Se diría que era un hombre hecho pedazos; tal vez siempre había sido así; puede que incluso hubiera nacido fragmentado. Tenía partes que apenas parecían unidas. Las extremidades, flacas y peludas, estaban conectadas por exageradas protuberancias óseas, la barbinegra mandíbula encajaba torpemente, como un cascanueces. También algunas partes de su vida yacían separadas de las otras. Su mujer no conocía a casi ninguno de sus amigos. Sus hijas nunca habían visto el lugar donde trabajaba: no se hallaba, decía su madre, en una parte segura de la ciudad. El hobby del mes pasado —volver a encordar un estropeado banjo de la casa de empeños, con vistas a volverse súbitamente musical a los cuarenta y dos años de edad— no tenía nada que ver con el de este mes: escribir una novela de ciencia ficción que lo haría rico y famoso. Escribía sobre el fin del mundo. Sostenía que todos esos recientes platillos volantes pertenecían a seres que sabían a ciencia cierta que nuestro sol se extinguiría en un año y medio. No pasaban zumbando junto a la tierra por el mero gusto de hacerlo; pretendían averiguar qué tipo de aparatos serían precisos para trasladarnos a todos a otro planeta de un sistema solar más estable y muchísimo más ordenado. Había escrito el primer capítulo, pero tenía dificultades con la frase inicial del segundo.
O miremos su casa: una alta casa de estilo colonial situada al norte de Baltimore. Incluso a primeras horas de una mañana de enero, cuando el sol no era sino un vestigio rosado en el opaco cielo blanco, resultaba evidente que la vivienda de Morgan era algo fragmentado. El pórtico de mármol de la entrada, gastado y redondeado en los bordes, parecía una usada pastilla de jabón; en las ventanas de la planta baja brillaban pesadas cortinas de encaje; en cambio, en el primer piso, donde dormían sus hijas, eran trozos de bandera americana, mientras en el segundo, donde dormía su madre, volvían a ser de encaje y velaban la maraña de helechos que colgaba detrás. Y si, a medida que el gris vestíbulo iba aclarándose poco a poco, pudierais ver el interior, descubriríais las partículas de los mundos inconexos de los distintos miembros de la familia: las carteras del colegio de las niñas tiradas contra el radiador de la entrada, que también servía de estante para la correspondencia, de perchero para los jerséis y de escritorio para notas; los folletos de la Liga de Mujeres Votantes de su esposa, sujetos con gomas y amontonados sobre la mesita del salón; la perra vieja de su madre respirando ruidosamente y agitando las patas mientras dormía sobre las frescas baldosas del suelo y soñaba con conejos. Debajo del sofá se hallaba el tablero de un juego. (Nadie lo sabía, hacía semanas que lo habían perdido.) Había también un rompecabezas a medio armar con el que Brindle, la hermana de Morgan, llenaba sus largos y lánguidos días de mujer sola: una vista de un pueblo alpino en primavera. El campanario de la iglesia estaba terminado, así como todo el recuadro exterior y la hilera de montañas, con sus sombreados morados y violáceos, pero Brindle, sin duda, nunca empezaría el cielo. Nunca conseguiría colocar todo el invariable y monótono azul que unía el resto del conjunto.
En la librería de puertecitas de vidrio contigua a la puerta del comedor se alineaban los libros, inclinados hacia un lado o directamente tumbados: manuales abandonados por Morgan que reflejaban diversos ataques de entusiasmo (cómo restaurar la pintura vieja y barnizar los muebles de segunda mano, cómo curar con hierbas las enfermedades, cómo criar abejas en tu buhardilla). Debajo descansaban los anuarios universitarios de Bonny, su esposa, en los que aparecía ella: una chica pecosa y exuberante con uniformes de diferentes equipos; más abajo, los destrozados libros de dibujo de sus hijas, los libros de texto de la escuela primaria, las aventuras para niñas de Nancy Drews; y el pequeño y grueso álbum de autógrafos de su madre, cuyo rótulo dorado se habían comido los gusanos, el moho o, sencillamente, el paso del tiempo, de modo que lo único que quedaba era una débil y reluciente huella pelada, como si un caracol hubiese cruzado por el terciopelo granate siguiendo una tortuosa caligrafía que por casualidad pusiera Autógrafos. (En la primera página amarillenta se leía con esa letra firme y elegante que hoy en día sólo se encuentra en las participaciones de boda: Queridísima Louisa: Tío Charlie no es poeta, así que a continuación sólo escribirá su nombre. Charles Brindle. Navidad de 1911. A pesar de que el hombre hubiera muerto hacía un cuarto de siglo o más y aunque a Louisa le costara recordarlo, esta inoportuna y apenas importante incapacidad perduraba claramente a través de los años.) El estante de abajo sostenía una lámina barnizada con los nudos de las Girl Scouts, una concha marina casi perfecta y un álbum de cartulina con fotografías, pegadas a intervalos de tiempo tan grandes que parecía que, impacientes por acabar de una vez, generaciones enteras habían pasado corriendo. Allí estaba el padre de Morgan, Samuel, un muchacho con pantalones hasta las rodillas, y, a su lado, Samuel ya todo un adulto, casándose con Louisa, la cual llevaba el cabello muy corto y medias brillantes. A continuación el pequeño Morgan con un mono de punto mal tejido y Morgan a los once años sosteniendo a su hermanita Brindle como si prefiriera dejarla caer (¡caramba!, ¿no es el mismo mono, sólo que un poco más gastado y con alguna mancha nueva en la parte inferior?). Y de repente Morgan a los veinticuatro, con el pelo tan corto como jamás volvería a llevarlo, la nuca despejada, cohibido, junto a su sonriente y regordeta esposa con el primer bebé en brazos. (¡Cualquiera sabe dónde habrán ido a parar la foto de bodas y el famoso mono de punto, porque todo lo que Amy lleva es un pañal fofo!) Aquí se tomaron un descanso: seguían quince páginas completas de fotos de la pequeña Amy, tomadas todas por Morgan en su primer ataque de orgullosa paternidad. Amy durmiendo, comiendo, llorando, bañándose, examinándose un puño. Amy aprendiendo a sentarse. Amy aprendiendo a gatear. Amy aprendiendo a caminar. Era una niña fuerte, con la misma expresión sensata de su madre, y parecía la más real del álbum. Tal vez por la lentitud con que, página tras página, fue abriéndose paso en las primeras etapas de su vida, asumió un significado especial, como el de una película que se detiene a cada fotograma. (Los expertos se inclinan; alguien señala algo con un largo y ceremonioso puntero…) Luego las fotos volvían a acelerarse. Allí estaba la pequeña Jean, las gemelas con sus gafas minúsculas, después Liz en su primer día de guardería. La película se transformaba en Kodachrome, más brillante que la naturaleza, y ahora el escenario era siempre la playa, siempre Bethany Beach, Delaware, pues, ¿en qué otro lugar iba a encontrar tiempo para su cámara un hombre con siete hijas? Al mirar el álbum, uno supondría que esta gente disfrutaba de un inagotable manantial de vacaciones. Bonny estaba eternamente bronceada, rellenando con suavidad por arriba y por abajo su traje de baño de lástex. Las niñas, perpetuamente brillantes de aceite de coco con sus escasos bikinis, sujetándose el pelo revuelto por el viento y riendo. Siempre riendo. ¿Dónde estaban las lágrimas, las peleas y los codazos que exigían excesivas dosis de cariño, espacio y atención? ¿Y los resfriados y las amigdalotomías? ¿Dónde el tratamiento de Molly? ¿Y las pesadillas crónicas de Susan? Allí no. Allí reían sin que nada en el mundo les preocupase. Por el borde de sus bikinis asomaba una tenue línea de piel blanca, único recuerdo de otras estaciones… Y… ah, sí, Morgan. Una foto por año, torcida y desenfocada, sacada con torpeza por alguna hija: Morgan con un bañador arrugado que se acampanaba alrededor de sus muslos, barbudo, blanco como si no hubiera visto el sol en su vida, enseñando los bíceps y probablemente sonriendo, pero ¿cómo asegurarlo?, porque llevaba en la cabeza un salacot de L. L. Bean y un velo de mosquitera que caía formando pliegues y le cubría el rostro por completo.
Ahora la luz ha llegado a la escalera y un rayo cae sobre la barandilla, aunque los peldaños alfombrados sigan a oscuras y la gata que sube furtivamente sólo sea una sombra, sus rayas resulten invisibles y su cara afilada sea un simple arpón blanco. El animal cruzó el parqué del pasillo sin ruido. Se dirigió a largos pasos hacia el último dormitorio del lado norte, se detuvo ante la puerta y volvió a avanzar con tal determinación que resultaba posible ver cada una de las articulaciones de su cuerpo en tensión. Junto a la cama se alzó sobre sus patas traseras para probar la manta eléctrica del lado de Bonny, tocó suavemente con zarpa experta el borde del colchón y dio la vuelta hasta el lado de Morgan, donde volvió a probar. Su sitio estaba más caliente. La gata se preparó, se puso en tensión y saltó sobre su pecho; Morgan gruñó y abrió los ojos. En aquel preciso instante del amanecer, el aire parecía visible, espeso, denso, como si estuviera condensándose, para, de un momento a otro, adoptar algún color. Las sábanas eran un paisaje roto y escarpado; una niebla gris iluminaba la parte superior de la habitación, como el humo que se eleva de los edificios bombardeados. Morgan se tapó la cara.
—Fuera —le dijo a la gata.
Pero ella ronroneó y, como si no oyera, lanzó hacia otra parte una mirada rasgada. Morgan se incorporó. Dejó caer a la gata sobre Bonny (un nido de alborotados cabellos castaños y un hombro desnudo y pecoso) y se arrastró fuera de la cama.
En invierno Morgan dormía en ropa interior térmica. Consideraba la ropa —toda la ropa— como un disfraz, y le gustaba ir tambaleándose hasta el lavabo, subirse los calzoncillos largos y examinarse la barba como si fuera un personaje del Klondike, río canadiense.
Después de mirarse en el espejo del lavabo, regresó con una expresión más brillante y esperanzada: había que tomar decisiones. Encendió de golpe la luz del armario y se quedó de pie decidiendo quién iba a ser hoy. El tumulto de sus ropas colgaba apretado junto a las blusas y faldas arrugadas de Bonny: prendas de marino, de soldado, de jugador de casino flotante. Parecían sacadas de una compañía de operetas ambulante. Encima, en el estante, estaban sus sombreros, en montones de a seis. Estiró la mano para coger uno: un gorro de marinero. Se lo puso y se miró en el espejo de cuerpo entero: arponero de un barco ballenero. Se lo quitó y se probó el siguiente: un gigantesco sombrero de cuero y de ala ancha que absorbió su cabeza y dejó sus ojos en sombra. Ah, otra vez el Klondike. Sobre los calzoncillos largos se enfundó un arrugado pantalón de trabajador y añadió unos tirantes donde enganchar los pulgares. Estudió su imagen durante un rato. Después se dirigió a la cómoda y abrió con dificultad el cajón de abajo.
—¿Bonny? —dijo.
—Humm.
—¿Dónde están mis calcetines Ragg?
—¿Tus qué?
—Esos calcetines de lana, que pican, los de ir de excursión.
Ella no contestó. Morgan tuvo que bajar descalzo las escaleras, refunfuñando:
—Ridículos calcetines. Casa de locos. Nada está donde debería estar. Nada donde uno quiere que esté.
Abrió la puerta de atrás para dejar salir a la perra y penetró una ráfaga de aire frío. Bajo sus pies, las baldosas de la cocina estaban heladas.
—Casa de locos —volvió a decir.
De pie junto al mármol y con un cigarrillo apagado entre los dientes, echó unas cucharadas de café en el filtro.
Los armarios de la cocina llegaban hasta el alto techo de color marfil. Estaban atiborrados por un deslustrado juego de té de plata y por copas de cristal llenas de polvo que nadie usaba. Delante se apretujaban las botellas de ketchup, las cajas de cereales y el salero de plástico, cubierto de mugre y con unos granos de arroz desde que el verano anterior toda la sal se había apelmazado. ¡Casa de locos! Algo había fallado, algo. Era demasiado grande, formal y elegante: regalo de bodas del padre de Bonny, un hombre acomodado. Bonny había heredado parte de su dinero. Cuando las niñas correteaban por la buhardilla, era Bonny quien llamaba por teléfono a los albañiles y siempre había sido ella la que hacía cambiar los cristales rotos de las ventanas, volver a colocar los postigos cuyas bisagras cedían, poner revoque allí donde la hiedra inglesa abría grietas; pero, en el fondo, Morgan siempre había tenido la sensación de que allí había algo que no funcionaba. Si pudiera vaciarla y empezar otra vez, pensaba a veces. ¡O venderla! Venderla y acabar con ella, comprar algo más sencillo y discreto. Pero Bonny no quería ni oír hablar de ello: por algo relacionado con los beneficios del capital, él no sabía qué. Cuando se lo mencionaba, nunca era el momento apropiado.
En los tres dormitorios más pequeños, destinados a un elegante número de hijos, apenas cabían las hijas de Morgan, mientras Brindle y Louisa compartían en el segundo piso una apretada e inquieta existencia. El césped estaba lleno de bicicletas oxidadas y de maltrechos muebles de mimbre, allí donde sin duda el padre de Bonny había imaginado un civilizado juego de croquet. Y ahora, diseminados por los alrededores, ya había edificios de apartamentos; las casas vecinas habían sido divididas en varias viviendas, ocupadas por un conjunto variopinto e incalificable de gente joven, y el tráfico estaba poniéndose terrible. Como si estuvieran en el centro mismo de la ciudad. Muy bien, de acuerdo. Morgan se había criado en la ciudad y no tenía nada en contra. Sin embargo, se preguntaba qué había ocurrido. Que él recordara, sus planes habían sido muy otros. Para ser francos, se casó con su mujer por el dinero, lo que no significa que no la quisiera; pero la determinación que el dinero le daba le había impresionado. El dinero revoloteaba de algún modo detrás de su hombro izquierdo, otorgándole un aire de firmeza y talento. Bonny tenía muy claro quién era. Mientras la cortejaba y en especial para visitar a su familia en la casa de verano, Morgan se había comprado una gorra de patrón de yate con un águila delante, unos pantalones blancos de marino y un blazer con botones dorados. Se había sentado en la terraza, muy seguro de su personaje, jugueteando con la copa de ponche tropical que el padre de Bonny había insistido en prepararle, pese a que en realidad Morgan no bebía, no podía beber, nunca había sido capaz de hacerlo. La bebida lo ponía muy locuaz. Notaba que le hacía hablar más de la cuenta y él trataba de ser fiel a su personaje.
Sin salirse de su papel, había pedido la mano de Bonny y el padre había dado su consentimiento. Morgan se preguntaba por qué. Sólo era un estudiante que acababa de terminar sus estudios y no tenía un céntimo ni un futuro previsible. Y sabía que su aspecto tampoco era gran cosa. (En aquella época no llevaba barba y en su cara había algo simiesco y desgarbado.) Cuando iba con Bonny a algún sitio, a una fiesta de alguna de sus amigas, por ejemplo, sentía que se presentaba bajo falsas apariencias, que se había metido en la vida de otro. Sólo Bonny pertenecía a ese mundo: una chica agradable, de buen trato, dos o tres años mayor que él, de cabello castaño rizado, recogido en una especie de cola de pony que le cubría el cuello. Más adelante, Morgan dedujo que quizás el padre había calculado mal. Cuando se es bastante rico, debió de pensar el hombre, no importa con quien te cases, todo seguirá como hasta entonces. Así pues, les había dado su bendición y esta casa. Esperaba que nada cambiase. Por fortuna para él, murió poco después de la boda y nunca llegó a ver de qué forma misteriosa la casa comenzó a ir cuesta abajo o a tambalearse o lo que fuera. No tuvo que presenciar cómo el dobladillo de las faldas acampanadas de Bonny (tan juveniles y discretas en una época) comenzaba a colgar, ni cómo se encogieron sus blusas y se le salían arrugadas por encima del cinturón.
—Tu padre debería haber vendido esta casa hace tiempo —solía decirle Morgan a menudo—. Con beneficios o sin ellos, debería haberte dicho que compraras una nueva.
—¿Por qué? ¿Para qué? —acostumbraba a responder Bonny—. ¿Qué tiene ésta de malo? Está bien conservada. Acaban de reparar el tejado y los pintores estuvieron el pasado mayo.
—Sí, pero…
—¿Qué es lo que te molesta? Dime una sola cosa que esté mal y la haré arreglar. Cada centímetro está en perfecto estado. Además, acabamos de ponerles fertilizante a los árboles.
—Sí, pero…
Morgan salió por la puerta principal a buscar el periódico. Bajo los pies descalzos, las puntas del césped escarchado crujían y le pinchaban. Todo estaba brillante. Un chanclo de goma se deslizaba solitario sobre el hielo del bebedero de los pájaros. Regresó a toda prisa silbando y cerró de un portazo al entrar. Arriba sonaba un despertador que, por el ruido, parecía que fuera a estallar. Pronto habría gente por todas partes. Morgan separó las secciones de noticias y de historietas, las dejó sobre una silla de la cocina y se sentó encima. Luego encendió el cigarrillo y abrió la sección de anuncios clasificados.
EXTRAVIADO. Traje de novia blanco, talla 10. No se harán preguntas.
Morgan sonrió con el cigarrillo en los labios.
Ahora llegaba Bonny. Se desplomó en una silla, abotonándose la bata y tratando de que las zapatillas no se le escaparan de los pies. Iba con el cabello despeinado y tenía a un lado de la cara una arruga de dormir.
—¿Ha helado? —le preguntó—. ¿Hay escarcha en el jardín? Quería haber cubierto el boj.
Levantó una cortina para mirar por la ventana:
—¡Ay, Dios, ha helado!
—¿Mmm?
Bonny abrió la puerta del armario e hizo ruido con algo. Un cenicero de plata ennegrecida fue a parar encima del periódico que Morgan leía. Éste echó la ceniza en él.
—Escucha esto —dijo—. ENCONTRADO. Artículo de joyería en Druid Hill Park. Quien llame deberá describirlo. Podría llamar yo y decir que es un anillo de diamantes.
—¿Cómo? —preguntó Bonny, sacando de la nevera un cartón de huevos.
—Bueno, no hay muchas probabilidades de que alguien vaya al zoológico con perlas auténticas o brazaletes de platino, pero está lleno de gente que lleva anillos de compromiso, ¿no? Además, al describir un anillo se puede ser muy vago. Sí, yo diría que es un anillo, sin duda.
—Quizá —dijo Bonny, rompiendo un huevo sobre la sartén.
—EXTRAVIADA. Dentadura superior. Gran valor sentimental —leyó Morgan.
Bonny soltó una carcajada.
—Lo del valor sentimental me lo he inventado.
—Nunca me habría dado cuenta —dijo Bonny.
Morgan oía que por arriba se movían pies descalzos, que el agua salía de los grifos, y secadores de pelo funcionando. El olor a café llenaba la cocina junto con el humo acre de su Camel. Estaba en plena forma, muy bien. Lo había logrado, había conseguido entrar en un nuevo día.
—Me encantan los anuncios clasificados —dijo, desplegando el periódico—. Rebosan vida privada.
—¿Vas a llevar a arreglar esos zapatos esta mañana?
—¿Mmm? Escucha éste: M. G. No todo está perdonado ni nunca lo estará.
Bonny puso frente a él una taza de café.
—¿Y si fuera yo? —preguntó Morgan.
—¿Si fueras tú quién?
—M. G. Morgan Gower.
—¿Has hecho algo imperdonable?
—Viendo una cosa así —dijo Morgan—, no puedo evitar preguntármelo. Uno no puede dejar de pensarlo.
—Ay, Morgan —dijo Bonny—, ¿por qué te tomas siempre el periódico como algo tan personal?
—Porque estoy leyendo cosas personales —respondió él y volvió la página.
—SE NECESITA —leyó— jefe de laboratorio geotécnico.
(Durante los últimos diecinueve años se suponía que había estado buscando un empleo mejor. Lo que no quiere decir que esperara encontrarlo.)
—Mira éste: «Go-go girls» con experiencia.
—Ja.
Morgan trabajaba para la familia de Bonny al frente de una de sus ferreterías. Siempre había sido una especie de manitas chapucero. En la universidad, su tutor se había quejado una vez porque Morgan se había pasado toda una entrevista agachado en un rincón y hablando por encima del hombro, mientras trabajaba en la tubería de un radiador que perdía.
—SE NECESITA. Camarera, cuidador de perro, operario de carretilla elevadora.
Lo que más le gustaba eran los anuncios con carácter. (Chófer para caballero de edad; se valorarán conocimientos sobre Homero.) De vez en cuando, incluso contestaba alguno y hasta aceptaba un empleo por unos días, dejando al dependiente al frente de la ferretería. Luego Ollie, el tío de Bonny, lo descubría y acudía hecho una fiera a ver a su sobrina. Ella suspiraba, se reía y le preguntaba a Morgan qué creía que estaba haciendo. El tío se lo contaba a ella por su bien, pero ella no se molestaba por esas cosas. Sencillamente le seguía la corriente, más o menos. Mientras Bonny pasaba con una jarra de zumo de naranja, Morgan se estiró para cogerla. Le pasó el brazo alrededor de la cadera, o trató de hacerlo, pero ella tenía la cabeza en otra cosa.
—¿Dónde está Brindle? ¿Y dónde está tu madre? —le preguntó—. Creía haber oído a tu madre hace horas.
Morgan dejó a un lado los anuncios clasificados y sacó de debajo de su cuerpo otra sección: la de noticias. Aunque no había nada que valiera la pena leer. Accidentes de aviones, accidentes de trenes, incendios de viviendas… Pasó a las necrológicas.
—Sra. Grimm, amante de la ópera —dijo en voz alta—. Tilly Abbot, coleccionista de dedales. Ah, Dios mío.
Las niñas empezaban a llegar. Se peleaban en el recibidor y se tiraban libros. Los radiotransistores parecían tocar diferentes canciones a la vez. Por debajo de las guitarras eléctricas sonaba un obstinado y profundo bombo.
—Peter Jacobs, de 44 años —leyó Morgan—. ¡Cuarenta y cuatro! ¿Qué edad es ésa para morirse?
—¡Niñas! —llamó Bonny—. Los huevos se enfrían.
—Detesto que se nieguen a decir qué es lo que ha liquidado a un hombre —dijo Morgan—. Ni siquiera «una larga enfermedad». Quiero decir que «una larga enfermedad» sería mejor que nada. Pero aquí lo único que dice es que falleció inesperadamente —y se echó hacia adelante para dejar que alguien pasara por detrás—. ¡Cuarenta y cuatro años! ¡Claro que fue inesperado! ¿Qué crees que fue? ¿Un ataque al corazón o qué?
—Morgan, me gustaría que no dieras tanta importancia a las necrológicas —dijo Bonny.
Tuvo que levantar la voz: en aquel momento, las niñas ya se habían apoderado de la cocina. Todas hablaban al mismo tiempo de exámenes de historia, de chicos y más chicos, de partidos de baloncesto, de quién había pedido prestado un disco a quién y no lo había devuelto. Se rumoreaba que un cantante había muerto. (Una de las chicas afirmó que, caso de ser verdad, ella también se moriría.) Amy hacía algo con la tostadora. Las gemelas mezclaban en la licuadora sus batidos naturales. Un libro de francés salió volando de algún lado y le dio a Liz en los riñones.
—Ya no aguanto más seguir viviendo aquí —dijo Liz—. No tengo ni un minuto de tranquilidad. Todo el mundo se mete conmigo. Me voy.
Pero todo lo que hizo fue servirse una taza de té y sentarse junto a Morgan.
—Por Dios —dijo dirigiéndose a Bonny—, ¿qué lleva papá en la cabeza?
—Puedes hablar directamente conmigo sin problemas —le dijo Morgan—. Da la casualidad de que tengo la respuesta. No te dé vergüenza.
—¿Tiene que llevar esos sombreros incluso en casa? ¿Por qué ha de tener un aspecto tan raro?
Era su hija de trece años. Tiempo atrás, Morgan se habría ofendido; pero ahora ya estaba acostumbrado. A eso de los once o doce parecían cambiar por completo. De pequeñas él las quería. Eran tan chiquitinas y sencillas, regordetas y plácidas, llenas de ricitos, y se tambaleaban con devoción detrás de Morgan. Luego, de repente, empezaron con esas dietas devastadoras, adelgazaron, se volvieron irritables y pegaron un estirón hasta hacerse más altas que su madre. Se planchaban el cabello hasta que les colgaba como un velo. Cambiaron sus vestidos por tejanos descoloridos y camisetas ceñidas. Y menudo gusto para los novios, atroz. Simplemente atroz. Morgan no podía creer que trajeran semejantes ejemplares a casa. Y, para colmo, habían dejado de creer que él era maravilloso. Sostenían que era una vergüenza. ¿No podía afeitarse la barba? ¿Cortarse el pelo? ¿Portarse conforme a su edad? ¿Vestirse como los otros padres? ¿Por qué fumaba cigarrillos sin filtro y se quitaba las hebras de tabaco de la lengua? ¿No se daba cuenta de que tarareaba en voz baja sin parar, incluso durante la cena, e incluso ahora que le estaban haciendo todas estas preguntas?
Morgan había intentado dejar de tararear. Y por un breve tiempo se pasó a la pipa; pero la boquilla se le partió en dos al morderla. Y una vez se había cortado el pelo más de lo normal y se había recortado la barba de tal modo que le quedó cuadrada y pegada a la mandíbula. Parece artificial, le habían dicho. Parece una barba postiza.
Mientras se esforzaba por mantener el equilibrio sonriendo beatíficamente y procurando no parpadear, sintió que navegaba por aguas violentas y agitadas.
—¿Has visto eso? Va descalzo —dijo Liz.
—Shh y vuelve a echar el café en la cafetera —le dijo Bonny—. Todavía no tienes permiso para tomar café.
Kate, la más pequeña, entró con un montón de libros de texto. Todavía no había cumplido los once y aún conservaba el rostro alegre y mofletudo de Bonny. Mientras pasaba por detrás de Morgan, le quitó el sombrero, le dio un beso en el cogote y volvió a ponérselo.
—Corazoncito —le dijo Morgan.
Quizá deberían tener otro bebé.
Una vez instalados todos alrededor de la mesa, no podían ni doblar los codos. Morgan decidió irse. Se levantó y escapó de la habitación caminando hacia atrás, como quien se retira de la presencia de un rey: así las niñas no podían ver la sección de historietas que escondía en la espalda. Entró en el salón. En una de las radios sonaba Fantástico amante de plástico, y Morgan se detuvo para bailar un poco, descalzo sobre la alfombra. Su madre le observaba severamente desde el sofá. Era una anciana menuda y encorvada, con el cabello todavía negro como el azabache; lo mantenía estirado con peinetas de carey, por debajo de las cuales se rizaba y caía con fuerza. Estaba sentada, con las manos, llenas de venas y de manchas, cruzadas sobre la falda, y llevaba un vestido plisado que parecía varias tallas más grande.
—¿Por qué no has ido a desayunar? —le preguntó Morgan.
—Ah, esperaré a que todo se haya calmado.
—Pero Bonny se pasará el resto de la mañana en la cocina.
—Cuando tengas mi edad —dijo Louisa—, bueno… La comida viene a ser como casi todo lo demás y no tengo empeño en darme prisa. Lo único que quiero es un panecillo inglés, tierno y caliente, que pueda partir con un tenedor en lugar de un cuchillo, con mantequilla que se derrita en la miga y una taza de té humeante con un chorrito de crema de leche. Y lo quiero en paz, tranquilamente.
—A Bonny le dará un ataque.
—No digas tonterías. A Bonny no le importan esas cosas.
Probablemente tenía razón. (Bonny era de una tolerancia infinita, se tomaba las cosas como venían. Era Morgan el que se sentía ahogado por el hecho de que su madre viviera con ellos.) Suspiró y se sentó a su lado en el sofá. Abrió el periódico.
—¿Hoy no es día laborable? —le preguntó ella.
—Sí —murmuró Morgan.
Louisa enganchó el borde superior del periódico con un dedo y tiró hacia abajo para poder verle la cara.
—¿No vas a ir a trabajar?
—Más tarde.
—¿Más tarde? Son las siete y media, Morgan, y ni siquiera te has puesto los zapatos. ¿Sabes todo lo que yo he hecho ya? He hecho mi cama, he regado los helechos y he abrillantado la grifería de mi cuarto de baño. Mientras tanto tú te estás aquí sentado leyendo las historietas del periódico y tu hermana está arriba durmiendo como un tronco. ¿Qué hijos son éstos? ¿De dónde habréis sacado estas cosas? ¡Más tarde, dices!
Morgan plegó el periódico y dijo:
—De acuerdo, madre.
—Que pases un buen día —dijo ella tranquilamente.
Cuando Morgan abandonó el salón, Louisa se quedó otra vez sentada con las manos sobre la falda, confiada como una niña, esperando su panecillo inglés.
Vestido con sus calcetines a rombos, que no combinaban con el traje del Klondike, con unas botas de cuero duro para ocultarlos y con el abrigo esquimal verdiamarillo de Saldos Sunny, Morgan anduvo a paso rápido por la acera. La ferretería quedaba en pleno centro de la ciudad, demasiado lejos para ir a pie. Por desgracia, su cochease hallaba esparcido por todo el suelo del garaje y todavía no había terminado de montarlo. Tendría que ir en autobús. Dando una calada al cigarrillo que llevaba entre el índice y el pulgar, lanzó una nube de humo debajo del ala del sombrero y enfiló un paso cebra. Cruzó junto a una hilera de casas, un edificio de apartamentos, varios drugstores, quioscos de periódicos y consultas de dentistas. Debajo del brazo llevaba una bolsa de papel con unos mocasines que hacían juego con el traje de Daniel Boone. De tanto usarlos les había roto las suelas de cuero blando justo en medio. Al llegar a la esquina giró y entró en la Reparación de Calzados de Fresco. Le gustaba el olor de Fresco: cuero y aceite de máquina. Quizá debería haber sido zapatero.
Al entrar, mientras sonaba la campanilla de la puerta, no encontró a nadie; sólo leznas, lápices y desordenados talonarios de resguardos sobre el mostrador, casilleros atestados de zapatos y una taza de café enfriándose junto a una esquelética máquina negra de coser.
—¿Fresco? —llamó.
—Yo —contestó Fresco en español desde el fondo.
Morgan dejó su paquete y pasó detrás del mostrador. Sacó una bota de trabajo con puntera de cobre. ¿Dónde podría comprar él algo así? Pensó que realmente serían muy útiles, muy prácticas. La campanilla volvió a sonar. Entró una gorda con una estola de pieles, sin duda de alguno de los nuevos edificios de apartamentos. En el extremo de la estola colgaban las cabezas de unos animalitos que enseñaban los dientes a sus propias colas peludas. La mujer colocó con firmeza sobre el mostrador una sandalia de noche de afilado tacón.
—Me gustaría saber qué piensa usted hacer con esto —dijo.
—¿Hacer? —preguntó Morgan.
—Como puede ver ha vuelto a romperse. Se soltó del todo en el momento en que entraba en el club. Ustedes la repararon. Hice el ridículo, parecía un payaso.
—Pues, ¿qué quiere que le diga? —preguntó Morgan—. Este zapato es italiano.
—¿Y?
—Los tacones son huecos.
—Ah, ¿sí?
Ambos miraron el tacón. No era hueco en absoluto.
—Sí, vemos muchos de este tipo —dijo Morgan.
Pisó el cigarrillo y cogió la sandalia.
—Estos zapatos italianos tienen los tacones huecos para poder pasar droga en ellos. Así que, claro, son muy flojos. Los traficantes arrancan los tacones, sin miramientos, no ponen el mínimo cuidado en lo que hacen. Luego vuelven a pegarlos de cualquier manera y venden los zapatos a alguna tienda que no sospecha nada… Pero, claro, ya no son los mismos. Ah, la de historias que podría contarle.
Morgan meneó la cabeza. Ella lo miró entornando los ojos y alrededor de sus párpados se dibujaron unas arrugas finas como arañazos.
—Bien —dijo él suspirando—, el viernes por la mañana, entonces. ¿Nombre?
—Eh… Peterson —respondió la mujer.
Garabateó el apellido en el dorso de un resguardo y lo metió en una casilla junto con la sandalia.
Cuando la mujer se hubo marchado, Morgan escribió las instrucciones para sus mocasines: GOWER: ¡ARRÉGLELOS! No puedo vivir sin ellos. Colocó los mocasines junto a la sandalia, con las instrucciones enrolladas dentro. Luego salió del local y continuó su camino a zancadas mientras, amparándose en su sombrero, encendía otro cigarrillo.
En la acera le esperaba la perra de su madre. Tenía ladeada la esperanzada cara, y las dos orejas levantadas.
Morgan se paró de golpe.
—Vete a casa —le dijo, y la perra movió la cola—. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué he hecho?
Se encaminó hacia la parada del autobús. La perra lo seguía gimiendo, pero él hacía como que no la oía. Morgan aceleró el paso y los gemidos continuaron. Se volvió y dio una patada en el suelo. Un hombre con abrigo se detuvo y, pasando a cierta distancia, esquivó a Morgan. La perra, sin embargo, tan sólo se encogió y continuó a la expectativa, jadeando.
—¿Por qué te arrastras así detrás de mí? —le preguntó Morgan.
Hizo como que arremetía contra ella, pero el animal no se movió. Por supuesto, tendría que llevarla a casa él mismo, pero no quería ni pensarlo. No podía desandar todo aquel camino después de haberlo empezado con tanto brío. En lugar de retroceder, salió corriendo acera adelante, sosteniéndose el sombrero, mientras la perra lo seguía de cerca. El animal empezó a desanimarse. Morgan se daba cuenta, pero no se atrevía a mirar hacia atrás. La perra titubeó y luego se detuvo siguiéndolo con la mirada y meneando la cola a intervalos. Morgan se apretó el pecho dolorido y subió tambaleándose al autobús. Se registró los bolsillos en busca de calderilla mientras sudaba y resoplaba. Los otros pasajeros le lanzaron miradas de soslayo y apartaron la vista.
El autobús pasó junto a más tiendas y un edificio de oficinas. Giró aprisa en una esquina del antiguo barrio de Morgan, en el que la mayoría de las ventanas estaban tapiadas y los árboles crecían por entre los techos caídos. (Sin él no había progresado.) Allí estaba la Fábrica de Colchones Arbeiter y Madame Sheba, «respuesta a todas las preguntas y solución feliz a todos los problemas del amor». Se sucedían manzanas de casas, cada una más decadente que la anterior. Morgan se acurrucó en el asiento, cogiéndose con fuerza a la barra de metal que tenía ante sí, mientras miraba con curiosidad la Sandwichería As de Espadas y el puesto de limpiabotas de El Gordo. Ahora se internaban cada vez más en la parte baja de la ciudad; nunca había vivido allí. Aflojó un poco las manos de la barra de metal. Se sumergió en la vida de las pocas personas que se veían sentadas en las escalinatas de sus casas: una mujer en bata con una chaqueta de plástico acunando una cerveza Rolling Rock y lanzando una helada vaharada; dos hombres dándose codazos y riendo; un chiquillo con zapatillas de adulto abrazado a un gato blanco manchado. Una especie de vacío consolador empezó a apoderarse de Morgan. Se sentía desnudo y libre, como las vacías ventanas sin marcos y sin vidrios de los pisos altos de La Gran Chuleta a la Brasa de Syrenia.
La sucursal de la Ferretería Cullen en el centro era tan vieja, estaba tan oscura y sucia, y tan llena de olores, resultaba tan estrecha y crujiente que, a menudo, Morgan sentía que más que entrar, se zambullía en ella; metía primero la cabeza, dejando en la orilla, a la vista, las suelas de las botas. Al fondo, debajo de las vigas, se encontraba un altillo para la oficina; con un escritorio de roble, rayado todo él, archivadores, un canapé de felpa marrón y una máquina de escribir Woodstock, negra, cuyas cintas tenían que enrollarse a mano. Ésta había sido la oficina del abuelo de Bonny, y aquella tienda, el primer establecimiento del abuelo Cullen. Ahora, por supuesto, había sucursales por todas partes. En un radio de cien kilómetros, casi todos los centros comerciales tenían una Ferretería Cullen, pero todas eran relucientes y modernas; ésta era la única auténtica. A veces venía el tío Ollie y amenazaba con cerrarla: «¿A esto le llaman una tienda?», decía. «¿A esto le llaman un negocio próspero?» Echaba un vistazo a su alrededor, observaba los pesados estantes de madera donde, junto a los viejos cajones de clavos, las herramientas eléctricas Black & Decker parecían absurdas. Miraba con el ceño fruncido las oxidadas rejas del escaparate, dobladas varias veces por diferentes ladrones. Morgan se limitaba a sonreír y a tironearse de la barba con ansiedad. Sabía que él contribuía a irritar a tío Ollie y que lo mejor que podía hacer era no decir nada. Luego tío Ollie se marchaba como una tempestad y Morgan regresaba a su oficina aliviado, tarareando detrás de la barba. El cierre de esta sucursal no le dejaría sin empleo; los Cullen, por consideración hacia Bonny, se sentirían obligados a encontrarle otra cosa. Pero aquí su campo de acción era más amplio. En su oficina tenía media docena de proyectos en marcha: tablones amontonados contra la escalera y un martillo en la gaveta de SALIDAS. Conocía un buen sitio para comer, no muy lejos. Tenía amigos a pocas manzanas, y Butkins, el dependiente —aunque no resultara muy interesante hablar con él—, hacía casi todo el trabajo.
Una vez, años atrás, Morgan había tenido una dependienta llamada Maria. Era una pelirroja muy joven y de cara redonda, que, para no ensuciarse la ropa, siempre llevaba un guardapolvo gris. Morgan empezó a imaginar que era su esposa. No es que la encontrase tan atractiva, pero poco a poco fabricó en su mente una escena en la que él y ella eran los dueños de una pequeña ferretería de pueblo. Incluso puede que hubieran sido novios desde la infancia. Mentalmente la hizo mayor y hubiera preferido que fuera canosa. Morgan empezó a usar una chaqueta arrugada y unos pantalones grises de trabajo. Se llamaba a sí mismo «papá el ferretero». Lo curioso era que, a veces, podía estar mirándola directamente y al mismo tiempo inventándosela de la nada, como si ella no estuviera allí. Una tarde, mientras se hallaba subido a la escalera ordenando unos estantes y ella iba alcanzándole unas cajas de cable, se le ocurrió agacharse y besarla en la mejilla. «Pareces cansada, mamá», le dijo, «quizá deberías echarte una siesta.» La chica se quedó boquiabierta, pero no dijo nada. Al día siguiente no acudió a trabajar y no volvió nunca más. El guardapolvo gris todavía estaba colgado en el almacén. A veces, cuando pasaba por allí, Morgan volvía a sentir una profunda nostalgia de los tiempos en que había sido «papá el ferretero».
Pero ahora tenía a Butkins, el pálido y eficiente joven que ya estaba colocando en el escaparate un nuevo muestrario de los productos Rubbermaid.
—Buenas —le dijo Morgan y continuó rumbo a la oficina.
Se quitó el abrigo de esquimal, lo colgó en el perchero y se sentó en el sillón giratorio de cuero cuarteado, frente a su escritorio. Se suponía que iba a ocuparse del papeleo: mecanografiar pedidos, rellenar facturas… En cambio, abrió el cajón de en medio y sacó los planos de un comedero de pájaros. El martes celebraban el aniversario de bodas y estaba construyendo uno para regalárselo a Bonny. Gracias a Dios cumplirían diecinueve años de casados. Morgan desenrolló los planos y los estudió deslizando un dedo manchado de nicotina por los ángulos de los distintos niveles y compartimientos. El comedero colgaría de un poste en el que perforaría cuatro agujeros para sebo, o manteca de cacahuete, porque Bonny afirmaba que el sebo causaba problemas de colesterol. Morgan sonrió. Bonny era un poco maniática con los pájaros, pensó. Mantuvo los planos extendidos con una grapadora y una caja de brocas y salió en busca de un buen tablón para poner manos a la obra.
Durante gran parte de la mañana aserruchó y lijó, parando de vez en cuando para echar hacia atrás el sombrero y enjugarse la cara con la manga. La escalera de su oficina era un buen caballete para aserrar. En la parte delantera de la tienda, unos pocos clientes entraban a comprar alguna que otra cosa: una ratonera, un filtro para caldera, un aerosol contra las cucarachas. Morgan tarareaba el W. P. A. Blues y le sacaba punta a un lápiz.
Butkins salió a almorzar y lo dejó al frente del negocio. Morgan tuvo que levantarse y sacudirse las rodillas de mala gana para atender a un hombre con mono que quería comprar un Hide-a-Key para esconder las llaves.
—¿Para qué lo quiere? —le preguntó Morgan—. ¿Para qué gastarse el dinero en esa cajita de metal? ¿Sabe cuánto cuesta?
—Sí, pero la semana pasada cerré el coche con las llaves dentro, sabe, y pensé que podría esconder una llave de repuesto debajo de…
—Mire —dijo Morgan—, lo único que necesita es un trozo de hilo dental de seda. Seguro que en casa tiene. Enhebre la llave de repuesto con hilo doble, para que resulte más fuerte, átela a la rejilla del radiador y déjela allí colgando. ¡Muy sencillo y no le cuesta nada!
—Sí, pero este Hide-a-Key…
—Está usted hablando con un hombre cuya mujer pierde constantemente las llaves del coche —dijo Morgan.
El hombre miró a su alrededor.
—Me refiero a mí. Ella pierde todo lo que tengo —continuó Morgan— y nunca en mi vida he tenido un chisme así.
—Sí, pero de todos modos me llevaré éste —dijo el hombre, tercamente.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Morgan—. ¿No tiene hilo dental? ¡No se preocupe! Le diré lo que voy a hacer: vuelva usted mañana a esta misma hora y yo le traeré de mi casa un trozo. Gratis, sin cargo alguno. Un regalo. ¿De acuerdo? Le daré un metro o dos.
—Por el amor de Dios —dijo el hombre—, ¿puedo comprar un maldito Hide-a-Key?
Morgan alzó las manos.
—¡Claro, por supuesto! —dijo—. ¡Como usted quiera! ¡Malgaste su dinero! ¡Llene su vida de porquerías! —Metió la llave en la caja registradora—. Un dólar veintinueve.
—Es mi dólar veintinueve y lo gasto como me da la gana —dijo el hombre, aplastando el dinero contra la palma de Morgan—. ¡Chiflado!
—¡Manirroto!
El hombre se marchó apretando su Hide-a-Key. Morgan refunfuñó y cerró de golpe la caja.
Cuando Butkins regresó, Morgan quedó libre para salir a almorzar. Se dirigió al No Jive Café —le gustaban los encurtidos que tenían—, aunque todos los demás clientes eran negros y no le dirigían la palabra. Daba la sensación de que se pasaban todo el almuerzo dándole pequeños fajos de billetes al camarero de la barra, murmurando y mirando de reojo con los párpados bajos. Mientras tanto, Morgan se inclinaba sobre su plato y masticaba felizmente su pepinillo. Era un encurtido magnífico de veras. El ajo, de tan fuerte, casi silbaba. Pero sólo daban uno por plato junto con el bocadillo. Muchas veces había pedido uno extra, pero siempre le decían que no; tenía que pedir otra hamburguesa, que ni siquiera le apetecía.
Después de comer, pensó en dar un paseo. Tenía un recorrido fijo que le gustaba hacer. Se subió la cremallera del abrigo de esquimal y se puso en marcha. La temperatura no había subido mucho; los transeúntes tenían la cara contraída y llorosa. Morgan agradecía su barba. Se subió el cuello, se arropó con él y trotó frunciendo los ojos contra el viento.
Primero fue a ver a Potter, en la tienda de instrumentos de segunda mano, pero éste tenía una visita: una joven sencilla y desgarbada que probaba un violín.
—¡Padre Morgan! —exclamó Potter—. Señorita Miller, éste es el padre Morgan, el sacerdote de las calles de Baltimore. ¿Qué tal? ¿Cómo están sus adictos? Entre a tomar una taza de té.
Pero los clientes no eran muy frecuentes en aquella tienda y Morgan no quería interrumpir.
—No, no —dijo, saludando con la mano—. Tengo cosas que hacer. Dios os bendiga.
Y se retiró.
Cortó por un callejón y salió a Marianna Street. Allí, junto a un carrito de perritos calientes, había una exótica mujer cuya negra cabellera caía en cascada. Su maquillaje era estupendo: una base cobriza brillante sobre el cutis, un tajo rojo fuego en la boca y un rímel tan espeso que cada pestaña parecía ensartar una cuenta negra. Ahora, porque era invierno, iba envuelta en viejos abrigos y jerséis, pero Morgan sabía —por épocas más cálidas— que debajo llevaba un vestido rojo de encaje y un montón de pulseras doradas, baratas y descascarilladas.
—Zosem pas! —la llamó Morgan.
—¡Ah… hola! —dijo ella. Hablaba con una dicción perfecta, exagerando el movimiento de los labios—. ¿Qué tal está hoy? ¿Ha recibido carta de su casa?
Morgan sonrió con humildad y miró perplejo.
—¡Carta! —gritó ella, escribiendo en la palma de su mano con un lápiz imaginario—. ¿Ha recibido carta?
—¡Ah! —respondió Morgan y negó con la cabeza—. Pok —dijo con tristeza—. Kun salomen baso.
Las comisuras de los labios se le torcieron hacia abajo y con la punta de la bota golpeteó la rueda del carrito.
—Pobre —dijo ella—. Bueno, quizá mañana, ¿eh?
—Brankuso —respondió Morgan—. Zosem pas!
Saludó con la mano y siguió su camino.
En la esquina de Marianna Street y Crosswell dudó. Lo que de verdad quería hacer era girar por Crosswell y seguir calle abajo. ¿Qué tenía de malo? Hacía semanas que no iba, había resistido admirablemente la tentación. Se metió las manos en los bolsillos y se puso en marcha.
ARTESANÍAS DIVERSAS, se leía en un cartel a mitad de la manzana. Era un viejo edificio de cuatro pisos. El escaparate de la planta baja estaba lleno de colchas de retales, muñecas de hojas de maíz trenzadas, muestrarios de bordados, trabajos de madera y marionetas. Las ventanas de encima eran estrechas, oscuras, y no tenían cortinas; pero las que Morgan observaba desde la sombra del umbral de la lavandería eran las del tercer piso: las ventanas de Emily y Leon Meredith. Había encontrado sin problemas la dirección en el listín de teléfonos. Sabía que más o menos en aquel momento (justo antes de la siesta del bebé, suponía él), uno de los dos Meredith aparecería en la ventana de la izquierda y la abriría. Saldría una mano —la pálida de Emily, o la de Leon, más oscura— y, durante un rato de reflexiva quietud, decidirían cómo vestir al bebé para su paseo. Morgan disfrutaba con esto. (Con las últimas niñas, Bonny arrojaba sencillamente en el cochecito lo que tenía más a mano: una manta o la chaqueta de alguna de las mayores; cualquier cosa servía.) También imaginaba que los Meredith, antes de darle el biberón a su hija, se echaban en el dorso de la mano una gota de leche y que, antes de bañarla, probaban la temperatura del agua con la punta del codo. Le gustaba pensar que seguían todas las instrucciones, todas las recomendaciones. Con las manos en los bolsillos, esperó sonriendo hacia la ventana.
¿Se le habrían escapado? No, ahí estaban, cruzando la puerta de vidrio de junto al cartel de ARTESANÍAS DIVERSAS. Leon llevaba al bebé contra su hombro. (Naturalmente no habían comprado el cochecito.) La niña tendría ahora unos nueve o diez meses; una criatura regordeta, de mejillas sonrosadas, vestida con un grueso conjunto para la nieve. Emily, con su gastada gabardina y unas pequeñas zapatillas negras, caminaba junto a Leon, cogida de su brazo y con el rostro levantado y resplandeciente mientras le hablaba al bebé. A Morgan le gustaba cómo se vestían los Meredith. Era como si tiempo atrás hubieran decidido qué ropa iba a caracterizarlos y nunca se apartaran de ella. Leon siempre llevaba unos pantalones limpios color caqui y una camisa blanca. Por debajo de las mangas de la chaqueta de pana rojiza emergían un centímetro los puños inmaculados. Emily usaba uno de los tres bodys de cuello redondo: marrón, morado o (casi siempre) negro, con una falda amplia, de tela ligera, que hacía juego y que le llegaba hasta las pantorrillas. Morgan había visto estos conjuntos en programas de danza moderna de la televisión y admiraba la flexibilidad que poseían. Ahora, mientras caminaba por la calle, se daba cuenta de que el estilo no tenía mucho que ver con la moda. En realidad sospechaba que el largo de la falda no era el de aquel año, ni siquiera el de aquella década. ¿Y dónde se había visto una chica tan joven con colores tan apagados? Sin embargo, su atuendo parecía infundirle cierta autoridad. No resultaba anticuada, sino austera, escueta. Había eliminado lo superfluo.
Morgan disfrutaba imaginando cómo comían en la cocina: con sólo dos platos, dos pares de cubiertos y un bol para la niña. Le gustaba pensar que en el cuarto de baño había una sola pastilla de jabón y tres toallas de hotel. Bueno, y las cosas de Leon para afeitarse, claro. Pero nada más. Nada de aceites de baño, ni botes de talco, cremas contra el acné, secadores de pelo, aparatos de ortodoncia, frascos de perfume apretujados en profusión, sujetadores colgando, medias ni gorros para la ducha. Siguió a los Meredith con mirada nostálgica. Los dos rostros ovalados se alejaban balanceándose, privados e impenetrables. La cara de su hija era redonda como una moneda y no la perdió de vista hasta mucho después de que los padres le hubieran dado la espalda, pese a lo cual seguía siendo difícil de descifrar.
Por supuesto que le hubiera gustado cruzar corriendo y alcanzarlos. «¿Os acordáis de mí? Soy el Dr. Morgan. ¿Os acordáis? ¡Qué coincidencia! Por casualidad pasaba por aquí…» No hubiera sido difícil. Podía tomarle el pulso a la niña, preguntarles por las vacunas. Hacer de doctor era muy fácil, mera cuestión de sentido común. Era casi demasiado fácil. Más difícil hubiera sido representar el papel de electricista, o el de uno de esos hombres que, con la ayuda de un soplete, colocan en las paredes de las casas material aislante.
Sin embargo, algo lo detuvo. Sentía respeto por los Meredith, por su austeridad, por su seguridad, por su vida planeada y programada. Dejó que se alejaran intactos, en su propia burbuja.
La tarde flotaba sobre la tienda y el crepúsculo se hundía en los rincones. Butkins se tragó un bostezo, abstraído junto a la ventana. Morgan construía una especie de elaborada hélice, destinada a impedir que las ardillas accedieran al comedero de pájaros. Lijó cada paleta cuidadosamente y la encajó en su sitio. Con este tipo de trabajos se sentía satisfecho y útil. Le hacían pensar en su padre, un hombre metódico que hubiera sido mucho más feliz como carpintero que como profesor de lengua en un instituto. «Una cosa en la que nuestra familia siempre ha creído», solía decirle, «es en la calidad de las herramientas. Compra siempre las mejores: acero forjado y troquelado y mangos de madera dura. Y luego cuídalas bien. Cada una en su sitio y todas engrasadas.» Era la única filosofía que había formulado abiertamente. Ahora Morgan se adhería a ella como si fuera algo grabado en piedra. Su padre se había suicidado durante el último año de bachillerato de Morgan. Sin un ápice de desesperación ni de mala salud (aunque siempre había sido un tanto sordo), había cogido una habitación en el Motel Parpadeo Somnoliento, una brillante tarde de abril, para rajarse las muñecas con una hoja de afeitar. Morgan había pasado gran parte de su vida intentando comprender por qué. Lo único que buscaba era una buena razón: deudas, cáncer, chantaje, un amorío ilícito; nada le habría impresionado. Cualquier cosa hubiera sido preferible a esta nebulosa ambigua y difusa. ¿Acaso su padre había sido desgraciado en su matrimonio? ¿Había caído en las garras de algún chantajista? ¿Cometido un asesinato? Morgan registró su correspondencia, robó la llave de su escritorio y su archivador de cartón. Interrogó a su madre sin piedad; pero ella no parecía saber más que él, o quizá simplemente no quería hablar del tema. Iba de un lado a otro silenciosa y agotada. Se había puesto a trabajar en la guantería Hutzler. Poco a poco Morgan dejó de preguntar. Últimamente había comenzado a posarse sobre él, de forma tan imperceptible como una capa de polvo, la idea de que, posiblemente y después de todo, quizá no existiera razón alguna. Tal vez el interés de su padre por la vida había ido menguando hasta agotarse del todo. ¿Era eso? Morgan se resistía a creerlo y cada vez que lo pensaba rechazaba la idea. Incluso ahora, a menudo examinaba con atención el archivador que había robado, pero siempre encontraba lo mismo: hojas de instrucciones, ordenadas alfabéticamente, para armar bicicletas, limpiar cortadoras de césped e instalar tubos de aspiradoras. Reparación, reposición, mantenimiento. Paso a paso, cuando hayas concluido con el segundo, te saldrá seguramente el tercero.
Morgan lijó la hélice de madera mientras asentía suavemente. Tarareaba desafinando por completo.
Butkins subió la escalera.
—Si no me necesita —dijo—, me voy. Hasta mañana.
—¿Eh? —dijo Morgan—. ¿Ya es la hora?
Se enderezó secándose la frente con el dorso de la mano.
—Sí, sí, claro, Butkins. Adiós, hasta mañana.
La tienda se quedó en silencio, borrosa en la oscuridad. Los transeúntes se apresuraban a volver a sus casas para cenar, sin echar siquiera una mirada dentro. Morgan se incorporó, se puso el abrigo de esquimal y avanzó por el pasillo. Apagó las luces y cerró las tres enormes cerraduras a prueba de ladrones. Desde fuera el lugar parecía una foto antigua, sin vida, desenfocada, con los misteriosos bultos de los escaparates. Quizás el fantasma del abuelo Cullen venía por las noches y cavilaba sobre las tijeras de podar eléctricas. Morgan se subió el cuello y corrió para alcanzar el autobús.
Los adultos —Morgan con su sombrero, Bonny, Louisa y Brindle, la hermana de Morgan, con un albornoz violáceo— se sentaban durante la cena apiñados en un extremo de la mesa, como refugiándose allí de las niñas. Brindle tenía el mismo rostro pálido y aguileño de su madre, la misma postura encorvada, pero no su vitalidad. Untaba perezosamente de mantequilla unas rebanadas de pan que dejaba en el borde de su plato, mientras Louisa explicaba, palabra por palabra, un programa de cocina que había visto en la televisión.
—Primero ha puesto a lo largo en una cazuela los trozos de pierna de ternera. Luego le ha echado una salsa hecha con extracto de tomate, ralladuras de limón, trocitos de apio… ¡pero todo estaba cortado de antemano! Claro, si no ves cómo él pela y pica todo, parece muy fácil.
Morgan, frente a ella, se estiró para coger la sal.
—La vida por televisión no es muy real que digamos —continuó Louisa.
—De eso se trata —dijo Brindle.
—Me gustaría ver cómo se las arregla para sacar todo el extracto de tomate de esas minúsculas latas Hunt.
—Mamá, toda la semana pasada estuviste con lo mismo —dijo Brindle—. Lo que has visto es una reposición del programa y le estás haciendo las mismas objeciones.
—¡No es verdad! La semana pasada yo no sabía nada de ese programa.
—Nos contaste cada detalle: las ralladuras de limón, el apio…
—¿Me estás acusando de falta de memoria? —preguntó Louisa.
—Por favor, señoras —dijo Morgan.
Era verdad que últimamente su madre tenía problemas de memoria. Tenía rachas en las que se ponía insistentemente repetitiva; su mente, como un disco viejo, parecía rayada en determinados surcos. Pero que se lo recordaran sólo servía para ponerla más nerviosa. Morgan le frunció el ceño a Brindle, quien se encogió de hombros y untó con mantequilla otra rebanada de pan.
Mientras tanto, las hijas comían sumidas en su propia confusión de cotilleos, riñas y risitas; siete niñas delgadas en tejanos y una más: una huerfanita de pelo claro y pendientes de strass, una amiga de Kate. Estaba sentada entre ésta y Amy, y miraba a Morgan entornando los ojos, como censurándolo. Lo ponía nervioso. Nunca se sentía de verdad feliz si pensaba que le caía mal incluso al último desconocido. Había empezado a cenar de buen humor, enrollando teatralmente los espaguetis con el tenedor y hablando con acento italiano, pero poco a poco fue perdiendo su entusiasmo.
—¿Qué miras? —le preguntó—. ¿Nos conocemos?
—¿Cómo?
—Ah. Coquette.
—Somos compañeras de clase. Nos gusta el mismo chico.
Morgan frunció el ceño.
—¿El mismo qué? —preguntó.
—El mismo chico; se llama Jackson Eps.
—¡Pero si apenas estáis en quinto grado!
—También nos gustaba en cuarto.
—Esto es ridículo —dijo Morgan a Bonny.
Ella le sonrió; su mujer nunca sabía cuándo debía empezar a preocuparse.
—¿Dónde vamos a llegar? —le preguntó a su hermana—. ¿Adónde vamos a ir a parar? La culpa es de todas esas muñecas Barbie y los juegos de maquillaje Tinkerbell.
—A mí también me gustaba un chico en quinto —dijo Brindle.
—¿Ah, sí?
—Robert Roberts.
—Ay, Dios mío, Brindle, no empecemos otra vez con Robert Roberts.
—¿Robert Roberts estaba en quinto? —preguntó Kate. Y añadió, dirigiéndose a Coquette—: Robert Roberts y Brindle fueron novios de pequeños.
—No sólo en quinto —respondió Brindle—, también en cuarto, en tercero, en segundo… Teníamos que compartir el libro de lectura, porque él siempre perdía el suyo. En el parvulario fuimos una vez a comprar a los Saldos Billy y él me pegó en la mejilla una etiqueta que decía PEQUEÑA TARA. También me llevó a mi primer baile escolar, a la primera cita en coche y al primer picnic de secundaria.
Morgan suspiró e inclinó su silla hacia atrás. Bonny se sirvió más ensalada.
—Luego, en la universidad, rompí con él —siguió Brindle—. Le devolví su anillo de estudiante con la cera de vela para que no se me saliera del dedo todavía dentro. Por lo menos tendría media vela. De haberlo llevado puesto para nadar me habría ahogado.
—¿Por qué rompió con él? —preguntó Coquette.
—Porque me casé con otro.
—Sí, pero ¿por qué lo dejó? Quiero decir, ¿por qué se casó con otro?
Brindle apartó su plato y apoyó los codos en la mesa.
—Bueno, no sé si… Cuando hablo de él, todo parece muy sencillo, ¿no? Pero mira, ya en el parvulario a veces se portaba como un tonto y me aburría, pero otras veces estaba loca por él. Cuando crecimos, todo esto empeoró. A veces me gustaba y otras no, a ratos ni siquiera pensaba en él. Y a él le pasaba lo mismo. Yo lo sabía, nos conocíamos demasiado bien. Nunca se me ocurrió pensar que eso le pasaba a todo el mundo. Quiero decir que no tenía otras experiencias. ¿Comprendes lo que intento decirte?
Evidentemente Coquette no entendía palabra. Estaba cada vez más inquieta mirando un plato de galletas en el aparador. Pero Brindle no se daba cuenta.
—Así que me casé con un hombre mayor —continuó—. El vecino de al lado de nuestra vieja casa del centro. Fue un error terrible. Era un individuo celoso, posesivo, siempre temiendo que lo abandonara. Nunca me daba dinero, sólo disponía de cuentas de crédito en los grandes almacenes y de un poco de calderilla para ir a los ultramarinos cada semana. Durante siete años compré toda la comida en la sección de alimentación: latitas de jamón, puntas de espárragos blancos, corazones de alcachofa, palmitos; así ahorraba el dinero de los ultramarinos. Cargaba en la cuenta una docena de madejas de lana y luego las devolvía una por una en el mostrador de Knitter y me daban dinero en efectivo. Compraba cualquier oferta que hubiera. Al cabo de siete años dije: «Muy bien, Horace, he ahorrado cinco mil dólares yo sola. Me voy.» Y me fui.
—Tuvo que ahorrar cinco mil dólares —dijo Morgan al techo—, para coger el autobús que llevaba desde su casa hasta la mía. Cinco kilómetros, seis como máximo.
—Sentí que era un desafío —dijo Brindle.
—Y no es que yo no le hubiera ofrecido ayudarla a irse desde el principio.
—Sentí que era mi deber demostrarle que no podía vencerme tan fácilmente —dijo Brindle—. «Mira, tengo más valor del que crees.»
Morgan se preguntó si el suministro de valentía estaría racionado. ¿Recibía cada persona una cantidad y, una vez que la había gastado, no tenía derecho a más? Porque durante los últimos cuatro años, desde que había abandonado a su marido, Brindle se había apoltronado en el segundo piso de su casa y raramente se ponía algo que no fuera su descolorido albornoz violáceo. Hasta el presente nunca había hablado de buscar trabajo ni un piso para ella sola. Y cuando al cabo de seis meses de dejarlo, murió su marido de una apoplejía, apenas le importó en apariencia. «Bueno», fue lo único que dijo, «creo que me he ahorrado el viaje a Nero.» «A Reno, querrás decir», la había corregido Morgan. «Bueno, como se llame.»
En realidad, las únicas ocasiones en que demostraba un poco de interés era cuando contaba esa historia. Los ojos se le ponían triangulares y se le estiraba la piel.
—Ya ves, no he tenido una vida fácil —dijo—. Y de Robert Roberts, pues, supe que fue y se casó con una de las chicas Gaithersburg. Le vuelvo un segundo la espalda y él va y se casa. ¿Qué te parece? No le echo la culpa, sé que la única culpable soy yo. Yo sólita he arruinado mi vida y es demasiado tarde para remediarlo. Yo misma me encargué de ir a parar al montón de los escombros.
Escombros, la palabra rebotó en el alto techo, contra las molduras. Bonny cogió las galletas del aparador y las niñas, a medida que se pasaban el plato, tomaron dos o tres cada una. De repente Morgan inclinó su silla hacia adelante y estudió el rostro de Brindle con expresión curiosa y atenta, pero ella no pareció notarlo.
Más tarde, él y Bonny volvían del cine. Caminaban lentamente por el brillante pavimento negro hacia la parada del autobús. La noche era brumosa y húmeda, más cálida que el día. Los rótulos de neón parecían un arco iris velado y las luces traseras de los coches, que se deslizaban en la niebla, se reducían hasta desaparecer. Bonny iba cogida del brazo de Morgan. Llevaba la arrugada gabardina que tenía desde que se conocieran y unos zapatos de suela de crepé que gruñían.
—Mañana quizá puedas acabar de montar el coche.
—Sí, quizá —respondió Morgan, ausente.
—Llevamos toda la semana yendo en autobús.
Morgan pensaba en la película. No le había parecido muy verosímil. Todo el mundo estaba muy seguro de lo que iban a hacer los otros. Los elaborados planes que trazaba el protagonista, una especie de agente doble, dependían de algún desconocido que tenía que aparecer en determinado lugar o tomar determinada decisión y que nunca fallaba. En los momentos cruciales, los centinelas miraban a otra parte. Los altos mandos se iban a cenar precisamente cuando debían hacerlo. ¿En la vida de esta gente nunca sucedía A en lugar de B? Morgan caminaba pesadamente, mirándose los pies con el ceño fruncido. Sin venir a cuento, recordó las cuidadas manos del protagonista, mientras armaba sin pensar un rifle que había conseguido pasar a escondidas en un maletín de cuero.
Llegaron a la parada del autobús y se detuvieron mirando atentamente calle abajo.
—A que podemos pasarnos toda la noche esperando —dijo Bonny, de buen humor.
Se quitó una especie de capucha de plástico plegable para la lluvia y la sacudió.
—Bonny —dijo Morgan—, ¿por qué no tengo ninguna chaqueta de pana?
—Pero si tienes una —le respondió ella.
—¿Ah, sí?
—La negra con solapas de ante.
—¡Ah, ésa!
—¿Qué tiene de malo?
—Preferiría tener una rojiza.
Bonny lo miró con atención. Por un momento pareció a punto de decir algo, pero luego debió de cambiar de idea.
A lo lejos se divisó el autobús con todas las ventanillas iluminadas con una luz amarillenta; una civilización entera deambulando por el espacio, imaginó Morgan. El vehículo se detuvo con un chirrido para que subieran. Iba extraordinariamente lleno para ser tan tarde. No quedaba libre ningún asiento doble. Bonny se sentó junto a una mujer vestida de enfermera, y Morgan, en lugar de sentarse en otro sitio, se quedó de pie, balanceándose en el pasillo junto a ella.
—Me gustaría tener una chaqueta rojiza con los codos gastados —le dijo.
—Bueno —dijo ella, fríamente—, supongo que tendrás que gastarle los codos tú mismo.
—No sé, podría encontrar alguna de segunda mano.
—Morgan, ¿no puedes mantenerte alejado de las tiendas de segunda mano? Los dueños de algunas de las cosas que compras están muertos.
—Ésa no es razón para que una buena prenda vaya a parar a la basura.
Bonny se secó la lluvia de la cara con un kleenex apelotonado que sacó del bolsillo.
—Además —dijo Morgan—, me gustaría tener unos pantalones caqui y una camisa blanca, vieja y suave.
Bonny volvió a meterse el kleenex en el bolsillo. Traqueteó en silencio con el autobús durante un rato, mirando fijamente hacia adelante.
—¿Quién es?
—¿Quién es quién?
—Quién es el que lleva esa ropa.
—¡Nadie! —respondió Morgan—. ¿Qué quieres decir?
—¿Crees que soy ciega? ¿Crees que no he pasado por esto cientos de veces?
—No sé de qué me hablas.
Bonny se encogió de hombros y miró por la ventanilla.
Ya estaban cerca de su barrio. Las luces brillaban sobre las entradas de las casas de ladrillo y los edificios de apartamentos. Un hombre paseaba a su beagle. Un muchacho encendía una cerilla y daba fuego a una chica. En el asiento de detrás de Bonny, dos mujeres con abrigos de pieles charlaban.
—Supongo que ya sabrás la noticia —dijo una—. El marido de Angie ha muerto.
—¿Muerto? —preguntó la otra.
—Se levantó y se murió.
—¿Cómo fue?
—Pues acabó de afeitarse, se puso un poco de loción en el rostro y luego regresó al dormitorio. Se sentó en la cama…
—Pero ¿qué fue? ¿Un ataque al corazón?
—Te lo estoy contando, Libby…
Morgan empezó a tener pensamientos incómodos. Estaba seguro de que su mano, cogida al respaldo de delante de las dos mujeres, les resultaba tan repulsiva que sólo para no pensar en ella parloteaban sobre cualquier tontería. Trató de imaginar cómo verían ellas su mano: los abultados nudillos con pelos negros como alambres y serrín incrustado en las uñas. En realidad se vio de cuerpo entero. ¡Era repelente como un sapo! Un sombrero y una barba con patas. Notaba sus ojos, enormes, saltones y pesados, enmarcados por dos barrocas bolsas oscuras.
—Fue a coger los calcetines —dijo desesperada la primera mujer— y empezó a desenrollarlos. Un calcetín estaba metido en el otro, ya sabes…
Morgan soltó la barra del respaldo y metió ambos puños bajo las axilas. Hizo el resto del viaje sin sostenerse, sufriendo violentas sacudidas cada vez que el autobús se detenía.
Y cuando llegaron a casa, donde las niñas hacían los deberes en la mesa del comedor y Brindle se echaba las cartas del tarot, Morgan subió directamente la escalera rumbo a su cama.
—Creí que querrías un poco de café —dijo Bonny—. ¿Morgan? ¿Quieres una taza de café?
—No, esta noche no —respondió—. Gracias, cariño.
Y continuó escaleras arriba. Se desnudó, dejándose tan sólo la ropa interior térmica, y encendió un cigarrillo del paquete de la cómoda. Por primera vez en todo el día no llevaba sombrero. En el espejo, su frente parecía arrugada y vulnerable. Se observó unas hebras blancas en la barba. ¡Canas!
—¡Dios mío! —dijo, y se inclinó para mirarse más de cerca.
Quizá, pensó, podría hacerse pasar por uno de esos milagros de la Unión Soviética, individuos de ciento diez, ciento veinte años que todavía escalan montañas con sus rebaños de cabras. Se le iluminó la cara. Podría cruzar el país dando un ciclo de conferencias. En cada pueblecito se quitaría la camisa y mostraría su pecho cubierto de vello negro. Los periodistas le preguntarían cuál era su secreto.
—Yoghurt und cigarettes, camaradas —le cacareó al espejo, y dio unos pasos pavoneándose—. Nada más ke yoghurt y cigarrillos rusoss.
Sintiéndose de mejor humor, fue a buscar al armario el archivador, que colocó sobre la cama. Dio una resuelta calada a su Camel mientras iba y venía preparándose: conectó la manta eléctrica, acomodó la almohada y buscó un cenicero. Se metió en la cama y puso el cenicero sobre su regazo. Tuvo un pequeño acceso de tos y se sacudió la ceniza de la camiseta. Se quitó de la lengua una hebra de tabaco.
—Ah, camaradas —respiró resueltamente.
Abrió el archivador, sacó la primera hoja y se incorporó para leer.
1. Familiarícese con todos los pasos antes de comenzar.
2. Tenga a mano lo siguiente: alicates, un destornillador Phillips…
Bajó la hoja y miró los oscuros cristales de la ventana. Imaginó que, a kilómetros de distancia, se apagaban las ventanas de Crosswell Street; primero la de la izquierda y luego la de la derecha. El bebé se movería soñando. La mano de Leon soltaría el interruptor y él iría hasta su cama cruzando las frías baldosas del suelo. Luego cesarían todos los ruidos del día: sólo se oiría la respiración de los durmientes, inmóviles y libres de sueños entre sus sábanas desgastadas.
Morgan apagó también la luz y se acomodó para dormir.