Su hija mayor iba a casarse y parecía que Morgan tuviera que descubrirlo poco a poco; en realidad nadie se lo dijo. Lo único que supo fue que, durante meses, un joven empezó a ir de visita cada vez con más frecuencia, hasta que tuvo sistemáticamente un lugar a la mesa a la hora de cenar, y que, cuando Bonny quería saber de qué color pintar el comedor, le consultaba a él junto con el resto de la familia. Se llamaba Jim. Tenía la cara mate y amarillenta de los maniquíes de unos grandes almacenes y parecía más que aficionado a los jerséis con cuello de cisne. A Morgan nunca se le ocurría qué decirle; sólo con mirar al sujeto le invadía una especie de sopor extraño. Descubría repentinamente cuán pocas cosas había en este mundo que merecieran el esfuerzo de hablar, los enredos de la gramática y de la pronunciación y el volumen de voz adecuado.
Más adelante Amy empezó a incorporar el «nosotros» en cada frase. Nosotros pensamos esto, nosotros esperamos aquello. Y, por último; cuando ahorremos un poco más de dinero; cuando encontremos un buen piso; cuando tengamos niños. La idea se filtró sigilosamente, por así decirlo. No se anunció nada. Un domingo por la tarde, Bonny le preguntó a Morgan si le parecía que el patio de atrás era demasiado pequeño para la fiesta.
—¿Fiesta? —inquirió éste.
—Y el problema no es sólo el tamaño, sino también el tiempo. ¿Y si llueve? Ya sabes cómo es el tiempo en abril —dijo Bonny.
—Pero estamos en marzo.
—Esta noche nos sentaremos todos —dijo Bonny— y tomaremos una decisión.
Así pues, Morgan fue a su armario y eligió un atuendo apropiado: un traje a rayas que había reclamado tras la muerte del padre de Bonny. Le quedaba un poco ancho de hombros, pero pensó que quizá fuera el que llevaba puesto el señor Cullen cuando Morgan le pidió la mano de Bonny. Lo que sí llevaba seguro eran los gemelos de ónix. Morgan los encontró en el fondo de un cajón y se pasó un rato forcejeando para ponerlos en los resbaladizos puños almidonados de su única camisa con puños dobles para gemelos.
A pesar de todo, cuando los cuatro se sentaron a discutir el asunto, nadie le consultó nada. De lo único que hablaron fue de la comida. ¿Valía la pena encargarla o era mejor que la prepararan ellos mismos? Amy pensaba que encargarla era lo más sencillo. Jim, sin embargo, prefería las cosas caseras. Morgan se preguntó cómo podía decir una cosa así después de haber cenado tantas veces allí. Bonny no era una gran cocinera. Se valía mucho del jerez, un chorrito en todos los platos a los que consideraba que les faltaba un toque. Casi todo lo que comían sabía más o menos a «cóctel de jerez Estado de Nueva York».
Morgan se sentó en la mecedora y empezó a tirarse de la barba pelo por pelo. Si ahora se levantaba y se iba, se dijo, probablemente ni lo notarían. Se puso a pensar en un antiguo resentimiento: un embarazo de Bonny del que ella no le había informado. Cuando esperaba a Liz, o a Molly quizá. Bonny siempre decía que estaba equivocado, claro que se lo había dicho, se acordaba muy bien. Pero Morgan se acordaba mejor. Incluso sospechaba que no se lo había dicho a propósito; él tenía tendencia a enfadarse por la descuidada actitud de su mujer con los diferentes métodos anticonceptivos. Estaba seguro de que la primera pista que tuvo de aquel embarazo fue que Bonny entró una mañana en la cocina con la camisa holgada de cambray que solía usar a modo de bata premamá. Si ella se lo hubiera dicho, sin duda él se habría acordado.
—Amy bajará las escaleras —dijo Bonny. Evidentemente ahora planeaban la ceremonia en sí—. Su padre la esperará al pie y la llevará hasta el centro de la sala.
—Papá, prométeme que no te pondrás uno de tus sombreros —dijo Amy.
Morgan se mecía en su asiento sin parar de tirarse de la barba, mientras pensaba en el negro sombrero de copa tipo padre-de-la-novia que se compraría para la ocasión. Sabía donde encontrar uno: «Esmóquines Tom. Trajes de etiqueta rebajados».
Empezó a sentirse un poco mejor.
Pero más tarde, cuando Jim y Amy se habían marchado, se sumió en una profunda tristeza. Pensó en lo alegre que era Amy de pequeña. Tenía unos rizos largos, impresionantes, que le caían en forma triangular sobre las orejas, parecía que llevara un gorro holandés. A la que realmente echaba de menos era a aquella criatura, no a la Amy de ahora, de veintiún años, eficiente secretaria en una compañía de seguros de vida. Recordó que hubo un tiempo en que le preocupaba que se hiciera daño. Había sido un padre mucho más aprensivo que Bonny.
—¿Sabes? —le dijo a Bonny—. Estaba seguro de que se nos moría alguna de nuestras hijas, o incluso todas; podía imaginármelo. Tenía tanto miedo de que las atropellara un coche, de que las raptaran o enfermaran de la polio. Les había enseñado a mirar a ambos lados, a no correr con tijeras y a no jugar con cuerdas, cuchillos o palos con punta. «Cálmate», solías decirme. ¿Te acuerdas? Pero mira, ahora es como si después de todo hubieran muerto. Las pequeñajas regordetas, Amy con su mono OshKosh… Están muertas, ¿no? Han muerto. Yo tenía razón desde el principio, sólo que ha ocurrido más despacio de lo que había previsto.
—Vamos, cariño, es la evolución normal de la vida, nada más —le dijo Bonny.
Morgan la miró. Estaba sentada a la mesa de la cocina, haciendo la lista de invitados a la boda. En la pared, sobre ella, había algo así como un perchero para sombreros, una hilera de brazos cortos de madera. Cuando en cualquier parte de la casa se apretaba un botón nacarado, en la cocina sonaba un campanilleo y uno de los brazos se levantaba para avisar al inexistente criado. Debajo de cada uno de ellos había una etiqueta amarillenta que indicaba la habitación o (en el caso de los dormitorios) la persona que llamaba. Sr. Armand. Sra. Armand. Srta. Caroline. Srto. Keuth. Morgan, al estudiar estas etiquetas, tenía la sensación de que, con la suya, convivía, deslizándose por los corredores y pidiendo té y bolsas de agua caliente, una familia más joven y elegante. Por las noches, la madre, con un salto de cama blanco, se sentaba junto al fuego, un niño a cada lado, y les leía. Un niño y una niña, qué perfecto. Durante la cena hablaban de grandes libros y los domingos se vestían e iban a la iglesia. Nunca peleaban, nunca perdían ni se olvidaban nada. Tocaban el timbre y esperaban con tranquilidad. Miraban fijamente más allá de los Gower, con la expresión plácida y arrobada de los espectadores de teatro que ignoran cualquier molestia de la fila de delante.
—Me gustaría invitar a tía Polly —dijo Bonny—, lo que significaría invitar también a tío Darwin, y está tan sordo y es un hombre tan difícil…
Miraba a través de unas sensatas gafas de montura negra que acababa de empezar a usar para leer.
—Cuando lo pienso, tú también has muerto —dijo Morgan.
—¿Yo?
—¿Dónde está aquella muchacha que yo solía sacar a pasear? Te cogía del brazo, muy arriba, y tú siempre mirabas a otra parte y te sonrojabas, pero no te apartabas.
Bonny añadió un nombre a la lista.
—¿Pasear? Creí que siempre íbamos en coche.
Morgan deslizó una mano por debajo del brazo de Bonny, allí donde la piel es más sedosa, y en el dorso notó el peso de un pecho. Ella no parecía darse cuenta.
—Por suerte Jim no tiene muchos parientes —dijo.
—Seguramente se casa con él por desesperación.
En aquel momento, Bonny levantó la mirada.
—¿No puedes seguir queriendo a las chicas a pesar de todo? No puedes dejar de querer a la gente sólo porque crezca.
—Claro que las quiero.
—Pero no de la misma manera —replicó Bonny—. Es como si permanecieras atento a un único aspecto de una persona; como si tuvieras una sola idea, quiero decir. —Apretó el botón del bolígrafo—. Y, de todas formas, ¿por qué te anticipas tanto? No todas se han hecho mayores. Molly y Kate todavía van a la escuela.
—No, no, de hecho ya no están —dijo Morgan—. Salen cada noche, siempre por ahí haciendo quién sabe qué… Se han ido, pues muy bien.
Se le iluminó el rostro.
—¡Ajá! —exclamó—. ¡Al fin solos, cariño!
Pero aquello exigía demasiado esfuerzo. Se acercó a la cocina, deprimido, y encendió un cigarrillo en uno de los quemadores:
—La casa parece ahora terriblemente grande, necesitamos un aspirador industrial.
—Siempre has dicho que querías más roperos —dijo Bonny.
—Nos han dejado sus hamsters y se han ido.
—Morgan, esta noche hemos cenado aquí nueve personas, contando a tu madre y a Brindle. Cuando yo era pequeña, si alguna vez venían nueve personas a cenar había que ir al centro a buscar a Mattie Ida para que ayudara a servir.
—Lo que deberíamos hacer es mudarnos —dijo Morgan—. Podríamos comprar una casa en el campo, vivir de la tierra.
Se imaginó a sí mismo con unos zuecos y una rústica camisa azul de labrador. Vivirían en una cabaña de una sola habitación, con una enorme chimenea de piedra, una alfombra trenzada y un sofá cama con una colcha de cualquier tela artesanal. Amy aparecía, inesperadamente, con su gorro holandés de ricitos, y saltaba encima del sofá. Morgan dio un respingo.
—Voy a jubilarme pronto —dijo—. Cuarenta y cinco años son más de lo que imaginaba. Me jubilaré y tendremos tiempo para nosotros. Estaría bien, ¿no?
—Vamos, no me salgas ahora con uno de tus locos proyectos —respondió Bonny—. Jubilarte. Te morirías de aburrimiento. Te sentirías inútil.
—¿Inútil? —dijo Morgan, y frunció el ceño.
Pero Bonny, golpeteando pensativa el bolígrafo contra sus dientes, ya estaba en otra cosa.
—Morgan, ¿crees que tal como van las cosas hoy en día la madre de la novia debería tener una pequeña charla con su hija?
—¿Mmm?
—Lo que quiero saber es si tengo que hablar del sexo con Amy.
—Bonny, ¿tienes que decir «sexo»?
—¿Cómo quieres que lo llame?
—Pues…
—Quiero decir que el sexo es el sexo, ¿no?
—Sí, pero no sé…
—¿Tú qué dirías? ¿Es sexo o no?
—Bonny, ¿puedes parar ya de machacarme?
—De todos modos —dijo ella volviendo a su lista—, tal como están las cosas en estos tiempos, apuesto a que se echaría a reír en mi cara.
Morgan se frotó la frente con los dedos. Se le ocurrió que si Bonny hubiera sido más seria, más responsable, no habría ocurrido todo aquel cataclismo. O por lo menos no tan pronto. Pensaba que había dejado que las niñas se le escaparan de las manos de la forma desordenada, accidental y alegre tan característica de ella. Recordó que una vez, durante una excursión a Washington en la que Bonny acompañaba a los alumnos de sexto grado de Kate, perdió, en el Museo Smithsonian, a ocho niños que tenía a su cargo. Los encontraron entre unas vitrinas llenas de salvajes, copiando la receta para reducir cabezas. Y en el picnic anual de madres e hijas organizado por la escuela, se presentó con una bolsa de Big Macs y un termo de chablis, cuando todas las madres llevaban ensalada de patatas y limonada. Sí, además producía un efecto catastrófico sobre las máquinas; con sólo sentarse detrás del volante, el coche se caía instantáneamente a trozos. Las luces empezaban a parpadear, salía humo del radiador, el silenciador se desprendía y los tapacubos de las ruedas salían rodando, uno en cada dirección, junto al bordillo, hasta desaparecer por las bocas de las alcantarillas. Bastaba con que girara una sola vez a la derecha para que el intermitente nunca más volviera a funcionar. ¡No era de extrañar que él tuviera que pasarse la mitad de los fines de semana tirado en el garaje! Y Bonny había transmitido todo esto a las niñas. La primera vez que Amy salió con él para aprender a conducir, bajó la ventanilla del conductor y nunca más pudo volver a subirse. Por eso tuvo él que ir al concesionario.
Y encima estaba su hermana, que no se había quitado desde Navidad el albornoz, que colgaba de ella, marchito, arrugado, con un olor denso, como viejos pétalos de orquídea. Y ahora a su madre le fallaba la memoria más que nunca, aunque se enfureciera si alguien osaba mencionárselo. En la cena, para demostrar su viveza, solía recitar trozos enteros de Hiawatha o de Rubáiyát. «¡Ven, llena la copa…!», solía empezar sin el menor pretexto, golpeando su vaso con un tenedor. «Ay, Dios mío, otra vez no», interrumpía Brindle, y todos los demás gritaban y se dividían en bandos contrarios alrededor de la mesa.
¿Inútil? Vivir aquella vida suya era un trabajo tan arduo que aunque se retirara mañana no tenía la menor esperanza de sentirse inútil.
Amy, con un vestido blanco y un ramo de rosas, se detuvo en lo alto de la escalera. A sus espaldas, la ventana del salón iluminaba la falda larga y transparente. Morgan, al pie de la escalera, aguardaba con la mano en la barandilla. Llevaba un sombrero de copa nuevo y un traje completamente negro de Second Chance. (El asunto del sombrero había resultado un tanto problemático, pero al fin se había salido con la suya.) Llevaba la barba recortada, y unas gafas de montura dorada (con cristales sin graduar) le coronaban la nariz. Se sentía como Abraham Lincoln.
Uno de los puntos débiles de Morgan consistía en que las ceremonias formales y oficiales —bodas, funerales— nunca le impresionaban de verdad. Sencillamente no le afectaban. Se había pasado la mitad de la noche en vela, llorando por la pérdida de su hija, pero ahora, con la ceremonia a punto de empezar, lo único que ocupaba su mente eran las rosas de Amy. Había oído con toda claridad cómo la mujer del vestido de novia le recomendaba a su hija que llevara el ramo bajo, lo más bajo posible, había recalcado, porque si Amy se ponía nerviosa tendería a subirlo. Y ahora, antes de que la música hubiera ni tan siquiera empezado, Amy ya tenía las flores a la altura del busto. A Morgan aquello no le preocupaba (no veía la menor diferencia), pero se preguntaba por qué el nerviosismo hacía que la gente levantara los brazos. ¿Tendría algo que ver con protegerse el corazón? Morgan probó: primero entrelazó sus manos abajo y luego las subió. Ninguna de las dos posiciones le pareció más cómoda que la otra. Con las manos cruzadas debajo de la barba, ensayó por el vestíbulo los pasitos cortos y rítmicos del desfile mientras tarareaba en voz muy baja.
—¡Papá! —dijo Amy, siseando.
Morgan bajó rápidamente las manos y volvió a apoyarlas en la barandilla.
Kate puso la aguja sobre el disco. Se oyó la Marcha nupcial a medio volumen. De repente, en el salón, todos los invitados quedaron callados; lo único que Morgan oía era el crujido de las sillas alquiladas. Alzó la mirada y sonrió a Amy con seguridad; sus gafas reflejaban en el rostro de la muchacha dos blancos círculos de luz. Amy, deslizando una mano por la barandilla, liviana como una hoja, pisaba el centro de cada peldaño con su puntiagudo zapato de raso. Su falda hacía que tintinearan las varillas de latón que sujetaban la alfombra persa. El día anterior, Bonny había pintado con un rotulador rojo los trozos pelados de la alfombra. Después había hecho lo mismo con los rotos del sillón de cuero con un rotulador marrón. (A veces Morgan tenía la sensación de vivir en una de esas casas de papel pintado que solían hacer las mellizas.) Amy llegó al vestíbulo y le cogió del brazo. Temblaba ligeramente.
Morgan la condujo al salón y al pie del altar improvisado.
Sobre aquella misma alfombra de fibra la había paseado él durante horas cuando apenas era una recién nacida. La había mecido contra su hombro canturreándole nanas. El recuerdo no le emocionaba. Simplemente estaba allí, como un estrato más de aquella habitación llena de estratos. Llevó a Amy hasta el sacerdote de Bonny, un hombre que a él no le gustaba. (No le gustaba ningún sacerdote.) La muchacha bajó el brazo y se situó junto al tal Jim. Morgan dio un paso atrás y se quedó de pie, con las manos a la espalda y los pies separados. Se meció ligeramente al son de la nana que tenía en la cabeza.
—¿Quién otorga a esta mujer en matrimonio? —dijo el sacerdote.
Por la forma en que la pregunta retumbó en el silencio, Morgan sospechó que el hombre ya la había hecho antes sin que él se diera cuenta. Le parecía haberse perdido una parte del servicio.
—Su madre y yo —respondió.
Hubiera sido más correcto que dijera «su madre». Dio media vuelta y se sentó junto a Bonny, que estaba preciosa y tranquila, con un vestido azul de amplio escote redondo que todo el tiempo le resbalaba de un hombro a otro. Bonny apoyó una mano sobre la suya. Morgan vio una telaraña gris que colgaba del techo.
Jim puso un anillo en el dedo de Amy. Amy puso un anillo en el dedo de Jim. Se besaron. A Morgan se le ocurrió un plan: se iría a vivir con ellos a la nueva casa. Los chicos no sabían nada, no tenían ni idea. Sin duda en menos de una semana habrían estropeado todos los artefactos de la cocina y los gastos domésticos serían de escándalo. Entonces llegaría Morgan para reparar y aconsejar. Se presentaría como un anciano, como uno de esos viejos auténticamente desdichados, sin dientes, sin trabajo, ni esposa, ni familia. Por medio de un pequeño detalle, se mostraría como un ser desvalido, para que Amy sintiera la necesidad de ocuparse de él. Podría presentarse con la camisa sin botones y pedirle a su hija que se los cosiera. Le diría que él no sabía hacerlo. En realidad era muy bueno cosiendo botones; no sólo se cosía los suyos, sino también los de Bonny y las niñas, ponía parches a los tejanos y les retocaba los bajos, puesto que Bonny no era muy buena costurera, que digamos. En realidad, Amy lo sabría, como también sabría que no era un viejo sin dientes y que tenía esposa y familia. El problema de la paternidad es que los hijos llegan a conocerte muy bien. Con ellos uno no podía alterar los hechos ni tanto así. Se pasaban la vida mirándote fijamente a los ojos, siempre vigilantes y críticos, dispuestos a juzgar. Eran capaces de señalar un montón de cosas en las que uno se había equivocado permanente e irreparablemente.
Con la comida habían llegado a un arreglo. Bonny había encargado algunas bandejas en la tienda de delicatessen y Morgan había comprado queso y galletas, que las niñas habían untado por la mañana. Le había molestado descubrir que, en apariencia, no existían tiendas en las que vendieran quesos buenos con descuento.
—¿Sabe usted lo que cuestan estas cosas? —le preguntó al padre del novio, que tenía la mano suspendida sobre una galleta untada con una sustancia de vetas azules.
Luego cruzó el patio para controlar el camembert, que se hallaba rodeado por tres chiquillos, posiblemente sobrinos de Jim.
—Éste huele como un establo —decía el más pequeño.
—Huele como la jaula de un jerbo.
—Huele como… la jaula del elefante del zoo.
Al final había hecho buen tiempo. Era un día templado, verdiamarillo, y los narcisos estaban en flor cerca del garaje. Una sonriente criada morena, prestada por tío Ollie, pasaba entre los invitados una bandeja de copas, esquivando con cuidado los trozos de jardín embarrados, donde la replantación de primavera todavía no había prendido. La novia tomaba champán a sorbitos, mientras escuchaba a un caballero de edad al que Morgan no había visto nunca. Las otras hijas —extrañamente feas con sus vestidos de fiesta— servían sándwiches y cosas para picar pinchadas con palillos, mientras la madre de Morgan le contaba a la madre del novio por qué vivía en el segundo piso.
—Al principio me instalé en el primero —dijo—, pero me cambié al segundo por la cabra.
—Comprendo —dijo la señora Murphy, jugueteando con sus perlas.
—Naturalmente era una cabra enseñada. Pero el inconveniente residía en que yo soy la única persona de esta familia que lee la revista Time. En realidad estoy suscrita. Y lo que son las coincidencias, la cabra estaba enseñada con la revista Time, nada más. Quiero decir que sólo quería… Es decir, cuando tenía que hacer sus necesidades, el único lugar en el que estaba dispuesta a… era sobre la revista Time desplegada en el suelo. Supongo que reconocía el borde rojo. Así que ya ve, si dejaba la revista, aunque sólo fuera un segundo, pues el animal venía y sencillamente… se ponía allí… y…
—Hacía pis encima —completó Morgan—. Si no había acabado de leerla, mala suerte.
—Claro —comentó la señora Murphy y tomó un sorbo de su vaso.
Muy cerca de Morgan, en una silla de mimbre deshilachada, había un desconocido sentado de espaldas. Quizá fuera un invitado de la parte del novio. En la parte posterior de la cabeza tenía una calva y unos frágiles mechones que intentaban taparla. El hombre se llevó una copa a los labios. Morgan vio en un dedo el macizo sello.
—¿Billy? —preguntó, y dio la vuelta hasta quedar frente a la silla.
Dios, era Billy, el hermano de Bonny.
—Bonita boda, Morgan, y tú sabes que he estado en muchas, sobre todo mías. Soy un experto en bodas —rió Billy.
Tenía una voz flemática, pero para Morgan aquella era una impasibilidad fuera de lugar y extraña, con la que a veces se topaba en sueños. ¿Cómo era posible que fuera Billy? ¿Qué le había pasado? Hacía menos de un mes que Morgan le había visto por última vez.
—Billy, por detrás no te he reconocido.
—¿De verdad? —respondió Billy, imperturbable—. Y de frente, ¿qué?
De frente era el mismo de siempre: juvenil, con la frente alta y redondeada y unos deslumbrantes ojos azules. Pero no, si uno se lo encontraba por la calle, ¿no pensaría que era un hombre de negocios medio calvo como tantos? Únicamente alguien que le conociera tan bien como Morgan notaría los huesos bajo la flaccidez de su rostro. Morgan lo miró parpadeando. Primero parecía un hombre común de mediana edad, luego el hermanito de buena familia de Bonny, luego otra vez el hombre de mediana edad, como esos dibujos que cambian de forma mientras uno los mueve.
—¿Y bien? —dijo Billy.
—¿Qué tal un poco de champán? —le preguntó Morgan.
—No, gracias. Prefiero seguir con el whisky.
—¿Un poco de queso, entonces? Es muy caro.
—El viejo y querido Morgan —dijo Billy, brindando a su salud—. Viejo, querido y ahorrativo Morgan, ¿verdad?
Morgan continuó dando vueltas. Buscaba a alguien con quien hablar, pero ninguno de los invitados parecía su tipo. Todos eran tan amables y modulaban tan bien mientras sorbían su champán… Las señoras colocaban con mucho cuidado sus tacones altos para evitar que se hundieran en el césped. En realidad, ¿quién era amigo de Morgan? Se detuvo y miró a su alrededor. Nadie. Eran amigos de Bonny, de Amy o del novio. Una de las mellizas pasó por su lado a toda prisa: Susan con un vestido de gasa. Su rostro serio y sonrosado y sus gafas empañadas le recordaron que cuando menos sus hijas tenían cierta conexión con él.
—¡Sue! —la llamó.
—No soy Sue, soy Carol —le espetó ella.
Claro que era Carol. Hacía años que no cometía este error. Siguió su camino sacudiendo la cabeza. Debajo del ciruelo silvestre, tres tíos de traje gris celebraban algo que parecía una reunión de comité.
—No, últimamente no repongo los vinos de mi bodega —decía uno de ellos—, me dedico a beberme los que tengo. Para decirlo con claridad, tengo setenta y cuatro años y en junio cumpliré los setenta y cinco. No hace mucho estuve averiguando precios de las cajas de vino y me recomendaron uno que había que esperar ocho años para que envejeciera. «Está bien», empecé a decir, pero luego pensé: «Pues no.» Fue una sensación de lo más extraña, un momento la mar de raro. «No, creo que no es para mí», dije. «Gracias de todos modos.»
Morgan se escurrió por una abertura del seto. Se encontró en la acera, junto a la calle ruidosa y animada de un sábado cualquiera por la tarde. El coche estaba estacionado en la esquina. Abrió la portezuela y subió. Durante un rato se quedó sencillamente sentado allí, frotándose las palmas de las manos contra las rodillas de los pantalones. Pero el sol que entraba a través de los cristales lo estaba asando, así que, al fin, bajó la ventanilla, rebuscó las llaves en sus bolsillos y puso en marcha el motor.
Sus amigos más íntimos eran éstos: Potter, el hombre de la tienda de instrumentos musicales; la mujer de los perritos calientes; el tabernero griego de Broadway y Kazari, el de las alfombras. Ninguno le servía. Por una razón u otra no había una sola persona a la que pudiera decirle: «Mi hija mayor acaba de casarse. ¿Puedo sentarme aquí contigo y fumarme un cigarrillo?»
Se lanzó hacia el centro, como si descendiera a niveles cada vez más profundos del agua. Casa de Empeños «El precio justo», Billares, Camas de Agua, Cerveza, Primera Casa de Jesús «ALMA HERMANA NO TE CONDENES». Las flores brotaban en sitios inverosímiles: alrededor de un cubo de basura municipal y en un diminuto sendero cubierto de hierbajos resecos al pie de una ventana de una casa barata. Giró en una esquina en la que, sentado en el bordillo, un hombre abría su navaja, la cerraba de golpe con el borde de la mano y volvía a abrirla otra vez. Morgan siguió adelante. Pasó Meller Street, luego Merger Street. Giró por Crosswell, aparcó, apagó el motor y se quedó sentado contemplando Artesanías Diversas.
Hacía meses que no iba por allí. Ahora el escaparate estaba lleno de artículos de Pascua: huevos pintados a mano, conejos de peluche, una colcha de retazos, que parecía un jardín a principios de primavera. Las ventanas de los Meredith estaban vacías como siempre. A lo mejor se habían mudado. (Podían hacerlo en taxi, sólo necesitaban una maleta y diez minutos de preparación.) Morgan salió del coche y fue hasta la tienda. Subió la escalinata, empujó la puerta de vidrio y miró por la estrecha escalera hacia arriba. Pero no tenía lo que hacía falta para continuar. (¿Qué diría? ¿Qué explicaciones daría?) En cambio, giró a la izquierda, atravesó una segunda puerta vidriera y entró en la tienda de artesanías. Olía a madera nueva. Una mujer con un delantal de percal, canosa y huesuda, arreglaba sobre una mesa unos animales tallados a mano.
—Hola —dijo ella.
Alzó la vista y lo miró sorprendida. Seguro que era por el sombrero de copa, supuso Morgan. Ojalá hubiera llevado puesto algo más apropiado. ¿Y por qué no había otros clientes? Estaba solo, en evidencia, en un local acolchado todo él de silencio. Entonces vio los títeres.
—¡Ah! —dijo—. ¡Los títigues!
Con asombro se descubrió un acento… no sabía de qué país:
—¿Estas títigues son paga comprag? —preguntó.
—Sí, claro —respondió la mujer.
Estaban sobre una mesa, en el centro del local: Pinocchio, una princesa, un enano, una vieja, mucho más trabajados que los primeros que viera. Las cabezas ya no eran simples pelotas de goma, sino que estaban hechas con una tela rellena y con unas diminutas puntadas que marcaban las arrugas y las protuberancias. El títere de la vieja tenía en particular una cara tan arrugada que resultaba inevitable pasar el dedo por encima.
—¡Magavilloso! —dijo Morgan todavía con acento.
—Los hace una chica llamada Emily Meredith —le explicó la mujer—, es una notable artesana, de veras.
Morgan asintió. Sentía una mezcla de celos y de alegría. «Sí, sí», hubiera querido decir. «La conozco muy bien. Los conozco muy bien a los dos. ¿Quién es usted para hablar de ellos?» Pero también quería saber qué pensaba la mujer, qué opinión tenía de ellos el resto del mundo. Esperó sin dejar el títere. La mujer volvió a sus animales.
—Posible yo veg su taller —dijo él.
—¿Cómo?
—Ella vivig cegca, ¿sí?
—Vaya, sí, vive aquí arriba, pero no sé si…
—Esto significag mucho paga mí —añadió Morgan.
Justo frente a él, al otro lado de la mesa, había una vitrina de madera clara llena de telas tejidas en un telar manual. Las puertas tenían unos cristales ondulados que reflejaban la imagen de un Morgan empequeñecido y distorsionado: un hombre barbudo y regordete con sombrero de copa. Toulouse-Lautrec, ¡claro! Se acomodó el sombrero sonriendo. En el cristal todo lo negro se volvía transparente. Sobre la cabeza llevaba un montón de multicolores telas irisadas y, a modo de barba, un as de pic de colores.
—Sabe, yo también soy agtista —le dijo.
Sí, definitivamente su acento era francés.
—Ah.
—Soy hombgre solitaguio. No conocer otgros agtistas.
—Creo que no ha entendido —dijo la mujer—. Emily y su marido dan sobre todo funciones de títeres para los niños. Venden los muñecos sólo cuando les sobran algunos. No son exactamente…
—Aun así quiego conoceglos. Mi gustag usted me presente. ¡Usted conoce tanta gente! Lo veo. Una amiga de agtistas. ¿Cuál es su nombgre, pog favog?
—Pues… señora Apple.
La mujer pensó un momento y añadió:
—Bueno, de acuerdo, creo que no les importará. ¡Hannah! —llamó a alguien que estaba al fondo—. ¿Puedes atender a los clientes?
Y se volvió para acompañar a Morgan por la puerta lateral.
Éste la siguió por la escalera, que olía a cebolla frita y a desinfectante. Desde su punto de vista, las caderas de la señora Apple parecían muy anchas. Por extensión, ella se convirtió en alguien fascinante: debía de hablar con los Meredith cada día, conocer íntimamente sus horarios, regarles las plantas cuando estaban de gira. Morgan reprimió el deseo de apoyarle amistosamente la mano en el trasero. La mujer le echó una mirada por encima del hombro y él le respondió con una sonrisa tranquilizadora.
Al final de la escalera, la señora Apple fue hacia la derecha y golpeó una alta puerta de roble.
—¿Emily? —llamó.
Pero fue Leon quien abrió. Llevaba un periódico en la mano y al ver a Morgan se lo puso de repente sobre el pecho.
—¡Doctor Morgan! —dijo.
—¿Doctor? —repitió la señora Apple. Miró a Morgan y luego a Leon—. Vaya, ¿es éste el doctor de que me habías hablado? ¿El que asistió el parto de Gina?
Leon asintió.
—¡Pero yo creía que era un artista! —exclamó la señora Apple—. Usted me ha dicho que era artista.
Morgan bajó la cabeza y movió los pies.
—Me daba vergüenza el sombrero —dijo—. Es que vengo de una boda; sé que quedo ridículo. Le he dicho que era artista para que no se riera de mí.
—Ay, pobre —dijo la señora Apple y soltó una carcajada—. Usted y sus «pog favog» por aquí, «pog favog» por allá.
Morgan se animó a mirar a Leon. Leon no se reía. Miraba fijamente a Morgan y seguía abrazando el periódico contra su pecho como si guardara algún secreto.
—Me gustaría ver tu taller —le dijo Morgan—. Es posible que compre una cantidad importante de títeres.
—No tenemos cantidad importante alguna —respondió Leon.
—Oh, Leon, vamos —intervino la señora Apple—. ¿Por qué no se los enseñas? ¿Qué tiene de malo? —Le dio un codazo a Morgan—: Usted y sus «agtistas». Usted y sus «títegues».
Se echó a reír otra vez y las comisuras de sus ojos se llenaron de finas arrugas.
Leon miró con el ceño fruncido a la señora Apple.
—De acuerdo —dijo con displicencia.
Dio un paso atrás y se volvió para acompañarlos pasillo adelante.
Morgan echó una ojeada a la habitación de la derecha: un sofá hundido y una estantería de libros medio vacía. A la izquierda estaba la cocina; tuvo una impresión de blancura fría y resplandeciente. La siguiente puerta de la izquierda abría sobre el cuarto de trabajo. No tenía ningún mueble de verdad: sólo una máquina de coser debajo de la ventana y una pequeña escalera de aluminio en la que estaba sentada Emily recortando papel. La falda negra caía a su alrededor cubriendo casi por completo la escalera. Las recogidas trenzas reflejaban la luz que entraba por alguna parte y brillaban como chispas voladoras.
—Emily —dijo Leon.
La muchacha levantó la vista, saltó de la escalera y escondió a sus espaldas lo que estaba haciendo.
—¿Qué quiere usted? —le preguntó a Morgan.
—Vaya, Emily, por Dios —dijo la señora Apple—. Es el doctor Morgan. ¿No lo recuerdas? Ha venido a comprar unos títeres. Una importante cantidad de títeres, Emily.
—Que los compre abajo —dijo Emily, pálida.
Cualquiera hubiera pensado que tenía algo contra él.
Morgan trató de no sentirse herido y le sonrió.
—Me gustaría ver el proceso de fabricación —dijo.
—Aquí no hay ningún proceso.
Morgan se acarició la barba.
—Pero… Emily —intervino la señora Apple—. Enséñale los muñecos para las sombras chinescas. —Y se volvió hacia Morgan—: Está preparando algo nuevo, doctor: sombras chinescas con muñecos recortados, ¿ve?
La mujer cruzó hasta la máquina de coser y sacó algo de uno de los cajones. Era la silueta de un caballero con armadura sujeto a una varilla.
—¿Lo ve? Tiene bisagras en las articulaciones —continuó—. Uno lo mueve detrás de una pantalla y proyecta una sombra. ¿A que está bien pensado?
—Sí, sin duda —dijo Morgan.
Miró a su alrededor y se preguntó dónde se sentaría Emily para coser a máquina. ¿En la escalera quizá? Ni siquiera en sus más entrañables fantasías se había imaginado semejante austeridad. Estaba fascinado.
—¿Ahora van a dar funciones de sombras chinescas? —preguntó.
Tenía los ojos fijos en Emily.
—Sí —respondió ésta, escuetamente.
—No —dijo Leon.
Hubo una pausa y la señora Apple lanzó una carcajada.
—Con los muñecos para sombras chinescas lo único importante es cómo están ensamblados y nada más —dijo Leon—. Cómo articula Emily los muñecos cuando los hace.
—¿Y? —preguntó Emily.
—Todo lo que hay que hacer es moverlos con rapidez a lo largo del borde de detrás de la pantalla y siempre igual. No hay que hacer nada más, menos aún que con los polichinelas normales.
—¿Y?
Se miraron mutuamente.
Morgan se aclaró la garganta.
—¿Lo que estoy oyendo es vuestra hija? —preguntó.
Claro que sí. En otra habitación, la niña cantaba algo con una vocecita quebrada. Pero nadie contestó a su pregunta. Morgan sacó la cabeza al pasillo y después entró en el dormitorio. Había un colchón en un rincón, una cómoda en el otro y una cuna estrecha a lo largo de una pared. Sentada en la cuna, una niña se entretenía con algunos juguetes mientras cantaba: «… como llegar al Barrio Sésamo…» Al ver a Morgan se calló.
—Hola —saludó Morgan.
La niña le miró dudosa.
Morgan oyó que los Meredith se acercaban y dijo rápidamente:
—¿Quieres mi sombrero? —se lo quitó y se lo puso a la pequeña, echándoselo hacia atrás para que no la engullera del todo.
—¡Gina! —dijo Emily desde la puerta—. ¡Quítate eso! Nunca te pongas el sombrero de otra persona.
—Es mío —respondió la niña—, me lo ha dado.
—Quítatelo —dijo Leon.
—No.
Tenía la cara redonda y el mentón puntiagudo, y alzaba la barbilla para que el sombrero no se le deslizara sobre los ojos, lo que le daba una expresión orgullosa y desafiante. Morgan pensó que, en realidad, se parecía a Leon. Cuando Emily intentó quitarle el sombrero de la cabeza, Gina le apartó las manos.
—Es mío. El sombrero es mío.
—Claro, es un regalo —dijo Morgan.
Emily dejó de forcejear, pero continuó entre Morgan y la niña, protegiéndola. Tenía los ojos pálidos y fríos y los brazos cruzados. Leon se mantenía firme a su lado.
—¿Doctor Morgan? —dijo la señora Apple, que entró jadeando para tenderle otro muñeco recortado.
Era un rey. Parecía salido de una vidriera de colores: el calado de su traje estaba cubierto con papel de celofán rojo y azul. Iluminado por detrás proyectaría sobre una pantalla sombras del color de las piedras preciosas.
—¿No es maravilloso? —dijo la señora Apple—. ¡Esto es arte! Podría colgarlo de cualquier pared.
—Es verdad, podría —dijo Morgan.
Acarició con el pulgar el papel transparente. Algo había en la precisión del diseño que le hizo sentirse triste y pobre. Apartó la vista del rey y la posó sobre la cómoda. El tablero de encima estaba casi vacío. No había frascos ni imperdibles, ni papeles, sino sólo una foto enmarcada de Leon y de Emily cogidos de la mano frente a aquel mismo edificio. Gina iba a hombros de Leon; sus pantorrillas gorditas le rodeaban el cuello. Los tres sonreían con los ojos fruncidos por el sol. Morgan se acercó y se inclinó sobre la foto, pellizcándose el labio inferior con el pulgar y el índice. El rey colgaba olvidado de su mano izquierda, mientras Morgan, absorto, miraba con curiosidad un cajón abierto a medias. Después acabó de abrirlo y examinó su contenido: tres camisas blancas y una caja de Kleenex.
—¡Doctor Morgan! —exclamó Emily, con aspereza.
—Sí, sí.
Los demás salieron de la habitación y él los siguió; al pasar junto a Gina le acarició la cabeza. Tenía el pelo tan suave que, durante unos segundos, tuvo la sensación de que permanecía adherido a sus dedos.
—¿Qué hacéis con Gina durante las funciones de títeres? —preguntó ya en el cuarto de trabajo.
Emily volvió la cabeza, negándose a contestar; pero Leon dijo:
—La llevamos con nosotros.
—Ah, ¿y os ayuda en los montajes?
—No, acaba de cumplir cuatro años.
—Aunque tendrá experiencia —sugirió Morgan—, después de todo se ha criado entre bastidores. Sabrá portarse bien durante la función.
—¿Gina? —dijo Leon, riéndose—. Gina no está quieta ni un minuto. Nos pasamos la obra haciéndola callar, y si es un cumpleaños, peor. Llora cuando otro niño apaga las velitas y se pone muy celosa cuando Emily se ocupa de los otros niños.
—Ah, tendría usted que ver una de sus funciones —dijo la señora Apple, cogiendo el rey de las manos de Morgan, que sin darse cuenta había levantado una punta del celofán—. ¡Están haciéndose bastante famosos! Fueron de gira hasta Washington y un hombre que tiene una empresa de variedades quiere incorporarlos a su compañía, como profesionales. ¿Qué le has dicho a ese hombre, Leon? ¿Le has contestado a su carta?
—La tiré —respondió el joven.
—¿La tiraste?
—Es una especie de grupo bíblico. Cantantes de gospel o algo así.
—Pero… ¡tirarla! Podías haberle contestado.
—Y acabar en algún pueblo de mala muerte —dijo Leon—. Tinville, Tindale…
—Dudo de que alguna vez contestes una carta —dijo Morgan.
De repente se sentía entusiasmado y satisfecho.
—Bueno… —empezó Leon.
—De veras —dijo Morgan—, ¿para qué vas a complicarte la vida? Bajas de cuando en cuando a vaciar el buzón, echas una ojeada a lo que hay, lo tiras todo a la papelera y regresas con las manos vacías.
—Bueno, a veces —dijo Leon.
—¿Cuándo? —preguntó Emily y, volviéndose a Morgan, dijo—: Nosotros no somos como usted cree.
—¿Cómo?
—Que no somos como usted se imagina.
—Venga a ver Rip Van Winkle —dijo la señora Apple.
—Nosotros vivimos como los demás. Nos las arreglamos bien y nos gusta que nos dejen en paz —dijo Emily—. Lo acompañaré a la puerta.
—¡Pero Emily! ¡Todavía no ha visto todos los títeres! —dijo la señora Apple.
—Ya ha visto suficiente.
—¡Pero quería comprar una cantidad importante!
—No, no, está bien… De veras tengo que irme —dijo Morgan—. De todos modos, gracias.
Emily se volvió rápidamente hacia la puerta, su falda negra trazó un remolino, y Morgan la siguió. Atravesaron el pasillo en fila india: Emily, Morgan, Leon. La señora Apple se rezagó, sin duda mirando confundida los títeres a su alrededor.
—¿Quizá otra vez? —le gritó desde el fondo.
—Sí, quizá… —Morgan resbaló con un juguete y dijo—: Oh, perdón —y trastabilló contra la pared; se pasó la mano por la cabeza—. Será mejor que vaya a casa y me cambie.
—¿Cambiarse? —preguntó Leon.
—Sí, necesito… otro sombrero.
Habían llegado al rellano y su voz retumbaba; pero Morgan, en lugar de empezar a bajar, miró la puerta de enfrente.
—¿Quién vive ahí? —preguntó.
—Joe y Hannah Miles —respondió Leon.
—Nadie —dijo Emily.
—¿Miles? ¿También son artesanos?
—Le acompañaremos hasta la calle —dijo Emily, empujándolo suavemente hacia el borde de la escalera.
Cuando Morgan pisó el primer peldaño, ella lo seguía tan de cerca que él se sintió acorralado.
—No le comprendo a usted —dijo ella (él tenía que haberlo supuesto; ella no iba a ocultar nada: era una persona tan transparente como sus ventanas sin cortinas)—. ¿Qué quiere de nosotros? ¿Qué busca? ¿Por qué nos ha seguido durante todos estos meses escondiéndose en los portales y espiando desde cada esquina?
—Ah, ¿te diste cuenta? —Morgan se tambaleó avergonzado y se cogió a la barandilla.
—Podía haberse acercado francamente y saludar como cualquier persona.
—Sí, pero estaba tan… Me había hecho una idea de ti. Casi prefería observar, comprendes. Mi vida doméstica es imposible, un caos, muy aburrida —dijo Morgan.
Se detuvo a mitad del último tramo de la escalera.
—Oh, supongo que tú piensas que todo es muy romántico —dijo—. ¡Un médico en una gran ciudad, que salva vidas! Pero casi todo es pura rutina. Trabajo en pleno barrio bajo. Atraigo a clientes de la peor especie. Unos drogadictos asaltaron dos veces mi consulta para robar drogas. Y una de esas veces yo estaba allí. Ataron a mi secretaria a la silla con el cinturón de una gabardina y me hicieron abrir todos los cajones de mi escritorio. Tuve miedo. Allí estaba yo, sacando montones de antiinflamatorios, tabletas para la sinusitis, gotas pediátricas para la nariz… Yo no soy ningún héroe. Les di todo lo que tenía. Os cuento esto para que veáis qué tipo de vida llevo, Emily, Leon…
Estaba sin resuello. Notaba su cabeza en blanco, como si estuviera a una altura desacostumbrada.
—Escuchad lo que me sucedió el verano pasado —continuó—. Tuve un paciente al que habían apuñalado. Apuñalado frente al bar Fells Point, por algo relacionado con una mujer. Lo trajeron y me despertaron en plena noche. Éste es el tipo de trabajo que hago. Tengo… unos pacientes de lo más selecto. Y nada de contestador automático, nada de un apartamento en Ocean City adonde escapar los fines de semana… Bueno. El tipo tenía una herida profunda en el costado izquierdo, desde las costillas hasta la cadera; por suerte no le había afectado el corazón. Lo puse en la camilla de mi consulta y allí mismo empecé a coserlo. Me llevó una hora y cuarto, un trabajo agotador, como podréis imaginar. Entonces, en el momento en que estaba haciendo el nudo del último punto, ¡pam!, la puerta se abre de repente y aparece el individuo que lo había apuñalado. Saca una navaja y lo raja de arriba abajo en el costado derecho, desde las costillas hasta la cadera. Vuelta al hilo y a la aguja, y otra hora y cuarto.
Leon lanzó una carcajada, pero Emily empujó con suavidad a Morgan. Éste reanudó el descenso, sosteniéndose con dificultad en la barandilla, como un viejo reumático.
—Vienen a verme con resfriados, dolores de cabeza, con los ojos amoratados de golpes… cosas que se curan solas. Un hombre que, por ejemplo, hace un trabajo sedentario, digamos un taxista, se pasa el fin de semana moviendo muebles y luego me saca de la cama el domingo por la noche. «Doctor, tengo un dolor de espalda horrible. ¿Cree que será una hernia discal? ¿Tendrá que operarme?» ¡Y para esto fui a la facultad de Medicina!
—Bueno —dijo Emily.
Habían llegado al portal. Lo abrió para que Morgan saliera y le tendió la mano:
—Adiós —se despidió.
Leon rió ansioso detrás de ella, como si tratara de suavizar la ofensa. Morgan le dio la mano y quedó impresionado por lo ligera que era y lo seca que estaba.
—Vosotros no queréis que seamos amigos, en absoluto, ¿verdad?
—No —respondió Emily.
—Ah —dijo él—. ¿Y por qué no?
—No me gusta la forma en que intenta meterse en nuestras vidas. ¡Me parece algo horrible! No me gusta que me espíen.
—Emily —dijo Leon.
—No, no —intervino Morgan—. Tienes razón, lo comprendo.
Apartó la vista en dirección al coche hundido y cubierto de polvo. No sentía nada en absoluto, como si lo hubieran vaciado.
—Quizá podría presentaros a mi mujer —dijo haciendo un esfuerzo—. ¿Os gustaría conocer a Bonny? ¿Os he hablado de ella? Quizá os gusten mis hijas. Tengo unas niñas muy agradables, muy normales: parecen completamente decididas a ser normales… Dos van al instituto. Una ya es mayor de verdad: es secretaria; y las otras cuatro van a la universidad, a distintos lugares. Se pasan fuera la mayor parte del año. Apenas tenemos noticias de ellas. Pero suele ser así, ¿no? Todos los padres lo mismo. Como podéis ver soy un hombre de familia. ¿Os sirve de algo? No, supongo que no.
Parecía que estuviera reteniendo la mano de Emily. La dejó caer.
—Mi hija mayor se ha casado hoy —añadió— y no soy médico, trabajo en una ferretería.
—¿Qué? —exclamó Emily.
—Soy el encargado de la Ferretería Cullen.
—¡Pero… usted asistió al parto de nuestra hija! —dijo ella.
—Ah, bueno, no en vano fui testigo del nacimiento de tres de mis hijas.
Se palpó todos los bolsillos en busca de cigarrillos y, cuando al fin encontró uno, sólo atinó a quedarse mirando las caras que lo observaban perplejas.
—Y ese asunto del apuñalamiento, pues, lo leí en el periódico —dijo—. Me presenté a vosotros con una mentira, en realidad lo hago a menudo. Muchas veces me sorprendo dando una falsa impresión de mí mismo. No lo hago a propósito, ¿comprendéis? Es como si los demás conspiraran conmigo y me metieran dentro del papel. El día en que, durante la función, pedisteis un doctor, no se levantó nadie más. Se produjo un silencio muy largo. Parecía tan sencillo ofrecer cierta seguridad y llevaros en coche al hospital… No tenía la menor idea de que tendría que asistir un parto. Sencillamente, los acontecimientos, por decirlo así, me empujaron.
Morgan deseaba que dijeran algo, pero todo lo que hacían era mirarlo fijamente. Mientras tanto, una chica con un vestido pasado de moda había subido los peldaños de la entrada.
—Hola, Emily. Hola, Leon —dijo.
Pero ellos ni siquiera la miraron. Tampoco se apartaron cuando pasó por su lado y entró por la puerta abierta.
—Por favor, no todo es culpa mía —dijo Morgan—. ¿Por qué hay siempre gente tan dispuesta a creerme? Explicádmelo. Lo más deprimente es que si les cuento algo que los desilusiona me creen enseguida. Por ejemplo, que ser una estrella de cine no es tan fantástico como lo pintan. Les diría que los focos dan mucho calor, tanto que el maquillaje se corre y deja en el cuello de la ropa una permanente mancha de color gris que desespera a mi mujer. No se va con lejía y tampoco con Wipp; así que ella ha resuelto parte del problema previéndolo. Veréis, lo que hace es frotar el cuello con una pastilla de jabón de tocador blanca antes de que me ponga la camisa. Sí, yo diría que, al parecer, esto funciona bastante bien.
—Qué locura —le dijo Leon.
—Sí —dijo Morgan.
—¡Usted debe de estar loco!
—Bueno, no lo sé —intervino Emily—. De alguna manera comprendo lo que quiere decir.
Los dos hombres se volvieron a mirarla.
—¿De verdad? —preguntó Leon.
—Sí… que, sencillamente, a veces tiene que salirse de su vida —añadió ella.
Entonces Morgan lanzó un suspiro hondo y entrecortado, se sentó en la escalinata y dijo:
—Mi hija mayor acaba de casarse. ¿Puedo sentarme aquí con vosotros y fumarme un cigarrillo?