¿Qué querría de ellos? Estaba en todas partes: una sombra extraña y tenaz que, cuando salían de paseo, los seguía de lejos, ocultándose en diferentes portales y aplastándose a la vuelta de la esquina contra algún edificio. Lo que tenían que hacer era volverse, sencillamente, y enfrentarse con él. «¡Vaya, Dr. Morgan!» —con una sonrisa de sorpresa— «¡Qué casualidad encontrarnos con usted!» Pero, por alguna razón, aquello no había sucedido. La primera vez que lo vieron (o, mejor dicho, que percibieron su presencia), siendo Gina todavía un bebé, no lo reconocieron. Volvían al atardecer de hacer las compras y se quedaron helados debido a una especie de líquida oscuridad que flotaba a sus espaldas por los callejones. Emily se había asustado. Leon se enfadó, pero con Emily a su lado y Gina en brazos no quiso forzar las cosas. Simplemente, apretaron el paso y empezaron a hablar en voz alta, con naturalidad, sin mencionar ni una sola vez lo que estaba sucediendo. La segunda vez, Emily iba sola. Había dejado a la niña con Leon para ir a comprar tela para los títeres. Enfrente mismo del edificio donde vivían, una figura se apartó bruscamente de la arcada de un portal para esconderse en la penumbra de la lavandería. Ella apenas lo vio; pensaba en los metros de género que necesitaba. Pero aquella noche, mientras hacía un sombrero picudo para Rumpelstiltskin, el recuerdo volvió a emerger. Vio una vez más la silueta perdiéndose de vista, que no llevaba un sombrero picudo, sino algo chato, una boina quizá. ¿Dónde lo había visto antes? «¡Ah!», se dijo y dejó las tijeras.
—¿A que no adivinas a quién he visto hoy? —le preguntó a Leon—. A aquel doctor, ¿recuerdas?, al Dr. Morgan.
—¿Le has preguntado por qué no nos envió nunca la cuenta?
—No, en realidad él… No ha sido exactamente un encuentro. Quiero decir que él no me ha visto. Bueno, me ha visto pero parecía que… Probablemente no era el Dr. Morgan. De lo contrario estoy segura de que me habría dicho algo.
Más o menos un mes más tarde, la siguió por Beacon Avenue. Emily se paró a mirar el escaparate de una tienda de ropa para niños y notó que alguien se detenía a su vez. Se volvió y, a cierta distancia, vio a un hombre de espaldas, no miraba nada en especial, sino sólo la calle. Parecía salido de una película sobre la selva, pensó, con aquellos shorts y aquella camisa de safari, calcetines hasta las rodillas, botines y un enorme salacot. Extrañas hebillas y anillas en forma de D le brillaban por todas partes: en los hombros, las mangas, en los bolsillos de atrás. No tenía nada de peligroso. Era un excéntrico de los que se ven a menudo en las calles de la ciudad, representando cualquier elaborada visión interna que de sí mismos tienen. Emily continuó andando. En el semáforo siguiente volvió a mirar atrás y allí estaba él, apresurándose hacia ella con un aire militar a juego con el uniforme, ocultos los ojos por el salacot, pero con su abundante barba completamente a la vista. Imposible no recordar aquella barba. ¡El Dr. Morgan! Emily dio un paso hacia él. Morgan la miró, se tocó marcialmente el ala del sombrero y se escabulló por una puerta en la que se leía: ESTILISTAS DE PEINADO LU-RAE.
Emily se sintió ridícula. Se dio cuenta de lo contenta y predispuesta que debió parecer, disponiéndose a llamarlo por su nombre. Pero, ¿qué había hecho ella de malo? ¿Por qué él ya no la apreciaba? Cuando nació Gina parecía tan encariñado con ellos…
No se lo contó a Leon; quizá se enfadaría con ella, una nunca sabía. Decidió que, de cualquier modo, había sido una de esas cosas inexplicables, sin sentido. No valía la pena fastidiar a Leon con aquel asunto.
Se diría que todo había empezado mal. En un momento dado hubieran podido abordar el asunto abiertamente, pero se les había escapado de las manos. Tras varios incidentes de este tipo (con intervalos de semanas e incluso de meses), en los que esto o aquello les había impedido acercarse al hombre y saludarlo con naturalidad, la situación empezó a seguir su propio curso. Ahora mismo ya no había modo de arreglarla con cierta elegancia. Era evidente que el sujeto debía de estar loco o, por lo menos, obsesionado de forma inexplicable. (Emily temblaba al pensar en el parto de Gina en sus manos.) Aunque, como observaba Leon, no hacía daño. Emily se tomaba el asunto con demasiada imaginación, decía Leon. Tenían que acostumbrarse a él como algo rutinario. Nunca los amenazaba, ni siquiera se les acercaba; no había de qué preocuparse. En realidad ya formaba parte de la escenografía de sus vidas, como las casas de Crosswell Street, los escuálidos árboles marchitándose a causa de la polución y los títeres envueltos en muselina que colgaban del armario del dormitorio del fondo.
Ahora, en invierno, el trabajo había disminuido. Por Navidad se animaba un poco (fiestas para niños de familias pudientes y tómbolas de vacaciones); pero nada como las ferias al aire libre y los circos que tan ocupados los tenían en verano. Emily pasaba el tiempo construyendo un nuevo teatrito plegable, con bisagras, para facilitar el transporte. Reparaba los títeres y les cosía más trajes. Algunos los sustituía por otros nuevos, cosa que la llevaba a la misma pregunta de siempre: ¿Qué harían con los viejos? Eran como cadáveres, no podían tirarlos a la basura así como así. «Guárdalos para repuestos», le decía siempre Leon. «Puedes usar los ojos, o esa nariz, que está bien.» ¿Ponerle a otro títere la nariz de corcho picada de viruelas de la abuela de Caperucita? No serviría. No sería correcto. De todos modos, ¿cómo iba a destrozar aquella cara? Dejó a la abuela en una caja de cartón, junto a una Bella desgastada —de La Bella y la Bestia—, el primer títere que había hecho en su vida. Ahora iba por su tercera Bella, versión mucho más sofisticada con la misma cara de trapo. No era el uso lo que envejecía a los muñecos, sino los niños que se acercaban después de la función y les tocaban el cabello y les acariciaban las mejillas. El cutis de Bella se había vuelto gris y estaba lleno de marcas de dedos. El pelo amarillento había quedado hecho un guiñapo.
Todo el cuarto pertenecía a los títeres: el vacío dormitorio del fondo con cañerías plateadas y despintadas que apuntaban al techo y con una amarillenta mancha de lluvia que se extendía por una pared. La ventana, tapada con pintura, tenía los cristales tan sucios que el sol de la tarde creaba una película blanca y opaca sobre ellos. El suelo era de parqué; Gina se clavaba astillas en las rodillas y se ensuciaba todos los monos. El pomo de porcelana parecía negro de tan agrietado. La puerta colgaba torcida. Por las noches, cuando Emily trabajaba hasta tarde iluminada por una lámpara en forma de S, la luz del salón, que se filtraba por debajo de la puerta, parecía en lugar de una varilla una cuña, como un trozo alargado de pastel.
Se quedó levantada hasta tarde y reparó a la malvada madrastra de usos múltiples, empleada en diferentes obras. ¡No era de extrañar que estuviera tan vieja! Un botón negro que servía de ojo colgaba precariamente. Emily se inclinó sobre la escalera de mano que era el único mueble del cuarto e hizo un nudo en una larga hebra.
La mayoría de los títeres en uso se guardaban en un rincón, dentro de una caja de Chablis Almadén por cuyos compartimientos asomaban la cabeza: dos muchachas (una rubia y una morena), un príncipe, una rana verde de fieltro, un enano. Los otros permanecían en bolsas de muselina en el armario, con su nombre en una etiqueta atada con un hilo: Rip van W, Bufón, Caballo, Rey. A Emily le gustaba cambiarlos de vez en cuando, asignarles papeles a los que no estaban acostumbrados. Rip van Winkle sin su barba quedaba muy bien de tercer hijo de cualquiera de esos cuentos en los que el tercer hijo, tonto y bueno, acaba ganándose a la princesa y la mitad del reino. Encajaba bien. Sólo Emily sabía que ese papel no le correspondía y sentía que así le proporcionaba cierto estímulo para actuar. Lo dirigía a su modo. (Leon interpretaba a los dos hermanos mayores.) Le ponía una voz más graciosa y nasal, mientras que el auténtico tercer hijo —más guapo pero con menos carácter— yacía boca arriba entre bastidores, sonriendo desocupado.
En realidad Emily no había planeado ser titiritera e, incluso ahora, tanto ella como Leon lo consideraban un trabajo temporal. Había ingresado en la universidad para estudiar matemáticas y era la única chica de Taney, Virginia, que ni se había casado al día siguiente de la graduación secundaria ni empezado a trabajar en Taney Paper Products.
Su padre se había matado en un accidente de automóvil cuando ella era un bebé. Su madre había muerto de una enfermedad cardiaca a principios de su primer curso de estudios, por lo tanto, Emily tendría que arreglárselas sola. Quería ser profesora de bachillerato. Le gustaba el frío y sistemático proceso que convertía una maraña de números desordenados en un solo número final, y la redistribución y la simplificación de las ecuaciones, base de las matemáticas del bachillerato. Pero, cuando conoció a Leon, un estudiante metido en cosas de teatro, ni siquiera acabó el semestre. Leon no podía especializarse en interpretación (no se lo habían ofrecido), así que estudiaba letras; pero en tanto que a duras penas aprobaba sus asignaturas, aparecía en cambio en todas las obras que se representaban en el campus. Emily comprendió por primera vez por qué llamaban «estrellas» a los actores. Siempre que Leon salía a escena se producía algo deslumbrante. Era un chico nervudo, carilargo y melancólico, de ojos gachos y con una boca que, surcada a ambos lados por dos semicírculos, ya comenzaba a estar como entre paréntesis. Tenía un aire amargo que inquietaba a la gente. Pero en escena todo esto le proporcionaba una especie de fuerza y de intensidad. Se concentraba tanto y afrontaba sus personajes con tanta penetración que, por comparación, todos los demás parecían de palo. Su voz (un poco triste en la vida real) parecía más sonora que las otras. Se aferraba a las palabras con cariño y hacía que brotaran tras una breve pausa, como burlándose del público. Su papel, más que memorizado, parecía improvisado.
Emily pensó que Leon era maravilloso. Nunca había conocido a nadie así. Ella procedía de una familia vulgar y corriente, su infancia había sido normal (la de él fue terrible). Empezaron a estar juntos todo el tiempo; se pasaban la tarde en la cantina bebiendo una sola Pepsi, estudiaban en la biblioteca con las piernas enlazadas por debajo de la mesa. Emily era demasiado vergonzosa para actuar junto a él, pero poseía habilidad manual y trabajaba como escenógrafa. Clavaba plataformas, escalones y balcones, pintaba frondosos bosques sobre lonas que, en la obra siguiente, transformaba en un empapelado floreado y en revestimientos color caoba. Mientras tanto, parecía que incluso aquel pequeño vínculo con el teatro hacía más dramática su vida. Hubo escenas con los padres de Leon, en las que ella fue una observadora cohibida… largas peroratas del padre, un banquero de Richmond, mientras la madre se secaba los ojos y sonreía educadamente a intervalos. Era evidente que la universidad les había notificado que las notas de Leon eran más bajas de lo normal. Si no las mejoraba, lo expulsarían. Casi todos los domingos los padres hacían el camino desde Richmond, sólo para sentarse en la abarrotada y oscura sala de visitas del colegio mayor y preguntarle a su hijo a qué clase de profesión aspiraba con semejante promedio en las notas. Emily hubiera preferido no participar en esas reuniones, pero Leon quería que se quedara. Al principio los padres eran amables con ella, pero luego cada vez menos. No podía ser por algo que hubiera hecho, quizá fuera por lo que no hacía. Era muy reservada, ante ellos siempre se quedaba callada. Provenía de un viejo linaje cuáquero y, según había dicho, tenía tendencia a sentirse más cómoda de lo habitual frente a los silencios prolongados. A veces pensaba que todo iba estupendamente, cuando en realidad los demás procuraban encontrar con desesperación algo de que hablar. Pero Emily se esforzaba mucho en ser sociable. Cuando sabía que ellos iban a ir, se pintaba los labios, se ponía medias y, de antemano, preparaba temas neutrales. Mientras Leon y su padre se increpaban mutuamente, ella buscaba en su archivo mental algún tema para distraerlos.
—En clase ahora estamos leyendo a Tolstoi —le dijo un domingo de abril a la madre de Leon—. ¿Le gusta Tolstoi?
—Sí, claro, tenemos una edición en piel —contestó la señora Meredith, llevándose con delicadeza un pañuelo a la nariz.
—Quizá Leon debería estudiar literatura rusa —continuó Emily—. También leemos obras de teatro.
—Primero que apruebe algo en su maldito propio idioma —dijo su padre.
—Sí, claro, pero también es en inglés.
—¿Y de qué serviría? —preguntó el señor Meredith—. Creo que su lengua materna es el mongol exterior.
Mientras tanto, Leon, de pie junto a la ventana, les daba la espalda. Emily se enternecía al ver su pelo enmarañado y la actitud desesperada, pero al mismo tiempo no podía evitar preguntarse cómo se había metido en aquello. En realidad sus padres no pertenecían al tipo de personas que acostumbran a hacer escenas. El señor Meredith era una especie de sólido hombre de negocios. La señora Meredith eran tan solemne y controlada que resultaba extraordinario que hubiera tenido la previsión de llevar un pañuelo. Sin embargo, todas las semanas algo salía mal. Leon tenía una forma tan inesperada de lanzarse al combate. Ella no conocía a nadie tan dispuesto a pelear. Era como si un vuelco mental, que Emily no conseguía seguir, le hiciera propinar, en pleno ataque de rabia, un manotazo, cuando un minuto antes se mostraba perfectamente tranquilo y razonable. Les echaba en cara a sus padres sus propias palabras. Daba puñetazos en su propia palma. La situación era demasiado tensa, pensaba Emily. Se volvió hacia la señora Meredith otra vez:
—Ahora estamos leyendo Ana Karenina —dijo.
—Todo eso son cosas comunistas —dijo el señor Meredith.
—¿Son… qué?
—Seguro, agricultura de tractores, unión de los trabajadores, asesinatos del zar y de Anastasia…
—Bueno, yo no… Creo que todo eso pasó un poco después.
—¿Qué sucede? ¿Eres una de esas estudiantes izquierdistas?
—No, pero no creo que Tolstoi viviera tanto.
—Claro que sí —dijo el señor Meredith—. ¿Dónde crees que estaría tu amigo Lenin de no haber sido por Tolstoi?
—¿Lenin?
—¿No lo crees? Mira, muchacha —dijo el señor Meredith inclinándose muy serio hacia ella y entrelazando sus manos. (Así debía de sentarse en el banco, pensó Emily, para explicarle a algún granjero por qué no podían concederle un crédito para su cosecha de tabaco.)— En cuanto Lenin se abrió camino, a la primera persona a quien llamó fue a Tolstoi. Tolstoi esto, Tolstoi lo otro… Cada vez que necesitaba propaganda escrita, decía: «Pídansela a Tolstoi. Pregunten a Leon.» ¡Vaya, sin duda! ¿No te lo enseñaron en la escuela?
—Pero…, yo creía que Tolstoi había muerto en mil novecientos…
—Cuarenta —dijo el señor Meredith.
—¿Cuarenta?
—Yo estaba en el último año de universidad.
—Ah.
—¡Y Stalin! —dijo el señor Meredith—. ¡Eso sí que era un equipo! Tolstoi y Stalin.
Leon se volvió repentinamente y abandonó la habitación. Le oyeron subir la escalera y dirigirse a los dormitorios. Emily y la señora Meredith se miraron.
—Si quieres mi opinión personal —continuó el señor Meredith—, Tolstoi era una molestia para Stalin. Mira, no podía destituirlo; por entonces ya era muy conocido, pero al mismo tiempo un poco conservador. ¿Sabías que era un hombre acomodado, dueño de un buen pedazo de tierra?
—Es verdad, tenía tierras —dijo Emily.
—Como puedes suponer, sería una persona un tanto difícil de manejar.
—Claro, sí…
—«En realidad», les dijo Stalin a sus partidarios, «es un viejo. Un viejo que chochea y con tierras.»
Emily asintió con la boca entreabierta.
Leon bajó las escaleras y entró en la sala con una enciclopedia abierta entre las manos.
—Tolstoi, Lev —leyó en voz alta—, 1828-1910.
Hubo un silencio.
—Nació en mil ochocientos veintiocho y murió en mil novecientos…
—De acuerdo —dijo el señor Meredith—. Pero ¿qué tiene que ver con nosotros? No trates de cambiar de tema, Leon. Estábamos hablando de tus notas, tus horrendas notas, y esa maldita ridiculez de ser actor.
—Lo de ser actor me lo tomo muy en serio —dijo Leon.
—¡En serio! ¿Te tomas en serio el ser actor?
—No puedes obligarme a que lo deje. Tengo veintiún años, conozco mis derechos.
—No me digas lo que puedo y lo que no puedo hacer —dijo el señor Meredith—. Te lo advierto, Leon: si te niegas, te saco de la universidad. No pienso pagar la matrícula del curso que viene.
—¡Burt! —dijo la señora Meredith—. ¡No podemos hacer eso! ¡Lo reclutarán!
—El ejército es lo mejor que le puede pasar a este chico —dijo el señor Meredith.
—¡No puedes!
—Ah, ¿no puedo? —dijo volviéndose hacia Leon—. Hoy te vienes conmigo, a no ser que firmes una declaración notarial comprometiéndote a abandonar toda actividad extraacadémica: teatro, novias…
Agitó en dirección a Emily una mano rosada, de piel tirante.
—Ni hablar —dijo Leon.
—Empieza a hacer el equipaje, entonces.
—¡Burt! —gritó la señora Meredith.
—Con mucho gusto —dijo Leon—, me iré esta misma tarde, pero no a casa. Ni ahora ni nunca.
—¡Mira lo que has hecho! —dijo la señora Meredith a su esposo.
Leon salió de la habitación. A través de las ventanas de la sala, de vidrios pequeños y rugosos, Emily vio su anguloso perfil dislocarse repetidamente, separarse y volver a unirse, mientras cruzaba el patio. Ella se quedó junto a los padres de Leon, sumidos en el silencio. Tuvo la sensación de que era uno de ellos, de que pasaría el resto de su vida en salas de visita recargadas de tapices; una personilla seca y aburrida.
—Con perdón —dijo, levantándose.
Cruzó la sala, salió y cerró suavemente la puerta a sus espaldas. Luego se precipitó en busca de Leon.
Lo encontró junto a la fuente, frente a la biblioteca, tirando con indolencia piedrecitas al agua. Cuando llegó a su lado, casi sin aliento, y le tocó el brazo, Leon ni la miró. Bajo la luz del sol, su rostro tenía un resplandor oliváceo que a Emily le pareció hermoso. Sus ojos, de largas y espesas pestañas, parecían llenos de maquinaciones. Emily pensaba que nunca encontraría a nadie tan decidido. Hasta sus rasgos físicos resaltaban con más fuerza que los de los demás.
—¿Leon? —preguntó—. ¿Qué vas a hacer?
—Irme a Nueva York —respondió él, como si lo tuviera planeado hacía meses.
Emily siempre había soñado con visitar Nueva York. Le apretó el brazo, pero Leon no la invitó a ir con él.
Para escapar de sus padres, en caso de que lo buscaran, fueron a un oscuro restaurante italiano próximo al campus. Leon continuó hablando de Nueva York; quizá encontrase algo para la temporada de verano, dijo, o con un poco de suerte un papelito en Off-Broadway. Siempre decía «yo» en lugar de «nosotros». Emily empezaba a desesperar. Deseaba encontrar alguna grieta en su rostro que, en la penumbra del restaurante, brillaba con luz propia.
—Hazme un favor —dijo Leon—. Ve a mi habitación y recoge mis cosas, sólo lo imprescindible. Temo que papá y mamá estén allí esperándome.
—De acuerdo.
—Y trae el talonario de cheques del cajón de arriba de la cómoda. Necesitaré dinero.
—Leon, yo tengo ochenta y siete dólares.
—Guárdalos.
—Es lo que me queda del dinero que me dio tía Mercer para gastos. No los necesito.
—Por favor, deja ya de fastidiarme —dijo él, y añadió—: disculpa.
—Está bien.
Regresaron al campus y, mientras él la esperaba junto a la fuente, Emily subió al dormitorio. Los padres no estaban en la sala. Los sillones en que habían estado sentados se hallaban vacíos, el tapizado susurraba conforme, poco a poco, se inflaba, haciendo desaparecer los huecos que habían dejado.
Emily subió la escalera que llevaba a los dormitorios, donde había estado muy pocas veces. Las chicas no tenían prohibida la entrada, pero raramente iban; el lugar tenía algo de primitivo. En el corredor, dos chicos jugaban con una pelota de béisbol; se detuvieron de mala gana y, en cuanto ella hubo pasado, volvió a oír a sus espaldas el ruido de la pelota. Llamó a la puerta del cuarto 241.
—¿Sí? —dijo el compañero de habitación de Leon.
—Soy Emily Cathcart. ¿Puedo entrar a recoger algunas cosas de Leon?
—Claro.
Estaba sentado ante el escritorio, inclinado hacia atrás, sin hacer aparentemente nada más que tirar clips con una goma elástica. (¿Cómo podría amar a otro después de Leon?) Los clips golpeaban contra el tablero y luego, con un tintineo, entraban en la papelera metálica que había debajo.
—¿Dónde está su maleta? —preguntó Emily.
—Debajo de aquella cama.
La sacó. Estaba cubierta de polvo.
—¿Meredith se va? —preguntó el chico.
—Se va a Nueva York. No se lo digas a sus padres.
—¿Nueva York? Ah —dijo el compañero, sin mucho interés.
Emily empezó a sacar del armario contiguo a la cama la ropa que le había visto usar con más frecuencia: camisas blancas, pantalones color caqui, una chaqueta de pana con la que ella sabía que estaba encariñado. Todas las prendas, almidonadas y limpias, olían a él. Le gustaba el largo de sus pantalones, si ella se los pusiera se perdería dentro.
—¿Tú te vas con él? —le preguntó el compañero de Leon.
—No creo que él quiera —dijo Emily.
Otro clip se estrelló contra el tablero.
—Si me lo pidiera, me iría. Pero no lo ha hecho —continuó.
—Claro, tienes que pensar en los exámenes. Sacar por lo menos algunos notables y sobresalientes.
—Me iría sin pensarlo —dijo ella.
—Supongo que el tío querrá viajar sin trabas.
—¿Es éste su escritorio?
El chico asintió y la silla volvió de un golpe a su posición.
—¿Crees que tendría tu foto sobre mi escritorio? —dijo—. Sin ánimo de ofender, por supuesto.
Emily echó una mirada al retrato, su regalo de Navidad a Leon. Estaba detrás de un despertador, en el marco de cartón de bordes ondulados suministrado por el estudio. Esperaba que la persona de la foto apenas se pareciera a ella. Emily detestaba sentirse consciente de su aspecto físico. La mayor parte de las veces daba un repaso a su cuerpo sin prestarle demasiada atención, y verse forzada a sentarse en la banqueta de un piano con la cabeza ladeada con afectación, sintiéndose obligada a pensar en su piel y en sus pálidas pestañas, que tenían la costumbre de desaparecer en las fotografías, no le había resultado una experiencia agradable. «Sonría», le había dicho el fotógrafo, «no está ante un pelotón de fusilamiento.» Y ella había sonreído rápida y nerviosamente, estirando los labios en una mueca artificial. Nada más agacharse el hombre detrás de la cámara, la sonrisa había desaparecido de forma instantánea. En el retrato había salido seria, con los ojos entornados, velados de preocupación, y los labios ligeramente fruncidos como los de su tía solterona.
No metió la foto en la maleta. Cuando regresó a la fuente para reunirse con Leon, llevaba dos maletas: la de él y la suya.
—No me importa lo que digas —le anticipó desde lejos; estaba tan ansiosa que no podía esperar. Jadeaba y se bamboleaba entre las dos maletas—. Voy contigo. ¡No puedes dejarme aquí!
—¿Emily?
—Creo que deberíamos casarnos. Vivir en pecado no sería correcto; pero, si eso es lo que prefieres, también estoy dispuesta. No eres el dueño de Nueva York, así que es inútil que digas nada. Pienso subir al autobús y sentarme detrás de ti. Le diré al taxista: «¡Siga a ese taxi!», y al recepcionista del hotel: «Deme una habitación junto a la de él, por favor.»
Leon se rió. Emily comprendió que había ganado la partida. Dejó las maletas y se quedó de pie, mirándole a la cara, sin sonreír. De hecho, le había ganado con una deliberada y calculada valentía que en realidad no poseía y, al ver lo fácil que había sido embaucarle, se alarmó. Pudiera ser que no lo hubiera embaucado, sino que él supiese lo que el público esperaba: cuando una chica te persigue con su maleta y se comporta escandalosamente hay que reírse, alzar las manos y rendirse. La risa no era, sin embargo, su mejor expresión: le daba un aspecto más dislocado y desigual que nunca. Había algo asimétrico en su rostro.
—Emily —le dijo—, ¿qué voy a hacer contigo?
—No lo sé —contestó ella.
Ya empezaba ella misma a preocuparse por eso.
Al anochecer viajaban camino de Nueva York en un autocar Greyhound. A la tarde siguiente se hallaban instalados (más bien acampados) en una habitación amueblada con un fregadero en un rincón y el retrete en el vestíbulo. Se casaron el martes, lo más aprisa que permitía la ley. La ceremonia de sacar el carnet de conducir, pensó Emily, había sido más solemne. La boda no causó en su vida el impacto que esperaba.
Emily encontró trabajo de camarera en un restaurante polaco. Leon —sólo de momento— limpiaba un teatro después de la función. Al atardecer vagaba por los cafés para escuchar recitales de actores y poetas. Cuando Emily no tenía que trabajar, la llevaba consigo. «¿No son malísimos?», le preguntaba. «Yo puedo hacerlo mejor.» Emily pensaba lo mismo. Una vez oyeron un monólogo tan malo que se levantaron para irse. El actor se detuvo a mitad de una línea para decirles: «¡Eh, vosotros! No os olvidéis de dejar algún dinero en la taza.» Emily lo habría hecho, habría hecho cualquier cosa con tal de evitar una escena, pero Leon empezó a enfadarse. Notó que, al tiempo que parecía aumentar de tamaño, contenía la respiración. A aquellas alturas ya sabía hasta dónde podía arrastrarlo la ira. Levantó la mano para cogerle el codo, pero en realidad no llegó a tocarlo. Nunca había que tocar a Leon cuando empezaba a montar en cólera. Al cabo de un instante, él soltó el aire y dejó que ella se lo llevara, mientras el actor seguía gritando a sus espaldas.
El verano resultó muy caluroso, plagado de tormentas y de negras nubes de bochorno. Mientras ellos estaban continuamente a punto de quedarse sin un céntimo, el calor de la habitación parecía algo vivo. Por primera vez en su vida, Emily vio lo importante que era el dinero. Sentía que, al pasar entre gente rica, tenía que respirar poco, guardar sus energías, caminar de forma contenida y discreta. Empezaron las discusiones por el dinero. Él era más extravagante, derrochador, decía ella. Él afirmaba que ella era avara.
En julio, Emily tuvo una falta y pensó que quizás estaba embarazada. Se sintió atrapada y horrorizada; no se atrevía a decírselo a Leon. Cuando al final se enteró de que había sido una falsa alarma, tampoco pudo compartir su alivio con él. Se guardó esta experiencia para sí y siguió analizándola, tratando de comprenderla. Si no podía contarle una cosa así a su marido, ¿qué clase de matrimonio era aquél? Pero Leon hubiera montado en cólera para luego hundirse en sí mismo, como el pan con demasiada levadura. Le habría dicho que casarse había sido idea suya y que era ella la que siempre machacaba sobre lo que no podían permitirse. Emily se imaginó tan claramente la escena, que casi creyó haberla vivido. Quedó resentida contra él. A veces, cuando recordaba lo mal que él se había portado, se le llenaban los ojos de lágrimas. ¡Pero él no se había portado mal! ¡No le había dado ninguna oportunidad! (habría dicho él). De un modo u otro, ella continuaba echándole la culpa. Acudió a un centro de planificación familiar y dijo que, si se quedaba en estado, su marido la mataría. Naturalmente, lo dijo en sentido figurado, pero, debido a la forma en que la miró la asistenta social, dedujo que en aquel barrio una nunca podía estar segura del todo. La mujer le miró los brazos y le preguntó si tenía algún otro problema. Emily hubiera querido hablarle de su aislamiento, explicarle cómo había mantenido en secreto frente a su propio marido el miedo al embarazo, pero sabía que no era un problema lo bastante grave. En aquel barrio a veces mataban a las mujeres. (Se dio cuenta de lo frívola que debía de parecerle a la asistenta social; llevaba el body y la falda acampanada de Danza Moderna I.) En aquel barrio, los maridos pegaban y maltrataban a sus mujeres. El suyo, en cambio, sería incapaz de ponerle la mano encima. Estaba segura. Se sentía rodeada por un círculo de inmunidad.
Ella, personalmente, no era persona con tendencia a enfadarse. Como mucho tenía algún que otro ataque de resentimiento retardado. En especial cuando, antes de que se diera cuenta, ocurría algo a lo que en realidad debería haberse opuesto.
Si hubiera sido una persona de mal genio, quizá hubiera sabido qué hilos mover para calmar a Leon. Pero tal como iban las cosas, sólo podía ser una espectadora pasiva. Tenía que recordarse a sí misma: «Él podrá hacer daño a otros, pero a mí nunca me ha puesto un dedo encima»; cosa que le producía un hormigueo de placer. «A veces se pone como loco», le dijo a la asistenta social, «pero es incapaz de tocarme un pelo.» Después se alisó la falda y se quedó mirando sus blancas y exangües manos.
En agosto, Leon conoció a cuatro actores que estaban formando un grupo de teatro improvisado llamado Off the Cuff. Uno de ellos tenía una camioneta y planeaban bajar por la costa este. («Es muy difícil situarse en Nueva York», decía Paula, una de las chicas.) Leon se unió a ellos. Desde el principio se convirtió en un miembro clave. Emily pensaba que de otro modo no le hubieran dejado entrar, con esa esposa inútil, que temblaba en público y además ocupaba espacio en la camioneta. «Al menos puedo hacer los decorados», les dijo ella; pero, al parecer, no usaban. Actuaban en escenarios desnudos. Tenían pensado presentarse ante el público de night club y pedirles sugerencias sobre las que improvisar. La sola idea aterrorizaba a Emily, pero Leon decía que era la mejor forma de practicar que podía esperarse. Ensayaba con ellos en el apartamento de Barry May, el dueño de la camioneta. Por supuesto que no era un verdadero ensayo, pero por lo menos practicaban cómo trabajar en grupo, intercambiaban gestos y se replicaban con rapidez los unos a los otros, hasta que llegaban a una especie de final. Planeaban hacerlo en tono de comedia; no se puede esperar mucho más, decían, de un night club. Basaban el espectáculo en situaciones que ponían nerviosa a Emily —la pérdida de un equipaje, un dentista enloquecido—, y ella, mientras miraba la función, fruncía ligeramente el entrecejo, gesto éste que nunca la abandonaba, ni tan siquiera cuando reía. En realidad, era terrible perder el equipaje. (Le había sucedido una vez y, hasta que lo recuperaron, estuvo toda la noche acostada sin dormir.) Además, imaginar a un dentista que se volvía loco era demasiado fácil. Emily se mordisqueaba los nudillos, mientras veía a Leon ocupar el escenario con sus ademanes abiertos y tajantes y con el balanceo de sus caderas al andar. En una escena hacía de marido de Paula, en otra era su prometido. La besaba en los labios. Se trataba sólo de una actuación, pero quién sabe, a veces uno actúa como una persona muy distinta y luego se convierte en esa persona. Era posible, ¿no?
Comenzaron la gira en septiembre. Salieron de Nueva York en la camioneta, con todos sus bienes terrenales amontonados en el techo, incluidas las dos maletas repletas de Leon y de Emily y la cafetera plateada que tía Mercer les había enviado como regalo de boda. Primero se dirigieron a Filadelfia, donde Barry conocía a un chico cuyo tío tenía un bar. Durante tres noches representaron sus parodias ante un público que no paró de hablar ni una sola vez. Tuvieron que aceptar las sugerencias de Emily, a quien, por si acaso, habían plantado en un taburete con algunas ideas preparadas. Luego siguieron hasta Haightsville, al sur de Filadelfia. Creían tener un contacto, pero éste no funcionó y terminaron en una taberna llamada Club Bridas, decorada como un establo. Emily tuvo la sensación de que la mayoría de los clientes estaban casados con personas que aguardaban en casa. Era un grupo de gente de mediana edad: hombres regordetes y trajeados y rubias teñidas, con mucha laca en el pelo y con vestidos una talla más pequeños. Esta gente también hablaba durante la representación, pero propuso algunas ideas. Un hombre pidió una escena en la que una adolescente comunicara a sus padres que dejaba la escuela para convertirse en bailarina exótica. Una mujer propuso que un matrimonio se peleara porque la esposa intentaba introducir nuevos manjares en la alimentación de su marido. Ambas sugerencias causaron murmullos jocosos en todo el local y el grupo las convirtió en escenas bastante divertidas; pero Emily no pudo menos de pensar que eran cosas reales. El hombre tenía el lastimoso aspecto de desolación de un padre fracasado; la mujer era tan increíblemente alegre que muy bien pudiera acabar de escaparse de un marido insulso. Emily percibía que el público no hacía sino transmitir su dolor. Hasta las risas, surgidas de aquellos hombres rubicundos de caras rellenas y de aquellas mujeres que resistían con valentía el peso de sus elevados peinados, parecían dolientes. Para la tercera parodia, un hombre propuso lo siguiente: la mujer de un bebedor, que puede beber o no y dejar la bebida cuando quiera, suponiendo que quiera alguna vez, empieza a pensar que su marido es en realidad un alcohólico.
—Haced como si la mujer estuviera cada vez más obsesionada —dijo—, tanto que a la que puede echa agua en el Jack Daniel’s, llama al médico y a Alcohólicos Anónimos. Cuando él le pide una copa ella le trae un ginger ale con una cucharadita de extracto de brandy McCormick dentro. Cuando él quiere salir a divertirse con sus amigos, ella le dice…
—¡Por favor! —dijo Barry, levantando una mano—. ¡Deje algo para nosotros!
Todo el mundo rió, menos Emily.
Tenían que actuar tres noches en el Club Bridas, pero a la segunda Emily no fue. En cambio, se dedicó a pasear por la ciudad hasta casi las diez de la noche, mirando los apagados escaparates de la Tienda de Ropa de Kresge & Lynne y de El Mundo de Knitter. De vez en cuando pasaban a toda prisa coches llenos de adolescentes que le tocaban el claxon, pero que Emily ignoraba. Se sentía mucho mayor que ellos, le sorprendía no ser invisible a sus ojos.
En un drugstore, único sitio abierto, compró un neceser completo para viaje, con botes y botellas de plástico y un tubo pequeño de Pepsodent. A aquellas alturas, Leon y ella estaban casi sin un céntimo. Tenían que dormir separados: las tres mujeres en el albergue y los hombres en la camioneta. Lo último que podían permitirse era un neceser de cuatro dólares con noventa y ocho. Regresó deprisa a su cuarto, se sentía culpable y satisfecha. Se puso a reacomodar sus efectos personales: vertió cuidadosamente la loción para las manos en una de las botellas, metió su plateado cepillo para el pelo en la anilla de plástico. En realidad, Emily no usaba muchos cosméticos, así que el neceser ocupaba más espacio que las cosas sueltas. Había sido una equivocación y ni siquiera podía pedir que le devolvieran el dinero porque había usado los frascos. Empezaba a estar harta. Revisó toda su maleta y empezó a tirar cosas: las blusas blancas de la escuela, los tejanos, toda la ropa interior. (Si sólo usaba bodys, no necesitaba ropa interior.) Cuando hubo acabado, sólo quedaban dos faldas acampanadas y dos bodys de repuesto, un camisón y el neceser. La pequeña papelera de cartón contigua a la cama quedó repleta de cosas «superfluas» arrugadas, ordinarias y transparentes.
La tercera aparición en el Club Bridas fue cancelada en beneficio de la novia del primo del dueño, una cantante de canciones melódicas.
—No sabía que todavía existieran cosas así —le dijo Leon a Emily.
Parecía deprimido. Le comentó que no estaba seguro de que aquella experiencia fuera tan valiosa como había creído, pero Barry May, más o menos el jefe del grupo, se negó a abandonar. Quería probar Baltimore, que estaba lleno de bares, dijo. Además, la madre de uno de los integrantes del grupo, Victor Apple, vivía allí, por lo que tendrían alojamiento gratis.
En cuanto llegaron, Emily supo que Baltimore no funcionaría. Aunque condujeron kilómetros y kilómetros por dentro de la ciudad (Victor se las arreglaba para perderse siempre), ésta no dejaba de parecerle estrecha y asfixiante: todas aquellas manzanas de casas tristes, algunas no más anchas que una habitación; todos aquellos callejones con llantas viejas, botellas y somiers tirados; todos aquellos hombres desesperanzados, inútiles, hundidos en la bebida. Sin embargo, enseguida se encariñó con la madre de Victor. La señora Apple era una mujer alta, alegre y desgarbada, de pelo corto y canoso y rostro fuerte. Era la propietaria de una tienda llamada ARTESANÍAS DIVERSAS, así como del edificio que la albergaba y en el que vivían diversos artesanos, algunos de los cuales pagaban un alquiler simbólico hasta que consiguieran abrirse camino. Al grupo de actores le cedió un apartamento en el tercer piso, sin muebles, destartalado, pero limpio. Estaba dividido por un oscuro pasillo: una sala y un dormitorio a un lado, y la cocina y el segundo dormitorio, al otro. Al final del pasillo había un cuarto de baño antiguo, con una ventana pegada al edificio vecino, construido hacía mucho tiempo. Lo único que se veía era un cuadrado de ladrillos huecos. A Emily, por alguna razón, esta vista le producía bienestar. Era el único paisaje que, últimamente, la había hecho sentirse segura.
Ahora le parecía que acomodarse a nuevos lugares iba desgastando a las personas a trozos. Grandes fragmentos de sí misma se habían desprendido y quedado atrás en Nueva York, Filadelfia, Haightsville; en cualquier lugar donde ella hubiera colocado, con cuidado, el peine y el cepillo plateado de su madre sobre una cómoda ajena y despintada y donde hubiera simulado cierta familiaridad con las paredes desconchadas y el alto techo agrietado de otra persona. No podía evitar seguir a la señora Apple por todas partes. Quitaba el polvo de las tallas de madera y de los muebles hechos a mano de la tienda de abajo, aprendió a utilizar la caja registradora y, cuando había mucho ajetreo, atendía a los clientes. No lo hacía por dinero, sino por el aroma fresco de la madera nueva, de las telas recién tejidas, y por la espontánea y animada amistad de la señora Apple.
Emily y Leon dormían en dos sacos de dormir en el cuarto de delante. Barry, Paula y Janice, transversalmente los tres en el cuarto del fondo. (Emily había renunciado a intentar comprender aquello.) Victor esparcía su maraña de mantas en un rincón de la sala. Durante el día, Barry buscaba trabajo, mientras los otros se quedaban en casa y jugaban a las cartas. Ya no ensayaban las parodias, ni siquiera las mencionaban. Pero a veces, viéndoles jugar al póker, Emily tenía la sensación de que para aquella gente todo era una representación. Cuando perdían, gruñían y se tiraban del pelo; cuando ganaban, saltaban, arrojaban sus cartas al techo y tocaban una imaginaria trompeta, «¡ta ta ta!», haciendo una reverencia. Sus vocales eran más pronunciadas que las de la mayoría de la gente y no paraban de enfatizar. A veces había que hablar así para hacerse oír por encima del alboroto. Emily se veía cambiada. Se oía hablar con mayor dureza, arrastrando las palabras. En una ocasión se vio inesperadamente en un espejo: su carita afilada, pálida como la de un fantasma, pero con un brazo extendido en un gesto grandilocuente, como si estuviera sobre un escenario con capa y chambergo. Se detuvo a mitad de la frase y volvió a encogerlo.
Los bares de Baltimore no pertenecían al tipo de locales interesados en actuaciones. Eran bares para beber, decía Barry, aquella era una ciudad de mucho alcohol. En uno había tenido que pasar por encima de un cuerpo caído ante la puerta, inconsciente o muerto, y no le pareció muy útil pedir trabajo allí. Pasó una semana y luego otra. Vivían a base de una marca barata de atún en escabeche y la señora Apple había dejado de invitarles a cenar con tanta frecuencia como antes. Por alguna razón, la caja de pinturas de teatro se rompió y los tubos de maquillaje rosa pálido, color carne, rodaron por los rincones como barras de tiza abultadas y se quedaron allí, inundando la casa de un florido olor a dama anciana. Janice y Paula dejaron de hablarse, y Janice trasladó su saco de dormir a la cocina.
Barry encontró trabajo, pero sólo para él. Un amigo de un amigo montaba una obra propia. Cuando lo anunció, Emily no estaba; ayudaba en la tienda de Artesanías Diversas. Lo único que supo fue que, cuando regresó, Barry guardaba sus cosas en la mochila y tenía el labio inferior hinchado. Leon se había marchado. Los demás, sentados en el suelo, le observaban enrollar sus tejanos con manos temblorosas.
—Ese marido tuyo es un demente —le dijo a Emily. Le temblaba hasta la voz.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella, y los demás se pusieron a hablar todos a la vez.
No era culpa de Barry, dijeron. En este mundo, uno tenía que cuidarse primero de sí mismo; ¿qué esperaba Leon? Emily nunca llegó a aclarar todos los pormenores, pero captó lo esencial. Lo que la sorprendía era lo poco que le preocupaba todo el asunto. Incluso había algo agradable en la herida del labio de Barry. La piel se había abierto en lo más abultado de la hinchazón; le recordó una ciruela muy madura.
—Bueno —dijo—, supongo que todo será para bien.
—Recuerda bien mis palabras —le dijo gravemente Barry—, vives con un hombre peligroso. No sé cómo no estás asustada.
—A mí nunca me haría daño —respondió Emily.
No entendía por qué Barry se lo tomaba tan a pecho. ¿Acaso no era algo que ocurría a menudo en la vida de aquella gente? (Dramas, actitudes extravagantes.) Se quitó del cabello algunas horquillas y se colocó las trenzas más arriba. Los demás la miraban. Emily se sentía ligera y despreocupada.
Janice y Paula regresaron a Nueva York. Janice pensaba aceptar una vieja proposición de matrimonio. «Espero que la oferta todavía siga en pie», dijo. Emily no tenía ni idea de lo que iba a hacer Paula, tampoco le importaba. Estaba cansada de vivir en grupo. Se llevó bien con ellas hasta el final y les dijo adiós educadamente, pero por dentro le irritaba cada palabra que pronunciaban.
Quedaba Victor. Victor no estaba tan mal, tenía sólo diecisiete años y parecía aún más joven. Era un chico delgado, cerrado y tímido, con una sombra de bigote que Emily ansiaba afeitarle. Una vez que los demás se hubieron marchado, él trasladó sus mantas al cuarto del fondo. Aparecía a la hora de las comidas, vergonzoso y esperanzado. Era un poco como tener un hijo, pensaba Emily.
Dado que no tenía ni un céntimo, Emily empezó a trabajar como ayudante de Artesanías Diversas. Leon encontró un empleo de media jornada en una gasolinera Texaco. Victor sencillamente le pedía dinero prestado a la señora Apple y ella se lo dejaba aunque acompañado de un sermón. Quería que él volviera a la escuela o que, por lo menos, se presentara a los exámenes libres. Lo amenazaba con enviarlo a vivir con su padre, al que Emily siempre había supuesto muerto. Después de aquellos sermones, Victor deambulaba por el apartamento dando patadas a los zócalos. Emily se compadecía de él, pero pensaba que la señora Apple tenía algo de razón. No podía entender cómo las cosas habían llegado a aquel punto. Todos parecían vivir unas vidas amorfas, sin firmeza.
—Si lo piensas, en primer lugar es asombroso que tu madre te dejara ir a Nueva York —le dijo a Victor—. La verdad, es una mujer muy… sorprendente.
—Sí, para ti —dijo Victor—. Las madres de los demás siempre nos parecen muy agradables, pero vistas de cerca son intransigentes, avaras y carecen de sentido del humor.
Por entonces la señora Apple le fue a Emily con una idea. (Probablemente pensó que, si se la sugería a Victor, éste la rechazaría de modo automático.) Si tan encaprichados estaban con el teatro, dijo, ¿por qué no daban funciones para niños en las fiestas de cumpleaños? Podían poner un anuncio en el periódico, instalarse un teléfono, usar su máquina de coser Singer y hacer algunos trajes para empezar. Las madres podrían llamar y pedir Caperucita Roja o Rapunzel. (Emily sería una Rapunzel encantadora con su larga melena rubia.) Seguro que estarían encantadas de pagarles bien, ya que las fiestas de cumpleaños eran un engorro.
Emily comunicó la idea, porque pensó que era algo con lo que ella se atrevía. Frente a unos chiquillos, por lo menos no se quedaría helada. Victor estuvo enseguida de acuerdo, pero Leon dudaba.
—¿Nosotros tres solos? —preguntó.
—Podemos cambiarnos de ropa muchas veces y, si de verdad necesitamos más personajes, por aquí siempre hay gente.
—Mi madre puede hacer de bruja —dijo Victor.
—Pues, no sé —dijo Leon—. Si quieres que te diga la verdad, a mí eso ni siquiera me parece teatro.
—Ay, Leon.
Emily renunció al tema durante unos días. Observaba cómo Leon lo pensaba. Regresaba de la gasolinera con las manos negras y manchaba los tiradores de las puertas y los interruptores de la luz. Incluso después de lavarse, las líneas de la piel y el borde de las uñas seguían negros. En la cocina, mientras esperaba el atún, se ponía las manos sobre las rodillas y las estudiaba, las giraba y volvía a estudiarlas.
—Supongo que esas obras para niños serán un recurso temporal —dijo por fin.
Emily no contestó.
—Probar una vez no nos hará daño, sólo para no quedarnos atascados donde estamos —añadió Leon.
Durante todo aquel tiempo, Emily y Victor habían ido trazando un plan: tan seguros estaban de que Leon cambiaría de idea. Ya habían pedido un teléfono para la cocina; lo instalaron al día siguiente de la rendición de Leon. Pusieron anuncios en los periódicos y prepararon un cartel amarillo para colgarlo en Artesanías Diversas. Rapunzel, La Cenicienta, Caperucita Roja, decía el póster. O… pon tú el título. («Siempre y cuando no tenga un elenco de cien personajes», dijo Leon.)
Después se sentaron a esperar. No pasó nada.
Al sexto día llamó una mujer preguntando si hacían funciones de títeres:
—No quiero teatro —dijo—, sino una función de títeres. Mi hija se vuelve loca por los títeres, pero no le gusta el teatro.
—No, lo siento.
—El año pasado vinieron los Títeres de Peter y a la niña le gustaron muchísimo. Cobraron treinta y dos dólares, pero este año creo que se han ido a…
—¿Treinta y dos dólares? —preguntó Emily.
—Cuatro dólares por niño; siete invitados y Melissa. Creo que es un precio razonable, ¿no?
—Sí, demasiado razonable —dijo Emily—. Nosotros por una función de títeres cobramos cinco dólares por niño.
—¡Caramba! —respondió la mujer—. Bueno, creo que podría anular la invitación de los niños Macintosh.
Durante las dos semanas que precedieron a la fiesta, Emily usó la máquina de la señora Apple e hizo una Bella, dos hermanas, un padre y una Bestia que, en realidad, sólo eran unas fundas a modo de guante, de piel sintética y con ojos. Eligió La Bella y la Bestia porque era su cuento favorito. A Victor también le gustaba y a Leon no parecía importarle. Resultaba evidente que, para él, todo aquello no era más que una nueva versión del empleo de Texaco. Cuando su mujer hacía cabriolas ante él con una mano transformada en Bella, apenas levantaba la vista.
Emily preparó el escenario con una caja de cartón y compró tela de gasa negra para el telón de fondo. Ella y Victor hacían el payaso imitando voces de muñecos que hicieran juego con la cara redonda de los títeres. Las dos hermanas cantaban valses a dúo en el antepecho de la ventana de la cocina. Leon tenía un aspecto sombrío. Había calculado que casi todas las ganancias se habían ido ya en material.
—Con esto no nos haremos ricos —dijo.
—Pero piensa en la próxima vez —dijo Emily—, cuando ya estemos equipados.
—Ay, Emily, dejémonos de próximas veces.
El día de la fiesta —una lluviosa tarde de invierno— lo cargaron todo en el coche de la madre de Victor y se dirigieron hacia el norte, hacia la estucada casa de la señora Tibbett, en Homeland. La señora Tibbett los condujo, a través de la sala de estar, hasta una amplia y fría sala de reuniones, donde Leon y Victor prepararon sobre una mesa de ping-pong el teatrito de cartón, mientras Emily desembalaba los polichinelas. Luego, Victor y ella se enfundaron en las manos a las hermanas y empezaron a cuchichear y reír, tratando de que Leon se les uniera. Él haría de Bestia y ni siquiera se la había probado; además, habían tenido que contarle el argumento durante el viaje, ya que afirmaba que el único cuento que conocía era La Cenicienta. Ahora ignoraba los títeres y caminaba intranquilo de un lado a otro. A veces se detenía y levantaba la cortina para mirar el jardín. Es por sus padres, pensó Emily, esta casa se parece mucho a la de ellos. Emily había estado allí una vez, a finales del semestre. La sala era del mismo estilo, rígido y helado, con alfombras claras que parecían no haber sido pisadas en la vida, floreros vacíos, un silencio espeso y sillas de satén rayado en las que, obviamente, los niños no tenían permiso para sentarse. Hasta la señora Tibbett se parecía un poco a la señora Meredith —tan graciosa y aduladora—, con el pelo liso, la boca apretada y, si Leon la hubiera oído, cierto desconsuelo oculto en su voz. Emily se estiró para darle una palmadita en el brazo, pero se detuvo y cerró la mano.
Sonó el timbre, toda una melodía.
—Esto es una maldita catedral —murmuró Leon.
Llegaron los primeros invitados, y Melissa Tibbett, una niña sencilla, de cara delgada, vestida de terciopelo azul, salió a recibirlos. Los niños, les había explicado la señora Tibbett, tenían todos de cinco a seis años recién cumplidos. Eran lo bastante pequeños como para llegar antes de hora con sus ropas de fiesta dispuestas a terminar hechas un guiñapo, pero, por suerte, lo suficientemente mayores como para no agarrarse llorando a los regalos que traían. Emily supervisó la apertura de los paquetes. La señora Tibbett había desaparecido y los dos muchachos consideraron que lo de tratar con los niños era cosa de Emily. Ésta aprendió enseguida los nombres que importaban: el de la revoltosa (Lisa) y el de la tímida que se escondía en los rincones (Jennifer). Luego los instaló frente al teatrito.
Victor hizo de padre y Emily, por turno, hizo a su vez de cada una de las hijas. Oculta detrás del telón de fondo, no sentía el paralizante terror de aparecer en público.
—¿Qué quieres que te traiga, hija? —dijo Victor con voz chillona.
—Tráeme un cofrecillo de perlas, padre —se oyó decir a Emily con voz aflautada.
Leon volvió los ojos hacia el techo.
—¿Qué quieres que te traiga, Bella?
—Sólo una rosa, padre. Una rosa perfecta.
A través de la tela, Emily veía el perfil de los niños. Todos escuchaban, pero por dentro estaban inquietos. Se puso nerviosa. Presentía que todo estaba a punto de echarse a perder. Durante la larga escena del padre solo en el palacio, vio entrar la agitada figura de la señora Tibbett, que se quedó mirando. ¡Qué vergüenza, había venido justo en el peor momento!
—¡Oh! Una mesa con deliciosos manjares para mí —dijo el padre—. ¡Y una cama de oro con sábanas de raso! Me pregunto de quién será.
La señora Tibbett apoyó su peso sobre el otro pie.
Entonces apareció la Bestia. Emily esperaba que gruñera, pero en cambio habló con un profundo y entrecortado gemido que la pilló de sorpresa.
—¿Quién se ha comido mi cena? —preguntó quejumbroso—. ¿Quién ha dormido en mi cama? —(Ay, Dios, Emily confiaba en que no se hubiera confundido con Ricitos de Oro)—. ¡Mi hermosa cama con sábanas de raso para mantener vaporoso mi peinado!
Los niños rieron.
El público. Emily notó que Leon se había dado cuenta. Vio cómo la Bestia alzaba la cabeza desgreñada y miraba a los niños. Ahí estaban sus perfiles, ahora con el cuello estirado.
—¿Sabéis quién ha sido? —les preguntó la Bestia.
—¡Él! —gritaron señalando.
—¿Qué decís?
—¡El padre! ¡Él!
La Bestia se volvió lentamente.
—¡Ajá! —dijo, y el títere del padre se encogió como si la Bestia le hubiera lanzado una vaharada hirviente.
Después de la función, la asistenta repartió pastel y refrescos; pero la mayoría de los niños estaban demasiado ocupados con los muñecos como para comer. Emily les enseñó a mover la boca de la Bestia e hizo que la Bestia le cantara a Melissa Cumpleaños feliz.
—Ah, esto es mucho mejor que el Punch y Judy del año pasado —dijo la señora Tibbett.
—Nosotros no representamos nunca Punch y Judy —respondió Leon, muy serio—, es demasiado grotesco. Nos dedicamos a los cuentos de hadas.
—Hay algo que me intriga —dijo la señora Tibbett.
—¿Qué?
—Pues… la Bestia. No se ha convertido en príncipe.
Leon le echó una mirada a Emily.
—¿Príncipe? —preguntó ésta.
—Vosotros hacéis que ella viva feliz para siempre con la Bestia, y no es así: la Bestia cambia. Ella le dice que lo ama y él se convierte en príncipe.
—Ah —dijo Emily. Ahora lo recordaba. No se explicaba cómo había podido olvidarse—. Bueno…
—Claro, supongo que necesitaríais demasiados muñecos.
—No —dijo Emily—, simplemente hacemos una versión más auténtica.
—Oh, comprendo —respondió la señora Tibbett.
En primavera ya hacían una o dos funciones por semana; primero para los amigos de la señora Tibbett y luego para los amigos de los amigos. (En Baltimore, aparentemente, lo que más contaba era la información boca a boca.) Ganaban bastante dinero, así que empezaron a pagarle el alquiler a la señora Apple y Leon dejó de trabajar en la Texaco. Emily continuaba trabajando en Artesanías Diversas porque le gustaba, pero ahora ganaba otro tanto con los títeres que vendía allí. Gradualmente comenzaron a recibir invitaciones de ferias escolares y de iglesias que recaudaban fondos. Emily tuvo que quedarse toda una noche sentada cosiendo a toda prisa pequeños trajes bíblicos. Una escuela privada los invitó para hacer una función sobre la higiene bucal.
—¿Higiene bucal? —le preguntó Emily a Leon—. ¿Qué se puede decir sobre el tema?
Pero Leon creó un personaje llamado Boca Sucia, un pequeñajo maligno, que se atiborraba de dulces, mojaba el cepillo de dientes con agua para engañar a su madre y saltaba a la cuerda con el hilo dental. A la larga terminaba mal; pero los niños lo adoraban. Otras dos escuelas enviaron invitaciones para la semana siguiente y un dentista infantil muy de moda les dio cincuenta dólares para que hicieran una función un sábado por la mañana para veinte pacientes descarriados y sus madres; los cuales (Emily lo supo más tarde) habían tenido que pagar veinticinco para poder asistir.
El éxito era sobre todo obra de Leon. Cada vez que había función, todavía protestaba; pero, en realidad, desde el principio supo exactamente lo que hacía falta: pequeños personajes dignos y excéntricos (nada de voces chillonas) y una total participación del público. Sus protagonistas siempre perdían cosas y se preguntaban dónde estarían, de modo que los niños se volvían locos tratando de ayudarlos. Nunca se daba cuenta de lo evidente y había que explicárselo. Emily, por su parte, se ocupaba más de los muñecos en sí. Le gustaba diseñarlos, coser y buscar las diferentes partes. Le encantaba el momento en que, generalmente cuando acababa de coserle los ojos, un títere cobraba vida. Pensaba que una vez hecho, éste tenía su propia personalidad, que no podía ser alterada ni ocultada y que era irrepetible. Si sufría un daño irreparable —o lo robaban, cosa que sucedía de vez en cuando—, tenía que fabricar otro que hiciera su papel: le resultaba imposible volver a hacer el mismo.
Era ridículo, decía Leon.
Emily concebía el mundo dividido en dos: los que construyen y los que obran. Ella era de las que construían y Leon de los que obraban. Emily se quedaba en casa y montaba los títeres; Leon les daba vida en el escenario, todo elegancia y acción. Que ella tuviera que poner las voces de las protagonistas era una cuestión puramente fortuita.
Victor no era ni lo uno ni lo otro, quizá fuera ambas cosas, quizás estuviera en algún punto intermedio o… ¿Cuál era el problema con Victor? Para empezar, se había vuelto muy callado y tardaba un rato antes de contestar a cualquier cosa que ella le dijera, como si tuviera que apartar su mente de asuntos más importantes. Daba vueltas taciturno por el piso y miraba a Emily con tristeza mientras se acariciaba la sombra de su bigote. Cuando ella le preguntaba qué le pasaba, él respondía que había nacido en un año equivocado.
—¿Cómo es eso? —le preguntaba. Suponía que había empezado a interesarse por algún tipo de astrología—. ¿Qué diferencia hay entre un año y otro?
—¿A ti no te preocupa?
—¿Por qué va a preocuparme?
Él asintió tragando saliva.
Aquella noche, durante la cena, apartó su plato de judías, se puso en pie y dijo:
—Tengo algo que decir.
Todavía no tenían muebles y Victor comía en el antepecho de la ventana. Se quedó frente a ésta, enmarcado por un atardecer naranja que obligaba a Emily y a Leon, sentados en el suelo, a entornar los ojos. Entrelazó los dedos e hizo que crujieran.
—Nunca he sido una persona rastrera —dijo—. Leon, quiero decirte que estoy enamorado de Emily.
—¿Eh? —dijo Leon.
—No quiero andarme con rodeos, creo que tú no le convienes. Siempre estás enfadado, de mal humor, y ella es tan… que, vamos, no se enfada. Tú crees que sus títeres no valen nada, que son una cosa de estar por casa, algo que te ves forzado a hacer hasta que consigas situarte en lo tuyo: ser actor. Pero, si eres actor, ¿por qué no trabajas? Yo sé por qué: te peleaste con ese tío Bronson, Bramson, o como se llame, cuando fuiste a hacer una prueba. Te has peleado con todo el mundo. No puedes presentarte a una prueba para la obra de Chejov, porque Barry May está allí y les contará a todos cómo eres. Pero a pesar de tu situación, sigues diciendo que eres actor, así que deja ya de desperdiciar tu talento aquí cuando podrías estar haciendo otras cosas. ¿Qué otras cosas?, me pregunto.
Leon había dejado de masticar. Emily sintió que se le encogía el corazón. Victor era más joven que Leon, tan joven y manso que nunca devolvería el golpe. Se lo imaginó encogido contra la ventana, protegiéndose la cara con los brazos; pero ella no sabía cómo intervenir y acabar con aquella escena.
—Sé que soy más joven que Emily —continuó Victor—, pero podría cuidarla mucho mejor. La trataría bien y sabría valorarla. Por si te interesa, me pasaría el día sentado admirándola. Viviríamos una vida real, no como ésta, inclinada ella todo el día sobre la máquina de coser y tú rumiando en algún rincón y sin prestarle atención, refunfuñando por Dios sabe qué… Pues lo diré de una vez: quiero llevarme a Emily.
Leon se volvió y miró a Emily. Ella vio que no estaba enfadado, sino tranquilo y divertido, con una sonrisa tolerante y benévola.
—Bueno, Emily —dijo—, ¿quieres irte con Victor?
Ella se sintió repentinamente desconcertada.
—Gracias, Victor —respondió, apretándole las manos—, es muy bonito por tu parte, pero estoy bien así, gracias.
—Ah —dijo Victor.
—Te agradezco tu preocupación.
—Bueno, no quiero seguir hurgando en el asunto —añadió Victor—. Volvió a sentarse en el antepecho y siguió con su plato de judías.
Al día siguiente, se había ido… Victor y su maraña de mantas, su mochila de lona y su caja de discos LP. Ni siquiera se había despedido de la señora Apple. Bueno, en cierto modo era un alivio. ¿Cómo iban a comportarse con naturalidad después de aquello? Además, ella y Leon necesitaban estar solos. Eran pareja y empezaban a parecer un matrimonio de verdad. Emily comenzó a pensar en un bebé. Leon no quería, pero con el tiempo cedería. Ahora podían utilizar la habitación de Victor como taller y, más adelante, sería el cuarto del niño. En realidad, era una suerte que Victor se hubiera ido.
No obstante, tras la marcha de Victor, Emily llegó a aborrecer el denso y oscuro olor a muchacho que, durante días, flotó en la habitación vacía.
No era la primera vez que en la vida de Emily sucedía algo parecido. Pensaba que los hombres se aficionaban a ella, pero no a su personalidad. Lo que les gustaba era su idea de ella. Recordó a un chico de la clase de lógica que solía mandarle notitas preguntándole si no se soltaría el pelo por él. Su pelo, un conjunto de células muertas que nada tenía que ver con ella. «Piensa que es lo mismo que las uñas, sólo que más largo y fino», le había escrito ella fríamente en respuesta. Le disgustaba que desde fuera la vieran así, simplemente como una rubia de rostro pasado de moda. Una vez, en Nueva York, un hombre había empezado a ir todos los días a comer al restaurante donde ella trabajaba y, cada vez que Emily pasaba junto a su mesa, él le hablaba de su ex esposa, que también llevaba trenzas recogidas. Era el cuento de nunca acabar: Emily le llevaba un panecillo y él decía: «La segunda vez que salimos juntos fuimos al zoológico»; ella le llevaba un café y él añadía: «En primer lugar, estoy bastante seguro de que me quería.» Tras algunas semanas, el hombre desapareció, pero Emily no pudo olvidarse de la ex esposa. Era el otro yo de Emily y se hubieran entendido bien, pero la mujer se había escabullido dejando que Emily asumiera la culpa. Y ahora, con Victor, ella se preguntaba a quién tendría el muchacho en mente. Estaba segura, mientras daba vueltas con su vieja ropa deshilachada en busca de narices para sus muñecos, de que no era ella. Debía de ser otra con su mismo aspecto, pero con mayor capacidad para aceptar en su vida a más gente. ¡Pobre Victor! Qué lástima, pensó. Se sorprendió de lo mucho que lo echaba de menos. No se imaginaba que pudiera querer a alguien más que a Leon, pero cuando acababa de montar un títere y deseaba que alguien lo probara, pensaba en Victor y en sus dúos de voces chillonas. Se acordaba de las hermanas de Bella haciendo el payaso aquel primer cumpleaños, mientras Leon iba de un lado a otro.
No era fácil hacer el payaso con Leon.
Emily vistió a Gina con una camiseta, un mono de pana color de rosa y un traje para la nieve, y le ató sus zapatitos rojos.
La niña estaba impaciente por salir.
—¿Podemos ir a los columpios hoy? —preguntó.
—Hoy no, cariño.
—Pero yo quiero ir a los columpios.
—Quizá mañana.
—¿Por qué no podemos ir a los columpios?
La niña tenía casi dos años. Los «terribles dos»: edad a la que ya se tienen opiniones propias. Pero esto es algo que se hubiera dicho de Gina a cualquier edad. De algún modo, esta chiquilla tenía siempre ocupados a sus padres, oscilando al borde del agotamiento. Algo debían de estar haciendo mal. A los demás padres no parecía serles tan difícil.
Emily le puso un abriguito y le ató una bufanda a la cabeza. Era un frío y húmedo día de febrero. Incluso en casa hacía frío. Asomó la cabeza a la cocina para despedirse de Leon, que leía el Village Voice sentado ante la mesa esmaltada y descascarillada que habían comprado en Goodwill.
—¿Leon? —le dijo—. Me voy con Gina a dar una vuelta.
—¿Quieres que vaya yo también?
—No, vuelvo enseguida.
Leon asintió y siguió con el periódico. Emily y Gina se dirigieron a la puerta. Bajaron por la crujiente escalera, pasaron por la entrada lateral de Artesanías Diversas y salieron por la puerta de vidrio situada en la parte delantera del edificio. Emily echó un vistazo a la lavandería de enfrente; no había nadie. Alzó a Gina y enfiló hacia Beacon Avenue. Gina forcejeaba para bajarse, le gustaba caminar sin ayuda (y tardaba siglos). Pero ahora empezaba a pesar y resultaba difícil sostenerla bien. Emily, impulsada por el peso de Gina, caminaba más aprisa de lo que quería. Sus zapatillas gruñían.
Llegaron a la Cafetería E-Z cinco minutos antes, pero la madre de Leon ya estaba allí, esperando alerta en la primera mesa con las manos cruzadas sobre el bolso. Cuando vio a Emily (en realidad cuando vio a Gina), pareció abrirse como una flor. Su rostro se iluminó, las manos se aflojaron por sí solas y las plumas del sombrero se agitaron.
—¡Ah! —exclamó, levantándose y frotando sus mejillas contra las de Emily.
—No estaba segura de que vinieras —dijo—. No sabía si querrías sacar a la niña con este tiempo.
—Bueno, sale con cualquier tiempo —dijo Emily.
La señora Meredith sentó a Gina en la alta silla con ruedas que ya había acercado.
—¿Tiene frío la pequeña? —le canturreó—. ¿Se ha helado su carita?
Desenvolvió a la niña como a un paquete y le dio unas palmaditas en la espesa cabellera oscura.
—Ay, tiene el mismo pelo que Leon —dijo (siempre lo decía)—. ¿Has visto cómo ha crecido? Ha crecido tanto en un mes que no la hubiera reconocido. Aunque, por supuesto, la reconocería en cualquier parte —añadió contradiciéndose.
Gina miraba a su abuela de modo reflexivo. En presencia de ésta, siempre estaba más tranquila.
La Cafetería E-Z no pertenecía al estilo de la señora Meredith, pero era el único sitio donde Gina no constituía un problema. Podían llevarla en la silla hasta la cola para servirse la comida, en lugar de esperar a que llegara lo que hubieran pedido, y podían marcharse sin más, así que empezaba a ponerse pesada. Les había llevado cierto tiempo resolver lo del sitio. Empezaron por el Elmwood, a sugerencia de la señora Meredith, un local cerca de Towson al que Emily tenía que ir en autobús. Era el único restaurante de Baltimore que conocía la señora Meredith y, a decir verdad, no tenía ni idea de que también invitaba a comer a un bebé.
Lo que sucedió fue que Emily, al casarse, había informado naturalmente a su tía abuela Mercer, de Taney. A tía Mercer no le había gustado mucho, pero se había resignado. Le escribió a Emily en su papel de cartas de bordes plateados, que olía como si hubiera estado en el sótano los diez últimos años, preguntándole quién era ese tal joven Meredith. ¿Cómo se llama su padre? ¿Es probable que yo conozca a alguien de su familia? ¿No será uno de los Meredith de Nashville? En cuanto tuvo respuesta, se sintió moralmente obligada, por supuesto, a escribir una nota a los padres de Leon para darse a conocer. A continuación, Leon recibió una carta de su madre dirigida a su dirección de Nueva York: Sr. Leon Meredith. (Ni mencionar a Emily.) Éste la tiró sin abrirla. «¡Ay, Leon!», le dijo Emily. Era verdad que ella no se sentía a gusto con sus padres, pero uno no puede romper así como así con sus únicos parientes. «Te dije que era un error escribirle a tu tía, lo sabía», dijo Leon. Y la carta se quedó en la papelera.
Se mudaron a Baltimore, pero las cartas siguieron llegando; lo único que tenía que hacer su madre era pedirle a tía Mercer la nueva dirección. Y Leon continuó tirándolas a la basura. Quizá con el tiempo hubiera leído alguna (aquello no podía durar siempre, ¿no?), pero los Meredith hicieron algo imperdonable: dieron su dirección a la junta de reclutamiento a fin de que le reexpidieran las cartas.
No lo hicieron con malicia, Emily estaba segura; pero Leon no lo creyó así. «Así son mis padres», dijo él, «preferirían verme muerto en la jungla, antes que vivo y feliz sin ellos.» Continuó hablando mal de sus padres incluso después de haber sido rechazado tras el reconocimiento físico. Le encontraron una pierna tres centímetros más corta que la otra, consecuencia de una fractura de fémur en su niñez. Nunca lo había notado nadie. Leon regresó con una lamentable cojera y dijo: «Estoy licenciado, pero nunca olvidaré lo que han intentado hacerme.» Y siguió tirando las cartas.
Si en los sobres hubieran puesto también el nombre de Emily, ella los hubiera abierto. Por aquel entonces estaba embarazada y ansiaba una madre. Tía Mercer no servía —con su oscura y severa caligrafía: El azafrán ha florecido tarde este año y los roedores han atacado mis bulbos de galanthus— y la señora Apple era amable pero ya no se acordaba del parto. («Puede que me durmieran», decía. «¿Dan anestesia para estas cosas? En realidad, quizá dormí los nueve meses enteros.») Emily soñaba que la señora Meredith aparecía de repente en persona, más maternal que nunca y como caída del cielo milagrosamente, y la acunaba en su seno permitiéndole volver a ser su hija. Pero nunca lo hizo.
A los tres meses del nacimiento de Gina llegó, al fin, la carta: Sra. de Leon Meredith. Emily, maravillada del tiempo que había tardado, se encerró en el lavabo para leerla. Sé que debes de ser tú quien separa a nuestro hijo de nosotros. Desde el primer momento vi que eres una personilla fría. Pero él es nuestro hijo. Piensa cómo debemos sentirnos.
Emily quedó perpleja. No podía creer que nadie fuera tan injusto. Se le nublaron los ojos y la pared de ladrillo tembló en la ventana.
¿Por qué dice usted esas cosas?, le contestó. No tengo nada que ver y no lo comprendo. Es algo entre ustedes y Leon.
Parece que te has ofendido por algo, respondió la madre. Por favor, ¿podemos empezar de nuevo? ¿Podríamos vernos el miércoles al mediodía en Elmwood?
Emily no quería encontrarse con ella. Tenía ganas de hacer pedazos la carta. Miró a la niña, que yacía gorjeando en su caja de cartón, y procuró imaginar algo que Gina pudiera hacer —casarse, mal casarse incluso, cometer un asesinato— que la alejara de ella como Leon se había alejado de sus padres, y no encontró nada. Simplemente, ella no lo permitiría. Gina era lo más importante. Incluso lo que sentía por Leon parecía, en comparación, débil. Alisó sobre su falda la carta y vio el rostro tenso y cubierto de polvos de la señora Meredith, con dos cejas finas como alambres curvos y, debajo, los párpados un tanto hinchados, como si estuviera siempre a punto de llorar.
A Emily le habían enseñado que existían ciertas reglas. Pero esta vez tendría que ir.
La señora Meredith hizo en taxi todo el trayecto desde Richmond. Evidentemente, no sabía conducir, así que alquiló uno para todo el día. El chófer se sentó en la mesa contigua y, mientras leía la revista Male, untaba una galleta con paté, y la señora Meredith aguardó, con la espalda tiesa, detrás de una empañada copa de martini. Emily entró llevando a Gina tal como en aquella época le gustaba a la niña: colgada sobre el antebrazo de su madre, con el trasero apretado contra la cadera de ésta y mirando ceñuda la punta de sus propios zapatos. «¡Oh!», exclamó la señora Meredith, mientras una de sus manos, golpeando la copa y derramando el martini sobre su falda, volaba hacia su garganta.
Al recordarlo ahora, Emily se dio cuenta de que tenía que haber preparado a la señora Meredith. Irrumpir en el restaurante con una nieta inesperada era demasiado teatral, más típico del estilo de Leon. Parecía que Emily empezaba a adquirir algunas de sus características y él, a su vez, algunas de las suyas. (Ya casi no hablaba de largarse.) Se acordó de esos choques al aparcar en los que un coche rasca el guardabarros de otro. Siempre le había sorprendido que en cada uno de los dos guardabarros quedara un poco de pintura del otro coche. Cualquiera supondría que la pintura se vería sólo en uno, no en ambos. Era como un intercambio de colores.
Después del almuerzo con la señora Meredith, Emily intentó contárselo a Leon.
—¿Sabes? Tu madre ha estado escribiéndome —le dijo, entrando poco a poco en materia.
Pero Leon le respondió:
—Emily, no quiero oír una sola palabra sobre el asunto, ni que tú tengas nada que ver con él. ¿Está claro?
—De acuerdo, Leon —contestó ella.
Y, curiosamente, hasta la señora Meredith pareció alegrarse de dejar las cosas así. Lo único que quería era contactar; con quién era lo de menos. Le gustaba que Emily le contara qué hacía Leon.
—¿Te ayuda con la niña?
—La pasea por las noches y la cuida mientras estoy trabajando en la tienda —le explicaba Emily—. Pero todavía no ha conseguido cambiar ni un solo pañal.
—Igualito que Burt —decía la señora Meredith—. ¡Ah!, igualito.
Pero nunca forzaba un mayor acercamiento. Acaso las cosas le parecieran más fáciles así. A menudo se refugiaba en historias de la infancia de Leon, cuando éste todavía le resultaba comprensible.
—Era un bebé precioso, todas las enfermeras me lo decían. ¡El bebé más hermoso que habían visto! ¡No podían creer que tuviera aquellos ojazos!
De algún modo, todo lo que decía parecía escapar a su control:
—Hasta los médicos se paraban a mirarlo. Un cardiólogo fue directamente después de una operación para echarle un vistazo al niño. «Señora Meredith», me dijo, «nunca en mi vida he visto un bebé tan hermoso. Sí, señor, este jovencito dará mucho que hablar. ¡Algún día llegará a ser alguien!» Le oí llamar a su mujer desde el pasillo: «¡Deberías ver el bebé que tenemos aquí! ¡Tendrías que ver a este bebé!»
Emily pensó que lo siguiente sería una estrella brillando sobre la sala de partos. Empezó a comprender por qué motivo Leon se ponía tan nervioso con su madre. La cara arrebolada de la señora Meredith, mirando con ojos brillantes a un niño que nadie más que ella podía ver, parecía deliberadamente hermética y obstinada.
En realidad, también ponía nerviosa a Emily, quien nunca disfrutó de aquellas comidas ni llegó a sentir afecto por la señora Meredith. Al contarle a ésta alguna novedad o, incluso, al hablar con Gina en su presencia, Emily oía cómo su propia voz adoptaba un tono lisonjero que no era el suyo en absoluto. Notaba que nada de lo que dijera estaría a la altura de las expectativas de la señora Meredith. Pero ¿qué iba a hacer? Al día siguiente de su encuentro en Elmwood, la señora Meredith empezó a aprender a conducir. Al cabo de un mes ya tenía el carné, un nuevo modelo de Buick, y viajaba sola desde Richmond hasta Baltimore, aunque, decía, las grandes autopistas le daban un miedo mortal y no le gustaba conducir a más de cincuenta por hora. Cuando llamaba a Emily desde la cabina de la esquina y le anunciaba, sin aliento, «¡Lo he conseguido! Estoy aquí para llevarte a almorzar», ¿qué iba a contestarle? ¿«No, gracias» y colgar?
Fijaron un dietario: el primer miércoles de cada mes. Emily nunca le habló del asunto a Leon. Sabía que, a la larga, Gina se lo contaría. Ahora que Gina ya sabía hablar, sólo era cuestión de tiempo. «Cuando yo y la abuelita fuimos a comer…», diría la niña. «¿Tú y quién?», preguntaría Leon y, a continuación, el infierno le caería encima. Hasta entonces Emily continuaría yendo, obediente, a las comidas, y frunciendo el ceño ligera y concentradamente.
Una vez también fue el señor Meredith. Parecía desconcertado con la niña. Dejó que su mujer corriera con la conversación, mientras su mirada vagaba sobre los sombríos viejos que, en la Cafetería E-Z, sorbían sopa.
—Bueno —dijo al fin—, ¿dónde está ese hijo mío?
—Está… en casa, muy ocupado —respondió Emily.
—¿Creerás que alguna vez fue tan pequeño como esta chiquilla? —preguntó apuntando a Gina con la barbilla—. Podía llevarlo en la palma de la mano y ahora no nos hablamos.
—Burt —dijo la señora Meredith.
—Siempre fue muy rápido para arrojarlo todo por la borda.
Más tarde, cuando llegó la hora de marcharse, le preguntó a Emily si tenía todo lo que hay que tener.
—¿Lo que hay que tener? —dijo ella.
—Sí, ya sabes.
Quizá le preguntara si estaba en sus cabales, casándose con su hijo. Pero luego agregó:
—Cuna, parque, silla alta, cochecito…
—Ah, no necesitamos todo eso —respondió Emily—. Duerme en una caja de cartón. Es muy cómoda.
—Le mandaré una cuna —dijo el señor Meredith.
—No, señor Meredith, por favor, no lo haga.
—Mandaré una mañana mismo. ¡Una caja de cartón, qué barbaridad! —y se alejó meneando la cabeza y con expresión satisfecha como si, por lo menos, hubiera visto cumplidas todas sus expectativas.
Envió una cuna blanca con un dosel bordado y con volantes. Emily nunca había visto nada tan absurdo. Dos hombres la subieron por la escalera, jadeando, y la dejaron desmontada contra la pared del pasillo. Emily metió un dedo en la bolsa de plástico y tocó el fruncido de un volante. Cuando llegó Leon, pasándose de una mano a otra la col que ella le había encargado del mercado, preguntó:
—¿Qué es todo esto?
—Lo han enviado tus padres.
Leon se apartó de la cuna.
—Leon —dijo ella—, ya que hablamos del tema, tengo algo que decirte.
—No quiero oír nada, no quiero saber nada y quiero que, cuando yo vuelva, esta monstruosidad haya desaparecido —dijo.
Luego dio media vuelta y se marchó llevándose la col.
Emily lo pensó detenidamente. Le chafó un plátano a Gina para la cena y le dio de comer, al tiempo que también ella comía absorta unas cucharadas. Miró hacia el pasillo por la puerta de la cocina, la cuna se hallaba recostada con elegancia contra la pared. En aquellas fechas, Gina tenía seis meses y la caja de cartón empezaba a quedársele pequeña. A menudo dormía con sus padres mientras, adormilada, mamaba el pecho de Emily. Estaría bien tener una cama segura para ella, pensó Emily. Limpió con la cuchara un poco de plátano que se deslizaba por la barbilla de Gina y volvió a metérselo en la boca. Miró otra vez la cuna.
Cuando Leon regresó, la cuna seguía allí, pero él no la mencionó. Quizá también había pensado en el asunto. Al día siguiente, Emily empezó a montarla. Unía dos partes y luego la dejaba, como si sólo fuera un entretenimiento, un crucigrama o una labor. Más tarde regresaba, apretaba un tornillo y hojeaba el periódico. Al cabo de unos días, la cuna estuvo montada. Era una tontería dejarla en el pasillo, obstaculizando el paso, así que la llevó a su cuarto. Producía un efecto deslumbrante. Todo aquel blanco hacía que el resto de la habitación pareciera opaco. El colchón de ellos dos en el suelo se veía viejo y desvencijado.
Volvió a la sala a buscar a Gina, la llevó a su cuarto y la metió en la cuna. La niña miraba atentamente los volantes, las calcomanías, los barrotes. Qué susto, parecía decir. ¿Qué había sucedido? ¿Cómo había llegado a aquella prisión?
Había llegado poco a poco. Estas cosas te agotan, simplemente.
La niña había cambiado tanto sus vidas que resultaban irreconocibles, hasta extremos que nunca hubieran imaginado. Cualquiera creería que un ser tan pequeño podía acomodarse sin problemas en cualquier recoveco, pero no era así en absoluto. Para empezar, los agotaba por completo. Aquella diminuta criatura era un ser agresivamente sociable, ruidoso, entusiasta; una insomne que apenas dormía siestas y que se esforzaba continuamente por ponerse en posición vertical. Por la noche la acostaban boca abajo y, al instante, volvía a levantar la cabeza, agitándola sin estabilidad, con los ojos tan abiertos que se le arrugaba toda la frente. Le encantaba que le hablaran, le cantaran y la agitaran en el aire. Al crecer, se enamoró del lobo de Caperucita Roja y tuvieron que dárselo. Si alguna vez dormía, lo hacía con el lobo contra su mejilla, mientras, soñadoramente, le retorcía la lengua. De cuando en cuando, la lengua se desprendía y la niña se desmoronaba, lloraba y se aferraba a Emily hasta que ésta volvía a coserla. Y no soportaba que la dejaran. Hannah Miles, la vecina de enfrente, no tenía inconveniente en cuidarla; pero cada vez que Leon y Emily salían, la niña lloraba como si fuera a partírsele el corazón y Emily tenía que quedarse. Si Leon, tras insistir lo suyo, conseguía que salieran de todos modos, los pensamientos de Emily se quedaban con Gina y se pasaba toda la película, o lo que fuera, nerviosa, abrochándose y desabrochándose los botones del abrigo sin escuchar una sola palabra. Después Leon se enfadaba con ella, se peleaban y echaban a perder la salida.
Aunque más tarde, cuando regresaban, se encontraban a Gina despierta y sonriente, a las once o las doce de la noche, leyendo cuentos con Hannah y casi sin enterarse de que habían vuelto.
Por supuesto, nunca se preguntaron si la niña valía tantos esfuerzos. Sus vidas se centraban en ella. Se maravillaban sin cesar de la punta helada de su naricita, de sus gorditos dedos o del preciso dibujo de su boca. Cuando por fin se dormía, la ausencia de toda aquella feroz energía sumía la casa en un aire de desolación. Emily caminaba perdida por las habitaciones sin saber qué hacer, a pesar de que durante el día nunca tenía ocasión de hacer un montón de cosas que quería. Se preguntaba cómo se las habían arreglado para producir semejante criatura. Ella, personalmente, siempre había sido muy apocada, siempre había estado ansiosa de agradar; Leon tenía la pasión de Gina, pero no su alegre buen humor. ¿De dónde lo había sacado? Gina era un personaje de cuento de hadas. Había heredado las cualidades de otros. No era su bebé, sino el de un gnomo.
Él permaneció en el umbral de la lavandería con el sombrero bien calado y, cuando ellos pasaron, retrocedió para ocultarse en la oscuridad. A veces llevaba un sombrero picudo, otras plano y otras con ribetes bordados. A veces, como les sucede de repente a ciertas personas, parecía haber envejecido, estar reduciéndose y desintegrándose; fue visto con unas gafas de montura dorada y una barba tan mal recortada que más bien parecía que hubiera olvidado afeitarse. Después reaparecía de nuevo milagrosamente joven, sin gafas y con una barba tupida. En ocasiones, no tenía pinta de gnomo, sino de caballero distinguido, con unos trajes tan impecables que parecía que alguien lo hubiera vestido. En otras ocasiones podía meterse en una funda de títere y no quedar fuera de lugar. Tenía unos andares que Emily y Leon hubieran reconocido en cualquier parte: de persona mucho más joven, precipitada, con las rodillas dobladas, una mezcla de carrera y arremetida, apoyado en las puntas de los pies. Pero una vez lo vieron salir trabajosamente de una ropavejería con la resignada calma de un hombre de mediana edad y con el pelo tan exageradamente largo, que se le arremolinaba, desgreñado y patético, sobre el cuello de la camisa. En Navidad, Leon creyó haberlo visto en una función de títeres muy lejos, cerca de Washington; pero quizá no era él, dijo, sino alguien parecido. Más adelante le comentó a Emily que había sido un estúpido, no por haber pensado que era él (el hombre estaba en todas partes), sino por imaginar que, en algún lugar y momento, pudiera existir algún otro que tuviera el más mínimo parecido con Morgan.