco como un elfo debajo de una seta, y volvió la cabeza de la una a la otra, mientras las mujeres lo observaban con los ojos entornados y trataban de averiguar qué haría.